73. Sierva de la reina oscura
Un brevísimo relámpago fue la primera señal de que algo extraño estaba sucediendo en aquella zona boscosa, habitualmente tranquila y silenciosa durante la noche. La segunda fue la espectacular cascada de vómito que salió del estómago de la joven que acababa de materializarse allí: un torrente incoercible que su cuerpo menudo no parecía tener capacidad suficiente para albergar.
—Mierda, Morrigan, ¿no podíamos desplazarnos en avión como las personas normales? Juro que de repente le he perdido el miedo... —farfulló, mareada, limpiándose la boca con el dorso de la mano y ésta en el pantalón vaquero.
—Querida, tú ya no eres una persona normal. ¿Nunca habías sentido curiosidad por la teletransportación? Para no haberla practicado en siglos, he hecho un trabajo excelente. Una pequeña náusea no es más que un inconveniente pasajero...
La chica meneó la cabeza, musitó algo que sonó como un "ñiñiñi" desafiante y comprobó que la mochila que contenía sus exiguas pertenencias la había acompañado en el fugaz viaje, sin prestar atención a los cuervos que las vigilaban desde los árboles cercanos.
—Necesito dormir. Buscaré algún sitio con una cama en condiciones.
—Perfecto. Descansaremos durante el día y continuaremos nuestro camino al anochecer, una vez repuestas.
—¿Dónde estamos?
—En el Reino, querida, muy cerca del lugar donde nos conocimos.
Aunque la diosa había empleado el nombre informal que se daba en Irlanda al condado de Kerry, ella entendió enseguida que se encontraban a las afueras de Killarney, a menos de veinte kilómetros de las colinas gemelas y, todavía trastabillando, luchó por recuperar el dominio de sus tobillos en dirección a la calle principal, un animado crisol de tabernas y turistas que la hizo sentir asfixiada en cuanto puso un pie en el adoquinado. Sin embargo, se las arregló para llegar al centro de la ciudad y pagar una habitación en un sencillo hotel cuyo recepcionista elogió con un entusiasmo rayano en el acoso su perfecto conocimiento del irlandés, fascinado al leer un nombre griego en la tarjeta de crédito que ella le ofrecía.
Exhausta, abrió la puerta y observó la impecable estancia, desatándose con desgana los cordones de las botas para dejarse caer de espaldas sobre las sábanas con un suspiro de satisfacción. Realmente precisaba un paréntesis en la vorágine de conflictos, ataques y rupturas que habían sido las últimas doce horas, pensó, con la cara oculta entre las palmas. Deathmask, Shura... Todo lo que podía salir mal había salido mal, o incluso peor, y ella no conseguía sacudirse la sensación de fatalidad que la aplastaba como un presagio de muerte.
El colchón acogía su columna con suavidad, envolviéndola en el agradable aroma de las ramas de menta y lavanda con las que habían decorado la cama a la espera de un huésped, pero no lograba relajarse. Cada fibra de su ser añoraba una sola cosa: reunirse con Deathmask. Ansiaba reclinar la cabeza en su pecho, saturarse de su olor a madera, esconder los dedos entre aquellos mechones de cabello que ni el mejor estilista podría ordenar jamás. Necesitaba volver y gritarle que le amaba, pedirle que la perdonase y olvidar esa noche. Todavía sentía el impacto físico y mental de los golpes que habían intercambiado, a pesar de que era Morrigan quien luchaba, y la mirada fría y decidida del hombre elevando su cosmos contra la enemiga que tenía frente a sí... y, pese a todo, anhelaba tenerle cerca.
Maldito Deathmask. Si tan solo hubiese aceptado unirse a ellas, ahora estarían juntos, perdidos en la locura de besos y bromas que surgía en cuanto se encontraban, listos para declarar la guerra a quienes hacían del mundo una fosa de podredumbre. Pero el señor tenía que sufrir un ataque de dignidad justo en ese momento. Él, que había vivido década y media en el cieno, ahora le salía con remilgos.
—Te envidia, Kyrene. Sabe que su poder no puede compararse con el tuyo.
Quizá fuese cierto, pero le echaba de menos. Aunque aquellas semanas habían sido un despropósito tras otro, se las habían arreglado para sobreponerse a todos los obstáculos. ¿Por qué ya no? ¿No conseguía ver que ella solo pretendía ayudar? Si de verdad la quería, ¿por qué no la acompañaba? ¿Era su nuevo objetivo una razón para dejar de amarla?
Tanteó hasta dar con el interruptor sin abrir los ojos y apagó la luz en busca de un regreso a la oscuridad, a las sombras que durante tantos años la habían acogido. Eso era ella, una criatura condenada a esconderse, alguien que no merecía el cariño de otros. La evidencia se desvelaba con tal crudeza que contemplarla se convertía en un reto, pero allí estaba, por fin.
—Nunca te ha querido. Solo tuvo lástima de ti, de una simple camarera huida. No ve tu grandeza.
Así era. Él había sentido pena por una ladrona repudiada por el mundo a la que nadie tendía una mano. Al fin y al cabo, ¿qué talento tenía ella para enamorar a alguien tan poderoso? Ninguno, salvo servir copas y defenderse a cuchilladas. Lástima: de eso se trataba, sí.
—Es un indeseable al que ni los rodorienses ni sus propios compañeros aprecian. Tú fuiste su obra de caridad, el espejo perfecto frente al cual sentirse igual de digno que los demás y capaz de hacer algo bueno por una vez en su vida.
Se resistía a creer algo así, pero sonaba lógico. La había utilizado para lavar su imagen de sinvergüenza, pero desde que ella tenía poder, ya no le servía para seguir jugando al novio ideal.
—Exacto: solo le interesabas porque te percibía como alguien débil, Kyrene. Ahora que exhibes tu fuerza y tu autosuficiencia, puede dejar de fingir sus sentimientos y regresar con Atenea.
Tan obvio como vil: parapetado tras su nueva fachada de persona decente y adorando a la jodida Atenea, esa diosa a quien le daba igual que en su territorio se vendiesen y comprasen niños para satisfacer los caprichos de adultos tarados o que su santuario albergase un cementerio repleto de tumbas infantiles.
—Es duro, pero cuanto antes lo asumas, antes estarás preparada para continuar.
—Gracias por mostrarme la verdad, Morrigan —musitó Kyrene, con un hilo de voz.
Sus párpados se negaron a seguir reteniendo el llanto que había guardado desde que le dejara en la caverna y, encogida en posición fetal, estalló, abrazándose las rodillas con desesperación. Lloró sin noción del tiempo para dejar ir aquella tristeza lacerante con sollozos tan vehementes que el pecho terminó ardiéndole y su garganta se negó a emitir ningún sonido más; lloró por su niñez destrozada, por todos los que habían muerto en su camino para permitirle salir adelante, lloró por los años de miedo y huidas, pero, sobre todo, lloró de desamor. Porque ella, que se había negado a entregar el corazón para no sufrir más, acababa de conocer la desolación al darse cuenta de que, en realidad, jamás había sido correspondida.
El amanecer llegó poco después al ventanal de la suite, paseándose por los contornos de los muebles y sobre la silueta de la joven, que había agotado las lágrimas tras empapar la funda de la almohada y navegaba entre oscuros sueños, pero fue el hambre lo que la obligó a abrir los ojos, hinchados y enrojecidos, horas más tarde.
Contra sus propias expectativas, se encontraba descansada y tranquila. Se desperezó, estirando con calma cada músculo y escuchando el gruñido de su estómago vacío, y se levantó a admirar las vistas con media sonrisa mientras descolgaba el teléfono para pedir una obscena cantidad de comida al servicio de habitaciones.
Era raro, pero ya no dolía. Ella, Kyrene Angelopoulou, había sido escogida para un destino mayor de lo que habría podido imaginar y oponerse no entraba en sus opciones ni en sus planes. Si Deathmask no lo aceptaba, tanto peor para él: quizá con el tiempo lograría entender que el poder que no se ejercía era tan inútil como si no existiese; en cualquier caso, su opinión se había vuelto prescindible para ella, igual que su amor falso.
Ella era el brazo de la auténtica diosa de la guerra, designada para resarcir a los débiles de la opresión y el sufrimiento y cumpliría con orgullo su papel. Bajo el mando de Morrigan, había sobrevivido a los ataques de dos caballeros dorados y no temía enfrentarse a todos los enemigos que el Santuario le enviase. Porque su causa era justa, y la justicia necesitaba de la fuerza para imponerse.
—Querida, verte tan decidida llena de júbilo mi alma. Gozarás de las mieles del triunfo y, a tu muerte, el paraíso será tu hogar. Jamás volverás a conocer el duelo ni la pérdida, porque ahora estás conmigo. Ese es el futuro que crearé para ti.
La joven asintió. Nada tenía sentido si no era con Morrigan. Lucharía por ella hasta que el último hálito escapase de sus pulmones y, juntas, castigarían a los malvados.
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Planteado como una relajante caminata nocturna amenizada por las leyendas que Morrigan relataba con hipnótica cadencia, el trayecto que unía Killarney con las colinas gemelas permitió a Kyrene reafirmarse en la convicción de que dejar de lado sus intereses personales era un acto no solo altruista, sino también necesario.
Desplazándose a un ritmo mucho más ligero que el que habría podido sostener antes de convertirse en el recipiente de la diosa, apenas reparó en los hermosos paisajes que la rodeaban hasta que se halló en Clonkeen, cerca de la casa de los O'Flaherty, en la cual se había hospedado con Deathmask durante su viaje estival. Al ver aquella fachada familiar, se detuvo involuntariamente, asaltada por una idea que hizo palpitar su pecho con rapidez.
—Ve, Kyrene. Tu corazón lo desea.
Ella titubeó, pero no se resistió; miró a ambos lados para asegurarse de que nadie la observaba en un gesto un tanto inútil a aquellas horas y reanudó la marcha en dirección a la pintoresca residencia, cuyos propietarios debían de estar durmiendo, pues en las ventanas no había ninguna luz. Con una última ojeada, apoyó la mano en la cerca de madera que delimitaba la hacienda y la saltó para cruzar el jardín, todavía con reparo.
Allí estaba, en su caseta decorada con tréboles de cuatro hojas tallados por el señor O'Flaherty en sus muchos ratos libres, escrutándola con sus vivaces y enormes ojos marrones.
—¿Laoch...? —se aventuró, insegura, arrodillándose a algunos metros y tendiéndole las palmas.
El animal la observó durante unos segundos como si estuviese decidiendo si era merecedora de su confianza y por fin avanzó con trote alegre, echándole las pezuñas a los hombros y lamiéndole la cara con tal entusiasmo que la hizo caer de espaldas.
—Laoch, bonito... ¿ya no estás enfadado conmigo? —musitó, riendo mientras acariciaba el lomo y el cuello del can, tirados ambos sobre la hierba.
—Nunca lo estuvo, querida. Cuando volvimos de las colinas, mi presencia era débil y se asustó al percibir mi alma sin lograr reconocerla, pero ahora que me manifiesto con claridad sabe que ni tú ni yo somos una amenaza para él.
Kyrene notó un nudo en la garganta; recuperar su antigua conexión con Laoch la devolvía al momento en que recogió a Bull, con las patas heridas y su mirada de eterno cachorro. Compartió todavía unos minutos más con él y después se levantó a regañadientes, dándole un último beso en la cabeza.
—Te dije que si lo mío con el italiano no funcionaba vendría por ti, ¿recuerdas, chico? Bueno, ha habido un cambio de planes y no va a poder ser, pero quería despedirme en persona —dijo antes de volver al sendero, asegurándose de que los O'Flaherty no la viesen salir.
El silencio se impuso durante el resto del paseo. Las colinas la recibieron con el mismo aire de inevitabilidad que había presidido el primer encuentro de diosa y portadora, pero a diferencia de entonces, el miedo ya no existía y la tierra solo se abrió cuando Morrigan elevó los brazos con aire ceremonioso, engulléndola y cerrándose sobre ella al instante.
La oscuridad fue diluyéndose suavemente gracias al resplandor plateado que había comenzado a emanar de su propio cuerpo para permitirle distinguir la laguna de aguas negras y la piedra plana sobre la que había declamado la profecía unas semanas antes.
Inspiró con fuerza y permaneció estática unos segundos. Sabía lo que tenía que hacer.
Con serenidad, se bajó de un tirón la cremallera de la chaqueta y se desabrochó las botas. Pantalones, camiseta, ropa interior: una a una, todas las prendas fueron cayendo al suelo hasta que la cálida luz cubrió cada centímetro de su piel.
—Yo soy la ofrenda viviente, la sierva de la gran reina —recitó, monocorde, al tiempo que avanzaba desnuda hacia el agua—. Acéptame, madre de dioses, como tu templo de carne y sangre. Que tus enemigos perezcan por mi mano, que mis enemigos se extingan por tu espada. Que nuestras almas dancen unidas.
Sus pies se separaron del suelo y se desplazó levitando hasta la piedra, sobre la cual quedó tumbada con la vista fija en el techo rocoso. Entonces, la voz de la diosa resonó en su cabeza una vez más, enturbiando cuanto la rodeaba:
—Por mi espada daré muerte a tus enemigos; por tu mano ejecutarás a los míos. Yo, la reina espectral, recibo tu sacrificio. Míos son tu cuerpo y tu espíritu. Que nuestras almas dancen unidas por toda la eternidad.
Una angustiosa pesadez se extendió por los miembros de Kyrene conforme la piedra comenzaba a hundirse, arrastrándola consigo hacia el fondo como si formasen un bloque. Sin ofrecer resistencia, notó cómo el frío líquido la cubría, distorsionando su visión y convirtiendo en un halo la luz argéntea hasta que su cerebro dio la alarma para forzarla a abrir los labios en busca de oxígeno. El agua recorrió su tráquea, invadió su sistema respiratorio y la hizo boquear sin encontrar alivio. La sensación no se parecía en nada a la de la noche anterior, cuando habían emboscado a Deathmask bajo la laguna con tanta calma como en un juego de niños: sus oídos zumbaban, los pulmones le ardían y un agudísimo dolor amenazaba con hacer estallar su pecho, hasta que, incapaz de soportarlo por más tiempo, perdió el conocimiento con un jadeo agónico mientras sus últimos resquicios de humanidad se diluían en el alma infinita de la diosa.
Señoras, señores, Kyrene has left the building.
¿Qué ocurrirá a partir de ahora? ¿Dará Shura con su escondite? ¿Cómo se las arreglará Deathmask para llegar antes que su compañero? En el capítulo de mañana, "Tus oraciones se pierden en el vacío", responderemos algunas de estas preguntas... y surgirán otras.
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