64. Hasta que amanezca
No se arrepentía de su crueldad; lograr lo mismo con menos encarnizamiento no entraba en sus planes. Ser temida por aquellos que habían sembrado la destrucción en los corazones de cientos de inocentes, en cambio, la llenaba de un placer más intenso que cualquier cosa que hubiese conocido: la comida, el sexo, los pequeños y sencillos caprichos de la vida diaria, nada se comparaba a aquella sensación.
Había pasado todavía una hora más rodeada de aquellos traficantes de niños que, despejados de repente de sus borracheras, aguardaban en silencio para saber quién sería el siguiente en morir, divertida con su angustia y torturándoles psicológica y físicamente hasta que empaparon de orina sus carísimos trajes confeccionados a medida, pero por fin, tras reír a carcajadas viéndoles sollozar de pánico y oyendo sus patéticas súplicas y sus amenazas baldías, llegaba el momento de partir.
Se incorporó y contempló la imagen que le mostraba el espejo antiguo situado al fondo de la sala: una mujer pálida, exultante y ensangrentada desde el cuello hasta las suelas. Con una sonrisa, memorizó el panorama de cadáveres que se extendía a su alrededor, recuperó de las americanas de Euclides y Ciro los talones que había firmado y giró el pomo de la puerta para volver a la entrada y tomar su capa.
—Gracias, Morrigan. Sin ti, jamás me habría atrevido a hacer algo así. Me equivocaba al dudar de tus intenciones.
—No te preocupes, querida. Sabía que acabarías por entender que la fuerza y la justicia han de ir de la mano para atormentar a los indignos.
La fresca brisa nocturna le acarició el rostro cuando salió de la casa estirándose como si acabase de poner fin a una reconfortante sesión de ejercicio. Ignorante de que su jefe no volvería a abonar su salario ni el de nadie más y sorprendido al verla sola, el aparcacoches la saludó con cortesía:
—Buenas noches, señora. ¿Ya se marcha?
—Sí, ha sido una velada encantadora y muy productiva, pero debo atender otros asuntos.
El joven abrió los ojos en una mueca de estupor al advertir que su ropa estaba empapada de sangre.
—Señora, ¿qué ha pasado? ¿Está usted...? ¿Están todos bien?
Ella ignoró su pregunta y formuló otra a su vez, acercándose y acariciándole la nuca:
—Dime, ¿conoces en qué consisten estas reuniones?
—¿Qué?
—Que si sabes qué estábamos haciendo ahí dentro, bobito.
—Eh... sí, tengo una idea —titubeó él, captando algo siniestro en el tono y la actitud de la dama.
—Vale, pues cuéntamelo.
—Se... compran niños para prostituirlos.
—¿Lo sabes y no te importa?
—El señor Zabat es muy importante, paga bien y, bueno, ojos que no ven...
Kyrene arqueó una ceja y ladeó la cabeza, asintiendo.
—Entiendo. Lo que no ves no te afecta; no te duele, ¿verdad?
—Eso es, señora —dijo él, aliviado.
Ella no necesitó más explicaciones: desenfundó ambos cuchillos a un tiempo y los clavó con fuerza en las cuencas oculares del chico, extrayendo los globos con una precisa rotación de las muñecas y arrojándolos al suelo para pisarlos.
—¡Dios...! ¿Por qué...? ¡¿Qué he hecho yo...?! —tartamudeó él, aullando de dolor mientras dos amplios ríos rojos se desbordaban por sus mejillas.
—Así no sufrirás viendo a esos niños ser comprados y vendidos como simples objetos. Agradece que te haya perdonado la vida y aprovecha esta oportunidad para redimirte.
Girando sobre sus altos tacones, recorrió el camino de acceso, subió a su moto y se detuvo en el control de seguridad para acuchillar sin pronunciar palabra a los dos vigilantes en una coreografía macabra y letal. Satisfecha de sí misma, condujo hasta las afueras de Atenas, abandonó el vehículo en una zona boscosa y caminó escondida en las tinieblas hasta que Rodorio la recibió, acogedor y silencioso, sumido todavía en la oscuridad. Aún podría dormir a pierna suelta, quemar la ropa sucia en el patio, estudiar un rato y abrir la taberna a tiempo para atender a los clientes.
La euforia la dominaba todavía cuando, al abrir la puerta del local, advirtió un pedazo de papel preso entre la hoja y la jamba. Era una nota de Deathmask, citándola para la noche siguiente. Sonrió, contenta de ver que ambos seguían intentando hacer funcionar aquello pese al desastre que provocaban los caprichos de Morrigan, se quitó los guantes y se desató la capa con un suspiro de satisfacción. Quizá aún estaba a tiempo de mantenerle a su lado, de ganarle como aliado en aquella nueva etapa.
Merecía la pena tratar de persuadir a Morrigan de que todo sería más fácil con alguien como él -poderoso, fascinado por la muerte- a su lado.
No te vayas: prometí dos capítulos para hoy, porque este es muy breve, y ya tienes listo el segundo. ¡Gracias por leer, votar y comentar!
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