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62. Morituri te salutant

Señoras y señores, una advertencia previa: en este capítulo vamos a desarrollar el tema de la "subasta de las flores", que como ya os imaginaréis, es muy escabroso y desagradable, como todo lo que está relacionado con el pasado de Kyrene. En este capítulo no hay violencia pero sí que se habla de una realidad muy fea y entiendo que quieras saltártela. Si prefieres no leerlo, puedes escribirme en privado y te haré un resumen del capítulo para que no te pierdas cosas importantes.

Había "flores frescas" y había flores sin más, pero ambos conceptos eran igualmente repulsivos para Kyrene, para todos los que habían sufrido el infortunio de caer en aquellas redes y para cualquier persona con un mínimo de decencia.

Sumergida hasta el mentón en la vieja bañera de su cuarto de baño, repasaba una y otra vez los detalles de su plan, dotándose a sí misma de la fortaleza necesaria para acometerlo. En realidad, era fácil: cuanto más se apoderasen de ella el asco y el odio, menos le costaría acabar con todo de un golpe.

Sé lo que piensas. Te habría gustado emprender esta vendetta junto a Deathmask, ¿verdad?

Sonrió, con los ojos cerrados. ¿Gustarle? ¡Le habría encantado! No podía concebir un placer mayor, llegado aquel punto, que abandonarse al caos de la matanza al lado del hombre que amaba, el mismo que había redefinido el término "sádico" en los principales diccionarios de Europa.

—No tiene sentido darle más vueltas. Él ha pasado página, Morrigan; estamos solas, tú y yo.

Una noche de chicas. Suena bien.

Se hundió por completo en el agua caliente y emergió unos segundos después, rodeada de aromática espuma.

—Haremos arder todo hasta los cimientos. Los periódicos jamás podrán reflejar el horror que van a vivir —murmuró, perdida en su propia ensoñación.

La lujosa casa del anfitrión se encontraba en una zona boscosa a las afueras de Mégara, rodeada de una valla de seis metros de altura que contravenía toda normativa municipal y vigilada por dos guardias que la hicieron detenerse antes de abrir el portón de acceso para examinar la tarjeta que Euclides le había entregado a modo de invitación, mientras ella esperaba con semblante inexpresivo y las piernas apretadas en torno a la voluminosa motocicleta sobre la cual había llegado.

—Pase, por favor, señora.

—Gracias.

El exuberante jardín que rodeaba el camino de acceso a la vivienda estaba repleto de diversas especies vegetales europeas y asiáticas; a lo lejos, se divisaba un estanque cubierto por nenúfares y todavía algún pavo real dirigiéndose a su zona de descanso. Tan extenso que no se divisaban sus límites, desembocaba en una zona con espacio suficiente para una docena de vehículos. La mujer aparcó en el área más retirada, comprobó el ajuste de sus guantes de cuero negro -suaves para conducir, dejaban expuesto el dorso de la mano y mantenían las yemas enfundadas y protegidas- y sonrió con desdén al jovencito lleno de acné que la esperaba con la palma extendida para recibir las llaves.

—Lo siento, pero no te conozco de nada y esta moto es recién robada. Ya rayarás la de otro incauto —dijo, dejándole atrás y acercándose a la puerta principal para permitir que un mayordomo uniformado le retirase la capa.

—¡Kassandra! ¡Qué alegría verla! —exclamó Euclides, que se hallaba al fondo de la entrada con una copa de coñac en la mano.

—Buenas noches, Euclides. Es un placer reencontrarle.

Él la tomó del brazo con cortesía y la escoltó a la sala principal, donde nueve individuos de edades comprendidas entre los treinta y los ochenta años conversaban y fumaban, sentados en sillones chesterfield individuales de cuero castaño y atendidos por el mismo mayordomo que la había recibido un minuto antes. Mesas bajas con canapés, botellas de licor y cajas de costosos cigarros les rodeaban. Apostados en los rincones de la estancia, cuatro musculosos guardaespaldas trajeados vigilaban, impasibles pero alerta, sin perder de vista la única puerta de entrada ni las altas ventanas abiertas de par en par a través de cuyas elaboradas rejas entraban la luz de la luna y el refrescante viento.

—Señores, den la bienvenida a nuestra más reciente patrocinadora, la señora Oikonomou, y preparen sus carteras, porque viene dispuesta a pujar fuerte para llevarse un buen montón de flores a la soleada España... —la presentó Euclides, entusiasta, enumerando a continuación los nombres de los demás y entregándole una copa de champán que ella aceptó con frialdad.

"Morituri te salutant."

Un murmullo se elevó entre los presentes al advertir que el rumor sobre una socia mujer era cierto y todas las miradas se pasearon por su cuerpo, cubierto por un corsé cuajado de tachuelas, leggings de cuero y botas altas. El más viejo se levantó con un crujido de rodillas artríticas y le tomó la mano para besarle la porción de piel que el guante no ocultaba, dirigiéndole una mueca que pretendía ser seductora y se quedó en ridícula.

—Señora Oikonomou, es usted la estrella de la noche... Una agradable novedad en un mundo regido en su mayoría por hombres...

—Los tiempos cambian... y hoy será usted testigo de ello —respondió ella, con media sonrisa.

—Veo que aún lleva luto. No deja de ser llamativo que una viuda tan joven y atractiva se interese por nuestra afición...

—Y, sin embargo, me atrevo a aventurar que, a mis veintitrés años, ya soy vieja para este coqueteo con usted, ¿verdad?

El octogenario rio gustoso, pillado en un renuncio.

—Yo no diría eso... Es cierto que es usted mayor para una flor, pero seguro que sería una excelente aliada y una esposa perfecta de la que presumir en nuestros viajes por el mundo...

—¡Bueno! Estamos todos, así que vamos a comenzar. Señora Oikonomou, por favor, siéntese junto a mí —la invitó el anfitrión, apellidado Zabat, interrumpiendo el discurso del anciano antes de que ella pudiese replicarle.

Kyrene ocupó el lugar que le ofrecía en uno de los diez butacones que el mayordomo -único sirviente en el interior de la vivienda- había dispuesto en dos filas enfrentadas, dejando un espacio en el centro que serviría de pasarela improvisada. Euclides consiguió silencio con unas palmadas y les indicó con un gesto dónde debían dirigir su atención.

Como si el tiempo hubiese retrocedido, se vio a sí misma en el dintel de aquella puerta, camuflada entre la fila de chiquillos de no más de quince años obligados a perder su inocencia a manos de un puñado de cerdos asquerosos. Su puño apretó la copa haciendo temblar el líquido, mientras su cerebro revivía la incertidumbre, el miedo, el dolor y la tristeza que siguieron a aquella noche y que la marcarían para siempre.

Estaba a punto de tomar parte en la subasta de las flores: el negocio ilegal de prostitución infantil que había acabado con su vida antes de que comenzase siquiera.

Dos chicas que aún no habrían cumplido los dieciocho se colocaron a ambos lados de la puerta, urgiendo a los jovencitos a pasar con rápidos toques en los hombros para marcarles el ritmo entre uno y otro. Aunque en su mayoría eran niñas, no faltaban dos o tres varones de ojos grandes y mirada asustada hasta completar un total de veinticinco criaturas, vestidas con prendas cortas y ceñidas impropias de su edad, maquilladas con esmero y con el pelo recogido en altas coletas para exhibir sus rostros inmaduros. Algunos, quizá los más rebeldes, parecían haber sido drogados, a juzgar por su expresión desubicada y la escasa coordinación de sus movimientos.

Kyrene tomó aire con dificultad entreabriendo los labios de un modo que el organizador interpretó como excitación por el comienzo del evento y tanteó disimuladamente su cadera para serenarse. La jodida subasta de las flores iba a saltar por los aires de un momento a otro. Ah, sí, vaya si lo haría. O no era ella Kyrene Angelopoulou.

—Le van a encantar, todas son frescas —le susurró Euclides, acuclillado junto a ella—: vírgenes e intocadas. Por favor, no dude en consultarme si tiene usted cualquier duda.

Ella asintió sin decir nada. No necesitaba explicaciones; por desgracia, conocía la terminología: las flores frescas eran las niñas a las que aún no habían violado. Su primera vez era muy cotizada y podían alcanzar altas sumas si presentaban alguna característica singular que despertase un especial interés -aunque la definición de "singular" iba cambiando con el tiempo y la moda-; tras la subasta, solían terminar en prostíbulos donde eran promocionadas como novedades entre sus repugnantes clientes. En ocasiones, también se subastaban criaturas ya "usadas", pero en ningún caso las pujas superaban a las de una "nueva".

Ese era el destino del que ella había intentado huir. Ese era el sistema que iba a desmantelar.

El mayordomo dejó una bandeja con algunos tentempiés en la mesa auxiliar que quedaba entre ella y el señor Zabat, pero Kyrene no probó bocado. Toda su atención estaba fija en aquellos niños que desfilaban ante ellos entre aplausos, toqueteos y comentarios obscenos. Niños que tendrían que estar en la cama, niños a los que sus padres deberían poder besar la frente después de contarles un cuento. Niños como ella. Niños olvidados, invisibles. Inexistentes. Capitanes de la arena.

—¿Cuántos dice que son, Euclides? —murmuró al organizador, que exhibía la "mercancía" manoseándola y glosando sus virtudes como si vendiese verduras en una lonja, sin prestar atención a los hipidos y llantos entrecortados de algunos de ellos.

—Veinticuatro, porque el albino ya está adjudicado —explicó el interpelado, agachándose junto a su oído para señalar a un chicuelo flacucho, de iris rosados y pelo blanquecino que se protegía la entrepierna con ambas manos, sin que quedase claro si se había orinado encima o intentaba evitar que le tocasen.

—No he oído que pujasen por él. ¿Cuánto le han dado?

—Tres mil euros; ha sido una puja privada.

—Le ofrezco cinco mil.

—Kassandra, nuestro código no permite pujar por material ya adquirido...

—Me da igual su código. El mío es que, si está a la vista, está a la venta. ¿Cuánto por el lote completo?

—Pero eso es altamente irregular...

—Comprar críos es irregular. Los quiero todos —se levantó con aire autoritario y abarcó con un amplio gesto la pasarela entera—. Señores, dejémonos de tonterías: son míos. Pagaré cien mil euros por el lote.

Una niña de melena y piel oscuras se echó a llorar, presa de la angustia, hasta que una de las dos chicas mayores se acercó a ella y la abofeteó con un movimiento mecánico, forzándola a callarse.

—Querida, le repito que esto se sale de lo habitual...

—Y yo le repito que quiero todos, incluso el albino de ahí. ¿Quién ha pujado por él?

El hombre más joven, un individuo bajito de unos treinta años, dientes prominentes y cabello ralo, levantó la mano. Kyrene hizo memoria: había dicho llamarse Ciro.

—El blanquito es mío.

—Ya no —dijo ella, sacando un talonario—. ¿Cuánto quieres por él?

—No voy a vendértelo.

—Sí que lo harás. Dime un precio y te lo pagaré.

El proxeneta sonrió, dispuesto a echarle un órdago a aquella desconocida recién llegada que se comportaba como si pudiese poner el mundo de rodillas ante sí.

—Quiero veinte mil.

—Te daré treinta mil, a condición de que te quedes calladito el resto de la noche.

—¡Ah, señora Oikonomou, sería feliz haciendo de usted mi esposa! ¡Adoro a las mujeres con carácter! —intervino el viejo, encantado, desoyendo los cuchicheos del resto.

Euclides se acercó para comprobar los dos talones que ella estaba rellenando y entregó el de menor importe a Ciro, que lo aceptó resoplando para manifestar su desacuerdo. Kyrene respondió mostrándole el dedo medio con malicia, satisfecha de la jugada -tan maestra como innecesaria- con la que se había dado el gusto de agriar la noche a varios de los asistentes.

—Está bien, señores, si nadie tiene objeciones, la señora Oikonomou se queda con el ramo de hoy. Seamos un ejemplo de deportividad y elegancia, como se espera de nosotros, y demos un aplauso a nuestra nueva patrocinadora, con cuya generosa aportación podremos traer exóticas primicias en la subasta de navidad. Ahora, con permiso del señor Zabat, dediquemos el resto de la velada a estrechar lazos y conocernos mejor. ¡Quién sabe qué otros lucrativos negocios pueden surgir esta noche!

Su propuesta fue recibida con agrado y el mayordomo rellenó todas las copas mientras las adolescentes se llevaban consigo a los niños.

—Las hermanas mayores se los prepararán en el sótano para enviarlos mañana a la dirección que usted nos indique, Kassandra. Ahora, ¿le importaría si una de sus nuevas flores nos sirve la bebida y el tabaco? Siempre son una presencia más agradable que un mayordomo feo y reseco... —dijo Euclides, a quien se veía feliz por haber terminado su trabajo en un tiempo récord.

—Está bien. Traiga a una, pero no se les ocurra toquetearla. La quiero intacta para mí, ¿ha entendido?

—Por supuesto.

Euclides la dejó para llamar al sirviente, que estaba dirigiendo a los invitados a otra parte de la sala donde la disposición de los sofás les permitiría charlar en pequeños grupos, y le dio unas indicaciones; un par de minutos después, una chiquilla de unos trece años y cabello e iris negros entró en la sala con aire temeroso y tomó una caja de puros para repartirlos entre los proxenetas, que se jactaban en voz alta de sus logros y formulaban ideas para futuros tratos, animados por el alcohol que corría sin freno.

La supuesta señora Oikonomou, acompañada por el anfitrión, se acomodó en un butacón monoplaza y oteó a su alrededor, memorizando cada detalle de la estancia: disposición de los guardaespaldas, vías de escape y estado físico de cada uno de los individuos. La niña paseaba entre ellos con la caja, inclinándose para ofrecerles los cigarros de un modo que exponía sin pretenderlo su torso, aún en desarrollo, a las viciosas miradas de los puercos. Kyrene la vigilaba también; sus ojos se cruzaron de improviso, atenazándola por un instante con la infinita tristeza que asomaba a aquellos pozos oscuros, pero no podía dejarse llevar por los sentimientos.

Todavía no.

Sin embargo, toda su templanza se esfumó cuando vio la mano del mayordomo, que se había quedado para supervisar que todos estuviesen servidos, deslizarse por el muslo de la jovencita y apretarle el glúteo con una expresión libidinosa en el rostro.

"Morituri te salutant".

Kyrene entornó los párpados, incrédula, pero él repitió el movimiento, provocando en la chiquilla una náusea que enseguida reprimió para evitar un castigo y que desató la agresividad de la nueva patrocinadora:

—¡Eh, tú! ¿Qué coño estás haciendo? ¡Dije muy claro que no quería que nadie la tocase! —gritó, levantándose como un resorte y propinándole un empujón que le hizo caer de espaldas.

—¡Señora Oikonomou! —exclamó otro de los asistentes, pasmado por su repentina reacción— ¿Qué ha pasado?

—¡Este troglodita estaba manoseando mi mercancía! —insistió ella, colérica.

Los invitados no tuvieron tiempo de acercarse, ni el mayordomo de protegerse: la patada que le asestó en los testículos llegó tan rápido que los demás solo intuyeron lo que acababa de suceder cuando el hombre rodó sobre su lado derecho, agarrándose los genitales entre gimoteos de dolor. Kyrene se giró con el semblante rebosando de ira y se dirigió a ellos:

—No me gusta que otros jueguen con mis cosas. Aténganse a esa simple norma y nos llevaremos bien.

Los guardaespaldas avanzaron al unísono, preparándose para reducirla, pero el anfitrión les detuvo agitando el brazo al tiempo que el criado se incorporaba como podía, doblado sobre sí mismo, y salía de la sala renqueando. Un silencio incómodo, casi sólido, cayó sobre los presentes. Fue el mayor de todos quien lo disolvió con una sonora carcajada:

—¡Señora Oikonomou! ¡No pienso parar hasta que acepte mi propuesta de matrimonio! Y, bueno, si considera que mi edad es excesiva para dar unos buenos vástagos a una mujer en edad fértil como usted, con gusto le presentaré a mi nieto Alexei: tiene veintiséis años y será un excelente sucesor...

—¡Es usted incorregible, señor mío! —sonrió ella, volviendo a su asiento como si nada hubiese sucedido.

—Entonces, señora Oikonomou —quiso saber otro, deseoso de aliviar la tensión que todavía se respiraba—, ¿es su primera incursión en el negocio de las floristerías?

—Así es. Tengo unas mínimas nociones, pero soy nueva.

—Los tiempos están cambiando. Actualmente es raro encontrar material nacional y nos vemos obligados a recurrir al mercado africano. Hace veinte años, todo era distinto.

Ella elevó una ceja y cruzó las piernas, fingiendo interés sin perder de vista a la chiquilla, que continuaba deambulando entre los grupúsculos con aire compungido.

—Entiendo.

—Apenas quedan flores en las instituciones; enseguida las despachan con familias de acogida, lo cual es una dificultad adicional.

—¡La verdad es que antes los proveedores eran más audaces! ¿Recordáis el "verano en llamas"? —intervino un hombre de mediana edad, canoso y alto.

—¡Dios mío! ¡Sí, claro! ¡Qué buena época!

El más viejo se aproximó a Kyrene, hablando en tono confidencial:

—Hace unos quince años, una banda bastante mediocre, de la que nadie esperaba gran cosa, diseñó una estrategia un tanto osada, pero eficaz: prendieron fuego a tres orfanatos gubernamentales y se llevaron un buen puñado de residentes. Eso nos surtió de flores para la siguiente década...

La mujer se volvió hacia él, demudada.

—¿Se los... llevaron?

—Sí, como lo oye: enviaron a unas cuantas chicas bien vestidas que se hicieron pasar por asistentes sociales y ¡voilá!, niños para todos... ¡La desesperación puede hacer que la gente crea cualquier cosa! ¿Qué le ocurre, señora Oikonomou? Parece usted alterada...

—En absoluto. Me impresiona el ingenio de quienes nos precedieron, eso es todo —disimuló ella, apartándose el flequillo del rostro con un gesto coqueto.

El "verano en llamas". La ambición y la depravación de aquella banda de cabrones sin humanidad la habían abocado a una desgracia tras otra, condenándola a venderse para sobrevivir.

Dio un breve trago a su copa. Sentía la sangre hirviéndole en las venas, pero aún debía contenerse. Escuchar que el incendio de su segundo hogar había sido parte de una idea premeditada para introducir niños en aquel mundo horrible la había trastornado y, ahora más que nunca, disponía de la rabia y la determinación necesarias para vengarse de todos ellos, hubiesen sido parte directa o no.

"Morituri te salutant".

Dejó que los proxenetas siguiesen bebiendo, en una algarabía cada vez más incontenible de palmadas en la espalda y juramentos de amistad que ella se limitó a observar, sonriendo como una esfinge. Nueve hombres borrachos, el organizador, cuatro guardias y el mayordomo, que a todas luces era imbécil y no representaría un reto. Nada que no pudiese superar, pensó, dando vueltas con lentitud al líquido de su copa; solo tenía que encargarse de un pequeño detalle.

—¡Eh, niña! —llamó, chasqueando los dedos.

La interpelada se acercó enseguida, con el miedo reflejado en la cara.

—¿Cómo te llamas?

—Desdémona, señora —respondió, con voz temblorosa.

—Ven, siéntate conmigo.

Fue obedecida sin tardanza. Era evidente que la aborrecía; que, aunque la hubiese defendido, para ella no era más que su nueva torturadora. Se preguntó si sabría para qué la habían subastado y si alguna vez había conocido un mundo diferente a aquel. Con la chiquilla de lado en su regazo, le pasó el brazo por la cintura y aproximó la boca a su oído para poder hablar sin levantar sospechas ni ser oída por los cada vez más ebrios indeseables que las rodeaban.

—Escúchame con atención, Desdémona, y no te alarmes: no voy a hacerte daño de ningún tipo. Quiero que salgas de esta habitación y te encierres con los demás. Habrá ruido, habrá gritos. Oigas lo que oigas, no se te ocurra volver. Esperad todos juntos. La policía vendrá a buscaros y tú le entregarás esta nota. ¿Lo has entendido bien? —explicó, escondiéndole en la cinturilla de la falda un papel camuflado dentro de un billete doblado por la mitad.

—Sí, señora —respondió la niña, desconfiada.

—Sé que te cuesta creerme, pero esta pesadilla termina hoy. Ninguno de esos canallas volverá a jugar con vuestras vidas.

Los ojos de Desdémona se humedecieron y un nudo de saliva descendió ruidosamente por su garganta. Kyrene, conteniendo su propia emoción, le acarició el cabello en un gesto cariñoso que habría parecido normal a cualquiera de los presentes: al fin y al cabo, ¿para qué estaba allí esa cría sino para ser abusada por su nueva propietaria?

—Guarda las lágrimas para llorar de alegría, pequeña. Lo que te espera ahí fuera es prometedor y hermoso. Lo sé porque yo también fui una flor, como tú. Tendrás amigos, familia, ilusiones, tendrás todo lo que hace que los días merezcan la pena. Te lo prometo. Ahora, levántate y haz lo que te he dicho. Y recuerda: no intentes entrar aquí bajo ningún concepto.

Desdémona levantó el rostro, pasmada ante aquella inesperada revelación.

—¿Usted era... como yo?

Su compradora asintió.

—¿Cómo se llama, señora?

—Eso no es importante; no volveremos a vernos nunca.

—Pero yo... necesito saberlo para rezar por usted.

La joven de negro bajó aún más la voz y acercó de nuevo los labios a su oído, con una sonrisa:

—De acuerdo, pero promete que me guardarás el secreto.

 Gracias por la paciencia que has demostrado acompañándome hasta este punto. Como te imaginarás, en el capítulo de mañana, titulado "Masacre", tendrán sentido todas las advertencias que te he ido haciendo desde la nota preliminar: comienza el gore, porque Kyrene va a desquitarse sin ningún pudor de todo lo que sufrió en su pasado. 

Si estás siguiendo la historia y quieres saltarte lo más escabroso, no te preocupes: escríbeme en privado y te haré un resumen del capítulo del día sin meterme en detalles, para que no te pierdas los hechos importantes y puedas seguir leyendo.

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