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58. Penélope

La conversación con Deathmask no terminó de resolver las dudas del patriarca. Estaba seguro de que el canceriano no era el culpable de aquellas muertes, pero no dejaba de ser una casualidad siniestra que dos sujetos a los que él odiaba hubiesen muerto casi a la vez... y Shion había aprendido a no creer en las casualidades hasta tener todos los datos sobre la mesa, así que decidió aprovechar la reunión en la cual Shura le pondría al tanto de sus últimos descubrimientos sobre Aldaghiero para abordar también aquella cuestión.

—Bienvenido, Capricornio. Gracias por presentarte tan rápido —comenzó.

—Atenea le guíe. A sus órdenes, Patriarca —respondió el joven, arrodillado con el casco en la mano y la capa enrollada en el brazo izquierdo.

—¿Cómo va tu investigación? ¿Has dado con el origen de ese pedazo de metal?

—Aún no, Patriarca, pero lo haré.

—Estoy seguro de que sí. Ponte en pie, por favor. ¿Alguna otra novedad?

—Ninguna, Patriarca. No he conseguido rastrear esa estela de cosmos, no se parece a nada que haya sentido anteriormente, aunque tengo la certeza de que no pertenece a un renegado; era demasiado poderoso —el tono de Shura dejaba patente su frustración por no ofrecer resultados.

—Entiendo. Además, según los informes de Cáncer, Géminis y Escorpio, hasta donde sabemos no hay en este momento renegados en activo que pudieran ocasionarnos problemas. Pero hay un asunto más que quería comentar contigo. Keelan, el jefe del grupo criminal que Cáncer desarticuló el año pasado, ha muerto en la prisión de Korydallos sin aparentes signos de violencia.

Un leve asentimiento fue la única réplica del caballero, a la espera de que el patriarca le explicase por qué aquello debería preocupar al Santuario.

—La autopsia ha confirmado la primera hipótesis que se barajó como causa de la muerte: un infarto.

—¿Autopsia...?

—Se la practicaron para descartar un posible ajuste de cuentas.

—Entonces, está claro que fue una muerte natural...

—Hay algo más: justo antes de morir, recibió la visita de una mujer que parecía tener un trato muy cercano con él. Según el director de la prisión, la registraron al entrar, conforme al procedimiento habitual, para comprobar que no portaba armas u objetos no autorizados, pero lo cierto es que ella estaba con Keelan cuando falleció.

—¿Han revisado la grabación de la entrevista?

—Eso es lo más interesante: las cámaras dejaron de grabar durante cuarenta y dos segundos exactos tras su muerte. Cuando la señal volvió, la dama ya había dejado el área de visitas y estaba pasando el control de salida.

—¿Y el guardia que abrió la celda para dejarla salir no se dio cuenta de...?

—Nadie abrió. Asegura que la encontró caminando por el corredor y que la puerta no había sido forzada, pero no hay imágenes que lo demuestren.

Shura frunció el ceño sin decir nada; no terminaba de entender qué había sucedido en la prisión y qué podía hacer él al respecto, pero el patriarca se lo aclaró enseguida:

—Este asunto le correspondería a Cáncer; sin embargo, no quiero ponerle en una situación delicada ahora mismo, después de lo de su maestro y en tanto no termine su trabajo en Suiza. Por tanto, irás a Korydallos y te entrevistarás con el director para ayudarles a esclarecer el caso.

—Pero, Patriarca, todavía no he terminado con Aldaghiero...

—Lo sé, y siento sobrecargarte de trabajo. No te lo pediría si no fuese estrictamente necesario, pero ya sabes: a tu compañero, lo concerniente a Keelan le dispara y no podemos permitirnos uno de sus estallidos de desobediencia en este momento, del mismo modo que no podemos descartar que esto sea un aviso dirigido a él para disuadirle de la tarea que está llevando a cabo. Debemos asegurarnos. Tú le conoces mejor que nadie; si hay algún indicio relacionado con él a nivel personal, eres el más indicado para encontrarlo. Con suerte, confirmarás que es una muerte natural y podrás centrarte en el suceso de la escuela de Sicilia.

—De acuerdo, Patriarca, así lo haré.

—Gracias, Shura —sonrió Shion, posándole la mano en el hombro—. Y, por favor, no hables de este tema con Deathmask. No debemos distraerle de su misión actual. Puedes retirarte.

Hablar con Deathmask... Ah, si el patriarca supiera... Llevaba semanas evitándole, cambiado los horarios de sus actividades para no coincidir con él y saludándole con un aire tan frío que el siempre intuitivo Afrodita había llegado a pararle en la entrada del décimo templo tras una sesión de entrenamiento para interrogarle acerca de su desagradable actitud, sin conseguir nada salvo una nueva tanda de evasivos monosílabos y miradas asesinas.

Había tratado de quitarse de la cabeza la noche en Atenas. Lo había intentado de cada modo que se le había ocurrido, pero todo era en vano: las imágenes de lo que habían hecho volvían a adueñarse de su mente, una y otra vez, impidiéndole avanzar. Incapaz de borrarlas, se había decidido a analizarlas por fin, advirtiendo con alivio que no echaba de menos el sexo con la pareja ni estaba enamorado de ninguno de los dos. El problema venía de antes y ese encuentro no había hecho más que plantarlo ante sus ojos, tan palpable e ineludible como una ballena varada en la costa: era el modo en que Kyrene y Deathmask se miraban a los ojos, las sonrisas cómplices, los besos desbordantes de pasión que compartían delante de cualquiera que estuviese cerca. Se amaban con una fuerza que él jamás había conocido; se daban uno al otro algo que no podía sino imaginar, y él... él quería lo que ellos tenían. Lo ansiaba con todo su ser, después de volcarse durante años en el servicio a una diosa ausente e invisible; lo necesitaba con tal urgencia que dolía. Pero sabía que un amor así era difícil de encontrar, sobre todo para alguien tan absorbido por el deber como él, y aunque conociese a la persona adecuada, no tendría el valor de transgredir la palabra dada a Atenea. Por eso esquivaba a su compañero, el que había hecho una pelota con sus votos y la había arrojado a la papelera para disfrutar de la vida junto a una mujer mortal contraviniendo todo cuanto habían jurado, porque él le recordaba que no eran más que personas, tan necesitadas de amor como todos, y que algunos sí lograban escapar a aquella tiránica soledad.

Pero nada de eso importaba ahora. Lo único relevante era aclarar qué había pasado en Korydallos, se dijo, ajustando los gemelos en su camisa pulcramente planchada de camino a su encuentro con el director de la prisión y algunos altos cargos de la policía griega, que le esperaban en torno a una mesa ovalada en la sala de juntas situada en la última planta del edificio, sede de los espacios administrativos.

—Bienvenido, señor... —le saludó el director, levantándose y tendiéndole la mano.

—Puede llamarme Shura.

—De acuerdo... Shura. ¿Y para qué está usted aquí, exactamente? —preguntó, con desconfianza. Era evidente que no le hacía ninguna gracia que la muerte de Keelan atrajese atención sobre Korydallos.

—Como ya le han explicado, pertenezco a una fundación privada que colabora con el Ministerio del Interior. Ofrecemos nuestro servicio de asesoramiento independiente de modo altruista —respondió el español con aplomo, mostrándole una credencial plastificada.

El director asintió, algo más tranquilo, tras lo cual presentó a Shura al resto de los asistentes y le ofreció una silla y una taza de café que fueron aceptadas con cortesía.

—Verá, Shura; el recluso falleció por causas naturales. Hemos descartado el envenenamiento y la asfixia, ya que la visita no portaba envases ni objetos extraños. Sin embargo, nos preocupa: ¿qué ocurrió para que sufriese un ataque estando con esa mujer? ¿Discutieron, le amenazó? Su jefe cree que quizá usted podría ayudarnos a localizarla, lo cual nos permitiría dar el carpetazo definitivo a este asunto —explicó un policía trajeado cuya ancha mandíbula y frente prominente le daban un aspecto un tanto primitivo.

—Conocíamos bien a Keelan: continuaba manteniendo negocios muy lucrativos con el exterior, así que puede que ella fuese de un clan rival y quisiera sacarle del juego.

—Saben que eso no tiene sentido: nuestra seguridad es exhaustiva, nadie es capaz de introducir aquí un arma, ni ningún tipo de sustancia nociva. Estoy seguro de que ha sido una desgraciada casualidad —atajó el director.

Shura enarcó una ceja con aire inquisitivo, en una petición muda de más información. Una dama de unos cincuenta años, vestida con un traje sastre que dejaba clara su posición de responsabilidad, se apresuró a pasarle unos folios grapados por la esquina superior, entre los cuales había varias impresiones de las imágenes captadas por las cámaras de seguridad cuya pobre calidad no permitiría deducir nada concluyente, pensó él, chasqueando la lengua.

—Dijo llamarse Penélope Tsakiri. Acento neutro, un metro setenta calzada, complexión atlética, caucásica.

—Su nombre me es desconocido y las fotos no están demasiado claras; ¿sería posible ver la grabación, por favor?

—Por supuesto —el director pulsó un botón en un mando a distancia y una pantalla situada al fondo de la sala se encendió mientras un técnico toqueteaba en su ordenador portátil hasta dar con el archivo que necesitaban.

—Aquí la tiene, señor director. La definición es mucho peor de lo habitual, pero todo en este caso es... raro.

Un silencio tenso se hizo en la habitación mientras observaban la siniestra secuencia, en blanco y negro y muda como una película clásica: la entrada de la mujer en la celda, su calmada autoridad al enviar fuera al guardia, la mimosa cadencia con la que la mano se deslizaba por el pecho del anciano y su sonrisa cuando el rostro de cejas canosas se crispó en un postrer gesto de horror y dolor.

—¿Qué se supone que estaba mirando Keelan? —preguntó Shura, al advertir la cara del viejo vuelta hacia un punto concreto de la pared.

—Nada, en realidad —respondió un vigilante que se había mantenido en silencio hasta ese momento—. En ese rincón hay otra cámara, eso es todo.

—¿Por qué se marchó el guardia?

—Ella... ella me lo pidió —admitió el hombre que acababa de hablar, rojo de vergüenza.

—¿Se lo pidió y usted la obedeció sin más? —se extrañó el caballero.

—Yo... no pude negarme. Me habló de un modo que...

—El señor Petrakis ha sido expedientado por su grave falta —intervino el director.

—¿Reconoce usted a la mujer, Shura? —quiso saber la funcionaria.

El español escrutó el frame congelado en la pantalla, con dos dedos sobre los labios: cabello largo, ropa oscura, píxeles y píxeles que emborronaban cualquier rasgo que pudiese hacerla reconocible. Alguien vulgar.

—No. ¿Tenía algún elemento distintivo? ¿Algo que llamase la atención? Tatuajes, marcas de nacimiento...

—Llevaba una capa corta que la cubría hasta el cuello y no había nada singular en su cara. Varios pendientes en las orejas, eso sí, lo normal. De hecho, en un principio dimos por hecho que sería un agente de Keelan. Solía recibir visitas de sus círculos —dijo el director.

—Entiendo. ¿Y el asunto de la interrupción de la grabación?

—Es muy extraño —explicó el técnico—: todas las cámaras del edificio se desconectaron a la vez. Jamás había sucedido algo así; están configuradas en circuitos diferentes y hay sistemas de alimentación alternativos, así como elementos de seguridad que hacen imposible un suceso de este tipo.

—Y, sin embargo, pasó ese día... —comentó Shura, reclinado en su silla con los brazos cruzados.

—En efecto. Esa mujer, Tsakiri, se paseó con total tranquilidad hasta la zona exterior y las siguientes imágenes, de hecho, muestran a estos botarates saludándola como si fuese la reina de Inglaterra, o María Callas —escupió el policía trajeado, apuntando con desprecio al abochornado vigilante.

—Bien. ¿Y qué más saben de ella? Tienen su fotografía, tienen su nombre; ¿por qué no está prestando declaración?

—Esa pregunta lleva una respuesta interesante —dijo una tercera agente, uniformada y con la casaca cuajada de condecoraciones—: Penélope Tsakiri no existe.

—¿Perdone?

—Los expedientes indican que nació hace veintinueve años en Milos y que se formó aquí, en Atenas, como maestra de educación infantil. Pero ahí terminan sus registros: jamás ha ejercido, no ha usado nunca una tarjeta de crédito -y posee dos- y no se le conocen fuentes de ingresos. Tiene una cuenta de correo electrónico que solo recibe publicidad y eso es todo.

—Vaya, un fantasma corpóreo...

—Algo por el estilo. Por eso estamos atascados. ¿Puede usted ofrecernos algún cabo del cual tirar, Shura?

—Llévenme a esa celda.

—Pero la policía la ha registrado varias veces, sin hallar nada... —se quejó el director, reacio a reconocer ningún fallo de seguridad en sus instalaciones.

—La policía y yo buscamos cosas diferentes.

Tras bufar un par de veces y sin escatimar en alabanzas hacia las estrictas normas de la prisión, el director, rodeado por el resto de la comitiva, guio al caballero por los laberínticos pasillos hasta el habitáculo donde Keelan se había despedido del mundo de los vivos y le invitó a entrar con un ademán.

Cauteloso, Shura observó a su alrededor: paredes desnudas, mínimo mobiliario, ningún rincón donde ocultar cualquier detalle a los omnipresentes ojos electrónicos de las cámaras. No había nada extraño allí.

Nada, salvo...

—¿Ha visto algo? —quiso saber la funcionaria, posándole la palma en el hombro.

Shura se frotó el entrecejo. No, debía de estar confundido, y sin embargo todos sus sentidos se agudizaban ante aquella percepción: habría jurado que en el aire había un leve rastro de cosmos, tan desvaído que costaba captarlo. Un cosmos imposible de identificar, hasta que se dio cuenta, con un escalofrío, de que ya lo había sentido anteriormente... en Campofelice di Fitalia.

—No —respondió, sin inmutarse—. Pero si usted pudiese facilitarme la lista de pasajeros de unos cuantos vuelos internacionales, quizá encontremos algo interesante para ambos.

La reunión se disolvió con varios apretones de manos y algunas quejas por parte del director del presidio, que se negaba todavía a asumir que uno de sus internos más conocidos hubiese podido perecer por algo distinto de una muerte natural. Shura, sin prestar atención a sus lloriqueos, salió del edificio charlando con los tres policías, que se ofrecieron a conseguirle en el acto los documentos que les había solicitado. Con otra ronda de café y un calendario entre las manos, las dos mujeres y el hombre le ayudaron a enumerar los vuelos que habían partido de Grecia en dirección a Sicilia durante los cinco días previos al deceso de Aldaghiero y obtuvieron en tiempo récord los nombres de todas y cada una de las personas que habían viajado en ellos. Sin embargo, la suerte no estaba de su parte: Penélope Tsakiri, la dama invisible, no había salido del país.

El caballero se despidió de los investigadores para volver al Santuario, frustrado. Ahora tenía dos crímenes cometidos por el portador de un cosmos desconocido y solo sabía que era una mujer -o eso les había parecido a los de la prisión- y, para más inri, imposible de rastrear. Pero no desistiría hasta dar con ella y ponerla de rodillas ante el patriarca, sin importar cuánto tiempo y esfuerzo le llevase. Él desenmascararía a la maldita Penélope San Diego.

 Gracias por acompañarme un día más. Espero que estés disfrutando de la historia. Como ves, poco a poco se va a ir estrechando el cerco sobre Kyrene. ¿La desenmascara Shura antes que Deathmask? ¿Reaccionará Morrigan declarando la guerra? ¿Tendrá tiempo Kyrene de resolver el asunto de las "flores"?

Poco a poco responderemos a todas esas preguntas. Mañana, Deathmask se enterará de algo que no sabía y que no va a poder pasar por alto, en el capítulo titulado "Su propio infierno".

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