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56. Kassandra

Kyrene abrió los ojos y tanteó sin girarse el espacio que quedaba libre a su lado, con una punzada de nostalgia. Deathmask la había visitado al cierre de la taberna y había pasado con ella apenas un par de horas antes de partir de madrugada hacia Suiza, enviado por el patriarca a investigar el incipiente grupo criminal que había detectado Afrodita, dándole a ella el momento y la ocasión perfectos para acometer su propia misión.

Se incorporó y se estiró, bostezando ruidosamente. Frente a ella, el modesto armario esperaba, custodiando los vestigios del pasado que ahora le serían de utilidad una vez más, pero primero necesitaba lavarse la cara y un poco de cafeína. Entró en el baño para despejarse con agua fría y bajó al almacén, en el cual encontró un girasol en un tarro de conservas reconvertido en jarrón y medio bizcocho de canela y naranja: dos detalles que le arrancaron la primera sonrisa del día. ¿Podía no enamorarse de alguien capaz de levantarse en plena noche para prepararle el desayuno aun teniendo que tomar un avión poco después? Gestos así la ayudaban a olvidar las cosas que la sacaban de quicio, pensó, sirviéndose un poco del café que también le había dejado listo... aunque, del mismo modo, le hacían sentirse culpable por esconderle lo sucedido con Lila, pese a no haberle sido infiel en un sentido estricto. Intentaba no detenerse demasiado en ello, pero las imágenes difusas de ambas besándose en la cama se le aparecían cada vez que miraba al caballero a la cara, llenándola de amargura.

Y, sin embargo, no podía dar espacio en su mente a aquellas ideas; era hora de concentrarse en otras tareas de mayor calado, frente a las cuales sus problemas domésticos con Deathmask eran insignificantes. Todavía masticando el dulce y con la taza en la mano, regresó a la vivienda y abrió de par en par el ropero, ante el cual se arrodilló para sacar una caja metálica oculta bajo el sempiterno montón de ropa por doblar. Sentada sobre las piernas cruzadas, respiró hondo y ajustó la combinación que la mantenía cerrada, dígito por dígito, hasta oír un chasquido metálico.

Allí estaba su vida anterior, resumida en aquel mínimo espacio: el ordenador portátil, las bolsas con la documentación de cada una de las identidades que Stavros le había ayudado a crear, algunos útiles para falsificaciones manuales, tres cuadernos llenos de anotaciones y dos viejos teléfonos móviles de tecnología GSM. Todo lo que había dejado atrás, guardado por mera precaución durante años, volvía a resultarle necesario... Pero esta vez, no lo utilizaría para esconderse, sino para encender una hoguera tan brillante que cegaría a quienes se atreviesen a mirarla. Con pulso firme, escogió de entre todo el contenido un set de identificaciones y un Ericsson T28s de 1999 que puso a cargar y, a continuación, se dio una ducha, se vistió, guardó sus pertenencias y salió de la casa en dirección al sendero.

Regresar a sus antiguas actividades era lo último que Kyrene habría deseado hacer, pero no tenía opción. La búsqueda de un locutorio donde comprar de manera anónima una tarjeta SIM en la era de los teléfonos inteligentes y el acceso universal a internet había sido una empresa algo más complicada de lo que esperaba, pero tras unos cuantos paseos por determinados barrios, finalmente consiguió su objetivo. Ahora, sentada en un banco cercano a la concurrida Acrópolis, en torno a la cual circulaban turistas de todas las nacionalidades, se consideraba lista para reencontrarse con una faceta de sí misma que creía muerta y enterrada.

Con cuidado, extrajo de su mochila el teléfono, retiró la cubierta e insertó la tarjeta, sonriendo al ver el logo pixelado en la pantalla. Amparada en el anonimato que le brindaba la multitud, marcó #31# para ocultarse y un número al que jamás había precisado llamar; ser la novia de un falsificador tenía ciertas cuestionables ventajas, entre ellas, algunos contactos en los bajos fondos.

—¿Sí?

—Adrastos, soy Dánae.

Al otro lado del teléfono, un trémulo silencio se impuso durante varios segundos.

—¿Dánae...? ¿De dónde sales al cabo de los años? ¡Desapareciste! ¡Pensé que jamás volvería a saber de ti después de...! —dijo una voz titubeante, propia de un varón todavía joven.

—No te llamo para hablar de él —cortó ella, tajante—. Necesito que me devuelvas el favor.

—Eh... claro, claro, lo que sea por ti... ¿En qué puedo ayudarte?

—Quiero participar en la "subasta de las flores".

—¡¿Qué?! ¡Si es una broma, no es divertida!

—¿Alguna vez me has oído bromear?

—¿Te has vuelto loca? ¡Esos tíos no se andan con tonterías! ¡Matan a cualquiera que se meta en sus asuntos!

—¡No me digas!

—¡Es... es un grupo muy cerrado! ¡Ni siquiera yo puedo entrar, funciona por invitación!

—Lo sé, pero me vas a conseguir una. Compraré mi participación. Escúchame bien: llama a quien quiera que sea el organizador de la próxima subasta y dile que tienes una conocida interesada en patrocinarles; que es una viuda bastante rica que quiere establecerse en el sur de España y necesita material, ¿entiendes?

—Dánae, yo no quiero meterme en estos temas... y tú tampoco, te lo aseguro. Es sórdido, es asqueroso. Yo solo trafico con droga, no con personas, y menos con...

—No te estoy pidiendo tu opinión. Búscame ese nombre y estaremos en paz, Adrastos. Te llamaré en dos horas y espero que tengas la información que quiero.

Colgó y tragó saliva. Pese al tono contundente que había empleado, las manos le temblaban con tal violencia que casi no conseguía cerrar la solapa del teléfono.

La "subasta de las flores". Aquel puto eufemismo le provocaba arcadas.

Dejó que el tiempo transcurriese mientras resolvía algunas gestiones y volvió a las inmediaciones de la Acrópolis para telefonear de nuevo a Adrastos, que descolgó al primer timbrazo. Sonaba agitado, como si tuviese prisa.

—Adrastos, habla.

—Oye, Dánae, está hecho. El organizador se llama Euclides y está esperando tu llamada. Te pedirá un depósito de cinco mil euros por adelantado para incluirte en la lista —explicó el joven, dándole una serie de datos que ella anotó cuidadosamente en el margen de un cuaderno.

—Eso no será un problema. Gracias por todo, Adrastos.

—No sabía que te interesase esa subasta; me decepcionas.

—Impresionarte o gustarte nunca ha sido una de mis prioridades, no sufras por ello. Me debías una y ya está hecho. No te comprometo ni te implico en nada; tus principios, sean los que sean, están a salvo. Adiós.

Dio un trago de agua fresca de la cantimplora que llevaba consigo y cruzó las piernas. Frente a ella, una decena de niños jugaba al "pilla-pilla", tropezando, riendo y correteando, felices y ajenos a todo el mal que les acechaba... Suspiró y volvió a marcar. Ya faltaba poco.

—Hola, Euclides. Mi nombre es Kassandra Oikonomou y voy a ser su nueva patrocinadora. Creo que ya le han hablado de mí.

—Buenas tardes, señora Oikonomou. No sé si sabe que nuestro club es muy exclusivo. No aceptamos a cualquiera.

—No espero menos de ustedes. Como supondrá, mi solvencia está fuera de cuestión y, por supuesto, estaré más que encantada de entregarle la cantidad necesaria para demostrarle mi interés, pero solo en una reunión presencial.

—No quiere dejar huellas; entiendo.

—Así es. Si se encuentra usted en Atenas, podemos vernos esta misma tarde y zanjar el asunto.

El hombre tardó algo en responder, como si estuviese comprobando su disponibilidad.

—De acuerdo, señora Oikonomou. En una hora, en la cafetería del Electra Metropolis.

—Allí estaré.

Kyrene guardó el teléfono y paseó hasta un centro comercial en cuyo baño se cambió. Maquillada -contra su costumbre- y ataviada con un pantalón de cuero labrado y una blusa de seda que escondía sus cicatrices, se ajustó las hebillas de las altísimas sandalias y se colocó la capa, encaminándose sin prisa al hotel en el que se había citado con Euclides y tomando asiento al fondo de la cafetería en una posición desde la cual dominaba toda la sala.

El hombre entró con puntualidad, acompañado de otros dos que parecían ser sus guardaespaldas, y miró a su alrededor hasta localizar a la única mujer sola, a la espera de un gesto por su parte que no tardó en llegar.

—Siéntese, Euclides, por favor.

—Es un placer, señora Oikonomou —dijo él, besándole el dorso de la mano con galantería.

—Puede llamarme Kassandra.

—¡Magnífico! Permítame preguntarle, Kassandra, ¿por qué ese interés en nuestra humilde subasta? —inquirió, directo, mientras se desabrochaba el primer botón de la americana y hacía una seña al camarero.

—He perdido hace poco a mi marido y debo cuidar de mi patrimonio. Se me ocurrió que las flores son bonitas e inofensivas, una forma sencilla de redondear mis ingresos mientras vivo tranquila en una de mis casas de Marbella.

—Lamento mucho su pérdida —dijo Euclides, evaluando con descaro los rasgos y la silueta de la joven—. Sin embargo, está usted de suerte: el próximo evento tendrá lugar el viernes y traeremos flores frescas de todos los rincones del país.

Un ramalazo de asco retorció las entrañas de Kyrene, que aun así mantuvo el tipo sin inmutarse como la experta jugadora de póker que era. Ah, sería tan agradable sacar sus cuchillos en ese mismo momento y cruzárselos en la garganta, ver la sangre describiendo un arco y sentirla salpicándole el rostro como la lluvia de verano...

—Excelente. Permita que le haga entrega de la cantidad para reservar mi plaza.

Había llegado la hora de tirarse un farol. Una sonrisa indescifrable se dibujó en su rostro mientras se agachaba para sacar de su mochila, estratégicamente oculta bajo la mesa, una bolsa de estraza con el logo de una conocida confitería de lujo que colocó entre los hombres y ella.

—Cuéntelos usted mismo, por favor: cinco mil euros, en billetes de veinte euros de curso legal.

Uno de los secuaces de Euclides se inclinó para examinar el contenido: un montón de recortes de periódico separados en pulcros paquetitos, cada uno de los cuales mantenía su forma gracias a una goma elástica. Sin dar muestras de extrañeza, tomó entre sus manos las pilas de papel mientras ella le ayudaba a contar en voz baja y monocorde, siempre sonriente. Nadie se quejó ni dio la voz de alarma sobre la evidente maniobra de la mujer; ignorantes del atávico embrujo que se cernía sobre ellos, los tres delincuentes consideraron válido el engaño y guardaron los fajos con discreción de nuevo en la bolsa, tras lo cual Euclides le estrechó la mano con firmeza.

—Es un placer hacer tratos con usted, señora Oikonomou. La espero el viernes en esta dirección —dijo, haciéndole entrega de una tarjeta— y le recuerdo que no está permitido traer teléfonos móviles ni ningún tipo de dispositivo electrónico. Tampoco aceptamos escoltas ni más personal de servicio que el que aporta el anfitrión. Espero que lo comprenda; la privacidad es lo que más valoramos.

—Por supuesto, Euclides. Estaré encantada de verle de nuevo —concordó ella, al tiempo que se levantaba y se echaba la capa por encima—; estoy segura de que disfrutaremos de una velada inolvidable.

Con paso firme, salió de la cafetería, dejando un café intacto sobre la mesa y tres hombres hipnotizados por el contoneo de su cadera.

Querida, me ha fascinado tu idea de cambiarles el dinero por pedazos de revistas. Me preguntaba de dónde ibas a sacar esa cantidad...

—Además de hacerme fuerte y resistente, creo que me has dotado de una extraña capacidad de persuasión, Morrigan... No me preguntes por qué, pero tenía la certeza de que funcionaría.

Tus lecturas, comentarios y votos hacen que esta historia siga viva. ¡Muchas gracias!

Kyrene se ha visto obligada a regresar al pasado para acometer la siguiente fase de su plan y parece que va a dejar salir lo peor y más impulsivo de sí misma. ¿Tienes idea de lo que quiere hacer? ¿Quieres un pequeño adelanto del capítulo de mañana? Aquí lo tienes: 

—¡Estoy harto de juegos! ¡Responde o juro que te arrepentirás! ¿Qué has hecho con Kyrene? —inquirió, rodeándole el cuello con la mano libre. 

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