50. ¡Enfermera, un whisky!
La colaboración en la reparación de los aliviaderos de la presa de Naute había sido todo un éxito; de hecho, según los cálculos de Camus, habían trabajado de un modo tan fluido que invertirían tanto tiempo en ir y volver -dos escalas y más de cuarenta horas de duración total por trayecto- como en ejecutar la mitad del proyecto. Cansados tras el titánico esfuerzo, pero satisfechos por haber resuelto en poco más de una semana de trabajo lo que habría llevado meses a un equipo de obra civil, ambos caballeros volaban ahora desde el aeropuerto de Windhoek hacia Frankfurt, donde tomarían un avión a Zúrich y, por fin, llegarían a Atenas.
Si había algo que el custodio de Acuario apreciaba del de Cáncer era su facilidad para conciliar el sueño en prácticamente cualquier medio de transporte, lo cual le permitía a él preparar sin interrupciones ni sugerencias el informe de la misión inmerso en un agradable aislamiento reforzado por los auriculares que siempre usaba cuando viajaba. Por su parte, el italiano había encontrado una postura lo bastante cómoda como para desconectarse en un tiempo récord de ocho minutos tras la presurización, con la cabeza apoyada en la ventanilla y los rotundos brazos cruzados, y dormía como un bebé, olvidado el mal humor del que había hecho gala desde que dejaron Rodorio y que había provocado en su compañero fantasías de arrojarlo desde lo alto de la presa.
Esa placentera sensación de tranquilidad rodeó a Camus durante las primeras cinco horas de vuelo hasta que la mano de Deathmask le aferró la muñeca de improviso, volcando su café sobre el texto que con tanto esmero había redactado.
—Pero ¿qué...? ¿Es que ahora eres sonámbulo? ¡Maldito patán! —exclamó, retirando con presteza la "moleskine" personalizada con sus iniciales y sacudiéndola para tratar de salvarla.
Sin embargo, el otro ni siquiera le veía: miraba a ambos lados como si no supiera dónde se encontraba y le apretaba de tal forma que Camus no pudo reprimir un gruñido de dolor.
—¡Tengo que salir de aquí...! —le oyó gritar, con genuina angustia.
Solo entonces reparó en las pupilas contraídas de Deathmask, su frente perlada de sudor y su respiración agitada.
—¡Eh, eh! ¿Qué te ocurre? ¿Te está dando un infarto?
—¡Ha... ha muerto, Camus! ¡He de ir y averiguar qué ha pasado!
En las filas cercanas, algunos pasajeros se giraron para no perder detalle del rifirrafe entre los dos atractivos jóvenes, intercambiando comentarios en voz baja acerca de la apariencia trastornada del más bronceado.
—Haz el favor de calmarte —siseó Camus, amenazante—. Nos están mirando. Pareces el puto Jack Torrance y no me importaría cubrirte de nieve en este momento.
Deathmask aflojó el agarre sobre él y su semblante adquirió un matiz desesperado.
—¡Enfermera...! Digo, ¡azafata! ¡Por favor, póngame un whisky!
La aludida se acercó para informarle con aire confidencial de que no le serviría nada con alcohol en tanto no se serenase, pero Camus le aseguró que respondería en persona de la sensatez de su colega, ante lo cual ella se retiró para prepararle la copa.
—¿Te has vuelto claustrofóbico? Por Zeus, cuando creo que no puedes parecerme más insufrible, te superas...
—No es eso... Yo... mi maestro acaba de hablarme, Camus.
—¿Qué? ¿Después de casi veinte años? ¿Por qué haría tal cosa?
—¡Ha muerto! Ha dicho una tontería sin sentido y después he notado cómo su cosmos desaparecía. Tengo que ir a Sicilia ahora mismo.
El caballero de Acuario frunció el ceño y negó con la cabeza.
—¿Para qué, Deathmask? No vas a moverte de aquí bajo ningún concepto. Estás en un avión lleno de gente y, aunque consiguieses transportarte sin ser visto, corres el riesgo de calcular mal el punto de regreso y estamparte contra el fuselaje. No es que me preocupe ver cómo te viviseccionas a ti mismo, pero como compañero tuyo he de cuidar de ti, por molesto que me resultes.
La azafata volvió con un vaso de agua, un tranquilizante y la bebida solicitada. Con una desquiciada sonrisa de agradecimiento que habría asustado incluso al mismísimo Hades, Deathmask tomó la bandeja y dio cuenta de su contenido antes de volver a hablar en un cauteloso susurro.
—No estás entendiendo nada. No ha sido una muerte natural. Ha sucedido algo extraño y debo averiguar qué.
—Cuando lleguemos a Rodorio podrás tomar las medidas oportunas. Primero debemos reunirnos con el patriarca y presentarle el resultado de la misión.
—¿Y perder treinta horas? ¡Camus, por la diosa!
—Si insistes en salir en pleno vuelo, te congelaré hasta las rodillas empezando por esa cabezota hueca que tienes. Habla ahora con el patriarca si tanta prisa te corre, pero no se te ocurra ponernos en evidencia delante de decenas de civiles. Y no sueñes siquiera con ir allá durante las escalas. Hablo en serio.
Bajo la apariencia de un turista corriente, el hombre aterrizó en Palermo sin más equipaje que un petate al hombro y una chaqueta vaquera anudada en torno a la cintura. Manteniendo un semblante de indiferencia hacia cuanto le rodeaba, salió del aeropuerto y buscó un lugar donde cenar, a la espera de que la noche le sirviese de camuflaje para cumplir con su misión.
Podrían haber enviado a Afrodita en su lugar, ya que cualquiera de los dos tenía una amistad con Deathmask suficientemente estrecha como para conocer algunos pormenores sobre su maestro, pero su exuberante belleza no le ayudaba a pasar inadvertido. En cuanto al custodio de Cáncer, fue descartado de plano en el primer instante: el patriarca, consciente de su delicada relación con la muerte y de su inestable temperamento, prefería no exponerle a una situación demasiado emocional que pudiese hacerle detonar.
Por tanto, Shura había sido el elegido para desplazarse a Sicilia e investigar las circunstancias que rodeaban el fallecimiento de Ottavio Aldaghiero. Tratándose de alguien que había vivido prácticamente aislado del resto de vecinos, sin relacionarse con ellos más que para abastecerse de los productos que no podía cultivar en su huerto, Shion sabía que su desaparición tardaría bastante en ser denunciada, lo cual les daba margen para esclarecer el suceso sin intromisiones indeseadas: si Shura concluía que había sido un accidente o un suceso violento a manos de otros ciudadanos, lo pondría en conocimiento de las autoridades civiles a través del consulado griego en Palermo; si, por el contrario, tenía que ver con algún enemigo del santuario, se darían los pasos necesarios para que no se inmiscuyesen en sus asuntos.
No era descabellado pensar que un posible atacante merodease todavía por la zona, así que renunció a utilizar su cosmos para desplazarse y, cobijándose en la oscuridad, recorrió al trote los casi sesenta kilómetros que separaban el aeropuerto de la pequeña aldea sin ser visto. Tampoco llamó la atención cuando abrió la cancela y se adentró en la propiedad pertrechado con una linterna, oteando el entorno en busca de indicios hasta dar con el cuerpo cubierto de sangre coagulada del antiguo maestro, que llevaba más de veinticuatro horas fallecido.
Metódico, registró cada centímetro de terreno alrededor sin éxito. Sin embargo, en el aire aún flotaban los restos de la pelea: dos cosmos opuestos, uno de los cuales recordaba en cierto modo al de Deathmask, aunque más débil, y una segunda energía que jamás había percibido con anterioridad.
Oscura, poderosa, primitiva. Una fuerza antigua como el mundo.
Deathmask tenía razón: Aldaghiero no había muerto por causas naturales, ni en un forcejeo con un ladrón desubicado. Se había empleado a fondo contra quienquiera que fuese su atacante y había perdido. Sin abandonar su gesto serio, Shura se agachó frente a él: entre los pedazos de huesos ensangrentados se atisbaban los pulmones y el corazón convertidos en una masa informe, pero a pesar de las costillas reventadas y las articulaciones rotas, su rostro reflejaba un arrebato difícil de describir. ¿Morir sonriendo...? Meneando la cabeza con incredulidad, el caballero se puso unos guantes y volteó el cuerpo, tratando en vano de encontrar cualquier pista.
Unas decenas de pasos más allá se encontraba la vivienda; se dirigió a ella y abrió la puerta de un par de empujones para explorar el interior, con cierta incomodidad derivada del hecho de estar irrumpiendo en el lugar donde su mejor amigo había pasado su infancia.
Paredes decoradas con ánforas y libros, un ventanal abierto con vistas al patio y al huerto, un par de butacones y, ¡bingo!, dos tazas en la mesa de centro, junto a un paquete de tabaco y una cafetera. Miró atentamente todos los objetos, sin hallar nada que le diese el menor dato sobre la identidad del intruso.
Mierda.
Decidido a no volver con las manos vacías, todavía se quedó un par de horas en la hacienda, buscando en cada estancia, incluidas las dependencias privadas de Aldaghiero y el cuartucho que servía como dormitorio para el aspirante más sádico del día, pero, a pesar de su carácter circunspecto, permanecer allí le trastornaba: el lugar entero estaba impregnado de un aura de agonía y sufrimiento que encajaba con el temperamento atormentado de Deathmask: no había sido adiestrado con severidad y rectitud, como él mismo, sino con pura crueldad.
Irritado y mentalmente exhausto, se quitó los guantes y se echó la bolsa al hombro. El sol comenzaba a asomar y él necesitaba darse una ducha, dormir un par de horas y pensar con calma antes de volver a Rodorio para informar a Shion.
Rodeó una vez más la casa hasta llegar al huerto, en el cual los manzanos pedían a gritos ser liberados de sus abundantes frutos, y escogió tres piezas maduras y firmes. Previsor, guardó dos para el camino y limpió la restante en su camiseta antes de darle el primer bocado. Masticando el improvisado desayuno, volvió a la explanada y fijó la vista en el horizonte, molesto por no haber completado su tarea.
El viento agitaba con suavidad las hierbas altas que crecían en las juntas de las resquebrajadas baldosas, iluminadas en tonos ambarinos por los primeros rayos del día. Aquí y allá, una amapola salpicaba de rojo el descuidado terreno y en el extremo de su campo visual, un destello plateado llamaba la atención, parpadeando cada vez que los tallos se mecían para ocultarlo y descubrirlo al ritmo del viento. Se aproximó, intrigado, para ver de qué se trataba y sonrió al hallar una minúscula pieza de acero en forma de aro. Parecía un colgante, un pendiente o quizá el eslabón de alguna cadena. La examinó, haciéndola girar a la luz: carecía de labrados o marcas que le permitiesen identificarlo, así que tendría que echarle imaginación, pero el caso era que le resultaba vagamente familiar.
Con una rápida ojeada al cuerpo de Aldaghiero, sobre el cual comenzaba a arremolinarse una nube de moscas, constató que su cabeza no presentaba perforaciones de las cuales hubiese podido caer. Tampoco usaba collares, pulseras ni otros adornos.
Bueno, era un comienzo. Tal vez no significase nada; podría llevar años perdida en el jardín o ser incluso parte de alguna herramienta... pero ¿y si se tratase de una pista?
Con un rictus de satisfacción, Shura guardó en su bolsillo aquel trozo de metal y dejó atrás la hacienda de Aldaghiero. Tenía un largo día por delante.
Como siempre, deja que te dé las gracias por dedicar tu tiempo a leer esta historia, por votar y por comentar. Ya ves que las cosas empiezan a complicarse ahora que Kyrene y Morrigan han tenido la osadía de atacar directamente a un miembro del Santuario: casualidades de la vida, Shura está al cargo. ¿Descubrirá la verdad antes que Deathmask? ¿Cómo encajará el hecho de que la novia de su amigo se haya convertido en una asesina? ¿Puede Kyrene vivir con esas dos muertes sobre su conciencia?
Mañana, "Nada nos une".
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