40. Todo irá bien, princesa
Atardecía sobre Rodorio. El sol se sumergía en la línea del horizonte, pintando de fuego los tejados y abrasando en reflejos cobrizos la cabellera de la mujer que, acodada en el balcón, daba vueltas con dos dedos a la sencilla chapa de madera que pendía de su muñeca izquierda. Diríase que disfrutaba de la suave brisa vespertina, con los ojos cerrados y una escueta sonrisa en los labios, pero en verdad su mente estaba muy lejos de allí, en otro tiempo y otro espacio.
Cada tarde, cuando se quedaban a solas en el intervalo entre la despedida de Deathmask y la apertura de la taberna, la diosa la llevaba de viaje al pasado. A veces, le revelaba detalles de las batallas en que ella había tomado parte, un crisol épico y sangriento que dejaba patente su poder; en otras ocasiones, hacía emerger de la memoria de Kyrene pasajes de su niñez, olvidados o retenidos de modo tan precoz que jamás había accedido a ellos.
Más y más lejos de su hostilidad inicial, la joven camarera comenzaba a rendirse a su nueva realidad: oponerse a Morrigan era imposible y, además, absurdo e ingrato, ya que no estaba haciendo nada salvo dotarla de excelentes capacidades físicas y devolverle los recuerdos que ella creía sepultados sin remedio. Por si eso fuera poco, la historia de Irlanda, vista a través de la diosa y sus cuervos, la mostraba en todo momento del lado de la justicia; su justicia, sí, trágica y violenta, pero ¿no era acaso lo mismo que Deathmask había opinado siempre? ¿Que el concepto de justicia dependía del momento y de quién la administrase? ¿Por qué habría de ser menos válida la de Morrigan que la de Atenea, por ejemplo?
Gracias a la generosidad de su inquilina, Kyrene había podido revisitar el taller de ebanistería de su padre -poblado de virutas con las que ella solía formar montañas o confeccionar comidas de juguete para los pedazos de madera que hacían las veces de invitados-, sus años en la institución para huérfanos y los primeros días con Lía cuando esta era solo un bebé, la incertidumbre de las noches al raso buscando víctimas para sus robos, las palizas tras presentarse ante la banda con un botín demasiado escaso e incluso la voz tranquilizadora de Martha justo antes de abandonarse a un sueño tan ligero que hasta el rumor de las hojas de un libro la desvelaba.
De ese proceso -doloroso y a la vez sanador- salía imbuida de fortaleza, teniendo muy presente que ella, Kyrene Angelopoulou, había sobrevivido a cada lance sin rendirse. Entre lágrimas, suspiros sofocados y alguna carcajada, ahora era capaz de pasear por su propia trayectoria con el orgullo de una luchadora y Morrigan incentivaba esa sensación seleccionando para ella retazos importantes de los que la griega no tenía constancia por no haber sido parte activa y hechos que tan solo había oído en tanto dormía o jugaba, desde su llegada al mundo.
¿Qué sentido tenía luchar contra alguien que la hacía sentir tan bien? ¿No era su compañía un obsequio por el cual debía estar agradecida?
El humilde circulo de roble seguía girando entre los dedos de Kyrene mientras, en su cabeza, trazaba torpes garabatos en la mesa del taller, rodeada de serrín y utensilios marcados por los mordiscos del tiempo, con su padre asomándose de vez en cuando por encima de su hombro para tratar de corregirle la pertinaz zurdera.
—Después te mostraré la tarde en que te hizo ese colgante. Es muy valioso para ti, ¿verdad?
—Sí. Es lo único que conservo de mi familia —contestó, sin apenas mover los labios.
Era consciente de que no necesitaba hablar para comunicarse con la diosa, pero le gustaba hacerlo aunque fuese en voz baja, ya que de alguna manera la ayudaba a sentirse dueña de su cuerpo.
—Tu padre fue un buen hombre, Kyrene. La vida no se lo puso fácil.
Kyrene abrió los ojos, sorprendida: iba a responder un "lo sé" automático, pero se dio cuenta de que no era cierto; no sabía casi nada de sus progenitores y apenas recordaba su infancia antes del centro de acogida. Incluso la cara de su padre se había ido desdibujando con los años hasta convertirse en una sonrisa estampada sobre una silueta difusa, y la de su madre... bueno, de ella no tenía ni una imagen, ni siquiera conseguía evocar el sonido de su voz o su aroma.
—¿Quieres verla?
—¿A mi... madre?
—A tu madre, sí.
—Pero yo era muy pequeña cuando murió... —dudó la joven.
—Eso no importa. Sabes que puedo rescatar cuanto has visto, oído y percibido, Kyrene. Permíteme regalarte lo que tu cabeza ha guardado durante veintitrés años.
—No sé si estoy preparada, Morrigan...
—¿Acaso no mereces conocer de dónde vienes y quién eres? Yo te acompañaré, no debes tener miedo.
Kyrene tragó saliva y se frotó el puente de la nariz con dos dedos, intentando decidir qué hacer. Finalmente, asintió y bajó los párpados, dejándose llevar una vez más.
La luz era molesta, casi cegadora, y el ambiente resultaba seco y demasiado aséptico. Todo era blanco, frío, impersonal. Un tambor resonaba en sus oídos, rítmico y lento; aquel sonido la tranquilizaba, como si la hubiese acompañado desde siempre. Luchó por mantener los ojos abiertos, tarea complicada hasta que, por suerte para ella, alguien corrió unas cortinas. Ya podía observar la figura que tenía delante, aunque no lograba enfocarla.
Una mujer de cabello castaño y profundos ojos oscuros la miraba sonriendo, con expresión agotada. Llevaba puesto algo que parecía un camisón de hospital y una vía conectada a la mano que ondeaba frente a ella para llamar su atención.
—¡Bienvenida, mi niña! ¡Tenía muchas ganas de verte la carita!
Morrigan cumplía sus promesas, sin duda. Sendas lágrimas desbordaron los ojos de Kyrene y se derramaron por sus mejillas, estrellándose en la balaustrada. Por primera vez en su vida, contemplaba a su madre, borrosa a causa de la deficiente visión propia de una recién nacida, pero tan hermosa para ella como si la hubiese pintado el mismísimo Da Vinci. Incluso su voz tenía la musicalidad perfecta. Ella era la dueña del latido que había confundido con un tambor: el primer sonido que había llegado a sus oídos cuando todavía habitaba su vientre y no podía percibir nada más que aquel golpeteo primitivo y conocido.
Un "mamá" casi sollozado se escapó de los labios de la adulta apoyada en el balcón.
—Eudor, esta es nuestra hija.
Ahora era su padre quien la sostenía en brazos, con el mismo cuidado con el que sujetaría una porcelana milenaria. Su pecho resonaba más rápido que el de su madre a causa de la emoción que le provocaba tenerla por fin con él. Kyrene sintió su fuerza y su calidez rodeándola y sus miradas se cruzaron. Reconoció su nariz aguileña, los iris verdes que ella había heredado y su olor a resina, barniz y tabaco.
—Estoy tan contento, cariño... No sé ni qué decir. Voy a cuidaros para que jamás os falte de nada ni a ti, mi reina, ni a esta princesa.
—Ya haces bastante. ¿Vas a llamar a tus padres?
—¿Para qué, Olympia? Si no te aceptan, no los quiero en mi vida.
Kyrene supo, a través de otros recortes de su historia, que Eudor había abandonado la casa familiar para estar con Olympia, pues su relación no era vista con buenos ojos por los que habrían sido sus abuelos. Dejando atrás todo cuanto conocía, la pareja se había instalado en Tesalónica, donde el joven había abierto un taller de ebanistería aprovechando los conocimientos adquiridos como aprendiz desde su adolescencia. Por su parte, ella se levantaba de madrugada y daba el pecho a la bebé antes de salir hacia la panadería en la cual ayudaba a amasar, hornear y vender panes y pasteles durante toda la mañana para pasar el resto del día con su pequeña.
Una sonrisa llena de ternura cruzó el rostro de la camarera observando a sus padres de acá para allá en la sencilla casita anexa al taller, afanándose en limpiar, cocinar y atenderla con la inexperiencia propia de los primerizos. Sin embargo, las idílicas escenas cotidianas pronto se desvanecieron para dar paso a un recuerdo menos entrañable.
Debía de estar dormida durante aquella conversación y, sin embargo, su cerebro la había registrado. No podía verlo, pero la ansiedad en la voz de su padre era patente mientras hablaba con alguien a quien ella no conocía. Otra vez el entorno desangelado, carente de cualquier aroma a hogar: el hospital, lleno del ruido de las máquinas y de sanitarios que corrían de un sitio a otro.
—Lo siento mucho, Eudor. Su esposa ha muerto a primera hora de la mañana. Le acompaño en el sentimiento, de corazón.
Kyrene sintió temblar los brazos de su padre, ese lugar del mundo donde ella siempre había creído estar a salvo de todo.
—¡No puede ser! ¡Me dijeron que me marchase a casa con la niña! ¿Cómo va a pasar algo así en apenas unas horas?
—Comparto su dolor, pero entiéndanos: su estado se complicó de forma inesperada durante la noche. Aunque hicimos todo lo posible, el fallo multiorgánico fue fulminante.
Notó una superficie blanda bajo su cuerpo: su padre la había depositado en la cama junto a su madre muerta; aún notaba el perfume a lavanda de su pelo. Un revuelo de médicos agitó la habitación, despertando a la pequeña Kyrene y permitiendo a su versión adulta presenciar el dramático momento: batas blancas, órdenes en sordina, imprecaciones... Alguien -¿una enfermera, quizá?- la acunó y susurró palabras de calma en su oído, acariciándole la espalda.
Otras escenas le suministraron la información que faltaba: Olympia había sufrido una amenaza de aborto debido a una rotura de la bolsa de líquido amniótico en la semana trece de su segundo embarazo. Habían tratado de controlar la posible infección con antibióticos, pero la fiebre no remitía y, finalmente, la enfermedad se extendió por su sangre, provocándole una sepsis generalizada que acabó con la madre y el bebé.
Inconsolable, Eudor había llorado sobre el cadáver de Olympia hasta que el sentido común le devolvió a la realidad: tenía una hija de menos de un año que le necesitaba, y por ella se sobrepondría. Esas fueron sus palabras cuando salió del cuarto de baño con la cara recién lavada y el temple intacto para tomar en sus brazos aquel paquetito de legañas y mocos que le sonreía envuelto en una toquilla, con las manitas regordetas extendidas hacia él.
—Todo irá bien, princesa: mientras yo esté aquí, juro que nada malo te sucederá.
Eudor cumplió la palabra dada a ambas: la propia Kyrene fue testigo en jornadas sucesivas de las largas noches insomnes compartiendo una cama que, de repente, se había vuelto demasiado grande; los cambios de pañal, los primeros pasos, los catarros y resbalones... Como el protagonista de una novela, luchó día a día por sacar adelante a la niña, honrando la memoria de Olympia y evitando darles a sus padres la satisfacción de volver con el rabo entre las piernas. Sin embargo, retiró todas las fotos familiares; ya era bastante duro ver en su hija la sonrisa de su difunta esposa como para encontrarla también en los retratos que ambos habían colgado de las paredes en el tiempo de su felicidad.
Dos décadas después, Kyrene se secó los ojos con el dorso de la mano, agradecida a su padre por haberse esforzado en proporcionarle una infancia alegre, con las rodillas peladas por tratar de subir a los árboles y un héroe dispuesto a levantarla en brazos para que se colgase de las ramas. Despreocupada, risueña, sociable y segura hasta que una neumonía inoportuna la dejó sola en el mundo cuando aún era demasiado pronto, a sus escasos cuatro años.
—Todo irá bien, princesa: solo serán unos días, enseguida estaré de vuelta. Tonia, la vecina, cuidará de ti y lo vas a pasar muy bien jugando con sus hijos.
Esas fueron las últimas palabras que su padre le dirigió mientras ella lloraba, aferrada a sus piernas como si de algún modo, con la peculiar intuición de los niños, supiese que no volverían a estar juntos.
Jamás regresó del hospital.
Morrigan ha dado con una clave importante para Kyrene: su pasado. Como sabes, Kyrene quedó huérfana cuando era muy pequeña y eso marcó el inicio de su desgraciada historia. Parece que redescubrir quién es y cómo era su familia la está ayudando a sentirse agradecida a Morrigan y a percibirla con menos hostilidad que al principio. Por supuesto, esto tendrá consecuencias en el desarrollo de la historia, en el vínculo entre ambas y en la relación con Deathmask.
Si has llegado hasta aquí, gracias. Como siempre, te recuerdo que si te ha gustado el capítulo y lo votas, mis ganas de escribir suben un 100% (y tengo pendientes algunos oneshots todavía en los "Destellos Dorados" con los que me gustaría sorprenderte).
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