30. Tres días pasan volando
—Gatita, ¿estás lista? Ya he metido en el coche la maleta, solo falta el último repaso para no olvidar nada... —dijo Deathmask, asomando la cabeza por la puerta del dormitorio— Eh... sí, justo como estás haciendo ahora...
Kyrene, que rebuscaba afanosamente debajo de la cama, bufó, molesta, y se incorporó con las mejillas rojas por el esfuerzo y una gran pelusa coronando su trenza.
—No, es que... Me guardé un cuchillo de la cocina cuando llegamos, pero ahora no lo encuentro. Quería dejarlo en su sitio antes de marcharnos... —respondió, con un deje de ansiedad.
—Ya me di cuenta de que aún conservas esa costumbre, nena. La primera noche en Dublín casi me rebano un dedo ahuecando la almohada —asintió él al quitarle la pelusa para arrojarla por la ventana—. Venga, te ayudo. ¿Has mirado detrás del cabecero?
—Ahora que lo dices, no... —dijo ella, aliviada por contar con un par extra de manos.
El caballero levantó sin esfuerzo la pesada cama de madera maciza, cuyos elaborados grabados imitaban las hojas del roble del que estaba hecha, y la desplazó para permitir a la chica echar un vistazo que terminó en otro resoplido.
—Mierda, tampoco está aquí... Lo llevé conmigo la noche en que salí a pasear y no he vuelto a verlo —rememoró, sentándose sobre la colcha y apoyando la cara en las palmas.
—Ah, sí, ya recuerdo. Estabas un poco perjudicada por la falta de sueño. Se te caería en el bosque, no creo que Sorcha lo eche en falta.
—¿Seguro?
—Claro, gatita. Les dejaremos una propina, si eso te tranquiliza, pero ahora vámonos; tenemos muchas cosas que hacer en Limerick.
Kyrene asintió y se echó al hombro la mochila, considerando perdida la herramienta. Se sentía un tanto abatida al anticipar la despedida de los agradables O'Flaherty y, sobre todo, de Laoch, aunque no había vuelto a acercarse a ella y prefería esconderse en la caseta del jardín en cuanto percibía su presencia.
—Chicos, habéis sido unos invitados maravillosos. Os vamos a echar mucho de menos —sonrió Sorcha, que ya estaba en la cocina preparándoles lo que ella llamaba "un almuerzo ligero" para el camino.
—A vosotros y a vuestra intensa vida conyugal —apostilló su esposo, apuntándoles con su sempiterno periódico enrollado.
—Bueno, Paddy, espero que hayas aprendido un par de cosas —se burló Deathmask.
—¿Aprender de ti, italiano desvergonzado de los...?
—¿Ya vamos a empezar? ¡Pádraig Brannagh O'Flaherty, hazme el favor de no criticarles por pasarlo bien juntos! Y vosotros, aprovechad el resto del viaje. Kyrene, conduce con cuidado. Te he rellenado el termo de café bien cargado para que no te entre sueño al ver a tu novio durmiendo en el coche.
Ella, que mordisqueaba un hash brown junto a la ventana con aire ausente y los ojos fijos en el extremo del jardín donde se ocultaba Laoch, sonrió y se acercó para abrazarla con fuerza:
—Muchas gracias, Sorcha. Me va a venir de maravilla. Nunca os olvidaremos.
Aún era temprano cuando dejaron Clonkeen, así que pudieron parar por el camino en el Terra Nova Fairy Garden y llegar a Limerick a tiempo de registrarse en el hotel y almorzar; con ganas de aprovechar el día, bajaron por el río en barca, caminaron por la ciudad hasta cansarse y se sentaron en un café para organizar las excursiones de las dos jornadas siguientes, tratando de no perderse el castillo del Rey Juan, la universidad, el Milk Market ni los jardines. Los problemas de Kyrene para dormir se habían esfumado por completo -lo cual aliviaba a Deathmask, que había llegado a temer que estuviese enferma- y ahora descansaba con un sueño tan pesado que el caballero había tenido que responsabilizarse del despertador, pues ella no conseguía oírlo.
Finalmente, dando por terminada su estancia en Limerick, reanudaron de madrugada el viaje hasta los acantilados de Moher, dedicaron todo el día a realizar la visita en barco y la caminata completa a lo largo de los ocho mil metros de rocas besadas por el mar y esperaron a que el sol cayese con intención de acampar y pasar la noche al aire libre -conforme a su recién establecida tradición- contemplando las constelaciones que Kyrene ya comenzaba a identificar con cierta soltura.
—Me llenas de orgullo, gatita —declaró él, tumbado en la tienda de techo, al oírla nombrar tres seguidas sin fallar.
—Y me estoy pelando de frío. Menuda lluvia nos ha caído toda la tarde...
—Ven aquí —la apretó más contra su cuerpo—; es como Rodorio en pleno noviembre, ¿verdad?
—Sí, esperaba un clima algo más estable siendo verano...
—Y, aun así, es perfecto... Ahora duerme, pequeña marmota, que lo estás deseando.
—Es verdad. Necesito estar fresca para llevarte mañana... —bostezó y le cruzó un brazo sobre el pecho, mimosa— a Galway... antes de mediodía.
—Me parece bien. ¡Eh, una estrella fugaz!
—¿Le has... pedido un deseo? —la voz femenina sonaba cada vez más somnolienta.
—Claro: le he pedido que siga todo tal cual está. Que no cambie. Y que en el hotel tengan rúcula para la ensalada y mozzarella de verdad, de la de leche de búfala.
—Pero, Death... si me lo dices no se cumple...
—¡Mierda, tienes razón! Pues tendré que conformarme con canónigos y cheddar otra vez...
https://youtu.be/_KtiPBgyh1Y
Tres días pasaban volando, pensaba Deathmask mientras bajaba a solas por la Shop Street de Galway sin un rumbo definido, con las manos en los bolsillos. La pequeña y animada ciudad, antaño una aldea de pescadores, marcaba un punto de inflexión en el viaje, ya que suponía el final de su avance hacia el oeste y un cambio de rumbo, por la zona interior del país, de vuelta a Dublín. De hecho, una cierta tristeza se había apoderado de ambos al llegar, como si de repente recordasen que habían alcanzado el ecuador de su escapada y que en algún momento tendrían que regresar a sus vidas, pese a la petición que Deathmask le había hecho a la estrella.
Sin embargo, habían dejado de lado esa sensación para visitar el parque nacional de Connemara y las islas Aran; disfrutaron de la localidad empapándose de su ambiente bullicioso -la catedral, el puente Salmon Weir, el castillo de la familia Lynch, el barrio latino, el arco español y el Long Walk, en el cual hicieron tantas fotos que Deathmask se quedó sin película- y se perdieron en calles ignoradas por los turistas, en busca de los lugares auténticos que no salían en las guías.
Ahora volvía a notar la melancolía flotando a su alrededor, como un céfiro inesperado. Estaría bien encontrar un antro en el que echar unas partidas de póker, se dijo, recordando el cómico modo en que Kyrene había caído derrengada sobre la cama sin siquiera ayudarle a dejar listo el equipaje para salir hacia Castlebar un par de horas después. En teoría, habían subido a la habitación para ordenar sus pertenencias y coger ropa seca con la que dar un paseo, pero ella no tuvo tiempo ni de desabrocharse las zapatillas antes de abrazarse a la almohada como un koala trepando por un eucalipto. Tras tomarle un par de fotos para inmortalizarla con un pecho fuera, la boca abierta y babeando la sábana, la cubrió con el edredón, metió en la maleta las pocas cosas con las que viajaban y se cambió de sudadera, decidido a apurar sus últimos instantes en Galway aunque fuese en soledad; así que allí estaba, tarareando "The rocky road to Dublin" y explorando áreas recónditas, cuando una desangelada fachada captó su interés: se trataba de una minúscula joyería, que debía de llevar en aquel lugar algo más de un siglo, cuyo abarrotado escaparate mostraba un popurrí de objetos de diversas épocas y estilos tan ecléctico que ofendía a la vista.
El italiano apoyó las palmas en los muslos y se inclinó, curioso, hasta que su nariz casi tocó el cristal. De entre todo el montón de piezas relucientes, había una que llamaba su atención: una peculiar sortija plateada formada por dos manos que sostenían un corazón rematado por una corona.
—¿Por qué no pasa, joven? No sea tímido, aquí no debe preocuparle que su presupuesto sea escaso —dijo una voz afable y grave, proveniente del interior.
Deathmask se irguió y asomó la cabeza: acodado sobre el mostrador, un hombre de mediana edad, poseedor de una descuidada barba canosa, sonreía exhibiendo lo que quedaba de sus dientes. Sujetaba un paño con el cual abrillantaba un grueso medallón, sin arrugar la nariz por el fuerte olor del producto que estaba empleando.
—Desde luego, veo que no lo gastarían en luz ni en decoración... —respondió el viajero, entrando y echando un vistazo a su alrededor: la tienda parecía haber almacenado material durante décadas, con una cantidad obscena de colgantes, pendientes y relojes poblando cada una de las vitrinas en un mosaico informe y casi mareante.
El vendedor le miró con sagacidad, tratando sin duda de calcular cuánto podía gastarse ese turista de cabello desordenado, vestido con unos vaqueros viejos y carente de cualquier adorno corporal, al menos a la vista. Finalmente, debió de decidir que la apariencia no lo era todo, o quizá necesitaba con desesperación hacer caja, porque dejó el trapo a un lado y volvió a sonreír.
—¿Qué es lo que busca, joven?
—Nada, en realidad. Solo estaba paseando...
—Eso está bien. No recibo muchos extranjeros. ¿Quiere adquirir un hermoso recuerdo de la Isla Esmeralda?
La mención del nombre tradicional del país hizo a Deathmask recordar a la joven de ojos verdes que había dejado en la habitación y esbozar una mueca que su interlocutor cazó al vuelo.
—Una persona especial, imagino...
—Sí, pero no es que necesite impresionarla ni nada de eso...
—Claro, claro. ¿Ha encontrado algo interesante en el escaparate?
Deathmask echó el torso atrás y metió de nuevo las manos en los bolsillos, con cierta suspicacia.
—A decir verdad, sí. Un anillo con unas manos, y...
—¡Oh, ya sé a qué se refiere! Espere un instante.
El vendedor se agachó y comenzó a rebuscar en bandejas forradas de un gastado terciopelo que antaño podría haber sido blanco y ahora amarilleaba a juego con la mortecina luz de la lámpara, farfullando en voz baja hasta que sus pesquisas dieron resultado:
—¡Aquí está! ¡El anillo de Claddagh! —exclamó, muy ufano, tendiéndole una sortija similar a la que él había visto fuera.
—¿El anillo de qué...? —dijo Deathmask al tiempo que hacía girar la pieza entre sus dedos para evaluarla en detalle.
—Es una joya clásica de la orfebrería irlandesa. Se dice que su creador, Richard Joyce, nació aquí, en Galway, y emigró a las Indias orientales. Quería hacer fortuna para casarse con una joven convecina a su regreso, pero su barco fue capturado y él acabó como esclavo de un orfebre argelino que le enseñó este arte durante catorce años, hasta que el rey Guillermo III consiguió la liberación de todos nuestros compatriotas prisioneros de los musulmanes. ¡Imagínese! El orfebre apreciaba tanto al bueno de Joyce que le ofreció la mano de su hija y la mitad de sus bienes, pero él era un irlandés de palabra: regresó y buscó a su amada -quien, por suerte para él, todavía le esperaba-, le ofreció este anillo, que había creado pensando en ella, y fueron felices para siempre.
Deathmask asintió exageradamente con la cabeza, intentando no reírse de aquella historia tan cursi, pero el joyero siguió hablando mientras ordenaba piezas sobre el vidrio del mostrador hasta componer una curiosa exhibición de anillos de Claddagh de diferentes tamaños y materiales.
—El lema de esta alianza es "let love and friendship reign". El corazón simboliza el amor; las manos, la amistad, y la corona, la fidelidad y lealtad mutuas. Pero eso no es todo. La forma de llevarlo también varía, en función de qué queramos indicar: si está usted disponible, póngaselo en la mano derecha, con la corona hacia la palma; si desea que el mundo sepa que sale con alguien, en la mano derecha con el corazón mirando hacia adentro; pero si van a comprometerse, pídale que lo lleve en la mano izquierda, con el corazón hacia afuera, y dele la vuelta durante la boda.
—Percibo cierta obsesión con las bodas en este país... —comentó el caballero, con sarcasmo.
—¿Usted cree? Bueno, supongo que cualquier ocasión es buena para festejar... ¿cuál le gusta?
—No estoy seguro, no suele llevar cosas de estas —respondió, recordando que la nudillera que le había ofrecido en navidad era lo más parecido a una joya que le había visto en las manos.
La verdad era que no sabía qué narices pintaba escuchando a aquel embaucador desdentado y mirando anillos en una joyería anticuada para una mujer que jamás se colgaba nada salvo los mismos pendientes de acero y una pulsera hecha con un cordón y un trozo de madera. ¿Qué pensaría si se presentaba de repente con una jodida alianza? Quizá le malinterpretaría, o se asustaría... si es que podía malinterpretarse algo así... ¿No era una forma inequívoca de decirle que quería estar con ella para siempre? ¡Un momento! ¿Tenía él derecho a pedirle eso, habida cuenta que su futuro más probable era una muerte temprana y violenta? Reticente a dejarse arrastrar por el pesimismo, sacudió la cabeza para disipar aquellas reflexiones y paseó la vista por la hilera de sortijas, deteniéndose en una plateada que, a diferencia del resto, llevaba una gema verde tallada en la posición del corazón.
—¡Buena elección! —le lisonjeó el perspicaz vendedor, tendiéndosela para que la observase de cerca— Es una malaquita, ¿ve el patrón de las vetas? Este anillo lo forjó mi bisabuelo, el primer dueño de esta joyería, hace más de cien años. Lo mejor de todo es que no es un simple adorno; si se fija, bajo la piedra encontrará un pequeño compartimento diseñado para guardar veneno. ¿No es de lo más divertido? Déselo a esa persona y sujétela cuando esté a punto de caerse al suelo de la impresión; no fallará con esto, se lo aseguro.
Deathmask se echó a reír ante aquellos singulares argumentos de venta y se dispuso a negociar el precio con su descaro habitual: una cosa era comprar un anillo con una historia edulcorada detrás en un momento tonto y otra, pagar lo primero que le pidieran por él. Además, si tres días pasaban volando, dos horas eran apenas un suspiro y quería estar de vuelta antes de que Kyrene despertase, se dijo, tanteando en su bolsillo algunos de los billetes que aún conservaban de su triunfo en el hipódromo de Kildare.
*"Que reinen el amor y la amistad."
Gracias a Chiinerak por recomendarme la canción de este capítulo. Me sirvió de inspiración para gran parte del viaje.
Gracias por continuar acompañándome. Sé que esta historia es de comienzo lento -como todas las mías-, pero espero que aun así os esté gustando y que la disfrutéis. Un poco de paciencia, la cosa se irá liando poco a poco, os lo aseguro, y creo que no os dejaré con hambre ni de lemon ni de acción. Os dejo un pequeño adelanto del capítulo 31, "Un desvío inexplicable":
"El silencio y las tinieblas envolvían todo. Estaban parados en medio de ningún lugar, fuera de la carretera principal. Bueno, sería más correcto decir que estaba parado, ya que el asiento del conductor se hallaba vacío, aunque las llaves seguían en el contacto. ¿Qué narices...? Parpadeó varias veces hasta que un borrón rojizo fue perfilándose ante él: el titilante reloj digital del salpicadero marcaba las cuatro de la madrugada. En teoría, deberían haber llegado a Longford hacía horas... Pero lo más preocupante era la ausencia de Kyrene. ¿Le habría ocurrido algo?"
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