25. El beso de la elocuencia
*Atención*: en este capítulo hay un momento en el que se describe algo violento y desagradable. Tú decides si lo lees o no.
A lo largo de los días siguientes, Kyrene y Deathmask se dejaron arrastrar por la calma que emanaban las regiones que iban recorriendo, inmersos en una idílica dinámica ajena a las obligaciones de su vida en Rodorio: pantagruélicos desayunos, caminatas por los principales puntos de interés de cada localidad, horas de coche sin rumbo perdidos por estrechas carreteras de costa cuyos acantilados les dejaban sin respiración y baños improvisados en las calas más recónditas que podían encontrar.
Hubo tiempo para explorar los Tesoros de Waterford, la torre de Ardmore y la Costa del Cobre, combinando la información del sistema de navegación y de las recomendaciones de las oficinas de turismo. Pertrechados con la cerveza artesanal típica de la región y blaas* en cantidad, alcanzaron la bahía de Tramore y continuaron hacia Dungarvan, en cuya playa pasaron una mañana dormitando perezosamente al sol.
Viajaron de aquel modo un tanto bohemio durante varias jornadas, pernoctando al aire libre para contemplar las estrellas y evitando las posibles multas por acampar sin permiso gracias a la barrera que la energía de Deathmask creaba a su alrededor cada noche.
—Oye, Death... ¿qué se siente? —inquirió Kyrene en uno de esos atardeceres, terminando de guardar el menaje que habían utilizado para su cena fría.
Su pregunta hizo que el caballero, que parecía perdido en profundas reflexiones sentado sobre el vehículo, se girase con una sonrisa.
—¿Qué se siente con qué, gatita?
—Al usar tu cosmos.
Él parpadeó un par de veces, pensando en la mejor forma de explicárselo a alguien ajeno a la orden de Atenea. La joven se encaramó al techo, le abrazó por detrás y le ofreció una taza de café caliente.
—La primera vez es... como si algo estallase dentro de ti —comenzó, mientras ella se sentaba a su lado y le apoyaba la cabeza en el hombro—. Empieza como un burbujeo en el estómago que crece y crece hasta bullir y desbordarse... o, al menos, así fue conmigo. Yo tuve que aprender a controlar esos estallidos, pero otros solo notaban unas cosquillas; en esos casos, el entrenamiento se orientaba a hacerles ser más conscientes de ese poder y sacarlo, por así decirlo.
—¿Y estallabas a lo bestia? —quiso saber ella, usando la misma expresión que él y asiéndole el brazo cariñosamente.
—Bueno, digamos que mi fuerza nacía de una sensación de rabia y desamparo bastante difícil de digerir para un crío, así que, sí, solía ser un poco como una olla a presión. Con el tiempo, logré dominarlo y ahora es más bien un hormigueo a la altura del diafragma, o solo en la yema de los dedos, dependiendo de qué uso vaya a darle.
—Ah, ¿sí?
—Claro. No es lo mismo asestar un golpe a alguien que extraer su alma. Y es totalmente diferente si he de viajar yo mismo a Yomotsu.
—Suena bastante siniestro... —admitió ella, con la mente puesta en su propia experiencia durante la pelea con Enzo y Salvatore.
—Lo es, de hecho. La primera vez, mi maestro me explicó cómo hacerlo. Él no podía ir, porque es una técnica reservada a los santos de mi constelación y carecía del poder suficiente, aunque conocía la teoría y me ayudó a materializarme allí. Pues bien, cuando llegué, me encontré a solas y sin saber cómo regresar. Desesperado al verme rodeado de muertos frente al pozo, le pedí ayuda, pero solo me dijo que espabilase si quería salir. Cada segundo contaba y yo no conseguía dar con la clave... Pasé tanto miedo que me lo hice encima —confesó, sin apartar la vista de las titilantes estrellas.
—¿En serio? ¡Es horrible! —se escandalizó ella.
—Y, sin embargo, me vino bien. Las siguientes veces, antes de volver a enviar mi cuerpo, aprendí a hacerlo solo con mi alma, aplicando en mí las ondas infernales. Creo que debe de ser una de las sensaciones más desagradables del mundo... me pasé tres meses vomitando cada vez que lo intentaba, pero valió la pena.
—¿No duele, entonces?
Deathmask esbozó una sonrisa melancólica al recordar sus años de entrenamiento y dio un trago a su café.
—A mí, no. Creo que Camus, por ejemplo, sí sufría físicamente para controlar el frío; apostaría a que todavía siente dolor, dado lo extremo de su técnica. No me dolía el acto de aumentar o esconder mi energía, sino las palizas que me arreaban para enseñarme. Mi maestro no se andaba con sutilezas...
—Maldito cabrón... —murmuró ella, besando una cicatriz que le cruzaba el bíceps, ya casi borrada por el tiempo transcurrido— Me gustaría devolverle cada uno de los golpes que te propinó.
—Créeme, fantaseé con eso muchas veces, pero ahora no le doy importancia; soy consciente de que me ayudó a convertirme en esto que ves. Ya te dije que no me va lo de recrearme en el pasado. No me aporta nada.
Los dedos de Kyrene se desplazaron hacia la nuca de Deathmask, donde otra marca luchaba por camuflarse bajo un mechón de cabello. Pensar en aquel niño sufriendo a manos de un adulto impasible con el pretexto de servir a una diosa era algo que le revolvía el estómago.
—¿Y esta? —preguntó, con otro beso.
—No es nada. Me hice daño de pequeño, intentando escapar de la escuela.
—¿En el centro de acogida?
—No, gatita, en Sicilia.
—¿Cómo...?
—No me gusta volver a eso —la cortó él, evasivo.
Kyrene meneó su taza con la cabeza gacha, preocupada por haber tocado un asunto incómodo.
—Yo también intenté huir —dijo, en voz tan baja que un hipotético espía habría tenido serios problemas para oírla.
—Ah, ¿sí? Cuéntame esa historia, gatita.
—Pero estábamos hablando de ti...
—Anda, no estropees mi discreto cambio de tema —insistió él.
—Vale, eso me pasa por preguntar... Fue cuando vivía con la banda de rateros. Me gustaba estar con Lía y muchas veces nos mandaban juntas a recaudar; esos días eran fáciles, porque la gente se distraía mirando su carita tan deformada y yo reunía bastante dinero metiéndoles mano en las carteras. Pero, por lo demás, estaba harta de robar y aguantar malos tratos y decidí marcharme. No quería dejarla... Te juro que no quería —murmuró, súbitamente triste, enredando el dedo en el cordón de su pulsera—, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía nueve años, ella era una nena de cinco y se cansaba con facilidad; me habría retrasado, así que decidí que volvería a buscarla en cuanto pudiese.
—Pero no pudiste —apuntó él.
—Claro que no. Una tarde conseguí guardarme un par de monedas y se las di a Lía; le dije que bajase a la confitería a comprar golosinas y entonces aproveché para huir. Solo tenía que dar con un policía o algo así y estaríamos a salvo... Pero sin ella yo era invisible.
—Mi pequeña capitana de la arena...
—Raquítica, con piojos como para alimentar a dos familias de monos y la cara y la ropa llenas de mugre... Nadie quería ayudarme; la gente giraba el cuello con tantas ganas para evitarme que seguramente alguno se hizo daño. La banda me encontró desorientada en un barrio residencial y me llevó de vuelta a la casa común. Yo estaba aterrorizada pensando en la paliza que iban a darme, pero ni me tocaron. El responsable tenía a Lía en su regazo y me dijo que, aunque estaba decepcionado, me perdonaría la vida porque tenía potencial. Me contó que en algunas culturas cortaban la mano a los ladrones y que yo tenía suerte de que las mías fuesen tan hábiles.
Deathmask bebió otro trago de café y la rodeó con un brazo. Imaginaba el derrotero que tomaría aquella historia y no estaba seguro de querer seguir escuchando, pero Kyrene solía ser tan renuente como él a dar detalles de su pasado, así que no la interrumpiría si necesitaba desahogarse.
—Me eché a llorar al instante, temiendo que me hiciese algo horrible, pero solo me miró durante un buen rato. Después tomó la manita de Lía y la apoyó sobre la mesa. ¡Te juro que yo habría vuelto a buscarla, nunca le deseé nada malo, Death...! —repitió, como una oración—. Quería sacarla de ahí y que viviésemos juntas con una familia buena, íbamos a ser hermanas y tendríamos una cama grande para las dos y petos vaqueros con rodilleras gruesas para poder trepar a los árboles... Me gustaba trepar, ¿sabes? Siempre se me dio bien...
—Ya, nena. No entres en el bucle, déjalo... Perdóname, ha sido una capullada por mi parte —la urgió él, estrechándola y arrepintiéndose de haberla presionado.
—Me dijo que así me bajaría los humos, que siempre habría otros sufriendo las consecuencias de mi egoísmo, que nadie vivía aislado... Y entonces, vi el cuchillo sobre los dedos de Lía y la oí chillar con tanta fuerza que despertó a todos los niños de la casa. Yo comencé a gritar, quería pegarle, pero me sujetaron entre dos de los chicos mayores mientras él le decía a Lía que todo era culpa de su amiga, que en realidad no la quería. Que su amiga la había abandonado para que le echasen la culpa a ella, que aprendiese ya cómo era el mundo.
—Jugó con tus sentimientos para someterte...
—Y le salió bien. Me dijo que Lía pagaría siempre por mí porque era la más débil de las dos y que la próxima vez no serían solo dos dedos; luego la llevaron al médico habitual para que la curase y me mandaron a dormir. Ya te imaginarás que no volví a intentarlo hasta que...
—Shhhh, gatita. No digas nada más. Estamos juntos y eso es suficiente, ¿no es verdad? No debería haberme puesto tan pesado. ¿Lo olvidamos?
Ella asintió, con los párpados cerrados.
—Entonces, siguiendo con lo del cosmos —dijo, aliviada por retomar un tema menos amargo—, me estabas contando que no duele.
—No, no solo no duele: de hecho, es una sensación muy agradable, gatita. Cuando lo notas creciendo en tu interior, te sientes poderoso, con tus sentidos amplificados, capaz de todo. Es como tener un arma... No, es como convertirte en un arma que controlas a la perfección. Nada puede hacerte frente.
—¿Y por qué algunas personas lo desarrollan de manera espontánea?
—No se sabe con certeza. Es una aptitud, igual que otros demuestran talento para el lenguaje o caminan pronto... Al fin y al cabo, no es más que una manifestación de la fortaleza interior del ser humano, está presente en todos nosotros. Cualquiera con un entrenamiento adecuado podría utilizarlo con cierto éxito, pero hay gente especialmente dotada para ello. ¿Te gustaría sentir el tuyo alguna vez?
Los labios de la joven se curvaron en un mohín de indiferencia.
—En realidad, no. Siempre me ha bastado con los cuchillos para defenderme. No me imagino sufriendo como tú lo hiciste para conseguir una armadura o algo así... Y servir a un culto no es lo mío, la verdad. ¿Qué han hecho los dioses por mí? ¿Me han protegido de algo, me han demostrado merecer mi devoción...? Incluso Atenea, según tú mismo me has contado, delega sus responsabilidades divinas en tu jefe para hacer su vida de humana millonaria... —Deathmask asintió; era un buen resumen— Las pruebas que tengo de su existencia son a través de ti y de tus compañeros, pero eso no me hace tener fe o quererlos en mi vida. Me conformo con ser la camarera de un antro infame en un pueblo perdido; no pido mucho.
—Una atea viviendo en los dominios de Atenea. Es un enfoque muy pragmático. Me gusta.
—Si te soy sincera, nunca he tenido otro sueño más que seguir viva...
—En eso nos parecemos, gatita; no soñaba con nada, hasta que te conocí —suspiró él, rodeándola con un brazo para besarle la frente.
Por fin, llegaron el domingo a la ciudad de Cork, que les recibió con sus coloridos edificios iluminados por la cálida luz del amanecer.
—Death, despierta, ya estamos aquí —dijo ella tras aparcar el coche cerca del sencillo hotel que les acogería.
—¿Ya? Vaya, no contaba con quedarme traspuesto —se excusó él, desperezándose y tanteando el suelo del habitáculo hasta dar con sus zapatillas deportivas.
—Espabila, anda, que quiero ver la parte que queda al norte del río antes del almuerzo; así tendremos tiempo de pasar por el mercadillo de fin de semana y cruzar para visitar la isla.
—De acuerdo, pero las prioridades son, en este orden, un buen desayuno y comprobar que la cama es adecuada para gente de nuestro rango... Y bajo ningún concepto vamos a visitar otra cárcel, estás advertida.
El caballero sacó el equipaje del maletero y cargó con él en dirección a la recepción del establecimiento, donde les entregaron la llave de la habitación. Tras refrescarse en el baño, dejaron sus pertenencias y salieron en busca de un lugar donde comer algo.
—Vamos a la Iglesia de Santa Ana, ¿qué te parece? Subiremos hasta arriba esos ciento treinta y dos peldaños y tañeremos las campanas como si el infierno fuese a abrirse bajo nuestros pies de un momento a otro... —propuso Deathmask mientras apilaba carne asada y champiñones sobre un bollo de pan tostado.
—¡Las campanas de Shandon! —exclamó ella, con la boca llena de beicon— ¡Dioses, sí, me apetece muchísimo! ¡Cuando dan las horas, se oye "The final countdown"!
—Milo se morirá de envidia cuando vea nuestras fotos posando al estilo de Europe al pie del campanario, te lo garantizo. Siempre le dicen que se parece al solista y se lo tiene bastante creído...
Con los estómagos repletos, caminaron hasta la iglesia y la visitaron en silencio antes de dejar de lado las formalidades para acercarse con disimulo a las ocho campanas como niños preparando una travesura, obviando el hecho de que todos los turistas hacían lo mismo antes o después.
—¡Mira! ¡Tienen una lista de partituras! ¡Puedes hacer sonar lo que se te antoje! —dijo Deathmask, hojeando el grueso libro que detallaba la secuencia de cada canción.
—¡Toca algo y yo lo adivino! —se animó ella al tiempo que se ajustaba los gruesos auriculares acolchados que debían usar los visitantes para subir hasta lo más alto del campanario.
La escalera era bastante más estrecha de lo que parecía desde abajo, pensó Kyrene, apoyando ambas palmas en los muros y ascendiendo con cuidado, pero el camino merecía la pena por las vistas que se presentaban ante sus ojos. No solo se abarcaba toda la ciudad, diminuta como una maqueta animada: también quedaban expuestas sobre su cabeza las grandiosas campanas y los mecanismos de los relojes de la torre. Acodada en el borde del muro, contempló cómo las piezas de metal bruñido comenzaban a moverse por efecto de los tirones que Deathmask propinaba a los cordones desde la planta inferior y, con el ceño fruncido y una sonrisa en los labios, se concentró en distinguir cada nota, echándose a reír al identificar el comienzo de "Run right back".
Tarareando la melodía, se giró hacia la escalera y se encontró de frente con él, que ya había subido, auriculares en mano.
—¡Qué! ¿Lo tienes?
—¿Qué dices?
—¡Que te quites eso de las orejas!
—¡No te oigo! ¿No ves que llevo esto?
El caballero le retiró la protección y repitió la pregunta:
—Que si has adivinado la canción, gatita.
—¡Claro que sí! ¡Me la he aprendido de memoria, de tanto que me la pones! —rio ella.
—¡Te la pongo mucho, sí... y la canción también!
—¿Serás cerdo...?
—Es que esa canción habla de ti... La letra lo dice, tú eres la peor de mis adicciones —proclamó él—. Ahora, bajemos a ver "la mentirosa", quiero sacarte fotos allí.
Consiguieron descender la escalera sin resbalar más que un par de veces y salieron en dirección a la torre, conocida como "la mentirosa de cuatro caras"; cubriéndose de la luz solar con las manos, elevaron la vista hacia los relojes que se divisaban en cada uno de sus lados, de los cuales se decía que parecían marcar horas diferentes cuando se los contemplaba desde abajo.
—¡Hay que comprobar si es verdad...!
El caballero se alejó para tomar una instantánea con la cámara que llevaba colgada al cuello. Ella adoptó una pose humorística, como la azafata de un concurso televisivo, y se dejó fotografiar frente a cada reloj, haciendo el tonto sin cortarse.
—¿Qué opinas? ¿Se les ve desfasados? —preguntó, asomando la cabeza por encima del hombro de Deathmask y abrazándole mientras él agitaba las imágenes, que ya comenzaban a clarificarse.
—Sí, da la sensación... ¿Te imaginas que sucediese algo así con el reloj del Santuario? Sé de una batalla en la que no me habría muerto... Ven, hagámonos una foto juntos.
La chica le quitó la cámara, la sostuvo apuntando a sus rostros y disparó con el reloj de fondo.
—¡Espera, me has pillado parpadeando! ¡Tengo el sol de frente!
—¡Cállate! ¡Siempre sales guapísimo, maldito!
Todavía tomaron unas cuantas fotografías más hasta que Deathmask estuvo satisfecho con el resultado, tras lo cual caminaron hacia Oliver Street e iniciaron la búsqueda de un restaurante.
—Mira, el castillo de Blarney también me gustaría conocerlo. ¿Te parece bien que vayamos esta tarde? —propuso ella, al tiempo que él ojeaba la carta en busca del filete más desmesurado.
—Claro, ¿por qué no?
—Por cierto, Death... Creo que aún no te he agradecido que me convencieses para venir. Está siendo toda una experiencia...
—Lo sé, gatita —dijo él, mirándola y tomándole la mano—. Una escapada los dos solos era justo lo que estábamos necesitando.
Ella leyó la descripción del monumento en el folleto, obviando algunas palabras cuyo significado desconocía y traduciendo el resto en voz baja con cierta dificultad:
—En los alrededores del castillo, pueden visitarse el "círculo de los druidas" y "la caverna de las brujas", así como la mansión Blarney... ¿No es impresionante?
—Mucho... —respondió él, pendiente del camarero que se les acercaba para tomarles nota.
—Tengo la sensación de que podríamos pasar un año recorriendo el país sin repetir sitio, ¿verdad?
—No lo sé, acabaríamos cansados de tanta iglesia...
—Siempre nos quedarán las tabernas, mi amor.
Comieron sin prisa y, entre bromas, llegaron al castillo e iniciaron el recorrido por lo que quedaba de él después de haber sido destruido y reconstruido, hasta que Kyrene le señaló un grupo de personas en fila al pie de una gastada escalera.
—¡Death, mira! ¡La piedra de Blarney!
—¡Ah, no! ¡Por ahí no paso! ¡No intentes convencerme!
Ella le echó los brazos al cuello con la mejor de sus sonrisas, segura de su encanto:
—Oh, vamos, no seas muermo... Estás de vacaciones, puedes perder un ratito esperando conmigo...
—¿En serio vamos a hacer cola por un trozo de roca, gatita? Si lo que quieres es tener algo bien duro entre los labios, yo puedo ayudarte con eso... —dijo Deathmask, indicando su propia entrepierna con un expresivo movimiento de la cabeza.
—Ya, pero esta piedra otorga el don de la elocuencia a quien la besa, y la tuya, en cambio, me impide hablar y casi respirar... —le siguió ella el juego.
El caballero soltó una sonora carcajada que hizo que dos o tres turistas se girasen hacia ellos con curiosidad.
—¿Ves? ¡Ya eres lo bastante elocuente! Hacer bromas de doble sentido es el colmo de la inteligencia y la sofisticación. No necesitas morrear esa cosa, ni nada salvo a mí...
—Esperaremos nuestro turno y besaremos el pedrusco para compartir virus con el resto del planeta. Punto —insistió ella, testaruda, cruzándose de brazos.
Tal como había predicho, aguardaron con paciencia, avanzando paso a paso por los angostos escalones, y por fin llegaron a la zona donde los visitantes se iban preparando para el evento estrella del día: la piedra de Blarney, sobre cuyo origen se contaban diferentes leyendas, no era más que un sillar situado en la cara interna de la muralla, separado del pavimento que pisaban por un hueco de más de medio metro de ancho. Para cumplir con la tradición, había que tumbarse bocarriba, deslizar el cuerpo hasta que la espalda quedaba suspendida en el vacío y agarrarse a dos barras metálicas para echar la cabeza atrás de modo que los labios hiciesen contacto sobre la gastada y antihigiénica superficie.
—Ni en broma vas a besarme a mí después de haber puesto ahí la boca, gatita —masculló Deathmask al ver la incómoda postura y los gestos rutinarios con los que un septuagenario casi calvo, sentado al borde del foso, ayudaba a los devotos y limpiaba la piedra entre ósculo y ósculo con un espray desinfectante.
—Eres adicto a mí, lo dijiste. Me comerás la boca siempre que yo quiera.
Un par de minutos después llegó su turno. Kyrene, llena de entusiasmo, se colocó sobre el raído cojín que hacía las veces de asiento y sonrió al encargado.
—Échese, joven, yo la sujeto —aseguró el señor amablemente, asiéndola por la cintura con ambas manos e ignorando la mirada sarcástica que Deathmask le dirigía.
Kyrene obedeció, levantó los brazos y se aferró a las barras, acercando el rostro con cuidado al frío bloque.
—¡Death! ¡Prueba tú también! —exclamó al incorporarse, tras agradecer al anciano, que ya estaba lavando la roca.
—Gatita, pasé la mitad de mi infancia en silencio y llevo el resto de mi vida desquitándome. No quieres que sea aún más locuaz, te lo aseguro —respondió él, ofreciéndole la mano para continuar con la visita.
*Los blaas son bollos de pan blanco típicos de Waterford. Pueden comerse con variedad de rellenos.
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