103. El último beso
La costa del sur de Francia era agradable incluso en pleno invierno, o eso les parecía a ellos mientras continuaban su viaje hacia el oeste, fieles a la estrategia establecida: siempre por carretera y en coches alquilados que cambiaban cada pocos días, al arribar a una ciudad localizaban las salas de juego fuera del circuito oficial, se granjeaban el favor de los organizadores para ser invitados y lograban una proporción entre victorias y derrotas suficiente para financiarse sin llamar demasiado la atención. Mantener un perfil bajo era vital a la hora de evitar rumores y miradas indeseadas; no olvidaban que, al fin y al cabo, huían de los soldados del santuario, que podrían estar acechando en cualquier lugar.
Los temblores de Kyrene habían remitido casi por completo y conducía con soltura, teniendo la precaución de descansar antes de que el agotamiento hiciese acto de presencia. Con paradas en Niza, Cannes, Saint-Tropez, Marsella y Montpellier, llegaron hasta Andorra, donde efectuaron una escala para disfrutar de un hotel con balneario en Escaldes.
Bajo el suave sol de enero, estirados en traje de baño en hamacas calientes con las manos entrelazadas, reposaban sin preocupaciones hasta que la voz de Kyrene sacó al italiano de su abstracción en un murmullo:
—Oye, Death —comenzó, con inseguridad palpable en su tono; el tema le resultaba difícil de abordar y, habituada a llamarle por su pseudónimo, aún no se acostumbraba a usar su nombre real—, estamos cerca de Navarra, ¿verdad?
—Sí, más o menos, ¿por? —preguntó él, sin moverse.
—Deberíamos ir y ver si Shura está allí.
Deathmask se incorporó sobre un codo y levantó una esquina del parche de gel que le cubría los ojos -un fabuloso tratamiento antiinflamatorio, según la esteticista que se obstinaba en cubrirlos de mantecas, bálsamos y aceites como si fuese a cocinarlos mientras dormían- para mirarla. Si había algo que añoraba de su antigua vida eran sus compañeros, especialmente Afrodita y Shura, pero reencontrarse con el español le parecía una idea nefasta dado el modo en que había terminado su amistad y no entendía por qué Kyrene se acordaba de él de repente.
—¿Y eso?
—Creo que tengo un mensaje para él.
—¿Un mensaje? ¿De quién?
—De... Morrigan —titubeó ella.
—¿Para Shura? —ella asintió, mordiéndose el labio— ¿Ahora, tras semanas sin noticias de él? ¿Qué es, una felicitación de cumpleaños?
—No lo sé... Pero llevo varias noches soñando con ellos y necesito verle para recuperar algo de paz.
—Sueños... ¿de qué tipo? —preguntó él, suspicaz.
—Son imágenes sueltas, no hay un argumento...
—¿Y por qué piensas que está en Navarra?
—Ahí vivía de niño, ¿no?
—Bueno, se formó como caballero allí, sí, pero podría haberse refugiado en cualquier otro sitio...
—Pues empecemos por allí y ya veremos.
Él se quedó en silencio durante unos instantes y volvió a cerrar los párpados, como si se concentrase en recordar algo importante.
—Micetta, no consigo percibir su cosmos, pero si de verdad necesitas verle, te acompañaré a buscar el caserío donde entrenó... tengo una idea aproximada de su localización y él me lo describió alguna vez cuando éramos pequeños, aunque no hay garantías de que se encuentre ahí.
—Yo... yo sí noto algo, Death... En cierta forma, sé que está cerca.
—¿Te dijo él que volvería a Navarra?
—No, nunca.
—Pero crees que está allí.
—Sí.
—Sientes su proximidad.
—Sí... no. No lo sé. Es como una intuición.
—Está bien, iremos.
—Te lo agradezco. Solo quiero quitarme de encima este peso y volver a ser yo. Que todo acabe de una vez.
Él apretó los labios y volvió a su postura sobre la hamaca, un tanto rígido. Kyrene, alarmada, se inclinó hacia él:
—¿Te molesta que vayamos? ¿Estás... celoso? No tienes por qué acompañarme si...
—No, micetta. Si esto es importante para ti, lo haremos juntos; es solo que no sé cómo nos recibirá y... bueno, sí, vale, me preocupa un poco que sientas algo por él.
—Es a ti a quien amo, Angelo. Morrigan y él tuvieron su historia; nosotros tenemos la nuestra y esa es la que quiero vivir.
—De acuerdo; entonces, cuando dejemos Andorra nos desviaremos hacia Navarra, ¿sí?
—Gracias, mi amor.
Deathmask tenía razón cuando dijo que estaban "más o menos" cerca de Navarra. En concreto, algo más de cuatrocientos kilómetros y cinco horas de carretera separaban Andorra la Vella, capital del minúsculo principado pirenaico, de aquel caserío escondido entre Urdazubi y Zugarramurdi, casi pegado a la frontera con Francia.
De alguna manera, el verdor exuberante que les rodeaba les recordó a Irlanda, pero ninguno de los dos quiso hacer una referencia explícita al viaje que había dado comienzo a todo. Sin embargo, el modo en que sus miradas se cruzaron cuando Kyrene aparcó el coche a un lado de la carretera fue lo bastante significativo para entenderse. Deathmask cerró la portezuela, cogió la mochila del asiento trasero y rodeó los hombros de la griega con el brazo libre, acercándola a su cuerpo y besándole el pelo en aquel gesto protector tan típico de él.
—Gatita, no tienes por qué hacer esto si no quieres. Ya somos fugitivos, no tenemos ninguna obligación, y menos para con otro desertor... De hecho, ahora que lo pienso, pasar de Atenea parece ser la moda últimamente...
Ella negó con la cabeza y escondió el rostro en el pecho del caballero.
—Pero quiero hacerlo, Angelo. Se lo debo. Ni él ni tú os habríais visto envueltos en todo este embrollo de no ser por mi culpa.
—Tú no hiciste nada malo. No tenías manera de oponerte a Morrigan y, aun así, lo intentaste con todas tus fuerzas. En cambio, él se alió con ella por su propia voluntad; ya es mayorcito para responsabilizarse de sus acciones y es justo lo que está haciendo.
—Lo sé, pero yo también me dejé llevar... Ya lo hemos hablado, mi amor. Se merece otra oportunidad.
Él le sostuvo el mentón, acariciándolo con el pulgar.
—Está bien. Iremos y cumpliremos tu deseo, pero juro que, si te entristece o te hace llorar, le daré la paliza de su vida y quemaré hasta los cimientos esta granja y todo lo que la rodea en un radio de diez kilómetros.
Ella sonrió y cerró los ojos, perdida en aquel roce dulce y familiar:
—De verdad, adoro cuando sacas tu lado romántico, pero no te preocupes: yo misma le patearé las pelotas si no atiende a razones —respondió, poniéndose de puntillas para besarle y subiéndose la cremallera del abrigo.
Tomados de la mano, echaron a andar por el camino que descendía serpenteando y escondiéndose en algunos recodos hasta la valla de madera que circundaba la hacienda. El italiano la saltó sin esfuerzo y ayudó a Kyrene a hacer lo mismo, tras lo cual continuaron, dejando atrás el amplio huerto distribuido en prolijos bancales alargados, la leñera frente a la cual un hacha oxidada hendía la superficie de un antiquísimo tocón mohoso -señal evidente de que no había sido necesaria en años- y un corral en el que unas cincuenta gallinas cloqueaban y picoteaban el suelo en busca de lombrices, semillas e insectos.
—Estás nerviosa. El corazón te va a doscientos...
—Claro que estoy nerviosa.
La puerta del edificio principal se erguía ante ellos, una humilde casa de una planta de estilo tradicional construida con grandes sillares de piedra, con capacidad para albergar a una familia. Kyrene se acomodó un mechón detrás de la oreja y respiró hondo, lista para golpear la madera con los nudillos, pero su acompañante la detuvo apartándole el puño con delicadeza.
—Es mejor así —afirmó, dejando que una somera elevación de su cosmos indicase su presencia de forma inequívoca a los inquilinos.
Esperaron unos segundos sin obtener respuesta. Deathmask chasqueó la lengua y cerró los ojos para concentrarse en enviar un mensaje bajo la mirada de Kyrene, cuya expresión inquisitiva dejaba patentes sus ganas de saber qué sucedía.
—¡Márchate! ¡No quiero ver a nadie! —fue el atronador grito que surgió de las entrañas de la vivienda, sorprendiéndolos con su hosquedad.
—¡No pienso irme hasta que hayamos hablado! —bramó Deathmask como réplica.
—¡Juro que te convertiré en lonchas de jamón italiano como no me dejes tranquilo!
—¡Inténtalo y te meteré por el culo todos los huevos de esas gallinas... sin esperar a que los pongan! —le devolvió la amenaza, dejando de lado la educación y las sutilezas para aporrear la madera como un orate.
Kyrene desvió el rostro, desconcertada y tronchada de la risa a la vez por aquel disparatado intercambio de ladridos hasta que unos fuertes pasos que se dirigían hacia la entrada le cortaron la carcajada en seco. Inconscientemente, se enderezó y apretó la mano de Deathmask en busca de seguridad, tomando aire en el mismo momento en que la puerta se abría con tal brusquedad que temió que se desencajase de las bisagras.
—¡Te he dicho que te vayas! ¿Es que no entiendes el griego, joder...? ¿Qué coj...?
El español habría querido seguir increpando a su antiguo colega, pero estaba demasiado sorprendido para hacerlo. Sus ojos viajaron de Deathmask a Kyrene varias veces sin que ninguno de los tres consiguiese romper el silencio que se extendía entre ellos como un gas tóxico.
En contraste con las gruesas chaquetas y bufandas que lucían sus visitantes, él solo llevaba un pantalón de trabajo de estilo japonés, gastado y desteñido, estaba descalzo y exponía impertérrito el pecho al frío aire de enero, con el cabello revuelto y sucio y la piel húmeda de sudor como si acabase de entrar en la casa tras trabajar en el huerto.
La garganta de Kyrene se contrajo en un nudo cuando le miró a la cara, que ofrecía una expresión aún más severa y amarga que de costumbre: el lado izquierdo continuaba surcado por la extensa cicatriz, todavía rojiza y abultada, cuyo final se perdía entre la espesa barba que crecía por las mejillas y la mandíbula, y el globo ocular había adquirido un tono grisáceo y mate sobre el cual la pupila no era más que un pegote sin vida ni capacidad para ver. Llevada por un impulso que no habría sabido explicar, soltó a Deathmask y elevó las manos hacia el rostro del antiguo caballero de Capricornio, pero él la apartó asiéndole con aspereza las muñecas.
—¿Qué coño haces, idiota...? ¡No te atrevas a tocarla! —exclamó Deathmask, agarrando a Shura por el codo con igual brutalidad.
Ella, sin embargo, no se quejó. Estaba rígida, tenía los ojos húmedos y le miraba como si nada más existiese, a diferencia de la hostilidad que demostraba el joven.
—Tú... me abandonaste —dijo él por fin, en un murmullo rencoroso.
Deathmask liberó a Shura, perplejo ante aquel comentario. Kyrene negó con la cabeza y repitió su intento de tocarle; esta vez, el español aceptó su contacto, tragando saliva ruidosamente y doblando las rodillas para reducir la diferencia de estatura hasta que sus frentes quedaron juntas.
—Nunca lo hizo, Shura. Te amaba con toda su alma —susurró ella con voz trémula.
Ahora entendía la naturaleza del mensaje que debía transmitirle; las palabras fluían a través de su boca como enviadas por una voluntad ajena y superior y ella se limitaba a dejarlas salir, arrasada por la profundidad del sentimiento que la invadía, igual que cuando portaba a la diosa.
—Me dejaste... prometiste que estaríamos juntos...
Deathmask dio un paso atrás, incómodo. Se sentía como si estuviese presenciando algo que no debía ver, un momento íntimo que excedía su comprensión. Frente a él, Kyrene y Shura hablaban en voz baja: él la había tomado por la cadera y pugnaba por contener las lágrimas mientras ella le acariciaba con delicadeza las mejillas.
—¡Todo era mentira! ¡El amor que me juraste, la vida eterna a tu lado, todo...! —le recriminaba él, lleno de amargura y resentimiento— Quería morir por ti, estaba preparado para ello, pero desperté tirado en un hospital... Atenea me dijo que habías preferido volver a tu isla, que solo habías jugado conmigo...
El italiano advirtió de repente el resplandor plateado que los envolvía, una bruma que se movía en torno a ambos y agitaba sus cabellos. No había más que una explicación: Morrigan volvía a ocupar el cuerpo de Kyrene, de algún modo inexplicable para él y contraviniendo los términos del tratado de paz con Atenea. Sin pensarlo, concentró una pequeña cantidad de cosmos en la mano, listo para actuar si la situación se descontrolaba.
—No, Rodrigo, mi amor... Ella me chantajeó y me forzó a irme sin ti... Luché por cumplir mi palabra, pero no me dio opción. Por eso te designé como garante de nuestro acuerdo: era la única manera de asegurarme de que te sanase y te respetase, ya que te obligaba a permanecer junto a ella. Eres mi representante en la tierra, no puede obrar contra ti.
—Yo... te quería, Morrigan, te quiero... solo te he amado a ti, traicioné todo para estar contigo... —continuó él, dejándose caer de rodillas— no me dejes de nuevo, por favor...
—No estoy aquí, Rodrigo. Esto que ves es una ilusión; he tomado a Kyrene por un instante, pero no puedo quedarme o te pondré en peligro. He venido para pedirte que regreses a la vida que conoces.
—¿Regresar...? ¿Al santuario? ¡Nunca!
—Regresar, sí, pero primero permite que te ayude.
Las manos de Kyrene se deslizaron con suavidad por la burda y desarreglada barba para levantarle el rostro y su derecha le cubrió la mitad herida. Con los párpados cerrados, murmuró algo ininteligible y sonrió al tiempo que la luz que emanaba de su piel se volvía más brillante, arrancando un gruñido de dolor al antiguo caballero. Cuando se retiró, la cicatriz se había desinflamado y empalidecido hasta convertirse en una fina línea blanquecina y el ojo había recuperado su apariencia y funcionalidad.
—Morrigan... —comenzó él, pero ella le interrumpió.
—He agotado mi energía para curarte, mi amor, y he de volver con los míos antes de que mi presencia aquí sea percibida y se desate la guerra. Ve al santuario y supervisa el cumplimiento del acuerdo; si Atenea lo traiciona, todo nuestro esfuerzo habrá sido en vano.
—No te vayas, por favor, Morrigan... encontraremos una manera, quédate...
—Te amo, Rodrigo. Cuando llegue tu hora, vendré por ti para llevarte a Tír na nÓg como juré y ya nada podrá separarnos. Hasta entonces, vive y honra tu misión y nuestro destino.
Deathmask los observaba en silencio, incapaz de apartar la vista de la perturbadora escena. La mujer asió a Shura por los hombros para que se irguiese; él obedeció y le rodeó la cintura, mirándola fijamente mientras sus labios se aproximaban a los de ella. Las súplicas no servían de nada: Morrigan debía marcharse sin remedio, pero ahora sabía con seguridad que no le había abandonado por su voluntad y que volverían a reunirse. En silencio, con una lágrima solitaria surcándole la cara y el corazón templado por la evidencia del amor que habían compartido, Shura besó por última vez a su diosa envuelta en el cuerpo de Kyrene, apretándola contra él hasta que la sintió desvanecerse entre sus brazos.
¿Aún estás ahí? ¡Mira que tienes paciencia! Mañana, en "No sirvo a nadie sino a mí mismo", se producirá una conversación incómoda. Ya te imaginas quiénes son los protagonistas y en torno a qué asuntos girará...
Permíteme que dedique esta entrega a una persona que se incorporó a mi pequeño universo a mitad de la historia, pero ha estado al pie del cañón desde entonces. Gracias, @wiengirl, por estar aquí capítulo tras capítulo sin fallar un solo día.
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