102. Bonnie y Clyde
—¿Recuerdas la noche en Moher, cuando le pedí a la estrella fugaz que nada cambiase? Quizá nos lo concedió, después de todo...
—Quizá, ¿verdad? No pensé que sería en estas circunstancias, pero estoy feliz de conocer tu país por fin, guapo. La comida, los paisajes, la gente... ¡es fantástico!
Aquel diálogo tenía lugar como mínimo una vez al día y siempre terminaba con una orgullosa sonrisa del guía autóctono, a quien le encantaba demostrar sus conocimientos sobre Italia a pesar de llevar dos décadas sin residir allí.
—Es curioso, pero aquí estamos, viajando como el verano pasado, sin perspectivas ni fecha de regreso...
—Un viaje eterno... suena bien. Entonces, ¿en qué parte de Italia naciste, al final?
—¿Es que no se me nota en el acento, micetta?
—¡So bobo! ¡Sabes que no!
—Pues no pienso decírtelo; estudiarás italiano hasta que sepas capaz de averiguarlo solita.
—Verona, como Romeo.
—No.
—¿Trieste?
—¿Qué dices? ¡No!
—¡Ah, venga, no seas cabezón!
—Rendimi fiero di te!*
Se adentraban desde el sur hacia el corazón del continente: ciudades y aldeas, bosques y playas... rincones desconocidos para los visitantes convencionales se desplegaban ante los ojos de la pareja, que se desplazaba sin detenerse demasiado tiempo en cada lugar a pesar de saberse bien escondida. El objetivo era alejarse de Palermo lo antes posible y mezclarse con la nube de turistas para despistar a los hombres del santuario.
Disfrutaban de sus breves paradas, pero no dejaban de lado la cautela: devolvieron el primer coche de alquiler antes de salir de Sicilia en el ferri y al llegar a Messina se hicieron con uno semejante al que habían utilizado en Irlanda para disponer de un dormitorio improvisado.
Vencidas sus dudas iniciales, Deathmask se sentía ahora tan relajado como en unas vacaciones inesperadas. Shion podría enviar a alguien a buscarle, sí, pero confiaba en su incuestionable superioridad como combatiente, con o sin la armadura de Cáncer. Por su parte, Kyrene demostraba estar habituada a vivir aquí y allá: sin gran apego a sus pocas posesiones materiales, organizaba cada noche el itinerario del día siguiente para dosificar la cantidad de horas que pasaría conduciendo, tapaba su rastro manejando con soltura sus distintas identificaciones y se esforzaba en aprender el idioma repitiendo las frases de su novio con un acento tan estrafalario que las carcajadas eran inevitables.
La arquitectura y el arte del país los sobrecogían en cada parada de su subida hacia Roma, ayudándoles a olvidar las circunstancias que les habían hecho emprender aquel periplo. Llegaron a la capital el veinticuatro de diciembre y, a pesar de la mesura con la que manejaban los gastos, decidieron darse el capricho de alojarse en un buen hotel y degustar el menú especial de Nochebuena tras visitar el Palazzo Massimo alle Terme para ver el "Púgil de las termas", como habían prometido meses antes. Abandonando por una vez sus vaqueros gastados, Deathmask optó por un traje de color arena y camisa blanca sin corbata y Kyrene recuperó la falda y el top ocres que llevaba la noche en que se le declaró para bajar a cenar tomados de la mano, riendo al darse cuenta de que se habían conjuntado sin pretenderlo.
Allí no eran fugitivos, sino viajeros: una pareja de paso disfrutando de unas vacaciones en la bella Italia y, como tal, brindaron con champán y probaron todos los aperitivos que les sirvieron hasta la hora de pasar al comedor, en el cual compartieron la mesa con unos turistas brasileños que les hicieron desternillarse con anécdotas de sus aventuras, les invitaron a conocer São Paulo y se ofrecieron a enseñarles a bailar la samba, propuesta que la griega declinó con amabilidad para salvar su dignidad mientras su novio se lanzaba a la pista con la alegría de un chiquillo, rodeado por sus nuevos amigos. La felicidad existía y era fácil de alcanzar, mientras estuviesen juntos y dispuestos a dar la cara el uno por el otro, pensaba ella, observándole girar entre dos impresionantes damas.
Continuaron el día 26 hacia el oeste, contorneando la costa hasta llegar a la frontera con Francia, que cruzaron sin dudar en su afán de alejarse de Grecia, y terminaron en San Remo justo en fin de año, bromeando acerca de si deberían o no entrar en Mónaco para pasar la nochevieja en el casino de Montecarlo.
—Hagamos algo loco, Death... ¿No te gustaría ver el ambiente? ¡Será muy divertido! —propuso Kyrene mientras paseaban por el pueblo en busca de un lugar en el que cenar.
—No sé, micetta, es bastante caro y no pierdo de vista que es tu dinero el que gastamos... —dudo él.
—¡Venga, anímate! ¡Será solo un día y estamos ahorrando bastante con eso de dormir en la tienda del coche la mayor parte de las veces!
—Seguro que son muy estirados, de esos que prefieren morirse antes que soltar un eructo.
—Anda, déjate invitar. Nos pondremos guapos y pasaremos inadvertidos...
—Eso es un oxímoron, nena. Nosotros ya somos impresionantemente guapos, si nos arreglamos llamaremos la atención y querrán meternos mano todo el rato.
—Bueno, pues tú te lo pierdes... ¿sabes que tengo un montón de ropa nueva que no has visto? —insistió ella, poniéndose de puntillas para besarle la mejilla.
—Pero si a ti no te gusta ir de compras... Eres una de las personas más frugales que conozco.
—¿Me estás llamando tacaña, italiano maldito?
—¿Yo? ¡No me atrevería! Solo digo que no eres derrochadora ni te pasas la vida mirándote las tetas en el espejo.
—No lo compré sola... fue cosa de Morrigan. Son prendas... llamativas, que no me pondría en un día normal.
—¿Cómo de llamativas? —preguntó él, repentinamente interesado, con una ceja arqueada y una sonrisa peligrosa.
—Bueno, ya sabes... —comenzó ella, en un tono de falsa ingenuidad— tops escotados, vestidos con la espalda al aire, seda, cuero, faldas muy cortas...
—Quizá deberíamos darle una oportunidad a ese casino...
—...y yo necesitaría algo de ayuda para decidir qué ponerme.
—¡Haber empezado por ahí! Voy a buscarte algo tan atrevido que no nos dejarán entrar y te compensaré dándote lengua en el cuarto de baño de algún sitio menos sibarita... —bromeó él, besándola antes de abrirle la puerta del restaurante.
Habían tenido la suerte de que una cancelación a última hora dejase libre una habitación en el Hotel Metropole de Montecarlo, que les deslumbró con la pompa de sus instalaciones en cuanto pusieron un pie en la recepción. Dispuestos a enfocar aquella parte de su huida como un viaje de placer, hicieron que les subiesen el equipaje a la suite y pasaron el último día del año disfrutando de las múltiples atracciones turísticas de la ciudad.
—¿Tú crees que pasamos por una pareja normal?
—Tan normales como si nunca hubiésemos sido un caballero mega poderoso y una falsificadora, guapo.
—Me sirve.
Dejaron transcurrir las horas hasta el atardecer, momento en el que regresaron al hotel para ducharse y cambiarse de ropa, deseosos de conocer el casino que daba fama mundial a Montecarlo.
—Vale, micetta, las normas son las siguientes: las tarjetas de crédito se quedan en la caja fuerte de la habitación. Bajamos solo con quinientos euros en efectivo y cuando lo perdamos nos retiramos con nuestro honor intacto —declaró Deathmask mientras se atusaba el pelo frente al espejo.
Kyrene se le acercó y le estiró las solapas del traje, de color negro y acabado satinado, al igual que la camisa; el pañuelo y la corbata aportaban la nota de color con su estampado de llamativas camelias doradas que combinaban a la perfección con los adornos del vestido de ella, también negro.
—Sigues llamándome micetta aunque ya no estemos en Italia... —dijo, arreglándole el nudo con pequeños tirones.
—¿Te molesta?
—No. Me gusta ser tu gatita, Death —respondió, mimosa.
Los dedos del italiano se deslizaron por los hombros descubiertos de su novia apreciando el modo en que el vestido, tan impresionante como inesperado, se pegaba a su cuerpo: dos cadenas mantenían en su lugar el pronunciado escote, la falda era mínima y ceñida y la espalda quedaba descubierta hasta casi la cintura, realzada por los mismos detalles metálicos que la zona delantera. Tenía razón: no mirarles dos veces era imposible; aquella noche no pasarían inadvertidos aunque estuviesen rodeados de millonarios y estrellas de cine.
—Ahora que lo dices, he pensado que quizá no debería seguir usando ese apodo, ¿no crees? —comentó al tiempo que le acariciaba las caderas— Al fin y al cabo, ya no soy un caballero de Atenea, puedo recuperar mi identidad de civil.
—Creí que tu nombre de pila no te gustaba...
—Y no me gusta, pero es quien soy ahora. Y cuando lo pronuncias tú, suena hasta bien.
—Angelo —susurró ella, pasándole los dedos por el cabello con una sonrisa—. Angelo, amore mio... ¿y tu apellido es el que figuraba en la tarjeta de embarque cuando fuimos a Irlanda? ¿Iaco-no-sé-qué?
—Sobre el papel, me apellido Giacometti, sí. ¿Aún no sabes pronunciarlo, carissima?
Ella se echó a reír y deshizo el abrazo para ponerse un bolero de pelo negro y colgarse el minúsculo clutchredondo de tachuelas.
—Angelo Giacometti... es bonito. ¿Es tu apellido real?
—Es el que el estado me asignó después de hacerse cargo de mí. Era peligroso andar por ahí con mi apellido, porque la mafia no debía enterarse de que quedaba un pequeño testigo con vida, así que jamás usé el auténtico.
—Pero recuerdas cuál es, ¿no?
—Sí, aunque no consta en ningún documento oficial. Me enteré de casualidad, tirando de hemeroteca cuando era adolescente, porque nuestro caso fue tan sonado que salió en la prensa.
—Tuviste que pasarlo muy mal...
—No peor que tú, pero ahora, por favor, señora Angelopoulou, haga el favor de enhebrarse aquí y acompáñeme a perder su dinero con estilo —dijo él, ofreciéndole el brazo.
—Encantada, señor Giacometti.
Después de un par de fotos para el recuerdo bajaron a cenar, tomaron asiento en una mesa decorada con flores frescas y velas y dieron buena cuenta de la cena, creativa y deliciosa, pero mucho menos abundante de lo que habrían querido.
—¿Ves? Por esto la cocina francesa es una mierda, micetta... pagas un pastón para quedarte con hambre. En Italia no pasa, ya lo has comprobado —explicó él, entre la broma y la seriedad.
—Pero no estamos en Francia, técnicamente...
—Da lo mismo. Los monegascos han perdido gran parte de la buena influencia italiana y se han vendido a los gabachos, ¡qué se le va a hacer!
Después de un postre que les resarció un tanto de las escuetas raciones del menú, fueron invitados a pasar a otro salón cuya espectacular terraza abierta sobre el mar les permitiría ver los fuegos artificiales que anunciaban el cambio de año mientras brindaban con champán y otros licores ofrecidos por varios camareros uniformados y, por fin, la orquesta comenzó a interpretar música en directo para quienes quisieran bailar; ellos, sin embargo, prefirieron las mesas de juego, en las cuales, en contra del pronóstico de Deathmask, ganaron algo de dinero entre exclamaciones de júbilo y carcajadas.
—Estamos en racha, mi amor...
—Sí, pero no nos vengamos arriba. Ya sabes que la suerte es caprichosa...
Kyrene saltó a toda prisa de la cama la mañana de año nuevo cuando el servicio de habitaciones llamó a la puerta para entregarles un desayuno compuesto por café, fruta, zumos naturales, bollería, huevos y embutido de varias clases. Deseosa de evitar que molestasen a Deathmask, agarró la camisa que él llevaba la noche anterior y se la echó por encima mientras buscaba una propina para el empleado, que introdujo el carrito en la estancia sin parpadear siquiera pese al desorden de ropa y sábanas que dejaba claro que los inquilinos habían probado a conciencia el colchón y, casi con total seguridad, alguna otra superficie.
Solo entonces se dio cuenta Kyrene, todavía un tanto acelerada por el brusco comienzo del día, de que Deathmask no estaba allí. Miró alrededor, buscándole, y al no encontrarle, supuso que se encontraría en el baño.
—Mi amor, ¿estás bien? —preguntó, abriendo la puerta con cuidado.
Él abrió un ojo desde el interior de la bañera rebosante de vapor. La espuma lo cubría hasta las clavículas y flotaba en torno a él en forma de pequeños icebergs relucientes.
—Sí, micetta. Me he despertado temprano y he venido a remojarme un poco. ¿Ya han traído el desayuno que he pedido?
Ella se arrodilló junto a él y metió una mano en el agua, dispersando montoncitos de jabón.
—Me gusta poder dormir contigo cada noche. Es mejor que cuando estábamos en Rodorio...
—Ah, mucho mejor... sin guardias ni misiones... ¿por qué no lo dejé antes? —se preguntó el, fingiendo dramatismo.
—Porque necesitabas una novia que te mantuviese —se burló ella.
—¿Crees que el café aguantará caliente quince minutos?
—Yo creo que sí, ¿por qué me lo preguntas?
Él sonrió con malicia y la agarró por las axilas para meterla a traición en la bañera y besarla, salpicando paredes y suelo.
—Bueno, porque tengo que agradecer a mi benefactora su generosidad y solo puedo hacerlo con mi cuerpo...
—¿Qué haces...? ¡La camisa! ¡Se va a estropear! —se retorció ella entre carcajadas, luchando por levantarse.
—¡No intentes escapar, micetta, nadie interrumpe mi baño y se marcha de rositas! —proclamó él mientras le manoseaba el trasero y le mordisqueaba el cuello con cuidado para no dejar marcas demasiado evidentes.
—¡No, suéltame...! —se quejó ella, sin fuerza, buscando su boca y deslizando las manos por su pecho.
—Nunca. Bésame a ver si logras convencerme.
En contra de los cálculos del italiano, transcurrió media hora antes de que saliesen del baño envueltos en gruesos albornoces para desayunar. Sentada sobre su regazo, Kyrene le alimentaba con pedazos de fruta y bollos, tan cariñosa y relajada que parecía otra persona, haciéndole sentir en el paraíso terrenal.
—Oye, nena, respecto a lo que hablábamos antes, lo de nuestros gastos...
—¿Sí?
—He estado dándole vueltas. ¿Has oído eso de que, por ley, los monegascos no pueden entrar en el casino? —ella asintió— Y, sin embargo, se mueven millones cada noche... y ya sabes, donde hay juego, hay dinero y donde hay dinero...
—...hay más juego —completó ella.
—¡Exacto! Qué bien me entiendes... En el casino al final siempre gana la banca, pero si averiguamos dónde se celebran las partidas clandestinas, las que juegan los de aquí, las normas cambian. Ahí tendríamos una fuente de ingresos.
—Sableando a los ricos —sonrió ella, tomando el café que él le ofrecía.
—A los ricos que huyen del circuito legal creyéndose más listos que nadie... Los que buscan emociones fuertes en partidas de verdad con gente "chunga" de los bajos fondos, esos ricachones a los que no les importa perder porque están tan forrados que no saben ni cuánta pasta tienen.
—Ni en qué dilapidarla... me gusta cómo piensas, guapo.
—¿Eso es un "sí", micetta?
—Eso es un "vamos a divertirnos", mi amor.
*¡Haz que me sienta orgulloso de ti!
Deathmask y Kyrene viven su idilio de fugados como si fuese una película, pero no durará para siempre. Mañana, en "El último beso" pasará algo así:
"Deathmask dio un paso atrás, incómodo. Se sentía como si estuviese presenciando algo que no debía ver, un momento íntimo que excedía su comprensión. Frente a él, Kyrene y Shura hablaban en voz baja: él la había tomado por la cadera y pugnaba por contener las lágrimas mientras ella le acariciaba con delicadeza las mejillas."
Ya te dije que no te dejaría sin saber qué había sido de Shura y soy una mujer de palabra... Gracias por tu paciencia y tu apoyo. Siempre.
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