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XXVI


Se despidieron de la muchacha de la boina sucia mientras se dirigían hacia la van. Sophie tomó un par de fotos para enviárselas a Max, mientras Allan intentaba sacar una diminuta piedrecilla que había logrado escurrirse en su zapato.

El cometa y el pianista caminaban hombro con hombro, llegando a sentarse juntos en la parte trasera del vehículo.

– ¿Próxima parada? —preguntó el rubio, mientras se ajustaba el cinturón de seguridad en el asiento de copiloto.

– No hay mucho más por ver aquí —admitió Efel.

Y así, la pelirroja se dispuso a llevarlos en dirección a Sirri.

Sirri era el corazón de Orcinus, aunque era la más pequeña de las ciudades que componían al país, ahí descansaban las raíces de una nación casi olvidada. La cultura, las costumbres y creencias del pasado sólo ahí encontraban quiénes les rindieran tributo.

En realidad, poco se sabía de Orcinus, ya que la mayoría de sus habitantes eran los descendientes de aquellos que vinieron de todas partes del mundo, los llamados nativos eran el atisbo de una leyenda.

Sin embargo, en Sirri las leyendas parecían más certeras. Había gente que había vivido lo suficiente como para presenciar eventos casi mágicos. Se hablaba de estrellas cayendo del cielo, de mitología y premoniciones, pero sobretodo, de una criatura.

En Sirri, todas las noches había festivales o eventos culturales, la noche era el momento en que los astros brillaban y les permitían a los humanos en la Tierra, aspirar a aquello que escapaba inevitablemente de sus manos. Lo que no se podía poseer. Era ahí cuando los mayores contaban la historia de Ylisko, la diosa de la miseria y la fortuna, del destino, del cambio y la reminiscencia.

– En realidad, con todas las religiones de hoy en día, nadie habla de eso.

Tras escuchar las palabras del barman, Tempel se sintió algo decepcionado.

– Entonces. ¿A nadie le importa?

– Bueno, te lo enseñan en la escuela y luego nadie vuelve a mencionarlo.

El cometa se preguntó porqué la gente ignoraría algo tan importante sobre el lugar que llamaban hogar.

– Ylisko es sólo la representación de la materia oscura —comentó Soph, sin apartar la vista del camino.

– ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —preguntó Efel confundido.

Y la pelirroja procedió a explicar como se hablaba de la diosa durante los festivales y celebraciones. Haciendo siempre referencia a la existencia de estructura, una especie de entidad que mantiene al universo unido y no puede ser vista, pero que continua desinteresadamente dándole a la humanidad un sentido de permanencia.

– Probablemente fueron los primeros en sostener la idea de que existía la materia oscura, pero estamos hablando de una época en la que ni siquiera existía el papel higiénico —resumió— Y por eso se le dio fama divina.

– Wow... No tenía idea de que tenían tanto interés por el universo — respondió el cometa.

– ¿Ya terminó la clase de Historia? —bostezó Allan.

Efel dejó escapar una risita.

A su lado, su brazo y el de Tempel se tocaban, dentro del auto la calefacción los mantenía tibios por lo que se habían quitado los abrigos, dejando que sus pieles acariciaran inocentemente la del otro. Era suave, aunque no tenía una pizca de maldad, Efel sintió que quería tocarlo más y antes de que se diera cuenta, su mano estaba buscando la del más alto. Era cómo si pudiese leer su mente, quizá tan fuerte era la conexión que sentían ya que, sin dudarlo, Tempel tomó su mano y la apretó con cariño.

Efel sintió que la felicidad se hacía más intensa en su pecho y llevó sus manos juntas hacía sus labios, depositando un corto y sutil beso en la tez del cometa.

Allan logró verlos por el retrovisor, pero ni siquiera él se atrevió a incomodarlos. De cierta manera, sentía ternura y se alegraba por ellos, por otro lado, se sentía naturalmente solitario, pero esbozó una sonrisa y continuó observando a través de la ventana.

Cómo podría quejarse, si tan sólo esa pequeña acción hizo que un destello recorriera todo su cuerpo. Efel tomando la iniciativa, demostrando afecto.

– Ya casi llegamos —avisó la joven.

– Fue más rápido de lo que esperaba.

– Es un país pequeño, Allan —le recordó.

A lo que él sólo se encogió de hombros, dándole la razón.

– ¿Dónde pasaremos la noche? —preguntó Tempel.

– En la calle —aclaró Allan, de manera casi instantánea.

Su respuesta, si bien sonaba como una broma, estaba lejos de serlo. Recibió más de una mirada incrédula por lo que nuevamente clarificó.

– ¿No quieren participar del festival?

Un coro de "aaah"s lo prosiguieron. Y el rubio tranquilamente comenzó a deslizar su pulgar en la pantalla de su celular, buscando algo.

– Hoy es una fecha importante en el calendario, me lo dijo la chica de antes, en la Reserva.

Todos menos Sophie, quién parecía saberlo de antemano, se acercaron para echarle un vistazo. Apareció una figura apenas vestida de blanco, no por falta de ropa si no más bien por la transparencia de esta, de pie en medio de altos y sombríos árboles. No estuvieron seguros de si podía atribuírsele naturaleza humana, puesto que sus entrañas estaban vacías y sus costillas sobresalían literalmente como huesos al esplendor de la noche. Sobre su cabeza, dos largos y puntiagudos cuernos se elevaban, aún así, no de manera maligna sino majestuosa.

Ylisko.

Tempel susurró, inconscientemente.

– ¿Qué? ¿Cumple años o cómo? — Efel cuestionó, puesto que no estaba recibiendo más información que esa, y comenzaba a ponerse impaciente.

– Se supone que hoy se le aparece a alguien y le cumple un deseo — esta vez habló la joven, que ya había bajado de su asiento y esperaba por ellos para asegurar las puertas de la van.

– Cuentos —rechistó el pianista.

– ¡Genial! —exclamó Tempel.

Y se apresuró a interrogar a su amiga, quería saber qué debía a hacer para que se le apareciera la dueña de la noche, pero la pelirroja no conocía la respuesta y simplemente le dijo que creyera, que con creer bastaría.

– Deja de mentirle al niño —reclamó Allan, mientras miraba a Efel y contenía las ganas de reírse.

Definitivamente, no tardaron mucho en llegar a un pequeño pueblo, las estrechas calles estaban decoradas con formas casi tan desordenadas como la distribución de sus casas. Era un insulto a la arquitectura y el urbanismo. Sin embargo, a nadie parecía importarle, excepto a Efel, cuyo deseo insaciable de organización parecía querer devorarle el corazón.

Con el objetivo de ignorar aquello que no podía arreglar, buscó rápidamente a Tempel, quien al apenas pisar tierra había corrido tan fugaz como el viento a perderse entre los callejones. Antes de ir a perderse para encontrarlo, se fijó en la pared de una vieja casa. Un garabato, trazos desordenados de pintura clara como los huesos aquella podredumbre.

– ¿Qué crees que signifique? — le preguntó a Allan quien se había detenido junto a él, dándole agresivos sorbos a una taza de café que nadie sabía de dónde había sacado.

El rubio se encogió de hombros y siguió caminando, quizás sin rumbo, quizás sabiendo exactamente a donde ir.

– ¿A dónde van todos? — esta vez tuvo miedo.

Allan respondió con una sonrisa: "No importa, todos los caminos llevan a Roma.."

Le echó un último vistazo al mural, un rostro parecía asomarse, a su vez ese rostro era un símbolo y este era también una sentencia.

Y sin darse cuenta comenzó a correr tras sus amigos.












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"Qué bonito fue compartir un ratito nuestras vidas..."

Qué bonito fue. El David

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