XXIX
– Fue rarísimo, ósea, de verdad no tengo idea de quién era —contaba el rubio a los dos muchachos que lo miraban atentos pero algo desinteresados.
– No fue la gran cosa —interrumpió Sophie.
– Te lo juro, Tempel. Tenía los ojos así bien como de... ¡Cómo de villano! —el cometa sonreía mientras Allan más se exaltaba, a veces echaba un vistazo de reojo al pianista, a ver si lo pillaba reaccionando a aquella anécdota.
Este se encogió de hombros y levantó ambos brazos antes de suspirar y dirigirse al barman.
– Bueno...supongo que nunca sabremos quién era.
– ¿Era chico o chica? — Tempel preguntó.
Ambos, Allan y Sophie, se miraron cómo buscando aprobación en el otro.
– ¿Chico?
– ¿Chica?
Respondieron al unísono. Y ahora todos estaban confundidos.
De todas maneras, los cuatro caminaron juntos hasta la plaza central de Sirri donde varias luces de colores decoraban las casas, era maravillosamente caótico. Techos y portones desiguales, algunos hechos pedazos que reflejaban el paso del tiempo, melancolía y algo casi olvidado por la gente. Símbolos adornaban las paredes de algunas tiendas, un objeto en específico llamó la atención de Efel. Se levantaba en medio de todo como si gritase un mensaje cargado de resentimiento y heroísmo, una silueta de vida y muerte, femenina y masculina, que parecía triste y alegre, y lloraba y sonreía. De los pies a la cintura vestía una falda ya consumida por enredaderas y flora salvaje, pero sobre esta relucían costillas de puro hueso y en su rostro todavía vivo orbes negros le sonreían con impías intenciones. Recuerdos pecaminosos y cuentos infantiles lo azotaron cuando se percató de la oscura y oxidada cornamenta de cobre que yacía en la cima.
– ¿Es Ylisko? —le preguntó a la chica.
– Supongo —sugirió todavía dudando— Debe ser una representación muy antigua.
– ¿Cómo sabes?
– No lo sé —rió—Porque todo en este pueblo es antiguo.
– Buen punto —agregó Allan.
Le costó apartar los ojos, hasta que sintió un cálido abrazo familiar que lo rodeó de costado y lo hizo perder el equilibrio.
– No le tengas miedo.
– ¿Qué? —exclamó enfadado— ¡No le tengo miedo!
Tempel sólo lo apretó un poco más fuerte y su sonrisa creció. En el fondo, él le temía, porque comprendía qué era, que había detrás de aquellos oscuros ojos, le erizaba la piel y odiaba mirarle, así que miró al pianista y se perdió en su perfil, en los desordenados rizos que decoraban su frente.
– Aquí nos separamos. —Allan explicó— Caminemos un rato y ya luego nos encontramos cerca de la van al amanecer.
– ¿Recuerdan dónde está? —preguntó Soph.
Los otros dos asintieron y tras una corta despedida se alejaron en dirección a unos cuántos artistas callejeros que cantaban y bailaban al mismo tiempo, consiguiendo una orquesta desafinada y carente de sentido. No era en lo más mínimo armónico pero de alguna manera le pareció hermoso, por un momento, hasta sintió ganas de bailar. Tempel lo tomó del antebrazo y lo arrastró al gentío donde sin tener idea de lo que hacía dió saltos de un lado a otro en lo que parecía el atisbo de una danza ancestral.
– Vas a invocar al diablo —se burló Efel.
– ¡Vamos! ¡Baila conmigo!
Y como a nadie le importaba, y todos parecían ocupados en sus propios asuntos, Efel saltó a su lado y sacudió sus caderas como nunca creyó que era posible, sus ojos se encontraron y sonrieron con ternura. Era encantador. Al haberse cansado, se sentaron en una banca de madera convenientemente ubicada a un costado de donde se juntaba la muchedumbre. Y conversaron, con el bosque como guardián y la luna de testigo, entre risas y fugaces caricias.
– ¿Qué pasó en la Reserva?
– ¿Lo de los mataharis? —dudó el cometa, y el humano asintió. — Son como yo, y me recuerdan a allá arriba.
Efel comprendió que su mundo no volvería a ser el mismo, que había desbloqueado otro nivel en el juego, si antes creía que eran criaturas extrañas, ahora sabía que eran de afuera de este mundo.
– No sé exactamente qué son, y son más antiguas que yo —explicó— Pero también saben que no soy de aquí y eso me asusta.
Lo abrazó y le afirmó que todo estaría bien, lo cuál bastó para aliviar el corazón de Tempel, quién le ofreció ir a buscar algo de comer y a pesar de los intentos de Efel por acompañarlo, el más alto insistió en ir solo, nunca supo realmente el porqué.
Y fue en ese instante, entre las carcajadas lejanas de un poblado sumido en el olvido y el ensordecedor silencio, que Efel oyó una voz llamándolo. Sólo que no era una voz, sino un llanto, aunque podía pasar por la risa de una anciana. Confundido volteó a ver detrás de sí, sujetándose de la banca de madera corroída y a lo lejos divisó una figura.
Entre siniestros árboles, de pie. Tan alta como un ciprino joven y tiesa como un poste, relucía ahí únicamente su cornamenta. Sintió su piel erizarse en cada centímetro que lo cubría y no supo moverse, hasta que abrió los ojos con el sonido de una rama al romperse y se vieron fijamente. Como una bala, la diabólica figura se aproximó directo hacia él a toda velocidad para detenerse a milímetros de su pálido rostro.
– Efel...—llamó en lo que sonó como el silbido del viento en zonas desoladas.
Y era real, como predicaban los creyentes. Deidad perdía toda su connotación positiva en aquella forma, le inspiraba terror. ¿Qué universo cruel le había dado esa apariencia?
– Sé en qué piensas, no temas...
Efel se atrevió a disculparse pero cerró los ojos asustado nuevamente y se abrazó a si mismo. La criatura le habló en susurros tan altos que lograban confundirse con sus propios pensamientos.
– Puedo darte lo que quieres. —sugirió, en lo que para Efel sonó como la propuesta de un plan diabólico.
Antes de poder negarse, a su mente llegó una visión implantada por la semilla de un dios cruel, la esperanza de una vida larga en compañía de Tempel. Y se vio junto a él, aunque con pieles acariciadas por el tiempo y melenas azotadas por polvo de estrellas gris, la imagen mental le exprimió el corazón y lágrimas se escurrieron desde sus orbes hasta la fugaz sonrisa que logró robarle.
– No es real. —repitió— No es real.
– Haré que sea real, si me das algo a cambio, no lo arrancaré de ti.
El joven sintió a la criatura atravesar su pecho con largas manos que parecían hurgar en su corazón y a la vez buscar algo dentro de él, pero sin suerte alguna se dió cuenta de que no tenía nada para dar. Efel no tenía nada ademas del cometa. Sabía que tenían un tiempo limitado en la Tierra, y nunca lo pensó de otra manera.
Sin embargo, aquel deseo que la criatura plantó en él, no podía quitarlo de su mente. Una vida juntos. ¿Existía acaso otra definición de felicidad?
– ¿Qué... —sus labios fueron interrumpidos por el miedo, miraba en los ojos de Ylisko, y en su vida no había conocido oscuridad hasta ese momento.
– El universo tiene un orden muy delicado —explicó— Tempel no es un cometa importante, pero si desaparece de su órbita en los cielos, alguien debe ocupar su lugar. Si un astro se apaga, un alma en la tierra se sepulta. No puede ocurrir una sin la otra.
– ¿Es jus...-
– Es justo que los cielos sean generosos y los humanos agradecidos...
Y Efel comprendió que nunca recibió un regalo en su vida, que todo había sido prestado.
– Amo tu gratitud, Efel, odiaría quitarte algo tan hermoso.
– Pero no tengo nada para darte a cambio, sin él no tengo nada.
El rostro de aquel ser se deformó en una sonrisa que alcanzó el auge de cada uno de sus cuernos, giró sobre sí hasta desaparecer como la niebla, y detrás de su encanto permaneció la oscuridad de un bosque que había presenciado todo. En aquella oscuridad, una silueta avanzó pausadamente temblando confundida.
– ¿Allan?
El barman cayó de rodillas frente a Efel, lo miró con ojos estupefactos. Con una mezcla de miedo, confusión e ira, comenzó a murmurar cientos de preguntas, preguntas que el pianista tampoco podía descifrar y cuyas respuestas eran difíciles de creer.
Antes de que pudiera decidir si revelarle el secreto de Tempel al chico, el cometa se detuvo frente a Allan, arrodillándose junto a él y brindándole un abrazo a través del cual recibió todas las respuestas. Cinco minutos de silencio, hasta que las únicas palabras que Allan pudo pronunciar fueron un llanto desesperado:
– ¡No te vayas!
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