XIII
Había cosas que Tempel sabía de Efel, cosas como que su color favorito era el blanco y que odiaba el sabor de la salsa BBQ. Sin embargo, existían unas cuantas que el humano evitaba contar, tal vez porque removían dentro de él unas inmensas ganas de llorar y esa era otra cosa que odiaba, llorar.
Cuando Efel tenía nueve años, tuvo un amigo llamado Gabriel, era un par de años mayor que él y jugaban béisbol en el patio de su casa, el pianista era muy malo bateando, pero el otro siempre lo hacía sentir bien al respecto. La pasaban genial, hasta que Gabriel se mudó a México tras el divorcio de sus padres.
Regresó un par de veranos bastante cambiado, ganó varios kilos y estaba obsesionado con el levantamiento de pesas, ya no le gustaba el béisbol y lo hacía sentir incómodo cuando hablaba de chicas que no conocía. Fue entonces cuando Efel comenzó a sentirse muy solo.
El siguiente verano no volvió y Efel sintió algo de alivio. Ese fue el año en que conoció a Ana y bebió alcohol por primera vez, jamás olvidaría como le quemó la garganta al tragarlo, y se volvió adicto a la sensación de entumecimiento en sus manos. Tenían apenas trece años, Ana vivía muy deprisa pero estuvo con él cuando lo abandonó su madre.
El niño sintió que tenía una maldición porque Ana se fue a vivir con su abuela a otra ciudad, la madre había perdido la custodia por abuso de drogas, entonces creyó que todas las personas a las que comenzaba a aferrarse acababan alejándose de él.
Su relación con su padre sólo empeoraba, apenas lo veía y siempre que hablaban terminaban gritándose, le prometió que se iría una vez que terminase de estudiar, el hombre le hizo jurarlo.
Cuando Efel estaba en su penúltimo año de secundaria, su padre encontró la pequeña caja donde escondía aquellas pastillas de colores que tanto le gustaban, se puso histérico y lo inscribió en un programa para jóvenes con problemas relacionados a las drogas.
Efel fingía que estaba mejorando, pero todas las noches escondía una píldora de alprazolam bajo su lengua y lloraba hasta quedarse dormido. Se dio cuenta de que las personas que asistían al programa tenían historias mucho más trágicas que la suya, y aún así no podía evitar sentirse miserable.
Hizo su primer amigo ahí después de mucho tiempo, un muchacho menor que él llamado Lucas que creía en los ovnis y era adicto a las benzodiazepinas. Fue la única persona con la que Efel habló sobre su madre, su padre y lo solo que se sentía, y Lucas le dio un abrazo cuando se lo dijo y lo dejó llorar en su hombro. Murió de una sobredosis de clonazepam en diciembre, nunca pudo preguntarle por qué había comenzado a drogarse y qué lo hacía tan triste.
Esa navidad descubrió el prozac y fue su propósito de año nuevo. Lo dejó cuando terminó la secundaria, principalmente porque no tenía dinero para comprarlo y porque por primera vez en su vida, creyó que tal vez merecía comenzar de cero. Y se fue de casa, sin despedirse de su padre, encontró el trabajo en el bar y tuvo su nueva oportunidad de hacer las cosas bien.
Y esas no son cosas que Efel le contó a Tempel en una sola noche, habían vivido un año juntos para cuando el pelinegro fue capaz de decirlas en voz alta.
No derramó ni una lágrima, ni siquiera frunció el ceño. Sintió que se quitaba un gran peso de encima al emitir esas palabras y agradeció que Tempel estuviera ahí para escucharlo atentamente.
– No cambiaría nada.
– ¿No? ¿Ni siquiera la parte de las drogas?
– No, no sería quien soy si no hubiera pasado por todo eso y tú no estarías aquí.
– Tienes razón.
El castaño tomó su mano y la apretó.
– No puedo estar triste para siempre, ¿sabes? —dijo— Antes creía que estaba condenado a estar solo, pero no tiene sentido, me siento estúpido por pensar algo como eso.
– Sí —rió— No siempre estuviste solo.
– Se sentía así, pero a lo que me refiero es... No quiero volver a como eran las cosas antes de conocerte.
– No van a ser así, nada va a ser como antes, El. Hay personas que llegan a tu vida y la ponen de cabeza.
Quizo decirle que él había hecho eso en la suya, que nunca lo olvidaría, pero había cosas que se entendían sin la necesidad de decirlas, tal vez esa era una de ellas.
Eran cerca de las diez de la noche cuando Efel volvió a casa, el bar había cerrado temprano por mantenimiento. Cuando llegó encontró a Tempel vistiéndose para salir.
– ¿A dónde vas?
– Hola —sonrió— Voy a lo de Allan. ¿Quieres venir?
Frunció el ceño.
– ¿Al bar?
– Sí.
Algo en él se encendió, una chispa de curiosidad y a la vez, la necesidad de custodiar su amistad con el cometa. No le importaba quién fuese Allan, sólo quería asegurarse de que no acaparara el tiempo que podía pasar con Tempel.
Caminaron entre edificios y viviendas hasta el lugar.
– No tengo ganas de beber.
– Que sorpresa.
– Todavía sigo asqueado desde lo de Max —explicó Efel.
– La limonada que sirve está bastante bien.
– No soy un niño.
Tempel entornó los ojos.
– Entonces jódete, no se me ocurre otra cosa.
Doblaron por la siguiente esquina hasta toparse con las luces neón que anunciaban su destino.
– Es aquí.
– Se ve caro.
– Es un poco caro.
Los recibió el mismo hombre regordete que invitó a pasar al castaño la última vez, este logró intimidar un poco a Efel.
– ¡Tempel! –exclamó el rubio detrás de la barra al verlos ingresar uno tras otro.
Había tan sólo un par de clientes dispersos por el local, nadie se percató de la bienvenida por parte del barman.
– Me alegra verte de nuevo. ¿Limonada?
Tempel le respondió con un gesto de alegría, se sentó un banco al borde de la barra y le indicó a su acompañante que hiciera lo mismo. El pelinegro lo imitó tímidamente.
– Dos, por favor.
– ¿Tu amigo tampoco bebe?
Tempel dejó escapar una carcajada.
– Todo lo contrario.
– ¿Estás en rehabilitación o algo así?
Efel sonrió sin mostrar los dientes y respondió:
– No, no. La última peda estuvo intensa, eso es todo.
– Oh, me lo perdí —añadió Allan— ¿Cómo te llamas?
– Efel...—leyó la placa que portaba el rubio— Allan, ¿no?
– Tal cual.
Tempel hizo el resto, los introdujo pidiéndole a Allan que contase la historia de cómo se volvió un barman y cómo llegó a trabajar en ese bar. Entonces Efel habló sobre su trabajo como pianista en otro bar y más cosas en común comenzaron a surgir.
– Jugaba al volleyball en la secundaria.
– ¿Si? —cuestionó Tempel— ¿Eras bueno?
– No, pero lo intentaba. ¿Y tú, Efel?
– Jugué al béisbol de niño.
Los otros lo miraron esperando a que agregara algo más.
– Era pésimo.
– ¿Qué tan pésimo?
– En un partido solté el bate al batear, salió volando y golpeó al pitcher en la cabeza.
Rieron.
– Eras una mierda —bromeó Allan.
Habían bebido dos limonadas cada uno para cuando el rubio les avisó que esa noche en el bar harían presentaciones artísticas y que estaban invitados a participar.
– Ni hablar —repuso Efel.
– Ay, por favor. Tocas el piano para ganarte la vida y cantas en la ducha todo el tiempo. –suplicó Tempel.
Allan los miró por varios segundos en silencio.
– Canta —le pidió a Efel— Somos dos contra uno.
No supo bien por qué, pero algo en la mirada del barman terminó convenciéndolo, no le dio tiempo a dudarlo.
Subió a un pequeño escenario donde reposaba un viejo piano de cola, se acomodó en el asiento y pensó en lo que interpretaría a continuación.
No acostumbraba a cantar en público, no consideraba tener una voz prodigiosa, pero es que en realidad Efel creía muy poco en su talento, tenía escasa fe en si mismo.
– ¡Wu! ¡Vamos Efel! —animó Allan y Tempel aplaudió sonoramente. Varias personas se giraron a verlo, expectantes.
Efel carraspeó, aclarándose la garganta, deslizó sus delgados dedos por las teclas y suavemente la melodía de I Have Nothing de Whitney Houston comenzó a sonar.
– Oh maldición...—susurró Allan— No me jodas.
– Oh sí —respondió Tempel.
Entonces una dulce voz grave emitió un eco por toda la sala, deleitando a todos los presentes.
– Share my life, take me for what I am... —cantó.
Los ojos de Tempel brillaron al verlo sobre ese escenario, solitario, como una obra de arte descansando en un museo cuando todos se han ido. Comprendió su belleza y lo amó.
Mientras tanto, para Efel, algo en la letra de la canción le recordó a Tempel.
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"No tengo nada si no te tengo a ti"
Whitney Houston. I Have Nothing.
Me tardé un buen, perdón. Espero que la historia continúe gustándoles, me estoy esforzando un montón por hacerla, creo que será una historia bastante íntima y me emociona escuchar qué les parece.
Con todo el cariño,
Nanebi.
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