treinta
Sophie recibió una llamada de Max, al tiempo en que cayó en cuenta de que la señal telefónica era pobre en aquel punto del pueblo, se excusó con él para ir en busca de mejor recepción. Dado que Allan no quería hostigarla por más tiempo, inventó que debía buscar el baño para permitirle atender sus asuntos en paz.
De esa manera, acabó deambulando solo por el bosque a la periferia del festival, donde todavía algún retazo de luz lograba iluminar su camino. El murmullo ocasional de alguna lechuza aceleró su ritmo cardíaco, y en un instante, se encontró imaginando escenarios tétricos en los que se perdía en ese bosque inhóspito, sin señal telefónica ni esperanza de encontrar su rumbo. Sin embargo, esos pensamientos fueron rápidamente ahuyentados por la tranquilidad de saber que sus nuevos amigos notarían pronto su ausencia. Después de todo, Allan tenía ese recurso ahora. Qué alivio era.
En su rostro apareció una leve sonrisa, sonrisa que se disipó de inmediato al hallarse a pocos metros de una pavorosa figura alargada entre los arboles. Yacía postrada hacia su delantera, y aun encogida sobre su extensa y oscura vestimenta, destacaban sobre su craneo dos cuernos luengos y afilados. Y creyó que soñaba, hasta que escuchó a la criatura conversar con alguien más, alguien cuyo nombre conocía.
Hablaban enigmas, palabras que para él no tenían sentido alguno, pero poco importaba el sentido que tuviesen, teniendo en cuenta al emisor de las mismas. Ylisko. La antiquísima estatua vivía frente a sus ojos y negociaba con Efel. Negociaban la partida de su más atesorado amigo, o eso lograba entender entre lágrimas, confusión e ira. ¿Quién era Tempel realmente? ¿Por qué la deidad del espacio y el tiempo lo quería?
La criatura se percató de su presencia y en un acto litúrgico y benevolente se esfumó, dejando delante de él a un igualmente confundido y conmocionado Efel, que apoyado sobre el respaldo de una banca, llamó su nombre interrogativamente. Sus piernas flaquearon y, débilmente, se desplomó a pocos pasos de él, donde sus dudas escaparon.
En ese momento, sintió brazos firmes rodeando su encogido cuerpo, que lo hicieron sentir seguro por escasos segundos, antes de transportar su mente al inicio de los tiempos, galaxias y cuerpos celestes en constante y eterna evolución, donde conoció el significado de lo extraterrestre, y comprendió por primera vez el silencio y la oscuridad en su expresión más profunda. En donde el caos y la armonía se abrazaban, le vió. Solo, tranquilo y genuinamente en paz con su tristeza.
Y entendió porqué nadie más en su vida había sabido como hacerlo sentir más acompañado, y entendió porqué toda la historia de su vida en la Tierra parecía una mentira elaborada, entendió porqué no tenía otra familia que Efel y porqué escribía historias y no las contaba. Y por primera vez tuvo sentido para él que su nombre fuese el mismo que el de un cometa.
Con su abrazo, el cometa pareció absorber la carga de emociones y conceptos que Allan apenas entendía. Cerró los ojos mientras Tempel le transmitía una calma inexplicable, como si toda la tempestad que acababa de presenciar no fuera más que una brisa pasajera.
Sin embargo, la inconmensurable calma no consiguió borrar lo que había escuchado. Las palabras de Ylisko seguían latiendo en su mente como un eco lejano.
"Si un astro se apaga, un alma en la Tierra se sepulta."
Allan se apartó lentamente, aún de rodillas, con la mirada fija en los ojos plateados de Tempel. Había algo en ellos esa noche que nunca había visto antes: un cansancio profundo, como si cargara con el peso de un universo entero, y a su vez tanto cariño.
Allan apartó la mirada y se pasó una mano por el cabello, intentando ordenar sus pensamientos antes de decir cualquier cosa. Por un segundo consideró bromear, decir cualquier payasada, pero sabía que sería inútil, y que tanto Efel como Tempel verían a través de su mascarada.
—Escuché... a esa cosa, Ylisko —susurró, su voz apenas más alta que un murmullo—. Dijo que eras un cometa, que...tenías que regresar.
Tempel no respondió de inmediato. Allan sintió como si el suelo bajo él se tambaleara. Era absurdo, pero al mismo tiempo encajaba. Aunque el movimiento fue apenas perceptible, el cometa asintió.
—Cinco años. Es lo que tenemos. Después de eso, tengo que volver a mi órbita.
—¿Y si no...? —insistió Allan, aferrándose a un hilo de esperanza.
Tempel vaciló, sus ojos brillando como si un cúmulo de estrellas se agitara en ellos.
— Es la única forma en que el universo sigue en equilibrio, el equilibrio es sagrado.
Allan dejó escapar una risa incrédula, aunque no había nada gracioso en lo que acababa de escuchar. Y Tempel nunca antes se había mostrado más serio. Sus dedos se hundieron en la tierra mientras intentaba procesarlo todo.
— ¡La única forma y las pelotas! –exclamó.
Todos sintieron un nudo en la garganta. La idea de Tempel como una criatura destinada a vagar por el vacío infinito, golpeaba sus mentes como un tambor sordo, inundaba sus corazones de océanos de desesperanza. Efel miró hacia el cielo entre las ramas, donde una franja de estrellas tímidas apenas asomaba. Mientras Allan hallaba algo cruelmente hermoso en la verdad que acababa de descubrir: la luz que él tanto admiraba en Tempel era, en realidad, una promesa de partida.
El barman dejó caer su rostro y cerró los ojos como si hacerlo pudiera detener el mundo. Pero en su mente un cielo lleno de estrellas ausentes, una Tierra que giraba sin ellos, y un espacio donde cada cometa cumplía con un destino implacable lo obligaron a abrirlos. ¿A dónde irían con tanta prisa? ¿Por qué no se detenían y se deslizaban junto a él?
"Si un astro se apaga, un alma en la Tierra se sepulta."
Esas palabras resonaban en su pecho. No había nada que pudiera hacer para cambiar lo que Tempel era, ni las leyes que regían su existencia. Tempel le había dado un giro a su vida. Había sido el cometa quien iluminó un cielo donde antes solo había oscuridad.
Respiró profundamente, dejando que el aire poblado de petricor le llenara los pulmones. Tempel había hecho que los fragmentos rotos de su vida se unieran de una forma nueva, inesperada, y ahora, frente a la posibilidad de perderlo, Allan descubrió a qué se refería cuando dijo que compraría su felicidad. Sin importar el precio.
Se puso de pie lentamente, sus piernas aún temblorosas pero firmes. Miró a su amigo extraterrestre, que ahora lo observaba con una mezcla de curiosidad y melancolía, como si supiera que algo había cambiado en Allan pero no pudiera descifrarlo.
—Vamos, Sophie debe estar preguntándose dónde estamos —dijo el rubio.
Y mientras el silencio se abría entre ellos, dejando entrever las luces cálidas del festival, Allan hizo una promesa silenciosa a las estrellas que apenas lograba distinguir.
"Habrá montañas que no podrás mover"
Godspeed. Frank Ocean
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro