III
III
-¡Oh, vamos, abuelo! No es tan difícil, ¿o sí? -bromeaba con cariño Francisco aquella tarde.
Las risas de Hernán -el esposo de Nancy- y Eduardo -su hijo más pequeño-, acompañaban ese 26 de agosto, el aniversario número 3 de la recuperación de Francisco.
Ya hacía 3 años, que Carlos le había dado todo a aquella familia, ignorando su propia enfermedad para que el chico, de ahora 15 años, pudiera tener una vida tranquila y duradera.
Las primeras semanas, Nancy se negó rotundamente a la ayuda del señor, pero después de varios intentos fallidos de conseguir el dinero suficiente para el tratamiento de Francisco, no pudo más que aceptar, sobre todo cuando Carlos consideró ése uno de sus deseos antes de morir. Si Francisco no sobrevivía por falta de recursos o tratamientos, él no se lo perdonaría.
El caso del hijo mayor de Nancy era extraño; a los niños no solía darles cáncer de estómago. Los médicos no pudieron definir bien de donde venía este suceso, pero lo atribuyeron a antecedentes familiares, ya que los padres de Hernán habían tenido problemas similares, y su abuelo, cáncer del mismo tipo.
Lastimosamente, al darse cuenta de esto, el tumor de Francisco tenía un tamaño considerable que no podía simplemente extirparse, sino que tenía que ir acompañado de quimioterapia, tratamiento que Nancy y Hernán no podían pagar sin dejar de lado su media cómoda vida.
Para Carlos, su vida había sino tan vacía y sin ningún propósito, que si bien el hecho de diagnosticarle párkinson lo había afectado, no había evitado pensar en el hecho de que era un «final» considerable para alguien como él. Ir acabándote lentamente, ir presenciando como la vitalidad se iba de tus manos frente a tus ojos, y solo poder postergar con pastillas y tratamientos lo inevitable.
Por eso y otras razones, había decidido que no tomaría su tratamiento -en contra de las réplicas de Nancy- y haría un acto bueno en su vida, no solo para con los demás, sino para con él mismo. Ayudaría a Francisco y su familia en la lucha contra la enfermedad que cada año se llevaba tantas existencias, y cuando él la superara, podría pasar sus últimos años entre las mejores personas, sabiendo que no todo lo relacionado con él había sido un desperdicio de oxígeno.
Y, finalmente, después de muchas terapias y un año sufrido de todos sus seres queridos, Francisco había quedado libre de aquel cáncer y cualquier cosa relacionada con él. Todo por el apoyo, no solo monetario, de Carlos y el infinito amor de su familia.
Nancy y Hernán nunca encontraron palabras para agradecerle, pero desde entonces, Carlos pasó a ser el abuelo de aquella familia. Un miembro rodeado de amor y agradecimientos, que aún en su enfermedad, siempre estaba rodeado de un aura alegre.
Al final, uno de sus propósitos sí se había logrado cumplir, y fue el mejor de todos. Tener una familia.
Aún posterior a la recuperación de Francisco, Carlos no quiso tomar fisioterapias para el párkinson, mas por la pesadez de Nancy, aceptó el consumo de la Levodopa* unida a un inhibidor de la decarboxilasa, que era como la línea principal de tratamiento.
Ahora, tres años después, era molestado por su nieto al no poder recordar su fecha de cumpleaños. Claramente, Carlos no tenía la memoria más prodigiosa del mundo, y esto no pudo hacerlo más que reír.
-Veintiséis... ¡No, espera! ¿El catorce de marzo, cierto? Seguro es..., seguro es esa -adivinaba con un poco de dificultad al hablar-, fue el primer día de trabajo de tu madre en mi casa, y me comentó que cumplías años. -A la mirada atónita de su nieto, volvió a reír-. Va..., vamos, Fran. Yo sé que es así.
-Tu abuelo es muy listo, pero, Carlos, ese es el cumpleaños de Eduardo -rió fuertemente Hernán, acompañado de todos.
Al final, pusieron a prueba la memoria de toda la familia, siendo el chiquillo Eduardo el que más datos recordaba, y decidieron que era hora de dormir.
En sus ensoñaciones nocturnas, Carlos, con ya un poco avanzada su enfermedad, temblaba muchísimo en la cama, y necesitaba la ayuda de otros para hacer actividades básicas que él no podía hacer, lo que a cualquiera deprimiría, sin ser él la excepción; la diferencia radicaba en que para Carlos, la etapa de su temblor ya había pasado, y esta solo era una muestra de que no todo se puede tener.
Había ingresado a una etapa de temblor físico, pero firmeza en todo lo demás.
Un temblor y rigidez que lo incapacitaban, que lo negaban, que le desmoronaban su cuerpo lentamente; que lo hacían sufrir en las noches y en las mañanas, en las comidas y en los ayunos. Una enfermedad que ya hacía parte de su ser, y dificultaba mucho del desarrollo de éste; pero por otro lado, le era una lección de vida. Su lección final que estaba dispuesto a aprovechar al máximo junto a quienes más quería.
Firmeza que le evitaba caer en el desespero. Firmeza que dejaba a su problema de lado, y hacía que el mundo reluciera con solo abrir los ojos. Porque en estos momentos, Carlos se encontraba en los mejores períodos de su vida, y no estaba dispuesto a dañar algo otra vez. Porque en esos momentos, se podía dar cuenta que todo con amor y compañía era completamente diferente a sus experiencias anteriores, de soledad y tristeza. Porque en esos momentos cuando Eduardo le dedicaba una sonrisa, o Hernán le ayudaba a cepillarse los dientes, se sentía la persona más dichosa del mundo.
Porque en esos momentos, él vivía una temblorosa firmeza.
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