Parte 1- Un suéter rojo
Con el cabello recogido en una coleta, falda negra y larga, un suéter gris con rombos, y zapatos sin tacón, cómodos para el trajín diario, Sara se observó en los reflejos de las vidrieras, mientras caminaba, y la imagen le recordó a su anciana profesora de literatura del liceo. Pero en vez de los libros o escritos de sus alumnos, para corregir, que solía cargar la profesora, ella llevaba una bolsa de supermercado de la que asomaba una baguette enorme, y el largo ramillete de las hojas de un atado de puerros. Era aún más miserable que su profesora de literatura.
Tenía veinte años y los sueños rotos: una noche de sexo y descuido la había embarazado a los dieciséis, acabando con sus aspiraciones de ser arquitecta: su pareja había decidido desaparecer de su vida, y su hija había nacido hiperactiva y enfermiza: consumía todo su tiempo y energía.
A pesar de que estaba distraída, pensando en que la comodidad de sus zapatos no había impedido que le saliera una ampolla en el pie, un comercio llamó su atención: la vidriera de una lanería, colorida y alegre, que mostraba prendas de punto modernas y de colores vivos, puestas sobre unos maniquíes estilizados y blancos. Debajo de ellos había hilados de todo tipo. El conjunto era demasiado tentador: los suéteres eran costosos, pero recordando su antigua afición al tejido, Sara entró al lugar. Salió con otra bolsa, en la que llevaba un par de agujas de tejer y varios ovillos de lana de un color que había dejado de usar desde que se había convertido en madre: rojo granate.
Solo había logrado completar un trabajo de tejido, siendo aún adolescente: una bufanda, que demoró en confeccionar los tres meses de un invierno, y que le quedó demasiado larga. Le había agregado flecos, y si se la ponía al cuello sin darle un par de vueltas, tocaba el piso con las dos puntas. Recordó la irónica risa de su madre, que se burló del orgullo que sentía por aquella prenda, y se arrepintió del gasto excesivo.
¿Iba a ser capaz de tejerse un suéter igual a los que había visto en la vidriera? Su inseguridad le dijo que no, que había gastado inútilmente un dinero que no era de ella. Cuando llegó a la casa de sus padres, en donde vivía con su hija, criándola como madre soltera, se sintió aún peor, y corrió a esconder la bolsa en el fondo de un cajón de su ropero.
Su padre, que estaba en el cuarto de la niña, encargado de cuidarla mientras ella hacía los mandados, la escuchó entrar pero no vio su rápida maniobra:
—¡Sarita! ¡Por fin llegaste! —exclamó, aliviado—. Martina está muy berrinchuda, y ya no sé qué más hacer para entretenerla.
—No te preocupes, papá. Yo me encargo —Sara fue a tomar en brazos a su hija, que lloraba a moco tendido, sentada en el piso entre un montón de papeles y lápices de colores. El hombre mayor se fue a acostar: ya tenía una jaqueca por el volumen de la voz de su nieta.
Martina, de tres años, tenía baja audición: la cirugía para corregir su problema se había postergado varias veces debido a su precaria salud. El pediatra le había dicho a Sara que la hiperactividad de su hija era producto de la enfermedad de sus oídos, pero ella no estaba segura de nada: Martina no lograba socializar con ellos, ni jugar con normalidad con los vecinos de su edad, y no hablaba más que unas pocas palabras balbuceadas, mezcladas con gritos estridentes.
***
El día en que Sara se decidió y, aprovechando que su madre se había ido a trabajar y Martina jugaba en paz con sus muñecas, sacó la bolsa con las agujas y la lana y comenzó a tejer un elástico para empezar la espalda del suéter, la llamaron por teléfono: el abogado de los abuelos paternos de Martina volvía a la carga. Sara, que siempre lo atendía con miedo, se extrañó de su propio arrebato de ira:
—¡Dígale a sus clientes que pueden irse a la mierda! ¡El desgraciado de su hijo no solo me abandonó cuando se enteró de mi embarazo, sino que ahora tiene otra pareja! ¡¿Qué diablos se creen?! ¡¡Nunca van a poder llevarse a Martina!! —Cuando colgó el teléfono con un ademán violento, y puso a un costado el tejido que aún estaba sobre su regazo, todo su coraje se fue, y comenzó a temblar:
—¿Qué hice…? —Había recibido la primera llamada de ese abogado poco después del primer cumpleaños de su hija. Los padres de su ex novio, que habían desaparecido al igual que él, tuvieron un repentino brote de amor filial y ahora querían sacarle a la niña.
A punto de lanzarse a llorar, Sara apoyó una de sus manos sobre el suave ovillo de lana rojo granate, y se tragó sus lágrimas:
—¡Nadie va a llevarse a mi hija! —exclamó, con los ojos llenos de furia y un poco inyectados en sangre.
Martina, que aún estaba en el piso arrancándole la cabeza y los brazos a las muñecas, comenzó a gritar a todo pulmón, entusiasmada por su juego, y Sara estalló al oírla:
—¡¡Callate, Martina!! ¡No vuelvas a gritar! ¡¿Entendiste?!
La niña miró a su madre con los ojos enormes y llenos de lágrimas, pero se quedó en silencio.
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