LA DESPEDIDA.
Doña Maruja Laguna a pesar de sus años aún tejía esperanzas en las nostálgicas redes de su memoria. Aún esperaba que Esteban Maldonado se apareciera y le explicara por qué había huido del pueblo dejándola con sus sueños rotos y un ramo de crisantemos frescos en sus manos. Treinta años habían transcurrido desde aquella tarde y ella no había podido olvidarlo. No pudo olvidarlo cuando después de la huida y el escándalo su padre se dio a la tarea de difamarlo y maldecirlo diciendo que era un truhán acostumbrado a descorazonar mujeres. No lo olvidó tampoco con el calor de su esposo en su lecho nupcial, ni después de los tres dolores de parto que sufriera. Su amor era más fuerte y se repuso a todo eso. No hubo nada que pudiera arrancarle su amor por ese hombre, aunque nunca le perdonó su abandono.
Esa mañana, doña Maruja se despertó con una sensación indescriptible en el cuerpo. Ella solía atender a estos presentimientos porque los momentos más trascendentes de su vida estaban marcados por situaciones extrañas, carentes de explicaciones lógicas pero que ella con el tiempo había aprendido a interpretar como señales del destino. Por eso se alarmó cuando hoy mientras tomaba el café recién colado, sintió un fuerte olor a jazmines que la hizo estremecer al punto de que la taza saltara de sus manos y se partiera en pedazos en el suelo de la cocina. Y si esto hubiese sido todo no tendría sentido tanta preocupación, pero al mirar los restos de loza se dio cuenta que lo que reposaba en el suelo no era líquido sino una espesa borra de café que había tomado la exacta forma de la inicial del nombre de Esteban. Inmediatamente, al ver esto su corazón palpitó y recordó cómo habían sido de extrañas las señales cuando murieron su padre y luego su marido y cuando su hijo Alfonso casi muere apuñaleado en aquella pelea de gallos.
Luego de limpiar la cocina, doña Maruja fue a su cuarto. Tomó su libro de oraciones y una pequeña caja de madera. Se sentó en el corredor que daba al patio y elevó una plegaria al cielo rogando la protección de Dios para con Esteban. Allí, en medio del suave olor de las rosas que cuidadosamente cultivaba, y por las que se había hecho famosa en todo el pueblo, extrajo de la caja una foto descolorida por los años donde se podía ver a un hombre alto y apuesto bajando del andén de un tren. Detrás en una inscripción hecha en fina letra de arabescos aún se leía: "para ti, donde hallé la paz a mi azaroso viaje por la vida." Qué lejos estaba ella de sospechar el aciago destino que viviría seis meses después de que Esteban le regalara aquella fotografía. Fue imposible que los ojos de doña Maruja no se llenaran de lágrimas como otras veces. Sacó de la caja un pañuelo blanco que para ella seguía conservando el olor de las manos de Esteban y con éste enjugó sus ojos. Así, acariciando recuerdos, doña Maruja se dejó invadir por un sopor que la invitaba a dormitarse.
A lo lejos, un hombre alto y apuesto venía del patio hacia ella. Vestía un frac impecable y en sus manos traía una hermosa rosa roja. Caminaba despacio, como si algún dolor lejano en el tiempo pesara en sus hombros y por momentos doña Maruja tenía la impresión de que era más viejo de los que parecía. Al principio no lo reconoció. Sólo cuando estuvo frente a ella se percató de que no habían pasado los años y Esteban igual que antes se inclinaba para obsequiarle una rosa. Sus ojos volvieron a humedecerse con el llanto mientras su mano apretaba contra su pecho la pálida fotografía. No podía creerlo. Tanto que había esperado ese momento y no sabía qué decir.
- No tengo mucho tiempo, Maruja, pero he venido desde lejos a decirte que siempre te amé. Quería casarme contigo como lo habíamos planeado ese día que te llevé el ramo de crisantemos frescos; pero esas no eran las aspiraciones de tu padre quien ya había planeado casarte con Virgilio Castro. Yo no tenía nada que ofrecerte y tu padre me intimidó con contarte oscuros hechos de mi pasado que él se había dado a la tarea de averiguar. En ese entonces yo no sabía que hubieras perdonado todo si yo me quedaba, hasta el más horrible de los hechos: el haber sido encarcelado por haberle cegado la vida a un hombre. Tuve miedo de que me rechazaras, de que me odiaras. Eso más que toda esta ausencia habría acabado conmigo. Por eso huí sin ninguna explicación, lejos donde nunca más pudieras verme. Así te permitía realizar tu vida al lado de alguien sin pasado deshonroso. Perdóname, yo no he tenido vida sin ti.
Los gritos de Juan Solito, quien le traía el periódico, despertaron a doña Maruja de su letargo. Con los ojos húmedos y una rosa roja entre las manos no podía entender lo que había vivido. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Aún parecía sentir la presencia de Esteban a su lado. Pero su mente no podía distinguir entre el sueño y la realidad. Lentamente limpio sus ojos y guardó la fotografía en la cajita. Miró el reloj que marcaba las nueve de la mañana. Tomó el periódico que el jovencito dejara en su puerta y decidió iniciar las labores de la casa.
A la una de la tarde, doña Maruja, un poco cansada decidió leer las noticias. Tomó sus lentes y se sentó en el lugar donde había más luz. Si no fuera porque el destino tiene marcado lo que ha de ser, ese día hubiera muerto de la impresión, sin ver realmente por última vez a Esteban Maldonado. Una reseña detallada en el periódico narraba como en el día de ayer, en horas de la madrugada, el cadáver de un anciano fue encontrado en una plaza, vestido con un polvoriento y roído frac y portando una rosa roja en sus manos. Nadie había reclamado el cuerpo del sujeto sin identificación quien permanecía en el hospital.
La ciudad estaba a varias horas de allí, pero doña Maruja debía ir cuanto antes a darle cristiana sepultura a Esteban. Rápidamente preparó un liviano equipaje y salió en busca de Juan Solito, quien por no tener familia era el hijo de todos en el pueblo y acostumbraba a acompañarla en algunos viajes cortos. Ambos emprendieron camino y llegaron cuando ya despuntaba la noche. Inmediatamente se dirigieron al hospital a reclamar el cuerpo. Después de varias firmas doña Maruja recibió envuelto en una sábana el cuerpo sin vida de Esteban. A pesar de los años pudo reconocerlo. Con mucha prisa porque el cuerpo ya no aguantaría más y porque Esteban solo la tenía a ella para que lo llorase, al día siguiente le dieron sepultura bajo la ley de Dios. Juan Solito sin comprender veía como su madrina lloraba con profundo sentimiento a aquel desconocido.
Inmediatamente emprendieron el viaje de regreso. Triste y pesado para doña Maruja quien no hizo más que sollozar. Al llegar a casa Juan Solito le pidió acompañarla hasta el otro día y ella aceptó. Cenaron algo liviano y ambos se despidieron con un hasta mañana la hora de irse a sus habitaciones.
Al día siguiente, los gritos desesperados de Juan Solito alarmaron a todos los vecinos quienes al entrar a la casa encontraron a Doña Maruja inerte en su cama, con la pequeña caja de madera a su lado, su libro de oraciones y aquella rosa roja que Esteban le diera.
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