AMOR EN UNA FUNCIÓN
Julieta Vidal siempre pensó que el sentimiento que la unía a su esposo era auténtico amor. Y sin duda debía ser así pues desde los quince años ese era el único rostro que veía a su lado, el único calor al costado de su cama, la única caricia en su entrepierna. Más allá de la vida que llevaba junto a Matías Torrente, ella no conocía nada, por eso la vida tenía el matiz que él le daba y que ella hasta el día de la llegada del circo a su pueblo, le parecía el más hermoso.
Cuando sus padres murieron inesperadamente a causa de aquella fiebre devoradora que azotó al pueblo, Julieta entraba a cumplir los catorce años y Matías que era el mejor amigo de sus padres, la llevó a vivir a su casa como la mejor herencia que le adjudicara su amigo. El hombre, veinte años mayor que ella había sentido por aquella niña un cariño especial que iba más allá de lo normal y que a ratos él consideraba una pasión insana; quizás por eso evadió el compromiso de bautizarla cuando su amigo se lo propuso para sellar más aún su amistad.
A pesar de la buena posición económica que le otorgaba el ser dueño de dos grandes haciendas cafetaleras, Matías a sus treinta y cuatro años, aún no había contraído nupcias y vivía en "La Esmeralda" con una cocinera y un ama de llaves que se encargaba de sus asuntos personales. Tras su recia apariencia se escondía un hombre bondadoso y conservador de los principios morales, por eso cuando la gente del pueblo comenzó con habladurías acerca de la forma en que Julieta pasó a vivir a su casa, decidió hablar con ella y proponerle matrimonio. Ella, que siempre lo había visto como alguien cercano y querido no establecía mucha diferencia en firmar un papel para calmar las murmuraciones o seguir viviendo allí como hasta ahora, con la atención de él y el esmerado cuidado de Casilda y Prudencia.
Pronto "La Esmeralda" se engalanó y Julieta disfrutó de su matrimonio como la fiesta de quince años que Matías le prometiera, bailó el vals con el hombre que podía ser su padre y luego consumió desmesuradamente toda clase de comidas y torta, que su noche de bodas la pasó de la bacinilla a la cama sorbiendo las infusiones de fregosa y malojillo que le preparara Casilda. Esta circunstancia, lejos de molestar a Matías se convirtió en un alivio para él pues a pesar de sus años, su poca experiencia con mujeres no le hacía sentir seguro en cuestiones amatorias. Así que esperó que Julieta se recuperara por completo para compartir con ella el lecho nupcial. Cuando esa noche llegó, Matías intentó cumplir lo mejor posible con sus funciones maritales de estreno pero Julieta aterrada con el cuerpo medio desnudo del hombre, necesitó dos meses de galanteo y conquista para responder a sus más recónditos instintos sexuales. Luego, todo fue una especie de feliz rutina, aprendió a querer de otro modo a Matías y se acostumbró a dormir bajo su sonora compañía.
Ahora, la niña-mujer era adiestrada en todos los menesteres del hogar y especialmente Prudencia le enseñaba como debía atender a su marido. Sin embargo, Julieta que poco se esmeraba en esa instrucción prefería destinar su tiempo para arreglar su habitación, adornándola con todas las muñecas que poseía y leer una y mil veces los selectos libros que le había regalado su padre. Casilda entonces tranquilizaba la preocupación de Matías diciéndole que con la llegada del primer hijo todo cambiaría y la niña aprendería a ser mujer. Pero pasaron los años y Matías tuvo que obsequiarle a Micaela muñecas de todos los tipos cuando despuntó su irrealizable instinto maternal.
Una tarde, mientras Julieta preparaba un dulce de leche en la cocina, se escuchó en el pueblo un estruendo de fanfarrias y animales que se unían a un verdadero torbellino humano. Invadida por la curiosidad la joven esposa corrió hasta el ventanal de la sala por donde contempló una multicolor y heterogénea caravana. Dos hermosas mujeres ataviadas con brillantes atuendos cabalgaban en caballos sosteniendo una llamativa pero un tanto deteriorada pancarta.
Algo nunca visto había llegado al pueblo y Julieta casi muere del susto cuando al pasar frente a su ventana un hombre arrojaba fuego por la boca y un arriesgado domador permanecía dentro de la jaula de un fiero león que sólo ella había visto en los libros ilustrados sobre historias de la selva.
Desde esa tarde, los visitantes instalaron una gran carpa en un terreno baldío cercano a la molienda del pueblo y a los dos días iniciaron la función. Intrigada por saber cómo sería el espectáculo Julieta
le pidió a su esposo que la llevara y éste aunque no era partidario de tales eventos no pudo negarse a complacer a "su niña" como él la llamaba. Y así, una noche Julieta sentada junto a su esposo en los mejores asientos, esperaba el inicio de la función. Todo era fastuosos y la jovencita disfrutaba al ver volar a la gente por el aire como si fueran ángeles con vestiduras lumínicas que paradójicamente compartían terreno con payasos enanos y mujeres barbudas. Para el cierre del espectáculo se presentó tras una lluvia de fanfarrias a la estrella del circo: el domador. Una luz incandescente iluminó el centro de la escena donde reposaba una enorme caja negra. Cuando las trompetas dieron el último anuncio la caja se abrió en pedazos y de ella surgió el mismo hombre que desfilara frente a su casa dentro de la jaula del león. Su figura delgada y erguida lucía una majestuosa capa y en su mano el látigo que silenciaba rugidos. En su recorrido frente al público Julieta pudo ver sus ojos profundos y negros pero tan mansos que comprendió el secreto que él poseía para domar a la fiera salvaje. El, cautivado por su belleza le ofreció su acto, y al finalizar le hizo una reverencia a la cual ella respondió con una amplia sonrisa. Esa noche, mientras intentaba alcanzar el sueño al lado de Matías, se estremecía al recordar el arriesgado temperamento de quien tuviera los ojos más hermosos que jamás viera.
Durante los quince días que duró la estadía del circo en aquel pueblo, Julieta
se las ingeniaba para verse a escondidas con Antonio Molina, el domador; y cuando la caravana partió en el pueblo Matías buscaba desesperadamente a "su niña". Por fin, cuando pudo alcanzar la caravana en el polvoriento camino descubrió que el domador había renunciado al circo y en un caballo que compró con sus ahorros había emprendido la huida con aquella mujer que le trastocara la vida en una sola función. Matías intentó buscarlos pero fue inútil encontrar a los fugitivos. Al paso de los días, convertido en un guiñapo humano le dio por sosegar sus penas en el licor.
Julieta y Antonio lograron establecerse en un poblado al sur del estado con los pocos ahorros que aún tenían. Ella sólo llevó consigo una de las muñecas que le regalara su padre; le pareció deshonesto quedarse con las cosas que Matías le regalara en nombre de su amor. Juntos, derrochando amor, la pareja alquiló una pequeña habitación donde pocos meses después hubo que improvisar espacio para quien sustituiría el amor que recibiera la muñeca.
Como regalo de Dios, Julieta dio a luz un hermoso niño, su extrema blancura le daba una apariencia casi angelical que a ella a veces la aterraba pues le parecía no estar echo para este mundo. A medida que fue creciendo el niño se mostraba diferente al resto de los infantes que Julieta conocía. En vez de jugar como otros niños se quedaba largas horas embelesado mirando al cielo, acostado boca arriba en el patio de la pequeña casa que para ese entonces había alquilado Antonio. Otras veces su madre lo sorprendía jugando con espuma y diciendo que así de blanca y suave era su cama allá arriba y señalaba al cielo.
Estas y otras extrañas manifestaciones del niño alarmaban a su madre quien rogaba a Dios no fuese a estar encantado por algún duende o poseído de algún mal espíritu. Sin embargo, con el paso de los años, Julieta aprendió a adaptarse a todas aquellas muestras de misticismo que demostraba el niño, abrigando en su corazón la idea de que pudiera consagrarse a Dios en el sacerdocio, así ella podría aspirar a que se le perdonase el pecado que en nombre del amor cometió. Claro está, que sólo en su corazón mantenía esta esperanza porque el único día que se le ocurrió comentárselo a Antonio éste le dijo que aunque muriera pecador y no entrara al cielo prefería tener un hijo que gozara de esta vida y no sacrificara los placeres por las oraciones.
Así pasó el tiempo hasta que el niño cumplió siete años y una fiebre desconocida por los médicos lo mantuvo diez días continuos en apacible trance, sin comer ni beber y de vez en cuando diciendo que su padre lo esperaba. Antonio no escatimó esfuerzos para encontrarle cura a su hijo. En esa búsqueda desesperada, una vecina cercana le habló de Eloína, una mujer con poderes celestiales que curaba todo tipo de males y predecía el futuro. Antonio sin pensarlo dos veces llegó hasta su casa ubicada en las afueras del pueblo y luego de hablarle de la enfermedad del niño le pidió que fuese a verlo. Ella accedió sin dudar ni preguntar detalles; no hacía falta.
Al entrar al cuarto del pequeño éste la miró y ambos se sonrieron como si de algún extraño confín se conocieran. Julieta, angustiada y demacrada por los largos desvelos le pedía que lo curase. Pero Eloína, con tierna mirada quiso calmar su desconsolado corazón; tomándole de la mano le dijo que estuviera tranquila porque su hijo no sufría, sólo intentaba que su espíritu abandonara tranquilamente ese cuerpo prestado y pudiera regresar a donde pertenecía. Julieta, bañada en llanto gritaba que ese era su castigo por el pecado cometido pero Eloína la miró fijamente y le dijo: "todo es transitorio en este mundo pero la sensación de haber sido madre perdurará en ti como un sello indeleble en tu alma. Debes dar gracias por el corto tiempo que lo tuviste y lo amaste." Y diciendo esto, se acercó al niño, lo inclinó en sus brazos y descubrió su espalda. Dos retoños de alas brotaban sin herida alguna. Eloína lo besó tiernamente susurrándole algo al oído. Así dejó de respirar.
Julieta se desplomó inconsciente y así estuvo largas horas hasta que llegó el momento de sepultar al niño. Con la muñeca en sus brazos asistió al entierro. En sus ojos se notaba un profundo dolor pero parecía desvinculada de la realidad. Antonio lo atribuyó a la impresión que se llevó pero al paso de los meses Julieta parecía acercarse a la difusa línea divisoria de la cordura y la locura. Por momentos daba la impresión de darse cuenta de las cosas pero un manejo extraño de la temporalidad evidenciaba el otro mundo donde moraba.
Antonio la amaba entrañablemente y hacía lo imposible por arrancarla de la oscura niebla que habitaba en su mente. Pero Julieta cada vez más se alejaba de él y del resto del mundo. Sólo se entretenía apretando contra su pecho la vieja muñeca y susurrando "mi ángel, mi ángel", mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.
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