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VIVIR CON PALABRAS


..."El visir tenía una hija de gran hermosura llamada Scheherazada... y era muy elocuente y daba gusto oirla." Las Mil y Una noche.

Luz Clara había nacido en una noche de recia tormenta en la que parecía haberse conjugado todos los dolores de la lluvia y el viento. Nació después de que su madre sufriera horribles contracciones durante largas horas. Los dolores del parto empezaron con las primeras gotas de lluvia; leves punzadas en el vientre como leve era la llovizna. Casi simultáneamente, como si las nubes lloraran los dolores de parto de Aurora, lluvia y dolor se acrecentaron en un solo compás. A cada contracción sobrevenía un trueno, un relámpago y las gruesas gotas que golpeaban el techo no cesaban. Mauricio sin poder salir a buscar a la partera del pueblo, decidió acompañar a su mujer en la dolorosa faena del alumbramiento, que nada tenía de luz porque con los fuertes truenos la electricidad falló y quedaron bajo la penumbra de tres velas encendidas en la pequeña habitación.


En estas inesperadas e insospechadas circunstancias las manos de Mauricio, grandes y toscas recibieron a una niña que al salir no lloró sino que mantuvo sus ojos bien abiertos hacia la luz de las velas. Al verla su padre vio como también la pequeña habitación se iluminaba con los destellos que desplegaba la mirada de la criatura. Al cabo de unos pocos minutos la lluvia cesó por completo y Mauricio decidió llamarla Luz Clara.


La niña, muy precoz desde sus primeros años, creció al lado de dos hermanos gemelos que habían nacido en circunstancias normales pero que no poseían la sensibilidad y el carisma de Luz Clara. Muchas veces esa particular circunstancia de su nacimiento fue motivo de explicaciones premonitorias por parte de sus padres y otras personas del pueblo, sobre lo que habría de ser su vida.


Las muestras de precocidad de Luz Clara asombraban a todos en el pueblo. Sin ningún tipo de enseñanza a los cinco años fraguaba en su mente grandiosas historias que contaba a todo aquel que la rodeaba. El manejo de su adornado verbo y el uso de palabras desconocidas cautivaba a las personas quienes quedaban boquiabiertas con sus cuentos de damiselas, caballeros, y toda suerte de héroes que pudiera crear su pueril imaginación. Algunos, incrédulos de la habilidad innata de la niña, llegaron a pensar que se trataba de un teatro bien montado y ensayado para luego solicitar quién sabe qué beneficios. Sin embargo, sus padres ajenos de este ejercicio narrativo de Luz Clara, no sabían por qué aquel extraño gusto de la niña de perderse hasta las casas vecinas y pasar horas y horas con la excusa de jugar con sus amiguitas.


Una tarde en que se avecinaba una tormenta Mauricio salió a buscarla y la sorprendió frente a más de veinte personas embobadas, sentadas en el suelo del área principal de la pequeña escuela. Sin ninguna contemplación interrumpió el relato y condujo a Luz Clara hasta la casa mientras le reclamaba la mentira utilizada para escaparse y aquel gusto desarrollado hacia la literatura la cual consideraba como una odiosa alternativa para todos aquellos románticos blandengues y pusilánimes en el actuar. Por lo que, desde ese día a Luz Clara le fue prohibido salir sola de su casa y mucho menos tener contacto alguno con cualquier libro de fantásticas o románticas historias que pudiera caer en sus manos una vez que aprendiera a leer. Sin embargo, en su imaginación la niña no dejó de tejer historias, silenciosas historias que la acompañaron durante muchos años.


Aún siendo Luz Clara una mujer casada, alimentaba en su imaginación diarias historias que se complacía en contar todas las noches a Sebastián, su pequeño hijo de tres años. Lejos de la represión de su padre que ya había muerto y con la escasa comunicación que mantenía con su madre quien vivía al lado de los gemelos en una ciudad distante, Luz Clara se sentía con plena libertad para leer los libros que quisiera, desde grandes obras hasta recetarios y dibujos animados. En cada texto ella encontraba una magia especial y una singularidad en el lenguaje que la cautivaba. A veces solía tropezar con textos carentes de encantos pero aún así reconocía que eran portadores de palabras valiosas.


Cuando el pequeño Sebastián tenía seis años Luz Clara tuvo que enfrentar la dolorosa pérdida de su marido. Por segunda vez la muerte la visitaba pero ésta para sumirla en la más inesperada circunstancia. Su esposo, un arquitecto de vocación pero constructor de oficio había adquirido muchas deudas que ella desconocía y que tuvo que saldar después de su muerte. Con mucho esfuerzo pudo conservar la casa quedando prácticamente sin un centavo. Sin pensar en acudir a su madre y sus hermanos, con mucho orgullo y estoicismo Luz Clara asumió su oscuro presente.


Una tarde, desde la ventana de su habitación, observaba la lluvia que caía suavemente, Siempre que llovía sentía una sensación particular en su cuerpo como si en una fusión extraña algo muy en su interior se conectara con esa expresión de la naturaleza. En un sortilegio avasallante Luz Clara se sentía parte de la lluvia y en ella esa tarde, cuando interiormente se dolía de tanta pobreza venida encima, encontró la solución a sus problemas. En un susurro la lluvia develó ante Luz Clara lo que debía hacer. En una frase de tres palabras estaba dicho todo. Era casi la hora de la cena y ella poco tenía que compartir con su hijo. Rápidamente se dirigió al comedor y vistiendo la mesa con un elegante mantel regalo del día de su matrimonio, lo dispuso todo para cenar con su hijo.


- ¡Qué linda mesa mamá! ¿Vamos a comer cosas ricas?.


- Las más ricas que hayas imaginado alguna vez.


Ambos se sentaron a la mesa y Sebastián con ojos de asombro vio que sólo había un trozo de pan y un vaso de leche.


- ¿Mamá, esta es la comida? Sólo es leche y pan.


- Ya lo creo, pero la acompañaremos con un suculento trozo de carne sazonada de adjetivos y su respectiva ensalada de sustantivos.


- ¿Cómo?


- Ya lo verás, mejor dicho ya lo comerás.


Y así, acomodándose en la silla del comedor Luz Clara comenzó un hermoso cuento el cual degustaban poco a poco mientras el trozo de pan se suavizaba con la leche en sus bocas. Embobado, como antes estuvieran los primeros oyentes de los cuentos de Luz Clara, Sebastián masticaba lentamente, saboreando el matiz de cada sustantivo, la fuerza de cada verbo en los labios de su madre. En ese momento el pequeño Sebastián comprendió que las palabras pueden mitigar cualquier carencia o dolor en los seres humanos y Luz Clara al ver la felicidad reflejada en el rostro de su hijo supo que esa fluidez en su verbo era un don al que no podía resistirse.


- ¡Qué rica cena mamá!...pero falta el postre.


- Bien, hoy disfrutaremos una simple frase con espeso sirop de fresas, ¿te parece?


- Delicioso.


Desde ese día, mientras Luz Clara buscaba desesperadamente un trabajo, resolvía con palabras e historias todas las circunstancias difíciles de su día a día. A su juicio lo más importante era cubrir las necesidades básicas, por eso procuraba cada día suculentos manjares de palabras para comer, ir al mercado, y satisfacer las exigencias de la educación de Sebastián. Sin embargo, tenía que administrar muy bien su torrente de palabras, sabía que eran infinitas y nunca carecería de ellas pero debía usarlas adecuadamente pues un exceso podría resultar fatal. También se preocupaba por hallar la justa combinación sin que llegasen a resultar empalagosas, intolerables, inescrutables, ambiguas, superfluas o mucho peor aún, vacías.


Sebastián, su más devoto admirador llevaba amigos a su casa para que a la hora de la merienda su madre le obsequiara palabras acarameladas. Con frecuencia era tan grande el hechizo que provocaban las palabras que los niños querían repetir más porciones de turrones sustantivados o melcochas adjetivadas en el más dulce papelón. Luz Clara, temiendo siempre un ataque de lombriz o una descomposición de estómago, sin atender a los suplicantes ruegos de los chiquillos decía con decisión inquebrantable:


- Ya está bueno por hoy. Ni una palabra más.


Pronto la fama de cuentacuentos de Luz Clara comenzó a extenderse en todo el pueblo y a su casa empezaron a llegar primero los padres de los amigos de Sebastián, luego los vecinos de acá y de más allá y hasta personas de poblaciones lejanas. Sin darse cuenta, Luz Clara ayudaba a apaciguar dolores en las almas de todos sus oyentes. Siempre, en cada historia, alguien encontraba las palabras de aliento que deseaba escuchar. Jamás pensó Luz Clara en cobrar por lo que hacía pero pronto empezó a recibir comida, cestas de frutas, tortas, ropa para Sebastián, escapularios para la buena suerte y el mal de ojo, y un sin fin de cosas que nunca esperó recibir. Su primera reacción fue rechazar todo aquello pero su asfixiante necesidad y las palabras de su hijo: "Mamá te quieren mucho y por eso te hacen estos regalos", la disuadieron. En verdad, la gente no le pagaba sino que la premiaban y la halagaban con los presentes. El más hermoso regalo lo recibió una tarde cuando Don Augusto, el dueño de la tienda de ropas del pueblo, llegó hasta su casa. Antes había venido a escuchar dos o tres historias y ella lo había notado demasiado melancólico.


- He venido a verte para ofrecerte trabajo en la tienda. Se que tienes muchas necesidades y en realidad quisiera tenerte cerca para que en el tiempo libre, cuando no hayan muchos clientes, puedas dedicarme unas cuantas historias. Yo te pagaría por eso también. Estoy demasiado viejo y siento que mi fin se acerca. Unas cuantas historias me vendrían bien para sosegar mi conciencia cargada de algunos pecados que yo mismo no me he podido perdonar.


- No tiene usted que pagar por mis historias, lo haré con mucho gusto. Mucho debo pagarle por esta oportunidad de trabajar.


Al día siguiente, Luz Clara estaba en la tienda con sus mejores ganas. Don Augusto la adoctrinaba en el delicado arte de medir y cortar las telas, y conocer su ubicación en los estantes. Entre kakis, linos y muselinas los días de Don Augusto transcurrían de la más áspera soledad a la más lisonjera de las compañías pues en las horas en que no había clientes Luz Clara le inventaba las historias que él no se atrevía a pedir, pero que resultaban ser las que quería escuchar. Así pasaron largos meses y la tienda adquirió prestigio por la sola presencia de Luz Clara quien premiaba a todos los clientes con unos cuantos centímetros de frases estampadas. De pronto, Don Augusto enfermó y Luz Clara se quedó al frente de la tienda mientras el único hijo del anciano lo trasladó a la ciudad donde vivía para que recibiera tratamiento médico. Al cabo de tres meses, el hijo regresó portando con dolorosa elegancia un botón negro en la solapa de su traje. Luz Clara comprendió y por un momento no pronunció palabra. Luego, cuando se sentara al lado del joven para rendir cuentas de la administración, aprovechó para consolar su alma. Éste, con un mejor semblante le pidió que siguiera al frente del negocio y que él vendría cuando su trabajo se lo permitiera.


Como un torbellino la fama de Luz Clara se propagó hasta otros lugares y pronto fue visitada por un hombre interesado en negociar con su talento. Llegó desde muy lejos para proponerle que escribiera algunas de sus historias a fin de realizar una publicación con la cual ella recibiría ganancias por las ventas. Al principio la idea de comercializar con sus historias no atrajo a Luz Clara pero luego de mucha insistencia el hombre le hizo ver el lado positivo: tendría la posibilidad de que muchas personas leyeras sus historias.


Con el ánimo de que su palabra se extendiera a otros confines tomó papel y lápiz para escribir pero no podía plasmar en el níveo pliego las historias ya dichas. Intentó entonces escribir nuevas historias, inventarlas y escribirlas al mismo tiempo que su imaginación las producía pero fue imposible; acostumbrada como estaba al calor de la gente a su alrededor, le faltaba mirar sus ojos y adivinar en ellos el desconsuelo para poder pronunciar la palabra apropiada. Comprendió entonces que sus palabras brotaban de sus labios para ser escuchadas y no para ser escritas. Sin darse segundas oportunidades despidió al forastero con un contundente no y prefirió seguir su tranquila vida.


Con el paso de los años, Sebastián se fue lejos a estudiar en la universidad. Luz Clara tuvo que enfrentar primero la muerte de su madre y luego la de sus hermanos, todos víctimas de un mal incurable. Y así, sola, sin poder calmar su dolor con una historia a su medida, continuó el resto de sus días. Tantos fueron, que a la edad de noventa años, con una lucidez impresionante, después de conocer a cuatro nietos y uno en gestación, Luz Clara presintió su muerte y mandó a llamar a su hijo.


Sebastián llegó bajo las primeras gotas de una fuerte lluvia que se aproximaba, entró al cuarto de su madre y la encontró ataviada con un vestido de muselina blanca cuya tela le regalara el hijo de Don Augusto cuando finalmente ella dejó de trabajar en la tienda hace algunos años. Durante muchas horas habló con su hijo de su vida y de su muerte con la mayor naturalidad. Afuera la lluvia arreciaba con fuerzas y al fallar la luz eléctrica, Sebastián buscó a tientas en la mesa de noche tres velas y las encendió a un costado de la habitación. La luz iluminaba tenuemente la habitación pero al mirar los ojos de su madre perdidos en los pliegues de las arrugas, descubrió el mismo resplandor que él había conocido a través de la historia del nacimiento de su madre. Luz Clara le pidió que se acercara, lo besó muchas veces y le susurró al oído que su quinta hija nacería en iguales circunstancias a las de ellas. Después de esto, mirando la luz de las velas se fue perdiendo en la historia infinita que aún tejía en su memoria.


Muchos años después, mientras Clara Luz, la hija de Sebastián, intentaba hacer dormir a su pequeña Aurorita, ésta le preguntó:


- ¿Mamá, cómo es qué sabes contar tantas historias tan lindas?


- Simplemente es la mágica herencia de una abuela elocuente.

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