Parte I: Los peregrinos
1. La mesa nocturna
Nadie paseaba por las calles de Clípea al anochecer. El calor era insoportable a esas horas, cuando el Sol estaba directamente sobre el reino de Nyx. Eso implicaba que todo negocio, toda clase de servicio u ocio acababa en el momento en que llegaba el Sol.
Y, sin embargo, en el Escudo Roto, una de las mesas seguía ocupada, para desesperación de su propietario. Alrededor de la mesa, ocultos en la penumbra de un cuarto sin ventana alguna, iluminados tan solo por la mortecina luz de un par de viejas velas, siete hombres encapuchados discutían en quedos murmullos, acordando oscuros negocios de los que parecía más saludable no enterarse. El posadero los observó unos segundos más con ojos inquisitivos. La mitad parecían militares, por el gesto rígido y el andar estirado, la otra mitad matones armados hasta los dientes, y ninguno de las dos mitades quería ser molestada. Habían sido bastante explícitos al respecto.
En la mesa nocturna, una mano se alzó, provocando un suspiro del cansado tabernero. "Al menos", se dijo a sí mismo, "están pagando a tocateja, y eso ya es mucho decir en los tiempos que corren". Sirvió las jarras, las ultimas de la noche para él, y las paso a su camarera, confiándole tácitamente la taberna, mientras subía las escaleras con pies pesados, dispuesto a tratar de dormir ignorando el calor abrasador.
En la mesa, los dos capitanes se observaban con recelo. Sería difícil encontrar otro par de hombres más similares y a la vez distintos. De un lado Marco Ofiskias, cabeza de su familia y muy afamado comandante de los cruzados negros, enjuto y duro como una espada; clavaba en el mercenario una mirada de acero, con los labios ligeramente fruncidos de desaprobación bajo el espeso mostacho. Su cuerpo entero era presa de una calma tensa, y la severidad de su mirada era la de un hombre acostumbrado a que sus órdenes se siguiesen.
Del otro, Claudio Nerva, jefe de una conocida banda de mercenarios: matones, asesinos y guardias a sueldo; grande y grueso, con esa clase de gordura que sugiere fuerza bruta. Reposaba en la silla como caído, libre de cualquier tensión si uno no observaba sus manos crisparse y sus ojos azules buscar con la mirada a sus hombres para asegurarse de que estuviesen listos. Al contrario que Marco, que aun peinaba abundantes canas, Nerva era totalmente calvo y su piel oscurecida por el sol mostraba un mosaico de cicatrices variadas en tamaño y forma.
Nerva miró su jarra con tristeza. Tenía la garganta seca y no pensaba discutir ni una palabra más hasta haber solucionado tal situación. Estaba ignorando deliberadamente el gesto airado del comandante. Si quería algo de él o de sus hombres, tendría que negociar. Así funcionaba el mundo.
La joven camarera puso una jarra de cerveza aguada frente a él y el veterano mercenario emitió un murmullo de aprobación. Por un momento pensó en molestar a la muchacha, impulsado por años de malas costumbres, pero para su desilusión, la que le servía era la fea; una criatura huesuda y poco agraciada, sin una maldita curva en todo su cuerpo y con el rostro de un muchacho. Inclinándose sobre el asiento, buscó con la mirada a la otra chica, pero ni ella ni el tabernero seguían ya en la planta baja. Una lástima.
Un educado carraspeo devolvió su atención a la reunión. Oh, sí, ahora el señor Marco parecía muy educado, pero su hombre, Tácito lo había llamado, clavaba la vista en ellos de una manera muy amenazadora mientras tamborileaba los dedos sobre la empuñadura de la espada. En fin, gajes del oficio. Para eso traía a sus muchachos con él.
—Diez mil es poco. Las tierras de Nadie no son ninguna broma.
—Diez mil es cuanto podemos ofrecerle, señor Nerva. Es mucho más de lo que usted haya cobrado nunca por un encargo.
—Guárdate tu jodido dinero, perro. Diez mil es poco por las tierras salvajes.
Si aquello había ofendido al comandante, no lo demostraba. A Nerva no le hubiese gustado tener que echar una partida de cartas contra él. El hombre era un puñetero bloque de hielo. El comandante lo observó unos segundos, valorando algo mentalmente, y luego rebuscó entre sus pertenencias. Nerva notó como Sila se tensaba a su derecha, listo para atacar. Sonrío para sí, orgulloso. "Somos los mejores. Si el soldadito quiere contratarnos, tendrá que pagarlo".
El comandante levantó el puño sobre la mesa con ademán dramático y abrió la mano dejando que un pequeño objeto se escapara de entre sus dedos. El objeto cayo a plomo, sin rebotar ni emitir sonido alguno al chocar con la madera. Era un disco de piedra negra, pulido, como una de esas monedas con un agujero en el centro, solo que del tamaño de un puño y totalmente liso. Todas las miradas convergieron en el objeto. De algún modo, llamaba poderosamente la atención, más allá de cualquier lógica.
Nerva alargó la mano hacia la piedra y la levantó, sin prestar atención al gesto del comandante para detener a su hombre. Sostuvo el círculo de piedra, como en trance. El tacto era frío y liso, como coger hielo, y el disco parecía atrapar la luz y el sonido, y consumirlos, devolviendo al mundo en pago una luz pálida y pausada, como la respiración de un durmiente. El tiempo pareció detenerse y las sombras se alargaron en la posada, mientras un escalofrío recorría al mercenario de pies a cabeza, sintiendo que era incapaz de moverse mientras las sombras se cerraban lentamente sobre él. El encanto se rompió cuando el comandante se lo arrebató con firme suavidad y lo escondió entre los pliegues de su capa.
—¿Qué demonios era eso? —exigió el mercenario, aun observando el lugar en que el disco había desaparecido.
—Eso, señor Nerva, es el objetivo último de nuestro viaje. Eso nos devolverá la noche.
Nerva escupió al suelo, mosqueado. Las velas titilaban sobre la mesa, podía oír a sus hombres a su espalda y el mundo parecía volver a tener color. Despacio tomó aliento, aun ligeramente sobrecogido.
—Y una mierda. ¿De qué demonios estás hablando?
—Hemos encontrado la manera de devolver la Luna al firmamento, señor Nerva. Ese es nuestro fin. ¿No le parece un objetivo encomiable? Trate de imaginar cuanto le reportaría ser un héroe...
El mercenario miró pensativo al comandante unos segundos. Las sombras tras el hombre parecían más intensas, parecían bailar lentamente ante su vista. Se obligó a concentrarse. Aquello era un truco. Tenía que serlo. Y él los había visto mejores. No iban a engañarle con semejante tontería. Una sonrisa engreída cruzó su rostro deformado por las cicatrices, replicándose en cada una de ellas.
—Treinta mil o nada, comandante. ¿No le parece un precio encomiable? Haga un pequeño sacrificio por su Dios.
El comandante observó con desprecio el rostro del jefe mercenario, valorándolo. Era el mejor mercenario que el dinero podía comprar en Nyx, pero también era un hombre desconfiado y codicioso, más de lo que pensaba. Y tremendamente estúpido. Uno siempre debía saber hasta dónde podía negociar. Suspiró con hartazgo y trató de hacer que entrara en razón una última vez.
—Diez mil, señor Nerva. Eso es cuanto puedo ofrecer.
—Por unos miserables diez mil no pienso meter a mi compañía en una empresa de este calibre.
—No necesito a su compañía, señor Nerva. —Marco empezaba a perder la paciencia—. Tan solo a sus mejores hombres. Cuatro de ellos serán suficientes.
—¿Cuatro hombres? —Ahora el mercenario estaba estupefacto.
—Los números son un impedimento más que una garantía allá donde vamos. —Marco clavó una mirada cargada de hartazgo en el mercenario—. Serán dos mil quinientas monedas por cabeza.
Ahora Nerva ya no sonreía. Marco podía percibir en su ceño fruncido cómo trataba de desentrañar donde estaba la trampa. "La trampa, hijo de perra, es que sois carnaza. La trampa es que allí afuera vuestras vidas no valdrán un maldito comino. La trampa es que la probabilidad de que lleguéis a disfrutar el cobro es poco más que nula".
Por supuesto, ni el más mínimo rastro de semejantes pensamientos cruzaba el severo rostro del comandante.
—No me gusta... ¿Solo cuatro? —Ah, quizá el viejo Nerva no fuese tan estúpido, al fin y al cabo. Algo empezaba a olerse.— Cuatro... Nos vamos.
El comandante se dejó caer en su silla, suspirando de pura desesperación, mientras el mercenario se levantaba haciendo una seña a los suyos para que lo siguiesen. No llegó muy lejos, menos aun de lo que le auguraba Marco. De una mesa en teoría vacía les llego el sonido de una silla al desplazarse sobre el suelo de piedra y un embozado se cruzó en el camino del mercenario. Era alto y flaco, y destilaba amenaza, tanto por el modo en que se interpuso entre Nerva y la puerta, como por el modo en que sostenía una lanza de caza. Nerva lanzó un gruñido y echó mano a su espada.
—Muchacho, yo me quitaría de en medio. —El tono del veterano transmitía una impaciencia que el encapuchado no pareció notar.
—Dos mil quinientos me parece un precio razonable.
Toda la taberna quedó pendiente del enfrentamiento entre aquellos dos. Los hombres de Nerva echaron mano a sus armas despacio, y Marco pudo notar a Tácito haciendo lo propio tras él. Justamente ese pequeño gesto de Tácito fue lo que hizo dudar un segundo a los tres mercenarios, dejando solo a su líder.
Nerva no era hombre que se dejase intimidar. Sin previo aviso desenvainó su espada contra al recién llegado, pero su brazo jamás llegó a trazar el arco letal porque el encapuchado le rompió la nariz con el regatón de la lanza. Nerva retrocedió confuso y sangrando y la lanza giró, rompiéndole la cabeza. El veterano se desplomó, lentamente, con un ligero sonido de succión y un golpe sordo. El tintineo de su espada contra el suelo fue el único sonido que se oyó en la taberna por unos segundos.
Después todo se precipitó. De debajo de las capas de los mercenarios surgieron toda clase de armas y Tácito se levantó espada en mano, mientras el joven tutor trataba de encordar su arco a toda prisa.
El misterioso asesino los ignoró con total frialdad y, tomando una silla, la acercó a la mesa arrastrándola pesadamente sobre el suelo empedrado, con un estruendo infernal, ante la estupefacta mirada de los levantados en pie de guerra, quienes, paralizados con las armas desnudas, no conseguían decidir qué hacer con ellas.
El encapuchado se sentó tranquilamente en la silla, apoyó los pies sobre la mesa e hizo una seña pidiendo bebida, solo para constatar que la camarera había huido. Emitió un chasquido de molestia y se volvió hacia Marco.
—Dos mil quinientos ¿No?
Marco se relajó en su asiento. Sin apenas advertirlo, su mano había buscado la empuñadura de la espada y sus piernas se habían aprestado al combate. Intentó disimular su nerviosismo mientras trataba de dilucidar con qué o quién estaba tratando exactamente.
—Eso es —respondió al fin—. Por cabeza.
El encapuchado asintió ligeramente. Cada gesto tenía la engañosa lentitud de una bestia al acecho, pero cargado también de una cierta sencillez directa que hacía muy difícil predecir sus intenciones. Balanceaba la lanza ligeramente sobre su hombro y el comandante tenia que hacer grandes esfuerzos para apartar la vista de la cruz ensangrentada.
—Suena más que razonable.
Uno de los mercenarios, el que había sacado dos dagas de debajo de su capa, intervino en la conversación.
—¿Quién demonios...? —Las palabras se le trabaron, intentando salir de su boca, dejándole boqueando unos segundos. Finalmente estalló de pura rabia—. ¡Esta es nuestra negociación!
El recién llegado se volvió hacia el mercenario. La capucha apenas dejaba entrever algo más que su boca, curvada en una perenne media sonrisa sarcástica.
—No, ya no. La negociación era con los mercenarios de Nerva ¿no? Y esa compañía acaba de disolverse.
Los ojos de todos se volvieron hacia el cadáver en el suelo de la posada, el cual empezaba a desarrollar su propio charco de sangre, como una aureola encarnada.
—Son dos mil quinientos ¿no? Acepto.
Marco miró fijamente al asesino, pero era difícil leer las intenciones de una capucha. El gesto relajado hasta el descuido frente a los guardaespaldas de un hombre muerto hablaba de alguien habilidoso con las armas. La voz era opaca, empañada y susurrante, con lo que Marco no podría haber dicho con certeza si pertenecía a un hombre o a una mujer. Los brazos permanecían relajados, pero sin soltar la lanza, y sus manos estaban rotas y encallecidas por el trabajo.
Había algo perturbadoramente familiar en él, aunque no lograba discernir el qué. Sin embargo, el viejo soldado podía leer perfectamente un cambio en el viento, y el desconocido había presentado credenciales más que suficientes. Tendió la mano al encapuchado y cerraron el trato estrechandolas.
—Eso hace uno. —El comandante volvió la vista hacia los otros tres y con estudiada indiferencia preguntó—. ¿Alguien más?
Uno de los mercenarios, el que parecía una montaña, soltó una carcajada y una maldición, y aceptó el trato. Bruto lo llamaban, un escudo humano con malas pulgas y voz estentórea. Las historias que había oído Marco al respecto hablaban de diez hombres armados reducidos a pulpa con mobiliario de taberna. Otro de los mercenarios envainó su espada y tendió también la mano al comandante, pero antes de estrechársela, puso sus condiciones:
—Por adelantado.
Marco asintió y se volvió hacia Tácito, quien puso una bolsa sobre la mesa.
—Mil monedas de plata. —El comandante se la tendió al mercenario con algo parecido a una sonrisa— ¿Suficiente adelanto?
El mercenario dudo un momento, recogió el saquillo, y estrechó la mano del comandante. Fidel, recordó Marco. Antiguo guardia, un hombre de fiar. No había grandes historias sobre aquel. Tenía una familia a la que adoraba, razón de su actual oficio.
Finalmente, solo el de las dagas seguía dudando, intercambiando vistazos entre el cuerpo de su comandante y sus propios compañeros. Aquel era Sila, asesino y vividor, un auténtico espectáculo lanzando cuchillos. Tras dudar aun algo más, accedió a regañadientes, con un rápido asentimiento y un gruñido de desganada aceptación.
Marco juntó las manos en un gesto de satisfacción.
—Bien caballeros, ha sido un placer hacer negocios con ustedes. Mañana nos encontraremos en la puerta Merídia. Tenemos un mundo que salvar.
Se levantó, se caló la capucha y abandonó la taberna seguido por sus dos escoltas, razonablemente satisfecho. El encapuchado le siguió poco después, abandonando el local por la puerta trasera.
Sila guardó las dagas y observó a su comandante caído. Contó en silencio hasta tres y luego abrió la puerta trasera con cuidado. La luz del sol lo cegó unos segundos, y para cuando logró abrir los ojos, lo único que pudo atisbar fue un callejón vacío. Recorrió la callejuela a la carrera, sin ver a nadie, y volvió a la taberna, mascullando airado. Un ligero sonido llamó su atención en el momento en que tomaba el pomo de la puerta.
Escondida en una esquina, murmurando en voz baja cánticos a la Luna, descubrió a la camarera huida, ovillada detrás de algunas tablas y cajones vacíos. Avanzó hacia ella y la levantó por el brazo, ignorando sus gemidos de terror
—¿Le has visto? ¿Por dónde se ha ido?
La muchacha le miró con los ojos muy abiertos y la incomprensión pintada en el rostro, repitiendo sus salmos entre dientes con creciente desesperación, mientras se resistía denodadamente.
Sila la arrojó de malos modos sobre las cajas y volvió a entrar en la taberna.
Necesitaba un trago. Estaba siendo una mierda de noche.
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