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9. Quienes moran en las sombras


El estruendo de la montaña al derrumbarse lleno el mundo, reverberando en las paredes del túnel como una tormenta, un gran redoble que fue apagándose poco a poco hasta convertirse en un silencio expectante, cargado de ecos vacíos, interrumpido tan solo por los rebotes de aquellas piedrecillas que seguían moviéndose, buscando un lugar más estable en que aposentarse.

Inquira estornudó un par de veces entre el polvo del derrumbamiento, con los ojos lagrimeando. El mundo se había vuelto más oscuro al cerrarse la boca del túnel tras ellos, y tan solo algunos rayos de luz, débiles y lejanos, conseguían colarse en la desigual muralla de piedras. El comandante, a su lado, se había sentado en el suelo y miraba la muralla con tristeza.

El mundo pareció en calma durante unos segundos, vacío de todo sonido mientras sus oídos empezaban a recuperar la capacidad auditiva, tras apagarse ante semejante despliegue de ruido, de modo que al principio los gritos de Tácito les llegaron envueltos en una aterciopelada capa de silencio, como si fuesen muy lejanos o muy débiles.

El comandante se acercó al derrumbamiento y trató de tranquilizar a su hombre. "Todo bien", "Seguiremos y nos reuniremos con vosotros donde sea que esto desemboque", "Estás al mando", Inquira apenas le escuchaba, con su atención centrada en la valoración de su nueva realidad. La vista apenas lograba distinguir los alrededores en medio de la oscuridad pesada de las tripas de la montaña. El suelo era algo menos húmedo que junto al lago, pero también era mucho más irregular. Inquira se volvió y miró al comandante, enfrascado en su conversación con el resto de la tropa. Negó con la cabeza para sí. Había sido una feliz circunstancia quedarse a solas con el comandante, pero aquel aún no era el momento ni el lugar. Esperaría, había aprendido a ser paciente.

Marco se volvió en su dirección y le hizo un pequeño gesto para que siguiesen su avance, al que Inquira correspondió con un mudo asentimiento. Avanzaron por los túneles oscuros en silencio, con la precaución que es connatural en la oscuridad para una raza tan poco preparada para ella como la humanidad. El camino se retorció bajo sus pies una y otra vez hasta que la pareja perdió todo sentido de la orientación. 

El terreno era desigual, tallado por la naturaleza sin intervención alguna del hombre. El aroma del agua seguía flotando en el aire como una promesa lejana, dando a los caminantes la esperanza de acercarse con cada paso al camino que habían dejado atrás.

Descansaron con un ojo abierto, durmiendo en turnos desiguales, envueltos en sus capas raídas y ajadas, manchadas del polvo del camino, temblando de frío. Inquira se abrazó las rodillas, tratando de retener algo de calor. Sus ojos ya estaban bastante acostumbrados a la penumbra, de modo que podía ver al comandante dormitando en la pared de enfrente. Tragó saliva despacio y se lamió los labios. Su silbido resonó en las profundidades de la roca, grave y dulce, y las melancólicas notas de la blanca flor resonaron en los pasillos de piedra.

El viejo comandante se removió en sueños, y antes de acabar la primera estrofa ya había entreabierto los ojos . Inquira fingió no darse cuenta y siguió silbando hasta que las notas de la cancioncilla se perdieron en la oscuridad. Su mirada, sin embargo, no se apartó del rostro del comandante. Vio el levísimo temblor y vio la sorpresa en su rostro durante una décima de segundo, y sonrió para sí.

—No deberías silbar, chico. No sabemos que pueda haber aquí abajo. —La voz del comandante sonaba adormilada. Con una nota de inquietud.

—Perdón señor. Una mala costumbre.

—Bien. —El comandante volvió a enterrar la cabeza bajo la capa. Sin volverse, preguntó— ¿Cómo te llamas, chico? Aun no lo has dicho.

—Egisto Inquira

—Inquira pues. —La ausencia de reacción decepcionó un poco a Inquira. Un poco—. Yo conocí hace tiempo a un Egisto...

—Era un nombre común entre los Inquira, señor.

—Si, por supuesto. —la voz del comandante se iba apagando a medida que el sueño volvía a vencerlo—. Aquel chico ya está muerto, al fin y al cabo.

Descansaron lo que consideraron oportuno, porque en la penumbra de los pasadizos no había día ni noche, y mal descansados retomaron el camino.

La oscuridad se había vuelto opresiva y por primera vez desde que entraron en las cavernas, Inquira sentía una sensación pesada, de soterramiento. Por primera vez notaba que andaban por caminos de piedra, olvidados tiempo atrás, sin rumbo ni idea de a dónde les conducían, bajo toneladas y toneladas de roca maciza. Era una sensación casi física. Podía sentir en la piel y en los pulmones el peso del aire, aplastante, y la incertidumbre y la desesperanza se empeñaban en tratar de tomar control del férreo núcleo de fría determinación que era su mente.

Sus ojos por otro lado se habían acostumbrado a la penumbra.

Caminaba apoyándose en su lanza con la diestra, mientras dejaba que su mano izquierda acariciara la pared de roca, deleitándose en su tacto sólido, la única certeza en un mundo poblado por sombras y sonidos extraños.

Frenó en seco, llamando la atención de su compañero, quien le interrogó con la mirada. Ignorándolo, Inquira frotó las puntas de los dedos de su mano izquierda, con una mueca pensativa en el rostro, tratando de dilucidar qué era lo que había detenido su paso. Acarició la pared de piedra con cuidado hasta que volvió a notar aquel tacto extraño.

Marco se había ido acercando de modo que también pudo verlo, y el viejo comandante soltó un juramento por lo bajo. En el centro de aquella pared de roca maciza había cuatro surcos paralelos, la silueta inconfundible de unas garras. Una sonrisa macabra iluminó el rostro de Inquira mientras acariciaba las marcas, heridas profundas en la piel de la montaña. Su cuerpo entero temblaba de alegría y expectación.

Reanudaron la marcha con paso más cauteloso, y sus ojos, ahora despiertos e inquisitivos, empezaron a distinguir en las paredes de piedra el mosaico de surcos y huecos que alguna criatura había dejado al vagar por aquellos túneles. En el suelo, en las paredes, incluso en el techo, las marcas estaban en todos lados cuando uno empezaba a buscarlas.

De pronto cada pequeño sonido tenía una cadencia ominosa, cada sombra ocultaba un horror primigenio capaz de herir la roca con sus manos desnudas.

Hicieron una pequeña pausa y aseguraron aquellas partes de su armamento y ropas susceptibles de tintinear, bien atándolas de modo que no pudiesen moverse, bien usando jirones de tela para tratar de ahogar el sonido del metal.

Las vueltas y revueltas se sucedieron sin grandes cambios hasta que al torcer una esquina particularmente cerrada la luz los cegó de nuevo. Por tácito acuerdo, ambos esperaron a que sus ojos se acostumbraran a la claridad antes de seguir adelante.

La pared de roca se abría a su derecha como un balcón natural, adornado con pilastras de piedra que componían enormes ventanas por las que la luz se colaba a raudales. Más allá de aquella balconada, se extendía a sus pies una enorme caverna, un templo natural abovedado, decorado con columnas de piedra negra y rematado por un óculo en lo alto que permitía que la luz del sol se derramase sobre una pequeña isla de piedra en medio de las aguas del lago. 

Y en la isla, jugando y persiguiéndose bajo el sol, había al menos cinco niños de cabellos dorados y piel blanquecina, desnudos y sucios, riendo y cantando.

La visión por si sola hubiese bastado a trastocar a cualquiera, pero se volvía tanto más inquietante cuando uno empezaba a percibir los movimientos en la oscuridad, ligeros sonidos y sombras más oscuras que indicaban que alguna cosa acechaba a aquellos chiquillos, fuera del alcance de la vista. Y poco a poco la vista empezaba a percibir cada vez más de aquellas siluetas, de aquellos movimientos, empezaba a discernir la forma de unos brazos demasiado largos, de unas garras demasiado grandes. Un niño salió del agua y subió con torpeza a la isla, mientras el resto lo miraban con curiosidad. Con pasos apresurados y torpes, el chiquillo se acercó al borde interior de la isla, allá donde el sol no alcanzaba. Su paso se volvió más lento según alcanzaba el límite de la luz, hasta detenerse con el cuerpecillo paralizado y tembloroso.

Una nota suave, dulce, llenó la oscuridad. Un sonido inquietantemente humano, sonoro y bello. Entonces sus vistas se forzaron, y en la oscuridad, apenas sugerido por un par de brillos apagados, sus ojos creyeron distinguir algo grande y escamoso, recostado en las tinieblas, algo que parecía escuchar con atención mientras el niño le transmitía algo mediante gruñidos y gestos.

Cuando el chico hubo acabado un silencio pesado invadió la cueva. Luego sonaron otro par de notas melodiosas y la criatura en la penumbra se desplazó con un movimiento rápido que concluyó con el estruendo silencioso de las aguas al abrirse para dejar paso a algo grande.

Los chiquillos se miraron entre sí y luego corrieron entre chillidos de emoción hacia el agua, zambulléndose sin asomo de duda, desapareciendo en las aguas para no volver.

El silencio, como una mortaja, se impuso de nuevo. Luego vino el sonido de una respiración pesada, cerca, demasiado cerca. Ambos espectadores se volvieron con cuidado hacia el techo.

Sobre ellos colgaba boca abajo una de aquellas sombras en la oscuridad de la caverna. Era flaco, casi esquelético, pero los tendones, tensándose como gruesas sogas en unos brazos desproporcionadamente largos, indicaban una fuerza sobrehumana. Había en el ser algo demasiado humano, sensación inevitable cuando uno le veía el rostro, enmarcado en una melena sucia y empapada que cubría casi por completo unos ojos de un blanco lechoso.

La criatura permanecía allí, mirándoles sin verlos, respirando como un fuelle.

Al cabo de lo que parecieron horas, se dejó caer al suelo, sin hacer apenas ruido. Movía la cabeza tentativamente, atento al más mínimo sonido, pero tanto Inquira como el comandante permanecían inmóviles, aguantando el aliento. Marco intercambió una rápida mirada con Inquira, y evitando hacer movimientos bruscos, echó mano a su espada.

La pelea apenas duró unos segundos. La criatura oyó el acero desplazarse dentro de la vaina y se volvió hacia el comandante con uno de aquellos poderosos brazos en alto. Inquira salto entonces sobre él, hundiéndole la lanza en la base del cuello. Confusa y herida, la criatura movió aquellos brazos como látigos en todas direcciones, alcanzado a Inquira, quien cayó de espaldas, golpeándose contra la pared. Marco aprovechó aquel momento de desorientación para hundirle la espada en la mandíbula. Hubo un sonoro chasquido y luego el ser cayó al suelo muerto, los largos brazos desmadejados mientras los últimos estertores hacían temblar su cuerpo.

Luego la calma se apodero de nuevo del túnel, una calma teñida de amenazas. Inquira se incorporó sujetándose el estómago. La coraza había amortiguado el golpe, pero aun así el impacto le había quitado la respiración y el dolor empezaba a extenderse poco a poco.

El silencio resultaba perturbador y en los oídos de ambos aún resonaban demasiado alto los sonidos de la escaramuza para sentirse seguros. Intercambiaron una mirada y retomaron el avance por el túnel, silenciosos como sombras, ansiosos por poner tierra de por medio entre ellos y aquel cadáver.

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