52. Palabras
—Mira lo que has hecho, viejo imbécil. —Belone se sentó ante él con una sonrisa alegre—. Así no vale la pena matarte.
—Cierto, muy cierto. La edad no perdona, está visto – Marco sonrió con cansancio – Aquí estamos.
—Sí.
—¿Y ahora qué?
—¿Qué?
—Bueno ¿En qué estabas pensando al venir a esta tierra de mala muerte a seguirme?
—Siendo sincera: no lo pensé demasiado.
—¿No lo...? —Marco no pudo evitar sonreír—. Madre mía, estas más loca de lo que pensaba.
—¿Puede vivir un pájaro sin volar, un caballo sin correr?
—Sí.
—No. Solo puede sobrevivir.
—A veces eso basta.
—Quizá para otros. No para mí. —Su nieta le miraba a los ojos, sosteniéndole la mirada sin vacilar—. Y tampoco para ti, de eso estoy segura.
—No sé qué decirte. Ahora mismo me encantaría estar sentando en mi mecedora delante del fuego, con una manta en el regazo...
—Mentiroso. —Belone sonrió. Una sonrisa torcida y dentada. Había que ver lo fea que era. Como mirarse en un maldito espejo—. Lo veo en tu cara, viejo zorro.
—Está claro que no puedo engañar a mis propias nietas. Hay que ver lo fea que eres.
—Gracias.
—Tu madre era una enorme mentirosa.
—Nah, ella nos veía con buenos ojos.
—Pues debía ser ciega. —Belone rio y lo mismo hizo Marco. Se le hizo un nudo en la garganta, y cuando pudo hablar, la voz le temblaba—. ¿Sufrió?
—No. Fue muy rápido, ni siquiera se enteró.
—Gracias al cielo. —Marco se cubrió los ojos con la mano, intentando contener las lágrimas, amargas y dulces—. ¿Qué ha pasado con Tácito?
—Muerto.
—Vaya.
—Era un pequeño engendro del demonio.
—No, era un niño muy paciente y dulce. Yo lo destrocé, como he hecho con todo lo que he tocado.
—¿Qué hay de Melissa?
—Ella es especial. —La sola mención a Melissa consiguió apaciguarle. No estaba bien ponerse tan sentimental delante de su nieta—. No soy tan grande como para poder haber influido en ella. Siempre estaré agradecido de haber podido ser su abuelo.
—¿Ella lo sabe?
—Sí.
—Entonces está bien. —Belone se encogió de hombros y ambos se sumieron en un silencio cargado de preguntas, de historias que nunca saldrían a la luz.
—No...no hay un solo día en que no lamente lo que hice a tu hermano.
—Lo sé.
—Sangre de mi sangre. Derramé mi propia sangre por mi ira egoísta. —Marco podía notar como el pecho le dolía más que la espalda, y las palabras se atragantaban en su pesar—. Todo podría haber sido tan distinto...
—Bah, al final todo ha salido razonablemente bien.
—Nadie debería matar nunca a los suyos...
—No sé. A veces es mejor que su mierda la limpie uno mismo.
—¿Polemos? —Marco no logró evitar que su voz traicionase su asco.
—Aja.
—¿Sufrió?
—Como un perro.
—Bien. —Ella sonrió al oir la satisfacción en la voz de Marco, y el veterano no pudo evitar sonreír también.
—Unos trastos de lo más interesante, estas llaves ¿Eh?
—¿Esto? —Marco aparto una de las llaves de su espalda abrasada antes de volver a dejarla sobre ella, con un estremecimiento—. Ya ves, ni siquiera esto servirá de nada. Aunque sospecho que es lo que mantiene a raya a esa culebra.
—Marco.
—¿Hum?
—Eh...ha... ha sido un honor. Conocerte.
—No. —Marco se atragantó con sus propias lágrimas, incapaz de hablar—. El honor ha sido todo mío. Eres una Ofiskias hasta las trancas.
—No, de eso nada. —Belone sonrió mientras enjugaba una lágrima solitaria con la mano—. Soy una Inquira.
—Y una mierda. Eres una hija de puta malvada y tenaz. ¿Sabes cuál es el lema de los Ofiskias?
—"Hasta vencer" —recitó ella para sorpresa del veterano.
—Si, ese también, pero antes, cuando el imperio, era un poco más largo. —Marco hundió en ella una mirada decidida. Había llegado a un acuerdo consigo mismo—. "Hasta decapitada, muerde" Un Ofiskias no deja de intentar vencer ni después de muerto. Tú sabes lo que es eso.
—Puede, puede...
—Hay algo que tengo que pedirte.
—Habla.
—Es sobre la misión...
—¿Traer la Luna? Yo me encargo.
—No. No solo eso. Hay algo raro en todo esto. He tenido tiempo para pensar, tiempo para darle vueltas a todo esto, y hay algo que no me gusta. Alguien...algo...nos está utilizando. Pero este muñeco tiene los hilos rotos y quiere hablar con el marionetista.
—¿Algún nombre en concreto?
—Uno, dos en realidad. No tiene sentido... pero es lo único que tiene sentido.
—Dilos.
—Sol. Luna.
—¿Y eso es todo? —Belone rio, una risa confiada, una bocanada de aliento para un moribundo, contagiosa y viva—. Soy turresa y lucernia. No nos sometemos a ese par de metemierdas, tenemos nuestro propio dios.
—Sí que estás loca...
—Sin duda. Pero matar a un dios... Eso sí sería una hazaña.
—Impresionante. Ahora sí me dejas sin palabras.
—De nada.
—Bien. —le costó hasta la última gota de su esfuerzo y un dolor como no pudiese ni imaginar, pero el comandante Marco Ofiskias se levantó una última vez, apoyándose en la aguja—. Es una verdadera lástima que tú y Melissa no os hayáis conocido. Habríais puesto al mundo de rodillas. Yo... he tenido una vida larga y plena. He recibido mucho, más de lo que merecía y he devuelto demasiado poco, pero aun puedo morir como he vivido: Luchando.
—Pues yo creo que ya puedes retirarte, anciano. Siéntate ahí quietecito y espera a que me encargue de todo.
—Gracias. —la voz de Marco era ya solo un susurro. Veía borroso, pero pudo ver las lágrimas en las mejillas de su nieta. Se acercó al borde mismo del lugar con pesadez, antes de volverse, una última vez—. ¿Recuerdas el lema de los Ofiskias?
Marco Ofiskias, comandante de la Hermandad de la Estrella, héroe condecorado, astuto estadista, amante marido y abuelo, sonrió una vez más dando la espalda al abismo, sin miedo, tal y como siempre había hecho. Con un movimiento repentino apuntó la espada hacia su garganta y la hundió con un rugido. Escupió un esputo sangriento y flaqueó, pero su mirada aún era firme cuando el vacío lo reclamó.
En lo alto de la colina, Belone quedó aturdida, con lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas y el corazón encogido de angustia. Negaba para sí, sin alcanzar a entender los últimos momentos de aquel hombre cruel y maravilloso al que había llegado a admirar y querer.
Luego el silencio se vio rotó por un chasquido de acero, el sonido de las fauces de una bestia cerrándose sobre su presa, seguido casi al instante por un rugido de dolor casi humano, sonoro y terrible, el sonido de quien muerde más de lo que puede tragar.
Belone se limpió las lágrimas con la manga y aquella sonrisa torcida, viperina, de Ofiskias, volvió a resplandecer en su rostro. Cogió con fuerza la alabarda, saltó a lomos de su corcel y lanzó un grito de desafío a los cielos, seguido de un susurro, quedo y cargado de sentimiento.
—Ni decapitado.
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