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50. Dos serpientes



Marco Ofiskias corrió con todas sus fuerzas hacia la oscuridad mientras el polvo ardiente de Circum estallaba en una deflagración ensordecedora, llenando el aire con el hedor de la tierra quemada. Cruzó el sombrío umbral y aceleró hacia la seguridad de los túneles mientras el fuego devoraba el exterior de la casa, dejando marcas negras en los muros abandonados.

Se dejó caer, derrengado, en cuanto la claridad de las llamas dejó de iluminar las sombras, y en el vientre oscuro de aquella columna de piedra, maldijo su suerte con exclamaciones entrecortadas de ira, entre resuello y resuello.

El camino hasta la ciudad había sido sencillo, aburrido incluso. Mucho polvo, mucho Sol, ningún engendro horripilante tratando de poner fin a su vida. Pero Circum estaba tomada por aquella bicha; una grotesca serpiente blanca con zarpas y un rostro encima del rostro, como si algún iluminado hubiese pensado que sería una buena idea coser su cara a la frente del basilisco más horroroso del mundo. La cosa tampoco sería tan grave si el muy hijoputa no respirase fuego.

"Mierda" se dijo "Puta mierda". Poco a poco su respiración empezó a normalizarse y las fuerzas empezaron a volver a sus molidos huesos. Los cojones, le iba frenar una puta víbora sobrealimentada. Hasta vencer, joder, y que se notara con quién coño estaba tratando.

Poco a poco se incorporó hasta levantarse. Tenía que llegar a la maldita cima de aquella condenada torre de piedra. A los putos valleses siempre les habían encantado las putas torres, pero aquella, por desgracia, era natural. Un jodido truño de piedra plantado por algún dios con un sentido del humor cuestionable, el mismo que debían compartir los puñeteros habitantes de Circum.

La ciudad había sido una maldita colonia minera, y lo que había empezado como un asentamiento en lo alto de una enorme garganta de piedra había derivado en una puñetera ciudad tallada en las mismas paredes del cañón, unida por pasarelas y túneles, millas y millas de putos túneles interconectados, retorcidos e incomprensibles. Un maldito complejo de piedra que rodeaba la torre central, en cuya cima se encontraba la condenada llave.

La torre era una armadura colocada en torno a aquella columna de piedra natural, un armazón de niveles escalonados que permitía ascender hasta la aguja. Los mismos imbéciles que habían cavado en la roca sus casas había taladrado la columna de parte a parte, creando casas en aquella mole, pero no habían tenido la consideración de conectar las diversas plantas de la torre desde el interior. La única forma de ascender era por la jodida carretera externa, un conjunto de rampas empinadas y zonas llanas que trepaba hasta la cima de la torre en una espiral irregular.

El comandante resopló mosqueado. Panorama de mierda, tenía delante. Había pensado más maldiciones en los últimos minutos de las que había dicho en años, y aquello nunca era buena señal. Era señal de que estaba bien jodido.

Valoró sus posibilidades mientras avanzaba a tientas por aquello corredores de piedra. Subir por las rampas estaba descartado. Aquella mala bicha tenía algo parecido a inteligencia, y se había enrollado en la columna, cegando cualquier posibilidad de un ascenso seguro. Tampoco podía aguantar en aquello túneles hasta que la bestia se cansara. No tenía comida, ni agua, ni paciencia para aquello.

Se detuvo extrañado. La verdad es que no había tenido hambre ni sed desde ni sabía cuándo, otra idea que considerar a su debido tiempo. Su carácter, sin embargo, seguía siendo el mismo, y sentarse a esperar nunca había sido plato de gusto para el viejo comandante.

Treparía por la pared de la torre, esa era su única opción real. Además, aquellas paredes eran de casas o templos o algo por el estilo. Había ventanas, había resaltes, podría auparse hasta el siguiente nivel de un modo u otro.

La luz del Sol interrumpió sus pensamientos según el túnel desembocaba en otro cuarto polvoriento, y el comandante aminoró el ritmo, intentando amortiguar el sonido de sus pasos. Se acercó al umbral mismo con lentitud, y cuando su vista se acostumbró a la claridad, dio un rápido vistazo al exterior.

Podía distinguir un tramo de serpiente desde su posición, pero no era ni las garras ni la cabeza, así que todo estaba bien. Salió del cuarto sin prisa y se permitió un largo vistazo preventivo. No había ni rastro de aquel horrendo aborto de cara en las inmediaciones, lo cual era buena señal; solo un tramo de aquel cuerpo blanco y escamoso, enroscado en torno a la carretera. La pared tenía pequeños huecos allá donde encajaban las piedras, y podía contar hasta tres ventanas entre aquel tramo y el siguiente.

Valoró por un momento la posibilidad de buscar el acceso a aquellas ventanas desde el interior. Quizá sí había un camino entre piso y piso, al fin y al cabo. Terminó por descartar la idea. Cualquiera que fuese la lógica que habían empleado en su construcción, escapaba al genio de Marco. Podía dar vueltas a ciegas hasta que cediese al cansancio. Puestos a morir, mejor al aire libre, donde quien le siguiese pudiese encontrar lo que quedara de él.

Dejó su mochila en el interior de la casa, así como la loriga. La espada la ató a su espalda, no se sentía con el valor para separarse también de ella. Luego paseó con cuidado en torno a la estructura, vigilando siempre a la serpiente por el rabillo del ojo, mientras decidía por dónde sería más sencillo el ascenso. Eligió un punto, se escupió en las manos mientras reunía fuerzas, y comenzó la escalada.

Resoplando, gruñendo y mascullando, avanzó hueco a hueco, aferrándose con todas sus fuerzas a la quebradiza piel de aquella mole de roca. Cuando alcanzó el primer alféizar, se aupó hasta el interior y se dejó caer al suelo, agotado.

Descanso algún tiempo y luego volvió a su tarea. La serpiente no se había movido en todo aquel tiempo, lo cual hacía pensar al viejo comandante que debía tener una posición estratégica y pocas ganas de abandonarla. Al fin culminó aquel ascenso tortuoso tras horas de esfuerzo. Se aferró al borde del camino y empujó su cuerpo palmo a palmo por encima del borde. Un pequeño traspié casi lo arrojó al vacío, pero sacó fuerzas de flaqueza y logró imponerse, aunque no logró evitar que un fragmento de roca, del tamaño de un puño cayese pared abajo.

Tendido junto al borde lo observó caer, respirando pesadamente, sofocado. La piedrecilla rebotó en la pared con un chasquido casi inaudible y se estrelló en el piso inferior, sobre la piel de la criatura.

Marco quedó helado. Se incorporó tan rápido como su molido cuerpo lo permitió y dio un vistazo desesperado a su alrededor. Aquel piso era de pura piedra, no había casas, no había estructuras, solo un pináculo de piedra con escalones tallados a su alrededor subiendo hasta coronar la columna.

Desesperado, maldiciendo entre dientes, el comandante se arrojó hacia los escalones. Avanzó a gatas por aquellas piedras desiguales, hiriéndose las manos con los cantos de la roca, mientras el rumor del movimiento de la serpiente subía hasta convertirse en un trueno que ensordecía cualquier otro sonido.

La bicha asomó su horrorosa cabeza al pie del camino y vomitó su hálito de azufre sobre el encogido comandante. Marco ignoró el calor de aquel infierno en vida, el dolor de su espalda al fundirse y continuó su ascenso, arrastrándose con las fuerzas que le quedaban hasta alcanzar la cúspide.

Solo entonces su cuerpo cedió al dolor atroz que recorría su espalda, obligándole a retorcerse en el suelo, con lágrimas en los ojos. Sollozó, tratando de contener el pánico, ahogado en el humo acre de su propia carne abrasada, y levantó la vista hacia la aguja.

Estaba solo en aquella cima, solos él, la aguja y un espacio abierto, sin lugar donde esconderse. Podía oir a la bestia al pie de la torre, anclando su escamoso cuerpo a la pared de piedra, hundiendo las garras en la roca mientras avanzaba.

Marco soltó una carcajada, un sonido grotesco preñado de desesperación. Se tanteó la espalda, soportando aquel dolor indecible por pura fuerza de voluntad, hasta lograr asir la empuñadura de su espada. El fuego había fundido la vaina sobre la hoja, y el arma tenía un aspecto demoníaco, renegrida y retorcida. Tanto mejor.

Arrastrándose sobre el brazo, el comandante se obligó a avanzar hasta lograr tumbar la espalda contra el obelisco negro, donde el frío sobrenatural de la piedra alivio en parte sus sufrimientos. Sujetó su acero con una mano, mientras la otra buscaba la llave que tanto le había costado alcanzar, y en cuanto la tuvo en la mano, le invadió la calma.

Levantó la espada hacia el frente y sonrió con la ferocidad de un condenado a muerte.

Que viniese. Allí esperaría.

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Otra semana, otro capítulo.

Empiezo a hacerme perezoso, así que posiblemente la semana que viene suba un par para volver a sentir el frío aliento de las fechas límite en el cogote.

Gracias por leer y comentar!

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