33. Un golpe y otro golpe
El cielo sonreía, el viento sonreía y hasta el mismísimo Sol tenía una sonrisa en su candente y dorado rostro. El mundo sonreía y Belone Inquira sonreía también.
Extendió sus brazos bajó el claro firmamento de la tierra natal de los Inquira, respiró hondo y soltó un suspiro satisfecho. Rio sin control hasta hartarse, gritó con fuerza hasta que le dolieron los pulmones.
Valliturre. Valliturre. Ah, qué dulce sonaba, la tierra de la que tanto había oído. La salida del osario daba a un rellano arisco, rodeado de montañas a su diestra y al frente el horizonte, hasta donde alcanzaba la vista, ilimitado, infinito, cargado de sueños y posibilidades.
Se acercó al borde de la elevación todo lo que pudo y buscó con ansia creciente la ciudad de la que tanto había oído hablar. Si las antiguas familias imperiales aún recordaban con amor Umbra, si sus almas aún añoraban reposar en su camposanto, el alma y espíritu de los Inquira viviría por siempre en la poderosa Lucerna y en su Templo de la Linterna. Habían pasado siglos desde que la familia había sido exiliada y relegada de su posición, pero todavía soñaban con Lucerna, con sus torres y fortalezas, con sus murallas y puertas, con su templo y su puente.
En la lejanía, pardo sobre pardo, distinguió algunas torres levantándose sobre el llano y luego, poco a poco, empezó a distinguir la silueta de una ciudad. El corazón le dio un vuelco. Quizá no era Lucerna. Quizá solo fuese otra de las ciudades fortaleza que poblaban aquella tierra meridional. Poco importaba, nada importaba. Todo estaba bien.
Belone se dejó caer en el suelo polvoriento, exhausta y hambrienta. Lo primero sería encontrar algo de comer. Las provisiones que le quedaban se habían quedado entre las ruinas de Umbra. También haría falta encontrar un arma, pero aquello no turbaba su ánimo. Estaba en Valliturre, la patria de los caballeros torre. Alabardas como las de aquella tierra no habrían sucumbido al tiempo.
Se quedó unos momentos disfrutando de la sensación de ser ella misma. Belone, Belone, Belone, lo pronunciaba en silencio, moviendo los labios, y sonaba de maravilla. Probó con Egisto.
Había sido Egisto casi diez años. Egisto, el habilidoso Egisto, el pequeño prodigio. Egisto había aprendido cómo se luchaba, cómo se mataba y cómo se sobrevivía. Sonaba bien, pero no tanto como Belone. Sonaba nostálgico. Probó con Gemina.
También habían sido diez años de Gemina. Gemina, la pequeña Gemina, la camarera feúcha. Gemina sabía volverse invisible, sabía esperar, acechar y decidir. Gemina había aprendido a vivir en el mundo, Gemina había hecho la única amiga que nunca tuvo. Sin duda Gemina sonaba bien, muy bien. Sonaba a paz, a familia. Pero Belone aún sonaba mejor. Probó con Ius
Ius había convivido con Gemina desde hacía un tiempo. Ius era un susurro en los callejones más oscuros de Clípea. Ius era el grito angustiado de las vindicantes. Ius era el brazo de quienes no tenían voz. Ius había teñido las sombras de carmesí, Ius había aprendido a jugar sucio, a luchar cuerpo a cuerpo, a golpear solo donde dolía, a ser rápida y letal. Ius tenía un objetivo, Ius era una declaración de intenciones. Ius sonaba como terciopelo negro, el susurrante placer de un oscuro secreto. Con todo, no tenía el peso y el poderío de Belone.
Se levantó con el rugido de sus tripas, aún con mariposas en el estómago, y no solo por el hambre. Tomó el camino hacia la tierra de las fortalezas, feliz de poner los pies en camino de nuevo, feliz de ser ella, todas las ellas. Una vieja canción acudió a su memoria. Una vieja canción que los Inquira cantaban cuando se embriagaban, fuera en el vino o en la victoria.
— "Un golpe y otro golpe, altas voces compañeros ..."
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El Sol volvía a lucir en las calles de Umbra, pero el polvo aún estaba asentándose. Los colosos vagaban de nuevo sin rumbo, entre los cadáveres aplastados de decenas de endriagos. Apenas una docena había sobrevivido a la segunda caída de Umbra y ahora se escondían aterrados y confusos, más bestias que hombres. En el Ara de la Columna, Lupe Remea luchaba por levantarse. Había vivido más de doscientos años y algo como una hoja de acero en la tráquea no iba a dar al traste con tan larga existencia.
Trató de incorporarse, pero el cuerpo no le respondía. Solo seguía sangrando, sin parar, manando como una fuente carmesí mientras su conciencia se nublaba más y más.
Vale, quizá sí iba a morir. Era una sensación curiosa, aterradora y conocida.
Al menos el Sol iluminaba su última morada. Siempre la había molestado la idea de terminar enterrada. Debía morir como una varganda, allá donde las aves pudiesen dar cuenta de su cuerpo.
El día era pacífico y el gran coloso descansaba en paz. Sus ronquidos eran lo único que se oía en el Ara, y era un sonido apacible, a su grotesca manera. Entonces le llegó el familiar chirrido, el claqueteo de las escamas flexibles sobre el suelo, apenas audible y obscenamente ruidoso.
Volver la cabeza fue un auténtico ejercicio de fuerza de voluntad, más si tenía en cuenta a quien esperaba ver pero, en aquel momento, cualquier cara medio conocida era bienvenida
—Lucio, ¿Cómo tú fuera de tu caverna, serpiente hija de puta?
—Lupe Remea, en cuan lamentable estado os hallamos. ¿Qué ha sido de la reina loba, la maestra cazadora, la mismísima adalid del Sol?
—Tu maldita estirpe, eso me ha pasado, por si te interesa.
La serpiente rio. Era un sonido desagradable, pero a la loba casi le sonó tierno. Un silbido carcajeante. Si hubiese podido hubiese reído ella también.
—Nuestro linaje cayó con Umbra, mestiza, y en modo alguno excusa vuestra negligencia. Ah, antaño hubierais cazado a esos cruzados cual si tratárase de conejos y ogaño halloós aquí tendida, largo espacio lejos de los bosques...
—Tenían que venir aquí ¿No?
—¿Es nostalgia lo que captamos en vuestra voz? ¿Quería la gran varega contemplar su Umbra natal de nuevo?
Vale, cuando el gusano tenía razón, la tenía. Se había emocionado. Había querido hacerlo grande, había querido que durase un poco más. Quizá, solo quizá, pasar una vida sentada bajo el Sol, doscientos años bajo su luz sin apenas interrupción, había sido un pelín, muy aburrido.
No se suponía que fuese a acabar de aquel modo, no obstante. Aquella Ofiskias turresa estaba rematadamente loca.
—Vale, tenía ganas de hacer algo para variar ¿Qué haces tú fuera de tu cueva si no? ¿El gran conspirador no tiene ahora ganas de volver a estremecer el mundo?
—Quizá sí, quizá sí...
—¡Por supuesto que sí! Lucio Ofiskias, padre y asesino del imperio, está harto de dormitar y aterrar solo a sus estúpidos peones. Admítelo maldito, dame ese último gusto.
Lucio sonrío. Su rostro calvo y anciano se arrugo aún más por el gesto, que dibujó en su faz una inocencia cargada de sombras oscuras. Cientos de hombres habían contemplado aquel mismo rostro antes de que sus vidas se fuesen al garete. En cierto modo, era un honor. En cierto modo.
—Muy bien, muy bien. Nos... yo también quiero jugar un poco con estos visitantes antes de que las vicisitudes del camino den cuenta de ellos.
Pues vete ya cabronazo, y déjame agonizar en paz, sin tener que ver tu horroroso rostro.
—Sabéis Lupe, de entre cuantos imbéciles he manipulado, condenado o ejecutado, vos sois de entre los pocos a las que he llegado a apreciar. Márchome pues. —La serpiente comenzó a desaparecer de su vista, anillo tras anillo deslizándose entre las columnas. Al segundo, sin embargo, su cabeza volvió a asomar en el Ara—. Disculpad, he olvidado despedirme de mi querido par, el buen Pusulo. Buenas noches, Pusulo, soñad con la Luna.
La loba remugó, pero no había nada que pudiese hacer al respecto. La serpiente tomó aire por su enorme boca colmilluda y luego expelió una llamarada abrasadora, subiendo la temperatura del templo entero. Pusulo comenzó a dar manotazos, despertado de su sueño por el terrible dolor. Trató de aullar, pero las llamas que lo consumían habían hecho arder aquel retazo de cabeza que le quedaba. El cuerpo deforme del titán se derrumbó sobre la aguja y su dolor se volvió sonoro cuando la piedra negra destrozó su vientre purulento.
La serpiente se marchó riendo entre dientes y la calma volvió al Ara, solo estropeada por el olor a descomposición interna y carne abrasada. La loba arrugó la nariz, mosqueada. ¡Ni morirse podía una en paz! Cerró los ojos, tratando de ignorar el aroma y se durmió en silencio, esta vez para no volver a levantarse.
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Y con esto llegamos a la mitad exacta de la obra. Antes de que acabe este año debería haber podido subirla toda. Pero ya se verá, tiempo al tiempo...
A partir de la semana siguiente, volvemos con el grupo de Justo, que para desmemoriados y despistados (colectivos entre los que suelo contarme) acababa de ser atropellado por un barco con muy poco respeto por el trafico fluvial, o sea que todos al agua y Festo sin saber nadar.
Y sin mas que añadir, ¡Gracias por leer y comentar!
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