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31. Donde la luz no llega



Marco Ofiskias sorteó el cadáver derrumbado del que fuera su subordinado, sin dedicarle nada más que un vistazo rápido y un gruñido de decepción. Como su ejecutor, consideró necesarias unas últimas palabras para el chico, a la altura de su presencia e impacto en el mundo.

—Ten cuidado con pisar la sangre, Tácito, o bajarás muy rápido estas condenadas escaleras.

Ignoró la mirada desconcertada de su pupilo y siguió su descenso hacia el inframundo de los nyctos. De todo lo que Nyx había perdido con la caída del imperio, el osario de Umbra era, con diferencia, la pérdida más dolorosa que tuvieron que afrontar. Los nyctos pensaban que, con la muerte, sus cuerpos volvían a ser los pedazos de carne que siempre fueron, mientras sus espíritus se elevaban a las alturas, hacia la Luna, con su camino alumbrado por aquellos grandes hombres que cayeron antes que ellos, los santos, estrellas en el firmamento. Lo único que se conservaba de los cuerpos era la calavera, para que los que se habían ido pudiesen aún encontrar el camino de vuelta si lo necesitaban. Las calaveras de los muertos eran el contacto directo de los nyctos con sus muertos, la forma de hablar con los que se fueron. Si el cuerpo se perdía o era destruído, los nyctos no hacían un gran alboroto ni se lamentaban demasiado, pero recuperar el cráneo era una bendición. Con una calavera se podía confiar a los muertos secretos y pedirles consejo. Con una calavera los espíritus de los que se fueron podían volver y velar por sus seres queridos, guiarlos en sueños y alentarlos con el susurro del viento.

Los nyctos habían organizado diversas expediciones a Umbra solo para recuperar las calaveras de sus santos, pero ninguna había regresado de las tierras salvajes.

Y ahora Marco vagaba por aquellos pasillos cargados de pena, esperanza y sabiduría, en la más completa oscuridad, iluminada solo por el fugaz destello de titilantes velas en los ojos de las calaveras. Y en la oscuridad, sentía las tinieblas moldearse en torno a él, y escuchaba los susurros de las almas como bisbiseos quedos de un viento imposible.

Le llamaban. Le acusaban y condenaban, le preguntaban cómo había podido humillar tanto el honor de los Ofiskias, antaño emperadores de Nyx, cómo se conformaba con su destino. Despreciaban su misma vida, le maldecían y le prometían el más funesto de los destinos.

Marco sonrió para sí. No veía gran diferencia entre los espíritus de los santos y aquellas abuelas chismosas que habían agriado su infancia con reconvenciones y desprecio. Hacía tiempo que no escuchaba la voz de quienes no tenían nada que decir.

El camino les llevó hasta una gran puerta de hierro negro, tosca y pesada. Sus batientes habían estado decorados con relieves de bestias e inscripciones, pero el tiempo había desgastado el metal y ahora apenas se podía apreciar las figuras talladas en su superficie, mucho menos los mensajes de los antepasados. Se abrió ante ellos tras mucho esfuerzo, pero sin emitir un solo quejido, silenciosa como el mismísimo sepulcro en que se hallaban, y Marco y su pupilo entraron en los salones de los muertos.

Los túneles que precedían al osario eran el lugar de reposo de los esclavos y quienes murieron en el anonimato, ahora se adentraban en las cámaras de los nyctos. El aire era frío allí dentro, y estaba cargado del aroma de la vejez y la piedra. Al contrario que en los túneles, donde las pocas velas encendidas bastaban para sugerir la forma del camino, en los salones las dispersas luces titilantes no bastaban a iluminar el tupido velo de las tinieblas.

Era imposible discernir cómo de grandes eran aquellas salas, o cuántos ojos huecos vigilaban sus pasos por la última morada de los hombres insignes. Un coloso podría haber estado de pie a su lado, silencioso, y no hubieran logrado discernir siquiera su silueta.

Avanzaron despacio, tanteando cada paso hasta la base de una columna que servía de linterna a una solitaria vela y allí se sentaron en el suelo, derrengados. El cansancio de un día entero de miedo y prisa se abatió sobre ambos cruzados y cayeron dormidos sin establecer guardia alguna.

Marco despertó en la oscuridad, sobresaltado. Era imposible saber la hora en la lobregura de los salones. Notaba la boca pastosa, la nariz tapada y no había un solo músculo de su cuerpo que no gritase de dolor. Escrutó la oscuridad a su alrededor, con la inquietud de despertar. La pálida luz de la vela se había ido volviendo más débil mientras dormía y creaba fantasmas bailarines en sus inmediaciones. Más allá, solo había una penumbra impenetrable, muda y fría, el silencio de los muertos. La idea lo inquietó un poco.

De algún modo, correr huyendo y luchando contra monstruos, o traspasar una ciudad llena de gigantes en pleno frenesí destructivo, había cargado de vida su cansado cuerpo, pero en la soledad, en el silencio que imponía la oscuridad, notaba el frío en sus huesos y la pálida mano de la muerte sobre su hombro, gentil pero firme.

Bebió un trago rápido de agua y mascó algo de carne seca para distraerse de aquella incómoda certeza. Tácito despertó algún tiempo después y el blanco de sus ojos bajo la luz mortecina de la vela fue un alivio para el anciano.

—Buenos días.

—¿Qué hora es?

—Tu conjetura es tan buena como la mía, a ese respecto.

—Ya.

El silencio descendió sobre los dos como una losa. Marco notaba en el temblor de la boca de Tácito una pregunta que se negaba a ser formulada. Decidió empezar él. Como siempre.

—Hay una llave en este osario, en la cámara de los santos.

—Ajá.

—Tendrás que ir a buscarla tú solo.

—Ajá. ¿Qué?

—Yo mientras seguiré camino hacia Valliturre y hacia la última llave de nuestro camino. Esperemos que el comandante Martino haya cumplido su cupo.

—¿Es... realmente necesario?

—Tenemos prisa, Tácito. Inquira tiene una de nuestras llaves y ahora mismo debe estar camino de la de este mausoleo.

—Quizá muriese...

—Lo dudo horrores, y mejor que reces porque no sea así, o de lo contrario tendrás que volver a Umbra a por ella. No, Inquira ha llegado hasta aquí y va a seguir adelante.

—Pero... ¿Para qué quiere la llave?

—Quién sabe. No tengo ni idea de lo que pasa por esa cabeza.

Marco mintió a su hombre de confianza sin el menor asomo de duda. Lo cierto es que empezaba a tener una idea bastante aproximada de lo que Inquira planeaba.

—¿Por qué mató a Sirio, comandante?

—Je. —Ah, ahí estaba la gran pregunta—. Yo no le mate, Tácito. Se mató solo. Yo solo evité que pudiese morir a manos de alguien capacitado para interrogarlo.

—No hacía falta arrojarlo al osario...

—Ese, Tácito, es el precio de la deserción. No es propio de ti este sentimentalismo.

—Comandante, este viaje le está cambiando.

—Bobadas, Tácito. Eres tú el que está cambiando. El Tácito al que entrene en Nyx le hubiera rajado el cuello él mismo.

—No. A Sirio, no.

—¿Tanto te gustaba, chico?

—Y usted tampoco lo hubiese hecho.

Marco clavó una mirada de enfurruñado cansancio en su aprendiz. Todo aquel asunto de Sirio no tenía el más mínimo sentido. Aguantaría, que remedio. Tácito aún era un peón muy valioso, su última pieza en aquella partida. Pero aun así...

—Tácito creo que has olvidado quién soy yo. Soy Marco Ofiskias, Tácito, comandante de la Hermandad de la Estrella, descendiente de emperadores, soldado desde el momento en que nací. He matado a más gente de la que podrías imaginar, suficiente para volver a llenar esta sala. He saqueado y permitido saqueos. He hecho morir hombres a latigazos solo para dejar clara mi autoridad y mando. He matado a mi propia sangre en más de una ocasión. —Su voz se quebró un momento, luego volvió con toda su oscura solemnidad—. Al anciano que te enseñó cuanto sabes y más nunca le faltaron las ganas de matar, solo las fuerzas.

—Yo...

—Inquira te esperará en la sala de la aguja. Apostaría mi vida a ello, de hecho, es lo que estoy haciendo. Véncela, toma su llave y reúnete conmigo en Circum.

—Así será, señor.

—No te descuides o te matará, chico. No es rival para menospreciar, no si quieres salir vivo de esta sepultura.

—He luchado antes con lanceros, señor. Recortar distancias y hostigarlos, eso es todo.

—¡Bien! Pero los Inquira son alabarderos. Nada que ver con lo has enfrentado hasta ahora. Nadie lucha así en Nyx, de hecho. No subestimes su fuerza.

—¿Por qué esta obsesión con Inquira, señor?

—Me inquieta. No hay nada en ella de su madre, es la viva imagen de Polemos.

Aquello tampoco era cierto. Polemos Inquira había sido un hijo de puta arrogante y bravucón, pero también un hombre simple y honrado. No, aquella doblez y astucia le eran demasiado familiares, aquella sed de sangre y afán por probarse. Tenía que saber hasta dónde llegaban, de lo que era capaz.

—Por supuesto, señor. —Tácito frunció el ceño un segundo tratando de descubrir que era lo que no encajaba—. ¡¿Ella?!

—¿No me has oído la primera vez, chico?

—¡¿Inquira es una mujer?!

—Mi nieta Belone Inquira. Sin el más mínimo asomo de duda.

—¿Desde cuándo...?

—Desde el mismo momento en que abandonó nuestra alegre compañía, chico. No bajes la guardia porque sea mujer.

—Melissa es una mujer y jamás bajé la guardia, señor.

—Melissa lleva tres años dejándose vencer, alma de cántaro. Aflojas cuando tiras contra ella y vio la manera de aprovecharse casi al segundo. Te ha estado usando para practicar cómo dejarse derrotar de forma creíble, y por lo visto con mucho éxito.

—¿Cómo... para qué?

—Porque es mil veces más astuta de lo que lo serás tú jamás. Belone no va a dejarse vencer, sino que te empalara como a un cerdo. Te lo repito y no lo volveré a decir, baja la guardia y estarás muerto.

—Sí, señor.

—Excelente. Tu habilidad con la espada es incluso mayor que la mía en mi juventud. Demuéstrame que eres digno del aprecio que te tengo.

Aquello no era mentira. Solo una cruel verdad. El día en que un niño, no, una niña de trece años había derribado a la flor y nata de Nyx de su pedestal, Marco había sentido un deseo inigualable de probar sus límites. Esa sería la última tarea de Tácito. Y marcharía gustoso a su final.

—Otra cosa, teniente. Alguien ha mantenido encendidas las velas de este santuario. No tengo ni idea de quién o por qué, pero basándonos en nuestra experiencia en esta tierra de nadie, no creo que, sea lo que sea, sea amistoso. Tenga precaución con eso también.

—¡Sí, señor!

—Magnifico. —Míralo, pobre imbécil, henchido de orgullo. Tienes la habilidad, chico, te faltan las tripas—. Si no tiene ninguna pregunta más, teniente, nuestros caminos se separarán aquí.

—Solo una cosa, comandante.

—Di.

—¿De verdad Melissa no luchaba en serio?

—Eso es lo que dice ella, teniente.

Tácito parecía contento con la respuesta. Un hombre leal hasta el extremo, tranquilo y recto. Un subordinado ideal, no podría haber elegido a uno mejor. Solo que Marco quería un heredero, alguien a quien enseñar cuanto sabía y Tácito era tan magnífico soldado como pésimo líder. Nunca olvidaría la tarde en que su nieta perdió intencionadamente por primera vez. Había felicitado a ambos contrincantes y luego había reñido con acritud a Melissa por aquello. ¿Acaso no le había enseñado él a ganar a cualquier precio? Era el maldito lema familiar, cielo santo. "Hasta ganar", escrito en cada rincón del pequeño castillo, bajo cada blasón de la serpiente.

Ella le había mirado muy serena, capeando el temporal con expresión de cuidadoso respeto y luego había sonreído, aquella sonrisa suya que le desarmaba, y había replicado "Ha estado bien, ¿eh? Ni se ha dado cuenta, y eso que no ha dirigido el asalto en ningún momento"

Aquello le había dado mucho que reflexionar. Melissa era mucho más inteligente que él, mucho más habilidosa con la espada, decidida y astuta. Pero también sabía ser amable y encantadora, reír con la mayor de las dulzuras y fingir sorpresa o tristeza. Hubiera sido una magnífica cabeza de la Hermandad, pero había nacido mujer. Fue algo que entristeció durante mucho tiempo a Marco. La niña de sus ojos, la heredera más digna que un hombre pedir pudiese, y una estúpida convención social impedía que alcanzase las cotas que en justicia merecería. Melissa lo había sobrellevado mucho mejor que él. Había aprendido todo lo que el veterano podía ofrecerle y lo había aplicado a su posición. Media corte comía de su palma, la otra media la odiaba abiertamente mientras en secreto suspiraba por una palabra amable suya, un gesto, un halago.

Belone, la posibilidad de Belone, fue lo que hizo que Marco probase el potencial de su nieta. Si aquella muchacha no hubiese plantado una duda en su mente, jamás se le habría ocurrido enseñar esgrima a una niña, ni nada en realidad. Era una deuda que Marco tenía con su nieta Inquira. Melissa, sus dificultades y problemas, le habían presentado un cuadro muy duro de la vida de su nieta perdida. Llevaba dándole vueltas desde que confirmó que era ella. Tal maestría, tal capacidad, condenadas a ser desperdiciadas por no haber nacido en el sexo adecuado. Belone había nacido para luchar y el mundo le había negado ese camino, de modo que lo había vuelto a abrir a lanzadas.

Observó a Tácito partir y emprendió él mismo su camino. Los salones de los muertos eran, al fin y al cabo, un lugar de tránsito en tiempos del Imperio. Oscuridad aparte, resultaba fácil seguir la senda que debía recorrer.

Pronto los pasos de Tácito desaparecieron en la negrura, y en la soledad los fantasmas de Nyx volvieron a acosarle. En vano. Marco Ofiskias no escuchaba las voces de las sombras. Marchaba sin mirar atrás, canturreando por lo bajo.

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Bueno, se descubrió el pastel. Tampoco es que pensara hacerlo un secreto o algo, pero sí tuve cuidado en hacerlo ambiguo. Habrá a quien le pille por sorpresa, habrá quien lleve tiempo sospechándolo y habrá quien lo haya intuido desde el principio. 

Y hay quien se ha ganado el derecho a presumir ;)

Sin más dilación, pequeña batería de preguntas:

- ¿Qué opinión os merece Marco? 

- ¿Y sobre la muerte de Sirio? ¿Quién pensáis que lleva razón?

- ¿Qué destino le aguarda a cada uno ahora que se han separado? ¿Teorías, corazonadas, presagios?

Al que haya contestado, gracias. Al que haya comentado, gracias. Y al que haya leído, por supuesto, muchas gracias.

¡Más la semana que viene!

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