29. Dolor, ruina, instinto, muerte
Entre las ruinas del imperio, Inquira hacía su camino, dirigiendo sus pasos hacia el Ara. Caminaba prestando atención a cada movimiento y por encima de todo al sonido atronador de los pasos de los gigantes, pero no se apresuraba lo más mínimo. Tomó callejas, cruzó edificios abandonados e incluso avanzó unos cuantos metros pasando de una casa a otra, aprovechando la ausencia de paredes allá donde los colosos habían cebado su ira. Los endriagos observaban su paso, pero ni uno solo se atrevió a acercársele. Los más temerarios quizá habían pensado que el trío era una presa fácil, pero ni uno solo estaba dispuesto a hacer frente a Inquira. Se apartaban a su paso y tomaban distancia, pues todos podían oír con diáfana claridad los silbidos de la víbora en su bolsa.
Llegó incluso a cruzar junto a uno de los gigantes mientras aquel vagaba sin rumbo. Tras haberse cruzado con algunos en la espesura, Inquira tenía la seguridad de que aquellos seres podían ver, pero que algo tan pequeño como su paso por la ciudad ni los inmutaba. El único peligro que suponían era el de la destrucción que sembraban a su paso, así como lo inconsciente de su caminar. Aún con todo, fue una imprudencia que casi le costó la vida, pues el titán lanzó uno de sus rugidos cuando pasó a su lado, y a punto estuvo de aplastar a Inquira mientras se retorcía fuera del camino del ser. Aquel grito era como una llamada de socorro, mezclada con una amenaza de muerte. Cegaba la vista y hacía temblar las piernas, pero si sostenía con fuerza su lanza, podía moverse al poco, aunque casi a gatas.
No supo cuántas calles recorrió, cuántos gigantes evitó, ni cuántos endriagos espantó. Umbra no tenía un significado especial en su mente y aquel paseo fue como volver a los últimos días de Calvaria. La orgullosa capital imperial no era sino una sombra de lo que fue: las blancas paredes destrozadas, las hermosas fuentes secas, o empantanadas y oscurecidas por el verdín. Ni un solo templo conservaba una estatua entera y no había columna que no mostrara en su elegante fuste profundas cicatrices. Cruzó una casa para evitar el paso de un coloso errante y al salir se encontró justo en la entrada del Ara de la Columna.
Buscó en sus recuerdos lo poco que sabía de aquel sitio. El Ara fue en un tiempo el centro mismo del imperio, el lugar en que sus emperadores se reunían a deliberar el rumbo de la mayor nación del Escudo. Un enorme graderío circular rodeando una tribuna central, construida con una columna del gran templo de Akkapi, fruto del único ataque victorioso de Nyx sobre el reino de Toprak. Todo ello justo al lado de la aguja de piedra, donde estaba la llave.
La mentalidad nycta disponía que el poder tenía que ser público, por lo que la estructura no contaba con puerta alguna, pero un bosque de columnas dispuestas en varios círculos concéntricos ocultaba el interior a la vista del ocasional viandante, a la vez que aislaba el Ara del barullo de la ciudad.
Los imponentes pilares estaban partidos y marcados, y trozos de mármol más grandes que Inquira aparecían disgregados por el suelo aquí y allá, pero el Ara aún conservaba gran parte de su esplendor anterior, mucho más que el resto de la ciudad. Inquira soltó la bolsa de las provisiones, ató y aseguró tanto el odre de agua como la bolsa de la serpiente, y penetró en el primer círculo de columnas.
Allí dentro el mundo era distinto. Los sonidos de la ciudad, incluso la luz del Sol, llegaban de forma muy apagada, y todo lo que la vista podía distinguir era blanco sobre blanco y columna tras columna. Cruzó a través de aquel bosque de piedra hasta llegar a su umbral, donde se detuvo. La aguja de piedra estaba enfrente suyo, tras la enorme tribuna circular que servía de centro a la estructura, erguida en roca pura a pesar de que el resto del suelo estaba enlosado. Y tras ella se erguía el titán más colosal que había visto desde su entrada en la ciudad.
Era al menos el doble de grande que los vagabundos y no parecía tener piernas, como si estuviese hundido en el mármol hasta la cintura. Su piel también era distinta. Si el resto de los gigantes parecían hechos de madera o piel quemada, el coloso del Ara estaba cubierto de bubas e imperfecciones, que parecían palpitar a punto de estallar. Permanecía encogido, abrazado a sí mismo y con la cabeza gacha, como durmiendo, mientras emitía un sonido sordo, una respiración pesada y agónica. Si aquello despertaba, la llave sería inalcanzable.
Aquello solo suponía la mitad de sus problemas, pues la reina de los lobos también esperaba en Ara, sentada en mitad de la tribuna, de espaldas a Inquira. En cuanto dejó atrás la última columna, la loba se irguió y recibió a su visitante con una reverencia lenta e insolente.
—¡Inquira! ¿No? Un placer volver a verte, al fin y al cabo, es a ti a quien más deseaba matar. Pero adelante, por favor, deja la timidez atrás. —Rio contemplando la inmovilidad de Inquira y le invitó a bajar junto a ella, con un gesto de la mano—. Vamos, vamos, si quisiese matarte a traición habría podido hacerlo muchas veces, pero prefiero darte un combate justo, aquí, en el mismísimo corazón del imperio. Prefiero verte morir a solo unos pasos de tu objetivo.
Inquira bajó las escaleras que llevaban al graderío despacio, balanceando la lanza para preparar la muñeca. Descendió hasta el pie de la tribuna e incluso aceptó la ayuda de la loba para auparse a lo alto de aquella. Soltó un silbido impresionado para satisfacción de la reina.
—¿Qué te parece? No podrás quejarte. Los duates siempre hacían las cosas a lo grande, así que tenemos tribuna de sobra para luchar a gusto. Y si vences, la aguja esta justo ahí, a dos pasos. No creo que nadie pueda ofrecerte mejores condiciones en estas tierras sin dios.
Inquira sonrió ante la exultación de la loba. Tomó la lanza con ambas manos y relajó la postura. Luego alanceó a su contrincante. La loba retrocedió, escapando por poco a la estocada. La sonrisa en sus labios fue sustituida por un gruñido prolongado y una mirada de rabia.
—Estáis muy solos. Lo entiendo. —La sonrisa creció en el rostro de Inquira, mientras la loba se aprestaba a la defensa—. Pero deberíais...
Dejó a mitad su discurso para lanzar otra estocada. Esta vez la punta hirió la mano de la loba, que retrocedió un paso, pillada por sorpresa. Una mala decisión. La lanza volvió a embestir, y la titánide la desvió, a la defensiva. Inquira siguió hostigándola, sin abrir un hueco al contrataque, castigando cada intento de su rival. La loba era más rápida, fuerte y alta, pero no tenía ni disciplina ni método. Otra lanzada erró por poco el rostro de la mujer, y sus pies resbalaron al borde mismo de la plataforma, sin más espacio para retroceder. Sin esperar al siguiente ataque, la loba saltó hasta el suelo y atacó desde abajo, obligando a Inquira a ceder el borde. Subió con otro gran salto al otro lado de la plataforma, triunfante. En la distancia, la ventaja era de la titánide, y era una ventaja que no volvería a ceder.
La sonrisa triunfal se paralizó en su rostro cuando vio que Inquira la ignoraba y corría hacia la aguja, aprovechando su cambio de posición. La loba rugió de rabia y cargó tras su presa, pero detuvo el golpe a mitad de camino, y retrocedió despacio, atenta y furiosa. En su cobertura tras la aguja, Inquira amagó una sonrisa. Había contado con aquello. En la cercanía de semejante titán, lo que la loba podía hacer o dejar de hacer estaba limitado, al menos si no quería perturbar su sueño. En lugar de atacar, la loba se agazapó y esperó, aún rabiando por el engaño.
Si Inquira salía, la loba la barrería de un golpe, si no salía... en fin, si no salía tampoco podía ir a ningún sitio. Durante un interminable minuto cazador y presa se observaron, esperando el error de su enemigo. Luego Inquira sonrió. Por demencial que fuese, solo tenía una posibilidad.
Lanzó un grito de desafío y dio una lanzada al coloso durmiente. La punta de acero penetró sin problemas a través de la piel hinchada del titán, haciendo reventar una de las bubas con un sonido espeluznante. Sin esperar un segundo, Inquira rodeó la aguja mientras la loba retrocedía con una expresión de puro terror en su semihumano rostro. Estaba a punto de coger la llave cuando el grito del coloso rompió el aire en pedazos.
No había punto de comparación. Aquel aullido era una súplica desesperada y horrible, era dolor puro entrando por los oídos, reverberando en cada hueso y articulación. La mente se hundía en una locura blanca, negra y roja y el ruido seguía más allá del umbral del sonido. Inquira vomitó tres veces antes de poder siquiera sujetarse a la piedra negra. El líquido escapaba por cada conducto de su cuerpo, sentía que los ojos iban a estallarle y notaba en el estómago la misma sensación que debía producir ser acuchillado con un acero al rojo blanco. Las piernas le temblaban presa de convulsiones imposibles de contener, los brazos, abrazados a la piedra, parecían querer romperse por la fuerza del agarre. Su mente maltrecha se centró con fuerza en el último pensamiento racional que había tenido, y luchando contra aquel rugido aplastante, Inquira tendió la mano hacia la llave de piedra. Necesitó cada gramo de su voluntad para levantar con agónica lentitud un brazo, mientras el otro se aferraba al pilar con la fuerza de la desesperación. Apretó los dientes hasta que le sangraron las encías, levantó la mano sintiendo sus dedos retorcerse en ángulos imposibles y alcanzó la llave de piedra.
El dolor cesó como por encanto. Inquira sacó la llave de su hueco y cayó de rodillas. Las arcadas se convirtieron en otro pequeño charco de bilis en el suelo, pero su cabeza volvía a funcionar y su tembloroso cuerpo volvía a pertenecerle. El ruido seguía allí, pero no su efecto. Recogió su lanza del suelo y se volvió hacia la loba.
La titánide permanecía en el suelo, tapándose las orejas lupinas con las manos, gritando, llorando y maldiciendo, pidiendo perdón y piedad. Inquira enristró la lanza mientras la loba levantaba la cabeza con dolorida lentitud. Que fuese capaz de detener la primera lanzada con la palma de su mano decía mucho en favor de la reina, pero le fue imposible evitar la segunda, directa a su costado.
El grito cesó tan de repente como había empezado. A su espalda, Inquira sintió más que vio como el gigante abría sus enormes brazos y levantaba una cabeza deforme y monstruosa. Ante ella, la loba se levantó de un salto, aún temblando, y tomó distancia, dispuesta a vender cara la poca vida que le quedaba. En las graderías, Marco surgió del bosque de columnas, espada en mano y con una mirada de pura determinación, y uno de los endriagos apareció desde la derecha, exudando desesperación.
—¡Mi señora, hay que marcharse! ¡Están volviendo!
Cualquier explicación a las palabras de la fiera fue innecesaria en cuanto cientos de rugidos, como las réplicas de un terremoto, resonaron en el cielo de Umbra, del mismo modo en que una vez sonaron, siglos antes, el último día de la capital imperial.
Inquira no perdió más tiempo y cruzó a la carrera la sala, dando la espalda a Marco y a la loba. Pasó por debajo de los brazos alzados del monstruo contrahecho, para desaparecer tras su corpachón, rumbo a las calles de la ciudad.
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Marco trató de retroceder hacia la columnata, pero la loba lo alcanzó en dos zancadas y derribó al desprevenido veterano con un golpe brutal. El comandante se levantó como pudo, pero la fiera se arrojó de nuevo sobre él, dispuesta a llevarse a alguien por delante en su frenesí moribundo.
—¡Nos habéis condenado a todos, imbécil! ¡Ni uno solo podrá dejar esta ciudad!
La loba rechazó la estocada del comandante con un golpe de mano, desarmándolo, y agarró al anciano por el cuello, levantándolo hasta poner su rostro frente al de su presa.
—¡Pero no dudes ni por un segundo que pienso arrastraros conmigo en mi caída!
Marco notó, con agónico dolor, cómo el aire abandonaba poco a poco sus pulmones. Trató de zafarse del agarre, pero incluso herida, la loba superaba en mucho su fuerza. Tácito entró en el Ara al poco, pero el endriago que había llegado antes lo interceptó, y el teniente se vio obligado a plantarle cara. La criatura se abalanzó sobre él y ambos cayeran escaleras abajo girando en un remolino de dientes y acero.
Sirio cruzó el umbral justo después. Se detuvo ante el caos de la escena y miró a uno y otro lado, boquiabierto. Marco le hizo una señal desesperada y la loba se giró al ver sus gestos. Las miradas de la titánide y el arquero se cruzaron y luego el segundo puso una flecha en su arco y disparó.
El endriago apresando a Tácito cayó herido por el flechazo y Tácito lo remató de una estocada, mientras Sirio bajaba a ayudarle, ignorando los apuros de su comandante.
La loba dedicó una sonrisa lupina al abandonado Marco, cuyo rostro se había tornado en una máscara de ira traicionada, ennegrecida por la falta de aire. La loba rio y luego ahogó un gemido dolorido, llevándose la mano libre a la lanzada de su cadera. Eso era todo lo que necesita saber el comandante. Su puntera acertó el costado herido de la reina, que liberó el agarre, derribada por el dolor y la pérdida de sangre. Levantó un rostro bestial, cargado de indignación e ira y su rugido colérico se cortó en seco, convertido en un macabro gorgorito, cuando la daga de Marco le atravesó el paladar, saliendo por la base de su cuello, con un chasquido seco profundamente satisfactorio.
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Inquira abandonó el bosque de columnas a la carrera. Reía sin control como un niño pillado en una travesura y sujetaba la llave con fuerza contra su pecho. Se detuvo al pasar la última columna y un silbido admirado escapó de sus labios. El cielo sobre Umbra era rojo y nebuloso, manchado por el polvo de la destrucción que los titanes dejaban a su paso. Acudían a Umbra desde los cuatro puntos cardinales, bramando airados, arrasando con todo y cazando todo aquello que se movía a su alcance. Un endriago aterrizó a pocos centímetros de su posición, estrellándose contra la columna que la cubría. La otrora magnifica bestia no era ahora sino un informe montón de pelo y sangre, entre el que a duras penas se distinguía una cara. El titán responsable del lanzamiento volvió su cabeza sin rostro hacia el Ara, pero al segundo otros endriagos lanzados a la carrera, huyendo por sus monstruosas vidas, llamaron su atención.
Inquira salió de las columnas y caminó sin prisa por las avenidas devastadas. Una casa estalló a su paso cuando un gigante decidió abrir un atajo por las bravas, pero se limitó a permanecer inmóvil y el coloso pasó de largo. Aprovechó el atajo recién abierto y cruzó a la siguiente calle. La ciudad entera retumbó con otro grito del descomunal monstruo del Ara, pero Inquira descubrió que la potencia de aquel rugido ya no pasaba de las náuseas. Siguió su camino bajo los aleros de casas y comercios. Un titán cargó corriendo en su dirección, persiguiendo a tres endriagos, así que tuvo que arriesgarse y correr para ocultarse tras una estatua de la Luna, ante el pórtico mismo de un antiguo templo. Mientras recobraba el aliento, uno de los lobos torció hacia la escultura, quizá con la misma idea en mente que Inquira. El titán lo apresó a escasos centímetros del escondrijo y la bestia desapareció de su vista arañando el suelo desesperada y gimoteando, hasta que sus gemidos se convirtieron en un grotesco golpe contra la roca.
A gatas, despacio, Inquira se apartó de la efigie. Actuó justo a tiempo, porque un manotazo del titán envió la estatua al otro lado de la vía. La criatura se detuvo pensativa, apoyada sobre aquellos puños como pilares, y escrutó la calle. El polvo de golpe aún no se había asentado, lo que ocultaba a Inquira del titán, aunque al coste de unas horribles ansias de estornudar. Tras un instante que pareció eterno, el coloso se irguió y siguió su camino. Inquira suspiró con alivio y se levantó de un salto en momento mismo en que otro de los titanes hacia su aparición, justo a su espalda.
Hubo un rugido atronador y luego el zumbido del aire, seguido del golpe contra el suelo de alguna clase de proyectil pesado, pero Inquira no llegó a ver nada de todo aquello porque ya estaba corriendo por su vida. El sonido alertó al otro titán y ambos se abalanzaron sobre el antiguo santuario, gritando y arrasando. Inquira se adentró en el templo, tratando de desaparecer de la vista de los colosos, pero aquellos, en su ciega ira, se limitaron a embestir la estructura con su fuerza sobrehumana, arrancando trozo tras trozo de techo en un intento por alcanzar a su presa.
Corrió, cubriéndose la cabeza con los brazos, mientras la Luna y todas sus santas estrellas eran reducidas a polvo y cascotes en sus pedestales. Un trozo de madera en plena aceleración golpeó su costado, haciendo que tropezase, pero se incorporó al segundo y, mitad corriendo, mitad a gatas, prosiguió su huida. Torció una esquina, librándose por segundos de una lluvia de piedra y madera, y aceleró el paso hasta perder el aliento, corriendo hacia el sanctasanctórum. Fue un golpe de suerte que la trampilla del osario estuviese abierta, pues apenas tuvo tiempo de lanzarse por ella antes de que un brazo del tamaño de una torre barriese el suelo sobre el que corría. Cayó tropezando por las escaleras de piedra y la lanza se le escapó de las manos mientras rebotaba en cada escalón. Aterrizó sobre la espalda, tomó una larga y dolorosa bocanada de aire y se incorporó. Observo con ansia a su alrededor, buscando su arma sin encontrarla, maldijo su suerte y siguió corriendo entre aquellos pasadizos frecuentados solo por los muertos.
No pasó mucho tiempo antes de que los titánicos esfuerzos lograsen que aquellos viejos huesos viesen de nuevo el odiado Sol, pero Inquira ya había cruzado el primer pasillo para entonces y aceleraba por un corredor vacío de piedra, cruzando a la carrera por debajo de las calles de Umbra. No supo ni por cuánto tiempo corrió, ni hacia dónde, siguiendo siempre el pasillo en una carrera impulsada por el miedo y el júbilo, hasta que tropezó en un resalte, invisible en la oscuridad, cayendo al suelo sobre su estómago.
Permaneció unos momentos sobre el frío suelo de piedra, riendo de forma entrecortada mientras brotaban lágrimas de sus ojos, hasta que le dolió la tripa y le faltó el aire. Ni supo cuánto tiempo permaneció sobre el suelo, feliz en su inmovilidad, hasta que el siseo de la serpiente en su bolsa hizo que se incorporara. Abrió su bolsa y dejo marcharse al furioso y aturdido animal. Guardó el amuleto en aquella misma bolsa. Había dejado una marca circular en su mano, tal era la fuerza con que lo había sostenido, y brillaba con una luz pálida, de una forma que recordaba más al pulso de un ser vivo que al titilar de una vela.
Una rápida comprobación le confirmó que conservaba todas sus extremidades. Las heridas del combate y la carrera se reducían a unas rodillas peleadas, multitud de arañazos y moretones y un dolor constante pero soportable en el costado izquierdo, con algunas astillas de regalo. Ningún hueso roto, ni herida grave. Algo casi milagroso, dadas las circunstancias.
Observó la estancia a su alrededor, buscando cualquier cosa que pudiese serle útil. Era poco más que un cubo subterráneo de piedra, con algunas aberturas en las paredes donde había guardados objetos del culto nycto, y un armario algo desvencijado por el tiempo y la humedad. Abrió los quebradizos batientes y se quedó con la manija en la mano, mientras una de las puertas caía al suelo hecha trizas. Dentro solo había algunas túnicas apolilladas y un espantoso hedor a lobreguez y encierro.
Hizo jirones con las túnicas y se vendó el costado con fuerza, tras arrancar como mejor pudo las astillas. Terminó al borde mismo del agotamiento, de modo que decidió dedicar un momento más a descansar, a recuperar fuerzas. A medida que su cuerpo se enfriaba y el empuje del miedo abandonaba sus venas, todos y cada uno de sus músculos empezaron a quejarse por el maltrato al que los tenía sometidos. Se estiró y rio por lo bajo, todavía feliz de haber escapado al juicio de Umbra, y hasta aquel acceso de felicidad le provocó un molesto dolor.
Cuando empezó a notar que sus fuerzas volvían, se acercó a las que, a juzgar por la luz, debían ser las escaleras de salida de la sala. Dejó que sus ojos se acostumbraran a la claridad del exterior, y luego se asomó con rapidez, entrando de nuevo al instante. Salió una segunda vez, tras constatar que no había amenaza alguna en los alrededores.
Estaba en lo alto de una de las colinas. El aire era frío y puro, y la ciudad parecía lejana, sumida en su vorágine, a los pies del montecillo. A su alrededor no había ni edificio ni construcción alguna, solo el silbido del viento y los ecos lejanos de la destrucción. Salió hasta el centro del camino y aspiró hasta hinchar los pulmones con aquel viento helado y doloroso, solo por el placer de hacerlo, por disfrutar de la embriagadora sensación de vida. Siguió el sendero despejado desde el entrador hasta un bosquecillo cercano y a través de los árboles llegó a un pequeño santuario blanco, apenas un sencillo baldaquino sin adornos, ni ostentaciones, solo un cráneo desnudo de mármol en el frontón, y la inscripción REQVIESTIS LOCVS en una placa en el suelo, casi cubierta por la hojarasca.
Inquira se arrodilló con agarrotada reverencia y apoyó la frente en la placa. Luego se levantó despacio, con el mayor de los respetos, y se acercó al baldaquino. Unas escaleras de piedra descendían hacia las entrañas de la tierra desde allí, tan profundo que la luz del Sol no lograba alumbrar su final. El aire parecía más frío y el silencio era sobrecogedor.
Inquira bendijo una vez más su suerte y comenzó el descenso hacia la tierra de los muertos, dejando tras de sí el cadáver insepulto del imperio.
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¡Capitulo largo, esta vez! ¡Y otra llave en los bolsillos! Eso hacen... no se, unas cuantas.
Vamos con la tanda de preguntas, y que conteste quien le apetezca.
- ¿Qué pensáis de Inquira? ¿Cuál será su objetivo?
- ¿Y Marco y Sirio? ¿Harán las paces?
-¿Que pasó en Umbra en el pasado? ¿Qué son los gigantes y los endriagos?
-¿Alguna teoría descabellada? ¿O lógica? ¿O uno de esos resquemores, corazonadas, intuiciones...?
Gracias a los que contesten, y a todos gracias por leer.
¡Más la proxima semana!
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