27. Obediencia
La cada vez más disminuida compañía avanzaba a paso ligero por las calzadas imperiales, sin hablar, sumidos en sus propios pensamientos. Marco dirigía la marcha, enérgico y con el ánimo ligero, silbando y tarareando viejos himnos y canciones amargas de amor, seguido de cerca por un vigilante Tácito. El leal soldado no parecía demasiado afectado por la partida de Inquira. Bien al contrario, el suceso solo había contribuido a mejorar su ánimo y aliviar su ira. Ahora todo encajaba en el mundo de Tácito, los enemigos estaban donde tenían que estar y los amigos también.
En cuanto a Sirio, Sirio caminaba el ultimo, perdido en sus inquietudes, solo y asustado. Veía la felicidad de su comandante, el alivio de su teniente, y se preguntaba qué hacia él en tierra de nadie, por qué estaba ahí, para qué. La Muerte le rondaba como una rapaz ominosa, y no conseguía distraer su mente de tan funestos pensamientos.
Iba a morir, ¿Verdad? Moriría sin volver a casa, sin volver a ver el rostro de su madre, ni el de su dulce Celia, sin ver otra vez los secos campos de Aelia, los niños jugando, el viejo árbol de ceniza, retorcido y enorme, sin ver el alba desde sus ramas una última vez.
Tenía miedo.
El rostro de Fidel acudía a él cada vez que dormía, su amable cara, preocupada y digna de confianza, justo antes de que un monstruo de pesadilla la destrozase como si de un huevo se tratase. La oscuridad le aterraba ahora más que antes, y le atenazaba el miedo a que lograsen su objetivo y sumieran al mundo en unas tinieblas sempiternas.
Sirio se había unido a la Hermandad como único medio posible de escapar a la horca. Había hecho cuanto le habían dicho, había cumplido con creces y había sido recompensado. Cuando le nombraron tutor su pueblo entero lo había celebrado y Sirio no podía imaginar un momento más feliz que aquel. Le debía mucho a la Hermandad y manso como era había aceptado cada orden sin rechistar, el perfecto ejemplo de disciplina. La obediencia lo era todo. No cuestiones, no dudes.
Y ahora estaba solo en su cabeza, examinando el concepto de la lealtad en toda su extensión, una tarea para la que jamás se había sentido capacitado.
Acamparon en una vieja cuadra y la primera guardia recayó en el arquero. Sirio clavó tres flechas en el suelo y dejó el arco al alcance de su mano, encordado y con una flecha presta a ser disparada. Luego se sentó y esperó, temblando cada vez que un arbusto se movía o el viento hacia caer una hoja. Habían pasado dos días desde el convenido por la loba para empezar la cacería, pero aún no se habían cruzado con ninguno de los monstruos que la seguían. Quizá tenía problemas para decidirse por un rastro ahora que Inquira ya no iba con ellos.
Un bramido espantoso resonó en el aire. Sonaba como un gran cuerno de caza, pero a la vez había algo animalesco, vivo, en su tono quebradizo y retumbante. No era el primero que oían y cada vez parecían más cercanos. Que el comandante pensara que aquel rugido era cosa de los endriagos no contribuía a la tranquilidad mental del inquieto Sirio, pero esta vez tuvo la impresión de que fuera lo que fuese lo que emitía aquel rugido era mucho más grande que aquellos monstruos lupinos. En el fondo Sirio ya sabía qué era lo que bramaba de aquel modo, pero se negaba a admitir siquiera la posibilidad. El solo recuerdo de Calvaria aún le provocaba escalofríos.
Un arbusto a su derecha se sacudió sin brisa alguna, y para cuando Sila salió de él, ya había una flecha apuntándole a la cabeza. En condiciones normales la vida del mercenario hubiera acabado en aquel mismo momento, pero Sirio estaba confuso y cansado y el mercenario había hecho el movimiento adecuado. Salió del bosque sosteniendo el cuchillo ante si con solo dos dedos y luego lo dejó caer a sus pies, levantando ambas palmas lentamente.
—Solo quiero hablar.
Sirio dudó un segundo. Luego la costumbre se impuso.
—Llamaré al comandante...
—No, no, no. Con quien quiero hablar es contigo.
—¿Conmigo?
—Eso es.
Sirio bajó el arco intrigado. Luego, como impulsado por un resorte, lo levantó de nuevo.
—No tengo nada que hablar contigo, traidor.
—Como quieras.
OSila se encogió de hombros. Se agachó despacio y recogió su daga, manteniendo siempre una palma en alto.
—Volveremos a vernos. Piensa hasta entonces quién es el traidor.
Sila retrocedió hacia la espesura hasta desvanecerse entre el follaje, dejando a Sirio aún más desconcertado y confuso.
Los días se sucedieron en medio de un torbellino de caos, violencia y confusión. Un pequeño grupo de monstruos dio con su rastro, pero las bestias dudaron al actuar y murieron en cuestión de segundos sin causar mayor daño que un fuerte empujón a Tácito. Otros vinieron luego, pero siempre en grupos pequeños y alejados de ellos, vigilantes. Un par atacaron al anochecer, entrando sin hacer ruido por el techo de la cabaña abandonada en que durmieron, pero tanto Tácito como Marco tenían el sueño ligero. Para cuando entró Sirio, alertado por el ruido, Tácito ya tenía a uno acorralado y Marco empujaba al otro contra la pared, espada en mano. El monstruo había cerrado las aterradoras mandíbulas sobre el arma del comandante, pero aquello no frenó el ímpetu del anciano, que se limitó a empujar el arma hasta cortarle parte de la boca a la criatura, y luego la cabeza, mientras la criatura gemía aterrada.
Sirio llevaba ya un tiempo extrañado, pero ver al comandante allí de pie, sosteniendo a una bestia del tamaño de un hombre contra la pared mientras la rebanaba en dos... aquella expresión en su rostro mientras la sangre del animal le salpicaba el rostro... Algo había pasado con el comandante desde que entraron a las tierras salvajes. En lugar de cansarse o debilitarse, era él quien mejor soportaba las largas marchas y con más brutalidad luchaba en cada ocasión. Era inquietante. En Clípea solo era un anciano astuto, pero en medio del viejo imperio parecía otro monstruo más, igual de engañosamente humano que él resto.
Hubo otros encontronazos en el camino y más noches de vela y charla con Sila. El mercenario parecía más desesperado en cada ocasión, más consumido por su ansia vengativa, pero Sirio podía ver cómo le temblaban las manos y no solo de impaciencia. El viaje también estaba siendo demasiado para Sila. En cada visita aparecía más enardecido, pero también más debilitado, agotado, consumido.
No le extrañaba. Él mismo estaba deshecho. El agotamiento se acumulaba tras largas noches de sueño corto e intempestivo y las heridas no hacían sino acumularse. Desde el chapuzón forzoso en el lago, el pecho había empezado a dolerle y el aliento le faltaba. A veces notaba como le temblaba el pulso y la vista se le entelaba. A veces despertaba con un grito silencioso, solo para descubrir que se había orinado en medio del sueño.
En su viaje a través del imperio abandonado tropezaron con una cabra grande como un caballo, que fue una magnifica comida. Se cruzaron con varios perros salvajes, violentos y desquiciados y con un oso tan grande como una casa, que por suerte decidió ignorarlos. Otro día un rugido demasiado cercano los avisó de la presencia de uno de los gigantes.
En la distancia aquel grito le había resultado aterrador, de cerca era mucho peor. Era un sonido insoportable, lleno de ira y tristeza, desgarrador y terrorífico. Aquel aullido paralizaba, te dejaba clavado en el sitio, llorando como un niño pequeño. Destrozaba cada nervio, sacudía cada hueso y ocupaba cada espacio de la mente, desgarrando la cordura como una sierra oxidada, hasta que los oídos colapsaban, y el sonido se volvía tan intenso que el mundo quedaba en silencio, un silencio insoportable, vibrante, doloroso y desesperado. No fue hasta que el comandante le golpeó que se dio cuenta de que estaba gritando. Permaneció abrazado a sus rodillas y llorando en silencio no supo ni cuánto tiempo y cuando al fin pudo levantarse, vio a Tácito apoyado contra un árbol, temblando.
Solo el comandante seguía frío y en pie, vigilando los movimientos del titán. Avanzaba a tumbos por los bosques, derribando árboles a su paso, gritando y sosteniéndose la cabeza con sus brazos deformes. Cruzó la calzada haciendo retumbar el suelo con cada zancada y se perdió en el horizonte en cuestión de minutos, cesando en su rugido solo para caer en un gorgoteo demasiado parecido a un llanto.
Aquella noche Sirio tuvo la primera guardia. Ni siquiera tomó el arco cuando Sila se acercó, solo lo miró a la cara, observándolo como si lo viese por primera vez. Vio a un hombre desesperado, amable solo por interés, pero también sincero en sus palabras. Vio en él el mismo miedo que atenazaba su alma.
—¿Qué es lo que quieres en realidad?
El mercenario se detuvo un segundo, sorprendido por la decisión en la voz del arquero. Cuando Sila le respondió el miedo seguía allí, pero ahora vio también surgir el odio y el desprecio.
—Quiero venganza. Venganza contra quien nos arrastró a este sinsentido. Venganza contra el asesino de Bruto y Fidel. Y mediante la venganza puedo conseguir mi libertad, nuestra libertad. —Sirio titubeó, pero no mostró un rechazo abierto, de modo que el mercenario se arriesgó—. Entramos ahí, los matamos mientras duermen y podremos volver a Nyx, volver a casa...
—Volver... —El muchacho paladeó despacio la palabra, dejándose llevar por su dulzura. Un instante de duda que se rompió con las palabras del comandante.
—Mucho me temo que no hay lugar en el reino para los difuntos.
Marco salió del umbral en que se escondía, el rostro ceñudo e indescifrable. Había un amago de sonrisa en su expresión, y aquello no presagiaba nada bueno.
—Ustedes dos, Tácito, incluso yo... A ojos del reino estamos todos muertos. Ninguno va a volver, ni lo permitirán. Sería muy incómodo decirle a quien ha usurpado mi puesto que lo abandone.
Sirio se echó a temblar bajo la calmada mirada del veterano. Veía a Sila temblar también, pero de rabia.
—Eso puede ser cierto para el gran Marco Ofiskias, comandante de la Hermandad de la Estrella, pero nosotros no le importamos en absoluto a nadie, viejo.
Sila sacó su cuchillo y lo blandió tentativamente, mirando a Sirio, esperando una muestra de apoyo antes de lanzarse a por el comandante, pero el arquero estaba paralizado por la duda.
—Puede ser, puede ser... —Marco sonreía ahora abiertamente y un escalofrió recorrió al arquero de pies a cabeza. El comandante recogió el arco de Sirio como si lo viera por primera vez y luego se lo lanzó al arquero—. Mientras hace guardia no debería separarse de eso, tutor Sirio.
Sirio cogió su arco al vuelo y puso una flecha en la cuerda por pura costumbre y vergüenza, antes de darse siquiera cuenta de que hacía.
—Ahora dispare a ese traidor, tutor Sirio. Es una orden.
Sila se volvió hacia Sirio con una mirada de desorbitado terror, pero el arquero seguía indeciso, confundido y sobrepasado por las circunstancias.
—Es nuestra oportunidad, Sirio. Dispara al viejo y seremos libres.
Sirio levantó el arco hacia Marco y luego volvió a bajarlo. Su cabeza era un caos. Quería volver a casa, pero Marco le aterraba, la desobediencia, la traición, le aterraban. Marco rio entre dientes. Luego habló con voz alta y clara, sin dirigirse a nadie en particular.
—Quizá al reino de Nyx no le preocupen un par de soldados, pero a mí me preocupa cada hombre bajo mi mando. Puede estar seguro, señor Sila, de que en el supuesto de que volviese, uno de los múltiples callejones de Clípea sería su última morada. Pero no se preocupe, del mismo modo, he dispuesto que se dé una pensión con mi propia pecunia para las familias de quienes colaboran conmigo en esta cruzada, pensión para la hermana del difunto señor Bruto, pensión para la familia del también finado señor Fidel, pensión para los dueños del Escudo Roto y pensión para la madre de usted, señor Sirio. Una mujer encantadora su madre, tanto como el bucólico pueblecito de Aelia...
Sirio se quedó lívido. Debería haberse sentido furioso, debería haber levantado el arco y asesinado a Marco, pero solo sintió miedo. El camino le parecía ahora muy claro, dolorosamente claro. Sirio de Aelia ya estaba muerto, solo que no lo había sabido hasta ahora. Con un solo movimiento rápido y fluido, se volvió hacia el mercenario y lo atravesó de un flechazo.
Sila le miró sin comprender que sucedía. Incrédulo y sorprendido, palpó el astil de la saeta que le atravesaba el pecho. Tosió sangre y contempló con horror su mano manchada. Luego su expresión se tiño de la más pura furia, y con un aullido ahogado se arrojó sobre el comandante, cuchillo en mano. Marco sujetó el brazo armado de Sila y hundió su hoja en el vientre del mercenario con un golpe seco. La daga resbaló despacio de entre los dedos del desertor, hasta caer al suelo. El comandante lo sujetó entonces por el cuello, ignorando los esputos sangrientos que manchaban su mano, retorció la hoja con brusquedad, y la liberó de un tirón. La sangre empapó las ropas de Sila mientras se derrumbaba en el suelo. Gruñendo en plena agonía trató de sujetarse las tripas, de contener aquella vida que se le escapaba entre los dedos. Permaneció encogido sobre sí mismo, presa de las postreras convulsiones, hasta que la paz de la muerte puso fin a sus sufrimientos, dejando en su rostro una mirada vacía y descompuesta.
Marco arranco de un tirón la capa del mercenario y la usó para limpiar sus manos y la espada, antes de arrojarla sobre el cuerpo. Envainó su acero, dirigió un gesto de aprobación a Sirio y entró de nuevo en el refugio. El arquero permaneció de pie ante su obra, temblando mientras Sila se desangraba en el suelo. Recibió una palmada de ánimo de Tácito, que en algún momento se había puesto a su espalda. Durante horas permaneció allí observando el cadáver del mercenario, con un nudo en la garganta, temblando como una hoja.
Consciente al fin de la inevitabilidad de su muerte.
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¡Y un segundo capitulo esta semana! Si os viene mal la culpa es de Mundos. Vale, no, la culpa es mía y de mi impaciencia. A partir de la semana que viene dejare de hacer estas cosas. Puede.
En cualquier caso, ¡gracias por leer!
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