17. Danza macabra
El aroma ferrugiento de la sangre se clavaba en el paladar como una lanza, cegando el olfato y nublando los sentidos. El aire parecía volverse pegajoso, como una segunda piel desagradable y viscosa, y la vista y la mente se trastocaban, alternando estupefacción con dolorosa lucidez. Martino había pisado antes el campo de batalla, se había abierto paso empapado en sangre, suya y enemiga, llorando de miedo por dentro mientras su boca se abría en un grito de guerra y sus brazos cercenaban la vida con cada movimiento. Había sido derribado y herido cientos de veces, y había herido y derribado a cientos. Muchos queridos compañeros habían traspasado el umbral ante sus ojos entre lamentos agónicos, ahogándose con su propia sangre mientras lloraban como niños.
Akkapi no era sino otro nombre en una larga lista. Pero para muchos de los soldados, aquello era su primer combate real, hombres que apenas habían visto una escaramuza en las fronteras, niños que aún creían que la guerra era un juego. Pobres diablos, bienvenidos al infierno en la tierra.
El comandante cruzó el umbral junto a sus veteranos. Los tenientes estaban haciendo un buen trabajo y el barullo del combate se extendía por la ciudad abandonada. Uno de sus leales recogió del suelo los restos de un sacerdote, destrozados en medio de un círculo de soldados muertos, y los lanzó a su comandante. Martino sopesó la extraña túnica con cuidado, pesada y fluida, como tejida con agua, plateada por debajo de las manchas de sangre y órganos.
Y vacía. Un envoltorio, una crisálida sin gusano. El resto de despojos no hizo sino confirmar lo evidente: Fuese lo que fuese aquello, no tenía un cuerpo. Una sonrisa desesperada bailó en el rostro del comandante. Sería la primera vez que peleara con una sábana.
—Libraos de los escudos, no valdrán de una mierda, solo os impedirán. Hay que destrozarlos, así que coged algo que corte bien. Por parejas, uno agarra, el otro corta.
—¿Y los reclutas? ¿Señor?
Martino se giró hacia su interlocutor, sonriendo como un demonio.
—Si ahora empiezan a soltar los escudos, esto será el caos. Aprovechaos de ellos para lograr más bajas. Ellos son menos, sed rápidos y perderemos menos soldados. Adelante.
Un gran grito de asentimiento y en cuestión de segundos los mejores soldados de la Hermandad partieron al frente. Martino los observó irse, satisfecho. Al igual que Justo, estaba tremendamente orgulloso de sus leales. Dejó caer la capa, exigió su espada con ademán imperioso y partió al campo de batalla con una mueca cruel bailando en el rostro y un grito de guerra resonando a través de su cuerpo. La sangre se pegaba a la suela de sus botas, frenándolo, pero Martino había nacido rodeado de aquel hedor, de aquel griterío infernal y solo sabía vivir allí. Despreciaba a los Lémures por no hundirse en la carnicería hasta los codos y era incapaz de comportarse entre nobles como se esperaba de alguien de su rango, pero cuando el combate rugía a su alrededor, cuando los tambores eran ahogados por los gritos de los hombres, Martino se extasiaba siguiendo el son de la guerra.
Enfiló la calle principal, torció por un callejón y dobló una esquina sin frenar, solo para tropezar de frente con uno de aquellos sacerdotes dantescos destripando a uno de sus reclutas. El comandante bajó la postura y presentó el filo a la criatura. El ser le observó con aquella mirada vacía y diabólica que le confería la máscara, valorándolo con ligeros movimientos de lo que parecía su cabeza, antes de abalanzarse sobre él.
Martino dio media vuelta y giró de nuevo la esquina, huyendo mientras reía como un niño. En cuanto aquello giró la esquina persiguiendole, la hoja del comandante hizo presa en su cuerpo. Hubo un gemido desgarrador mientras el ropaje que era la criatura se hacía jirones, y tan pronto como había empezado, cesó, mientras la tela se cerraba sobre sí misma, atrapando la espada. Martino la soltó de inmediato y echó mano de la daga, esquivó la primera cuchillada de su atacante y pasó por debajo de la segunda, apartando la manga de la criatura, para luego seguir corriendo sin mirar atrás.
Otro callejón lo llevó directo a una zona de combate, la cual cruzó a la carrera, evitando a sus hombres y a los demonios por igual. Bailó en medio del caos mortal mientras la muerte se cobraba su tributo a su alrededor, sin rozarle siquiera. Un pequeño paso hacia atrás le libró de quedar atrapado bajo un cadáver nycto. Recogió la espada del caído y, con un tajo en el momento justo, decapitó a uno de los sacerdotes mientras el monstruo apuñalaba a un soldado nycto. Con un fuerte tirón pasó el escudo de uno de sus soldados entre ellos y una estocada, solo para que otro espectro apuñalase al muchacho por la espalda.
Poco importaba, porque Martino ya lo había dejado atrás, avanzando hacia el templo con pasos calculados y seguros, imposible de detener. Una hoja salida de ningún lado lo hirió en el brazo al cubrirse, pero el atacante desapareció de su vista antes de poder atacar otra vez, derribado por un cruzado a la carrera, que escudo por delante y gritando de pura desesperación, derribó al ser en el suelo, donde comenzó a golpearlo con la égida una y otra vez. El sonido del metal contra la madera acompañó el paso de Martino como un redoble marcial hasta extinguirse entre la marea general de terror. Uno de sus hombres, desquiciado por el pánico, cargó contra su propio comandante, pero este lo uso para cubrirse de una puñalada y siguió adelante mientras el pobre loco se retorcía en su agonía.
Detuvo un momento el paso mientras un danzarín, cargando a un veterano moribundo a sus espaldas, pasaba ante él. El soldado saludó a su comandante con un leve movimiento de cabeza, sin reducir ni una pulgada su abrazo a la criatura, decidido a arrastrarla consigo. Una pareja de veteranos, surgidos de la nada, remataron la faena y dejaron al moribundo atrás, sonriendo con mirada vidriosa sobre el cadáver del enemigo que lo había asesinado.
Esquivó, derribó y se escondió en una compleja coreografía brutal y simple, libre de cualquier adorno. Un soldado lo empujó al caer, pero el comandante se puso en pie al segundo. Recibió una puñalada en el pecho, apenas frenada por la loriga de cuero, pero su agresor se llevó la peor parte cuando tres soldados aprovecharon el ataque para hacerlo jirones.
Jadeando, empapado de sangre y sudor, alcanzó las altas columnas del templo. Tenía la boca seca y los oídos embotados, pero el fuego ardiendo dentro de él era más intenso que cualquier dolor que sintiera. Se animó con un grito y se internó en el bosque de albas columnas que rodeaba el templo.
Poco a poco la carrera alocada se volvió paso cauteloso, mientras un silencio antinatural cubría el son de la guerra, dejando solo el eco intranquilizador de sus propios pasos. El comandante se detuvo un segundo, escamado. El aire en el interior del templo era frío y tranquilo. Los suelos, los techos, las columnas todo desprendía un aura helada, sobrecogedora. Ni una mancha rompía la perfección del lugar, impoluto, inhumano. Avanzó con cuidado, deseando llevar un escudo tras el que refugiarse, con la boca seca, esperando que la siguiente columna dejase a la vista una legión de espectros que reclamasen su vida, mientras un terror incomprensible y doloroso iba apoderándose de su alma con cada paso.
Los pasillos de piedra lo condujeron a un umbral estrecho y oscuro, enmarcado en filigranas de oro de una belleza exquisita, que se le antojaron no obstante frías, carentes de humanidad. El acogedor canto de la guerra no osaba llegar a aquel lugar santo; allí habitaba un tipo muy distinto de muerte.
El comandante cruzó el umbral y se adentró en la oscuridad, pulsátil y macabra, del sanctasanctórum de los duates, tanteando los pasillos de piedra con cuidado, dirigiéndose hacia la luz que se atisbaba al final del túnel, como una polilla que sabe que le espera el fuego, pero no puede sino dirigirse hacia él. La luz del sol le cegó en el umbral y esperó en las sombras unos agónicos segundos mientras su vista se acostumbraba de nuevo al rojizo brillo del astro.
La sala de la aguja era una habitación circular, abierta al cielo, con un pilar de piedra negra en su mismo centro. Cuatro caminos de piedra blanca conducían al mismo, surgiendo de idéntico número de puertas, tendidos sobre un jardín circular, cuidado y fragante, la primera nota de verdor que los ojos del comandante habían visto desde su llegada a Toprak.
Dio algunos pasos vacilantes por la senda, incómodo, mientras una parte de su ser le susurraba que no debía estar allí, que no pertenecía a aquel lugar. La otra parte estaba gritando aterrada, inquieta y desconsolada, temblando de pánico irracional. El ritmo del combate no sonaba en aquella tumba pálida, y a aquello le estaba destrozando los nervios.
Dio otro paso y aún uno más, pero luego se detuvo, sin fuerzas para dar un tercero. La llave de piedra brillaba a pocos metros de él con una luz pálida, mortecina, pero a pesar de estar frente a su objetivo, sus piernas se negaban a moverse.
Escrutó la sala a su alrededor buscando algo, lo que fuese, deseando encontrar su fin cara a cara para poder dejar de sentir aquel miedo irracional, pero solo estaban él y cuatro puertas a la oscuridad. Levantó la vista hacia el cielo y constató la existencia de un piso superior, un mirador abalconado que rodeaba la sala, escondido desde la entrada, pero visible desde su centro y alrededores. Recorrió las arcadas con ansiedad, cada centímetro de piedra labrada un borrón ante sus ojos, hasta que un pequeño sonido metálico rompió el sacro silencio del santuario. Sin otro sonido que un ligero tintineo un gigante aterrizó ante el atemorizado comandante. Toda su piel era una armadura de acero como las de las leyendas y resplandecía con una luz encarnada bajo los rayos del sol, veteada de oro. Bajó el rostro para mirar al nycto, pero donde debería haber una cara había un casco con forma de cabeza de toro, tan trabajado y detallado que la luz sobre el acero parecía músculo, liso y plateado, pero vivo y móvil. La bestia bufó por los ollares y el viento que levantó era cálido y húmedo. Luego con infinita lentitud alzó uno de sus poderosos brazos y la guja blanca que empuñaba brillo como un astro.
Martino no perdió más tiempo en sorprenderse y cargó contra la bestia en un placaje tan calculado como desesperado, solo para chocar contra una mole de acero inamovible. La criatura lo miró un segundo con desprecio y luego se lo sacudió como a un insecto, estrellando al veterano contra los muros del templo. Martino se tumbó y apartó, más por instinto que por elección, justo antes de que la afilada hoja de la guja cortara el espacio sobre él. Se levantó apoyándose en la pared mientras la bestia bajaba la postura, presta para el combate, y aunque metálicas, Martino observó que tenía patas de toro, terminadas en pezuñas de acero.
La criatura bramó y atacó de nuevo, y la guja trazó un arco brutal contra el cansado soldado, que a duras penas logró desviarla lo suficiente para salvar el pellejo. Martino era un hombre fuerte, más alto y musculoso que el común de los nyctos, pero la fuerza de la bestia de la armadura era de otra magnitud, muy superior a la de un simple hombre. Poco dispuesto a rendirse, el veterano soldado cargó con todo lo que tenía en un intento por reducir la distancia y obstaculizar los molinetes de la guja, y ambos se enzarzaron en una danza acelerada en que el acero chocaba con el acero en un crescendo endiablado, perdidos ambos contendientes en su propio momento, olvidando el resto del mundo en sus alocados compases. Martino giraba hacia la derecha del minotauro para no dar arco a su guja ni entrada a su garra y el toro trataba de sorprenderlo en el contragiro, buscando un pisotón o un recatonazo que le diesen la apertura para un golpe letal, obligando al nycto a un rápido zapateado mientras buscaba una grieta en la armadura de su contrincante.
Un pequeño descuido y la frágil axila de la armadura quedó al descubierto, a punto para la espada de Martino, que falló el blanco por cuestión de centímetros cuando la bestia retrocedió. Luego la criatura embistió sobre el veterano con todo el cuerpo, como un toro salvaje. El cruzado logró evitar la herida de asta, no así el golpe del brazo. Zaherido, tropezó y se incorporó, pero no lo suficiente rápido para evitar que la zarpa de la bestia se cerrara en torno a su espada, arrebatándosela.
Trastabillando, dolorido, el cruzado se arrastró hacia el túnel despacio, mortificantemente despacio, mientras el toro partía su espada en dos como una ramita. Martino dio la espalda a la criatura, apartándose a gatas tan rápido como podía, cuando el filo del toro cayó sobre sus piernas, destrozándolas. Gritó de dolor y cayó boca abajo, apenas capaz de ver a su agresor entre su visión borrosa y las lágrimas de dolor.
El mundo olía a hierro, a ceniza y a hierba. Su pesada respiración era el único sonido que existía en aquel macabro mundo teñido de rojo. Levantó desafiante la vista una última vez y entrevió confuso a la bestia detenerse, volverse y bramar, presa de la ira, y mientras intentaba comprender que había retrasado su ejecución, alguien tiró de él hacia el túnel, hacia el amparo de la bendita oscuridad.
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