10. Aguas turbias
Sirio se despertó dolorido. Los suelos de piedra de la caverna eran frescos y sólidos, y ahí acababa cuanto uno pudiera decir de bueno sobre ellos. Además, las últimas noches las había pasado en blanco, acosado por los fantasmas que parecían perseguirlos.
Su vista, capaz de distinguir un comandante de un soldado raso desde lo alto de una colina, quedaba impedida en la oscuridad de las cuevas. Engañada y confundida, creía distinguir monstruos en cada esquina y juraría haber visto pasar siluetas oscuras y enormes bajo el agua. Pero lo que bajo el sol hubiese sido una certeza, en la oscuridad eran solo fantasmas de su mente cansada, ilusiones de las que no sabría distinguir entre las reales y las falsas.
Se levantó y se frotó el rostro con las manos húmedas, tratando de despejarse. A su alrededor todo el mundo se estaba poniendo en pie, pero ni siquiera eso podía ver con claridad.
Sirio guardaba un pequeño secreto para sí, uno que le torturaba, retorciéndose por debajo de su determinación como un gusano traicionero: le aterraba la oscuridad.
Sirio adoraba el sol, amaba el día. Los cuartos cerrados, la oscuridad, las sombras, le causaban pavor. Los cientos de claraboyas en la piedra habían sido lo único que había evitado que el pequeño arquero empezase a gritar o huyese de los pasillos de la montaña. La noche, la Luna, su sola idea le aterraba.
Se puso en pie y recogió sus bártulos. Aseguró el carcaj y encordó a medias el arco, dejándolo al alcance de la mano. Se levantó y siguió adelante porque era un soldado, y había órdenes que cumplir.
Los pasillos que recorrían desde ayer volvían a estar trabajados. El lago subterráneo seguía acompañándolos a su derecha, pero los caminos eran amplios y había soportes para antorchas en las paredes. Fidel marchaba a su lado y Tácito abría el camino; la mano sobre el pomo de su espada. Desde que el camino del comandante se había separado del suyo, todo el grupo había notado la tensión, el miedo. Ninguno dejaba muy lejos las armas y Sirio se daba cuenta de que no era el único que veía espectros tras cada roca. La belleza sobrenatural de las cuevas ahora resultaba inquietante. El camino de piedra seguía adelante, curvándose y girando, y cuando ya empezaba a creer que nunca iba acabar, la luz del sol hirió al grupo con su resplandor.
La senda se abría a una inmensa caverna ocupada en gran parte por el lago. El techo de piedra oscura estaba abierto en su mismísimo centro y, a través del hueco, la luz del sol entraba con fuerza, desterrando la oscuridad a los recodos y ambulatorios de aquella inmensa capilla natural.
En el centro mismo de la estancia, justo debajo del foco de luz y aislada del resto de la caverna por el lago, la aguja negra se elevaba hacia los cielos, radiante en su opacidad. Un obelisco de piedra, más oscuro que la propia oscuridad, devorando la luz del sol sin devolver brillo ni destello alguno, emanando una sensación de frío y de irrealidad.
Lo siguiente que el grupo percibió fueron las voces. Voces de niños cantando en alguna lengua desconocida, risas inocentes que levantaban ecos ominosos en las paredes de la caverna.
Tácito dio una señal y el grupo siguió adelante. El camino rodeaba la aguja dejándola en el centro de un semicírculo, al cual daba acceso una estructura de hierro, mitad escalera, mitad puente. Cuando ya habían cruzado un tercio de la sala, los niños cantores comenzaron a ser visibles en lo alto del islote de la aguja. Poco a poco las canciones cesaron mientras las cabecitas infantiles se volvían a observar a los extraños, y el mudo silencio resultaba más atemorizante de lo que lo había sido el eco de las canciones.
Sirio trataba de ver la cueva en su totalidad, pero notaba como la aguja atraía su mirada de una forma extraña, inevitable. Las aguas del lago estaban tranquilas, iluminadas por la clara luz. En el centro del semicírculo de piedra, en la dirección opuesta a la escalera, un túnel se hundía de nuevo en la montaña, pero acertaba a atisbar algo de luz al final, por lo que lo archivó como una posible salida.
Otras dos escaleras, talladas en la piedra, comunicaban el suelo con niveles superiores de la montaña a izquierda y derecha, trepando por las laderas rocosas hasta un nivel superior de la sala, como balcones naturales tallados a la altura de la aguja, conectados a la misma por sendas pasarelas. El arquero valoró por unos momentos la posibilidad de subir por las escaleras para tener un mejor ángulo de tiro. Su vista vagó por el relieve, buscando la posición adecuada, hasta dar con un pequeño resalte en la pared que ofrecería una buena vista de la sala. Y en aquel rincón privilegiado un caballero vigilaba las aguas. Por un segundo, Sirio pensó que se trataba de una estatua, pero una cuidadosa y aterrada observación le impidieron ignorar el leve movimiento de una respiración pausada.
La figura estaba agazapada, pero el destellante Sol permitía distinguir una armadura de hierro, a la manera de las que se usaban en tiempos de la noche, así como una raída capa escarlata, envuelta alrededor del cuello, ondeando sin fuerza a su espalda.
El caballero se volvió hacia él y Sirio se encontró mirando a un yelmo de hierro, que, por alguna razón desconocida, parecía sonreírle. Con un gesto lento, el caballero se llevó el guantelete delante de la boca, pidiendo su silencio, para luego señalar hacia la aguja de piedra.
En el lapso que Sirio tardó en volverse hacia el monumento y volver a mirarle, la figura había abandonado su posición sin dejar rastro.
Un escalofrío recorrió la espalda del arquero, que decidió que desde el suelo también tendría una buena perspectiva de tiro.
Tácito llamó su atención al gritar su nombre. Ya había llegado al pie de las escaleras de hierro y se había vuelto hacia el resto.
—¿Has visto algo? —El arquero negó con gesto indeciso, pero Tácito no notó su vacilación —. Bien. Voy a subir hasta esa aguja y a coger el amuleto. Sirio, ocúpate de cubrirme, si alguno de esos ni... de esas cosas da un paso adelante, fulmínalo. Fidel y Sila, vigilad que no venga nadie más.
Un rugido de dolor atronó en el aire en cuanto Tácito terminó de instruirlos. El soldado sonrió sin humor. El rugido provenía de lo alto de las escaleras.
—Vaya, hombre. Sirio ¿Puedes ver algo?
Sirio forzó la vista, pero el puente de hierro bloqueaba su vista. Hizo un gesto pidiendo paciencia, antes de encaramarse a una roca al lado del agua. Una vez estuvo arriba y se aseguró de estar en equilibrio, echó otro vistazo a la aguja.
Era difícil verlo, pero había algo parecido a una persona encadenado a la roca. Mientras lo observaba, otro grito de dolor escapó del ser. Tenía el rostro de un hombre, enmarcado por una larga melena dorada que caía sobre sus hombros y por delante de su rostro. Su piel era blanca, al menos allá donde el sol la iluminaba y parecía sollozar en silencio, todo su cuerpo estremeciéndose con el tintineo de las cadenas que ataban sus manos al obelisco. Pero la parte que se encontraba a la sombra de la aguja, escondida en la oscuridad, parecía distinta del resto de su cuerpo y el tamaño era bastante mayor que el de un humano común.
—Veo un hombre, señor. Está atado a la piedra, señor, y parece más grande de lo normal. —Tácito asintió en silencio, invitándole a continuar—. No parece del todo... humano, señor. Será mejor que lo vea usted. Está encadenado, señor, de eso sí no tengo duda.
—Bien. ¿Tienes a las criaturas a tiro?
Sirio clavó la vista en los niños sobre la roca. Tendrían unos ocho años a lo sumo. Todos desnudos y pequeños, con melenas rubias y expresiones curiosas en sus rostros angelicales. Tragó saliva, nervioso ante la perspectiva de tener que tirar contra ellos.
—S-Si señor.
—Bien.
Con pasos lentos, probando cada escalón, Tácito comenzó a subir la escalera arqueada bajo la atenta mirada del resto del grupo. La estructura de hierro chirrió y se quejó, pero no hizo siquiera ademán de ir a derrumbarse. El soldado puso pie en la isleta despertando la curiosidad de los niños. Uno de ellos, tras un segundo de vacilación, avanzó hacia él.
Tácito desenvainó su espada.
—Sirio...
El joven arquero puso una flecha en la cuerda y apuntó con un gesto rápido y preciso . Echó el brazo atrás despacio, tensando el arco con pulso de hierro.
Luego el mundo se puso patas arriba.
Sirio pudo ver el techo en todo su esplendor antes de golpearse la cabeza contra la roca y desaparecer tragado por las aguas.
En lo alto de la escalera, Tácito observó como la criatura se acercaba a él. Se negaba a llamarla niño, por más que ese fuese el aspecto que tuviera. Si la llamara niño, ni siquiera alguien con su sangre fría blandiría el acero con determinación.
—¡Sirio! —Su grito quedó ahogado por el estallido del agua del lago. Maldijó internamente y rugió con desesperación—. ¡Sila, aquí!
La criatura se había acercado hasta tener la espada de Tácito rozándole el pecho. Con lentitud deliberada cogió el acero y empezó a apartarlo de su cuerpo. Tácito observó con creciente asombro y alivio cómo aquel ser sujetaba su espada con más fuerza de la que el mismo podía oponer. Bien, los niños no son así de fuertes.
Rápida como el pensamiento, la izquierda de Tácito desenvaino su cuchillo y lo hundió en la garganta de la cosa, que retrocedió sorprendida, soltando la espada. Con un arco silencioso, la cabeza de la criatura se separó de sus hombros.
Las caras del resto de niños pasaron de la curiosa inocencia a la más pura ira. Y desde la parte baja de las escaleras, le llego la voz de Fidel, un grito desesperado.
—¡Sila ha huido, señor!
Sila se frotó las manos, tratando de entrar en calor. Aun podía oír gritos desde las cavernas si ponía atención, pero llegaban lejanos, sin sentido. El paisaje ante su vista era blanco, como alfombrado de lana, pero una clase fría de lana, hielo blanco y suave. El viento gritaba entre las paredes del cañón como el aullido de cientos de espíritus airados y le hería la piel con su mordisco helado. A un lado la montaña, negra y ominosa. Al otro, en lo alto de un escarpado acantilado, Koster, la tierra del hielo. Y frente a él, hasta donde el vendaval le dejaba ver, distinguía otro túnel, la boca oscura de una segunda montaña, ansiosa por devorarlo. Sila no conocía el camino, pero aquel túnel parecía la única opción.
Hizo recuento mental de la comida que aún llevaba encima, se arrebujó en su capa y echó a correr sobre la explanada helada. Hacia Nyx y luego de vuelta a casa.
Fidel dudó unos segundos, confuso. En cuestión de momentos Sirio había caído al agua, Sila se había marchado y Tácito le requería con impaciencia. Valoró la situación un segundo más y luego se deshizo de su armadura de cuero y de las botas y se echó al agua. Tácito se las tendría que apañar solo, él iba a salvar al arquero.
El agua helada estuvo a punto de quitarle el aliento, y tardó unos momentos en distinguir la silueta de Sirio entre la oscuridad de las aguas, flotando sin oponer resistencia como una marioneta con los hilos rotos. Frente a él, una especie de monstruo observaba con curiosidad cómo la vida abandonaba poco a poco al joven. Tenía cola de pez en lugar de piernas y la piel escamosa y cubierta de algas, pero el torso, aun siendo inhumanamente grande, recordaba al de un ser humano, con la piel renegrida y el cabello ondeando como una aureola alrededor de su cabeza.
Fidel se movió todo lo rápido que pudo. La mayoría de la gente de Nyx jamás tenía que enfrentarse con grandes masas de agua, de modo que el aprender a nadar era algo totalmente secundario. Fidel constituía pues una notable excepción. Había nacido junto a un lago y había aprendido a nadar ya de pequeño. Avanzó con rápida torpeza, dando gracias de que el ser le diese la espalda y poniendo en ello todo su empeño, se abrazó a la espalda de la criatura y le puso la espada al cuello.
La criatura, sorprendida, aparto el acero de su garganta, pero Fidel logró herirla en el torso, en gran parte gracias a los aspavientos del propio ser. Un grito de dolor, como una nota oscura, brotó de la garganta del monstruo, que se libró del mercenario con un coletazo y se hundió en las profundidades del lago. Ignorando el dolor, el frío y el grito desesperado que recorría su cuerpo necesitado de aire, Fidel agarró al arquero por el cuello del abrigo acolchado y, con más fuerza de la que jamás imagino que tuviera, tiro de él hasta la superficie. Moviéndose con torpes manotazos, alcanzó la orilla del lago y apoyó al chico sobre la piedra.
Tenía el rostro pálido como la muerte y una expresión de paz desesperanzadora. Desesperado y aterrado, Fidel empujó al chico hacia el suelo, negándose a rendirse.
Un grito desde las profundidades le indicó que la criatura había superado su confusión inicial y estaba furiosa. Trató de arrastrarse fuera del lago lo más rápido que pudo, pero la orilla de piedra era traicionera y solo logró resbalar una y otra vez. El grito resonó más cerca y Fidel se volvió para ver como aquel monstruo de los abismos se acercaba a toda velocidad, una sombra oscura bajo el lago. Un último esfuerzo sobrehumano consiguió sacarlo del lago y arrastrándose, aterido y aterrado, cogió al chico y comenzó a tirar de él, tratando de alejarlo del lago.
La bestia emergió de las aguas con un estruendo ensordecedor. Clavó en el mercenario una mirada cargada de odio, mientras sus dientes como sierras rechinaban. Durante un instante que pareció eterno, hombre y bestia se miraron. Luego la criatura se arrojó sobre Fidel con un grito estremecedor, la horrorosa boca abierta como una poza del infierno.
El grito subió de intensidad para volverse en un chillido gorjeante y la bestia retrocedió hacia las aguas, sujetándose la boca con una de sus manos palmeadas allá donde la lanza le había destrozado la cara.
Fidel se volvió, mas sorprendido que aliviado. Inquira sostenía la lanza manchada a su lado, su boca curvada en aquella irritante sonrisa torcida.
Con paso majestuoso, Marco Ofiskias, comandante de los hermanos de la Estrella cruzó la pasarela de hierro que unía la boca del túnel del que habían surgido con el islote de la aguja. Uno de los niños se apercibió de su llegada y se arrojó sobre el comandante, quien lo recibió con un espadazo que le destrozó el rostro, seguido de un rápido revés que lo derribó de la roca.
A su izquierda Tácito luchaba como un león con otras tres criaturas, fintando y respondiendo a la menor oportunidad. Marco le ignoró más allá de un leve cabeceo y marchó directo hacia el hombre encadenado.
Sus músculos brillaban bajo el tenue sol de Koster. Allá donde el sol no lo iluminaba, su piel parecía costrosa y oscura, y la carne se pegaba al hueso, de modo que el ser parecía un tercio de monstruo y dos tercios de humano.
Levantó un rostro suplicante hacia el comandante, y dos ojos azules como el cielo se encontraron con los ojos acerados de Marco, vacíos de cualquier clase de compasión. El rostro entero del ser cambió, de principesco a feroz, mientras su boca se abría en un rugido aterrador.
Una nube cubrió el techo de la caverna y donde había un hombre se levantaba ahora una bestia rugiente, haciendo resonar sus grilletes en su esfuerzo por liberarse de su prisión.
Las viejas cadenas de hierro chirriaron bajo la presión y el aire de la caverna reverberó con el grito de la criatura, que bajó dos ojos como carbones encendidos hacia el comandante, dos centellas temblorosas de pura rabia.
Hombre y bestia quedaron cara a cara durante un instante eterno, mientras el aliento pútrido de la criatura se derramaba sobre Marco como un presagio de muerte.
El comandante cogió al ser por los sucios cabellos, ignorando la boca que se abría y cerraba tratando de arrancarle la mano y con un movimiento rápido y decidido, segó la garganta del ser. El corpachón se estremeció, presa de incontrolables convulsiones, mientras la sangre se derramaba a borbotones de la herida.
Marco apartó el cuerpo ignorando sus estertores y extendió la mano hacia la llave de piedra. El amuleto brillaba tenuemente ante él, resonando con una especie de nota silenciosa que ahogaba cualquier otro sonido. Lo tomó con cuidado y lo guardó en una pequeña bolsa de piel junto a su igual.
A su lado, con un último resonar de cadenas, el cuerpo del preso quedó colgando de sus cadenas, vacío de vida. Marco le dedicó un último vistazo y tomó aire para asegurarse de que no le fallaba la voz.
Su orden de retirada quedó ahogada en el grito de dolor de la dama del lago.
Junto el lago, siempre sonriente, Inquira observaba de reojo los intentos de Fidel por devolver a Sirio al mundo de los vivos, manteniendo la atención puesta en las aguas.
Los tres gritos se solaparon, creando una cacofonía inquietante. El despertar del arquero, apenas pudo competir con el "Retirada" del comandante, pero este, a su vez, poco tenía que hacer contra la sonata de dolor de aquella mujer pez.
Con algo más de calma de la que sentía en realidad, Inquira tiró del brazo de Fidel.
—Hora de irnos. Vamos.
Fidel asintió y ayudó al arquero a levantarse, pasándole el brazo por debajo de los hombros.
Ambos empezaron a alejarse en dirección hacia el túnel mientras las notas de dolor resonaban en las paredes, resonando como cien voces que lloraban.
Y de pronto hubo cien voces. De las paredes, de los rellanos, de las mismas aguas, gritos agudos de dolor se elevaban en una siniestra coral.
Inquira retrocedió un par de pasos sin perder de vista el lago y luego se volvió y empezó a correr hacia el túnel. Por el rabillo del ojo vio al comandante y su hombre correr atravesando el rellano, directos hacia las escaleras descendentes de piedra.
El coro se detuvo, tan repentino como había empezado, y el mundo pareció estallar con el estruendo de una salpicadura.
Inquira apenas tuvo tiempo de saltar a un lado antes de que la bestia pasara a su lado, serpenteando sobre el húmedo suelo. Fidel y Sirio no tuvieron tanta suerte.
El mercenario se deshizo del muchacho con un empujón y recibió de lleno el golpe de aquella bestia enfurecida. La dama del lago lo atrapó con dedos largos y curvados como anzuelos que se hundieron en su carne atravesando sus ropas empapadas.
Presa del aturdimiento, Inquira se incorporó tan rápido como pudo, con los gritos de dolor del mercenario resonando en sus oídos. La boca le sabía a sangre y se había destrozado las palmas y las rodillas contra la roca del suelo, pero el dolor era algo secundario en aquel momento.
Se incorporó, mientras Marco y Tácito llegaban a su lado, deteniendo su carrera poco a poco, mientras afrontaban la visión ante ellos .
La criatura estaba situada delante de la boca del túnel, cubriéndolo con su monstruoso cuerpo. La cola, escamosa y erizada de espinas, barría el suelo como un látigo. El torso, vagamente humano y vagamente femenino, estaba cubierto de tierra negra y sangre. Bajo el enmarañado cabello, dos ojos como acericos dorados los desafiaban a tratar siquiera de dar un paso al frente.
El mercenario colgaba de una sus manos garradas como un muñeco destrozado al que se escapa el relleno por entre las costuras rotas.
—¿Alguna idea, comandante? —La voz le tembló mucho más de lo que hubiera deseado
—Estoy abierto a sugerencias. —Marco observaba con atención a la criatura, la mirada fija en aquella cola chasqueante, adornada con cientos de púas.
—Es peor por detrás
Los dos se volvieron con precaución al oír a Tácito. Monstruos bracilargos como los de los túneles habían comenzado a surgir de cada recoveco y esquina, avanzando en silenciosa formación en dirección hacia sus tres presas, atrapadas en un círculo menguante de garras y gruñidos.
La dama del lago sonreía, mostrando todos los dientes de su pisciforme y destrozada mandíbula.
—Conozco un par de himnos a la Luna, comandante
—Parece un momento tan bueno como otro para empezar a rezar, señor Inquira
Con un susurro de escamas sobre piedra la mujer pez avanzó hacia ellos, bamboleándose como una enorme serpiente. En el silencio del avance, el pequeño chasquido metálico resonó como una campanada. La vista de los presentes se volvió hacia las alturas, apenas a tiempo de ver como un caballero con toda su armadura se derrumbaba sobre la abominación.
No hicieron falta palabras. Como un solo ser, los tres se abalanzaron en una carrera desesperada hacia el frente. Tácito agarró a Sirio del brazo y lo obligó a incorporarse, mientras el caballero descuartizaba a la criatura con cada movimiento de sus brazos enfundados en hierro.
Había destrozado el hombro de la criatura con el primer embate y ahora danzaba a su alrededor, esquivando el látigo y las garras y castigando al monstruo con hacha y espada, con brutalidad no exenta de elegancia.
El resto de los monstruos saltaron a la defensa de su reina como un solo ser, rugiendo más de terror que de ira. Poco importaba. Los cuatro soldados corrían ya por el túnel y el sonido de la batalla cada vez era más lejano. El aire se volvía más helado por momentos y hasta respirar comenzaba a ser doloroso.
El blanco de la tierra de Koster los cegó y abrumó, mientras el frío les calaba en la piel, empapados por la humedad de la cueva. Nieve. Inquira no la había visto nunca, pero había aprendido de su existencia por los cuentos de su madre. Levantó la vista, y allá, en lo alto del acantilado, su silueta recortada contra el abismo, se alzaba el faro de Koster, el bastión de los reyes del hielo.
Corrieron hasta que dejaron de sentir los pies, ignorando el frío y el viento, impulsados por la desesperación. Tropezó y se levantó, renegó, maldijo y siguió corriendo hasta alcanzar la entrada de la otra montaña. Cruzó el umbral oscuro, trastabillando de puro cansancio, pero su carrera alocada aún siguió por varios metros a través de los pasillos oscuros y vacíos, hasta que se derrumbó contra una pared, dejando que el agotamiento cobrase su deuda. Oyó al resto derrumbarse cerca de donde había caído, jadeantes tras la carrera, pero aún vivos.
Apoyó la cabeza en la pared y un grabado en la roca llamó su atención. Se deslizó hasta el suelo, rindiendose al agotamiento, riendo entre toses con el poco aliento que le quedaba.
Habían llegado a Nyx.
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