Capítulo 5: La partida
~ De acuerdo entonces, iré al infierno ~
Huckleberry Finn Mark Twain
La noche llegó.
Una radiante luna llena arropó Abismais, con su halo plateado, mientras las estrellas centelleaban en el firmamento, al igual que pequeñas gemas. Inspiré profundamente y sin ser consciente, mi mano fue a parar contra el cristal de la ventana, a la misma altura que la luna, como si de ese modo pudiese apresarla entre mis dedos por siempre.
¿Al final valdrá la pena arriesgar mi vida?, pensé con los hombros hundidos.
Desde hacía largo rato, Alberto había regresado a sus aposentos, dejándome solo, junto con un montón de dudas y preguntas revoloteando sin descanso en mi cabeza. Confuso, me senté en el pequeño sofá bajo el arco de la ventana, con las rodillas dobladas y el rostro oculto contra ellas.
¿Si matase al Rebelde me reconocerían como un Dahl? ¿Cómo a uno más? ¿A cuántos he de matar? ¿Cuánto he de esperar...? , encogí los dedos de los pies.
De repente, el ulular de un búho sonó en la distancia.
¿Se verán por siempre mis manos teñidas de sangre? ¿Tan alto es el precio por sentirse amado?
Alcé tímidamente el rostro para mirar a la luna, como si solo ella pudiese darme las respuestas, entonces, el viento cobró fuerza, haciendo temblar los cristales de las ventanas, dándome la sensación que en su lugar lo hacían las manos invisibles de un fantasma furioso.
¿Estoy haciendo lo correcto, verdad?
Apoyé un pie encima del otro, me sentía igual de vulnerable que una pequeña figura de papel mojada y lanzada a la deriva.
¿Pero qué estoy diciendo?, chisté. ¡Claro que lo es!
Mi cara fue cayéndose hacia un lado, hasta estampar mi frente contra el frío cristal.
Estoy dispuesto a hacerlo. Cueste lo que cueste.
- ¿Piers...? - me sobresaltó una voz femenina.
Di un bote antes de voltear a la velocidad luz. Allí, bajo el umbral de la puerta, se encontraba madre, con los ojos fijos en mí y una triste sonrisa dibujada en sus labios.
- Madre, ¿qué hacéis aquí? - pregunté sorprendido.
Durante unos instantes, escudriñó el pasillo que dejaba atrás y solo cuando estuvo segura de que nadie la había seguido, cerró con cuidado la puerta. Sin más dilación, se acercó corriendo hasta mí, acuclillándose hasta estar ambos a la misma altura. El abrazo que me dio fue tan tierno, que todas y cada una de mis preocupaciones desaparecieron, al igual que si fuesen piezas de puzle disparadas al unísono.
- Mamá... - susurré.
Correspondí torpemente su abrazo, acomodando mi rostro en su hombro, para luego cerrar los párpados. Siempre me había esforzado lo inimaginable en actuar y hacerme ver como un adulto ante los ojos de los demás, pero cuando se trataba de madre, no solo mi aspecto era el de un niño, sino también lo más profundo de mi ser.
- Tranquilo, pequeño. ¿Comisteis la cena que Alberto os trajo? - preguntó preocupada, adecentando mis rebeldes rizos lo mejor que pudo.
Ladeé la cabeza.
- Os echo de menos, madre... - susurré, mirando al suelo y con una mano aferrada a su vestido, pues temía que, de un momento a otro, se fuese de mi lado para no volver jamás.
Ella me hizo mirarla tras poner una mano bajo mi mentón y se esforzó en sonreír como si nada malo pasase.
- Sabéis que vuestro padre...
- Lo sé - la interrumpí.
Madre me miró con dulzura antes de cerrar sus manos en torno a las mías.
- Yo no puedo, cariño, pero vos sí. Escapad antes de que sea demasiado tarde - me dijo con ojos vidriosos, tomando mi cabeza para así besarme amorosamente la frente.
Abrí los párpados de par en par.
¿Qué...?
- ¡No, no pienso abandonaros y dejaros sola con semejante animal! ¡Jamás! - me negué rápidamente, ofendido por su petición.
Ella siguió sonriendo.
- Yo ya soy vieja, cariño y vos todavía sois muy joven. Tenéis toda una vida por delante. No temáis, estaré bien - susurró.
Chisté aunque nervioso.
- Habláis como si ya no tuvieseis derecho a nada... - le dije apenado. Madre rio con dulzura.
- No tenéis que preocuparos por mí, Piers - su voz se quebró por segundos -. Siempre he hecho todo cuanto he podido para protegeros, pero temo porque él os haga más daño. Temo porque vos rechacéis vuestra verdadera naturaleza. Temo... por vuestra vida.
¡Basta!
- No puedo hacerlo, madre- volví a repetir -, si me marcho no podré protegeros. ¡No, por favor, no me hagáis esto! ¡Sabéis que sois lo único que me importa en este mundo de mierda! ¡Vos y Al!
Ella se llevó una mano al pecho.
- Tenéis que hacerme una promesa, hijo mío, ¿creéis que podréis cumplirla? - preguntó al cabo de un rato.
Pestañeé.
- Haré todo cuanto me pidáis, madre - respondí sin vacilar.
Sus ojos negros centellearon en la oscuridad.
- Da igual cuanto pase o lo que vuestro padre desee, os ruego encarecidamente que bajo ningún concepto matéis al Rebelde - dijo al fin.
Se hizo un mortal silencio en el cual creí que cada uno fuimos capaz de escuchar los pausados latidos del corazón del otro.
Ipso facto, tragué saliva.
¡No podía estar hablando en serio!
¿Cómo podía pedirme algo así?
¡El Rebelde era nuestro principal enemigo!
¿En qué estaba pensando?
¡Madre había perdido por completo la cabeza!
- Madre, ¿pero qué...? No puedo prometeros eso - exclamé atropelladamente -. ¡Es nuestro enemigo! ¿Os habéis escuchado bien? ¿Cómo podéis pedirme algo así? - solté mis pensamientos en voz alta.
- Piers... no os lo pediría si no fuera algo muy importante - se defendió.
Zarandeé la cabeza con expresión contrariada.
- Ya no es por padre - me rehusé de nuevo -, sino por orgullo. ¡Ese malnacido ha matado a demasiados de los nuestros! ¡Si no hacemos algo por detenerle, acabaremos convertidos en polvo! - los labios me temblaron -. ¡Tengo que protegeros, a VOS y a AL!
Ella suspiró con profunda tristeza.
- Por favor, os lo suplico, por lo que más queráis, no le matéis - repitió pese a mis palabras.
Todo se hizo aún más confuso.
Súbitamente, experimenté una sensación de vértigo en el estómago, creyendo estar en realidad en el borde un gran precipicio.
- Madre, ¿me estáis ocultando algo? - reuní el suficiente valor de preguntar.
Ella reaccionó inspirando una bocanada de aire, pero aquello no le sirvió para recuperar el color en su mortecino rostro. Debido a su reacción, el precipicio apareció repentinamente ante mis ojos, como si fuese a succionarme hasta los huesos, y tan negro como las mismísimas alas de un cuervo.
Me estremecí.
- Algún día lo entenderéis - dijo sin apenas desplegar los labios.
Alguien llamó a la puerta.
Mierda. ¡Ahora no!
- Mi reina, ¿estáis aquí? - preguntó una doncella desde el otro lado de la puerta.
- Os quiero, hijo. Siempre lo haré - dijo madre antes de desaparecer por la puerta, en el pasillo varias doncellas la aguardaban pacientemente.
Yo...
Permanecí quieto, con los puños fuertemente apretados y la boca medio abierta.
No sé qué pensar...
Solo tras un largo rato, conseguí volver en sí.
¿Por qué te empeñas tanto en que ese maldito humano viva?
Me puse en pie con gran esfuerzo, sin embargo, la fuerza presente en mis piernas me abandonó, desplomándome sobre el suelo.
Ha conseguido deshacerse de padre y arriesgar mucho al venir hasta aquí, ya que él le tiene prohibido incluso mirarme... Esa promesa debe significar demasiado para ella... sino no le encuentro ningún sentido.
Alcancé a coger la almohada y estampé fuertemente la cara contra esta.
¿Y ahora qué?
La presión en mi cara aumentó.
¿Qué hago?
Furioso, lancé violentamente la almohada contra la pared, antes de ponerme en pie, pero lo hice con tanto ímpetu, que mi cuerpo se tambaleó por segundos.
- Lo siento - dije en apenas un susurro -. Pero tengo que hacerlo, no solo para demostrárselo a los demás, sino también a mí mismo.
Se acabó ser el bastardo.
Me acuclillé hasta recuperar la espada de nuevo, oculta debajo de la cama, la cual brilló ante la tenue luz de la luna infiltrándose maliciosa a través de las cortinas color esmeralda.
- No le tengo miedo, ni a él ni a nadie - dije con suma frialdad -, puedo hacerlo.
Por fin ha llegado mi momento.
Me cargué la espada en la espalda, notando que su peso era aun mayor de lo que aparentaba. También cogí un saquito con unas cuantas monedas para atármelo a la cintura. Rápidamente, abrí la ventana y el aire relente de la noche me abofeteó sin piedad mientras alborotaba mi cabello, pareciendo mis rizos gusanos revoltosos.
¿Es bueno que te vayas así?, se quejó de pronto mi fuero interno.
Sin poder evitarlo, me mordisqueé el labio.
Quizás... no vuelvas a verles...
Volteé la vista hacia atrás.
Nunca más...
Inconscientemente, mis propios pies me condujeron hacia los pasillos, absortos en penumbra. Ya no había rastro alguno de madre o sus doncellas. Tras eludir a los soldados que hacían ronda, continué abriéndome camino con pasos sigilosos y el corazón latiéndome violentamente contra el pecho.
Tragué saliva.
Allá vamos.
Primero me detuve frente a los aposentos de mis hermanos, sintiendo tan solo una profunda indiferencia, pero conforme fui avanzando, tal sentimiento se esfumó al fijar la vista en la puerta de Alberto. Un doloroso nudo se atenazó en mi garganta, aunque luché seriamente por ignorarlo.
Volveremos a vernos, Al. Te lo prometo. Algún día.
Acto seguido, me acerqué de cuclillas hasta los aposentos en donde ahora mis padres dormitaban. Reprimí, con un gran esfuerzo, las ganas de hacerme un ovillo a la vera de madre, para pedirle perdón por no cumplir su deseo.
Te arriesgaste en vano, lo siento.
Con mucho cuidado, me postré frente a ella y besé su aterciopelada frente. -Te quiero, mamá- susurré.
Ella no respondió, pues estaba profundamente dormida.
Solo aguanta un poco más...
Me levanté con mucha pausa, mirando a padre, no supe por cuánto tiempo lo hice, pues hasta el tiempo pareció adormecerse.
Finalmente, inspiré aire y me decidí a regresar sobre mis pasos.
Cuando te traiga su cabeza servida en bandeja, te arrepentirás de cada una de las palabras que me dijiste durante todos estos años, padre.
De vuelta en mis aposentos, bajé por la ventana, descendiendo con facilidad a la vez que me encaramaba por la pared, hasta alcanzar tierra firme. Sin perder más tiempo, corrí hacia las cuadras. Pese a las altas horas de la noche, los caballos aún seguían despiertos y alertas. Tomé el que pertenecía a madre, una yegua de pelaje colorado, como si de ese modo sintiese que ella estaría por siempre conmigo y me monté tras dar un enérgico salto. Entonces, blandí las riendas y el animal comenzó a cabalgar, dejando atrás el castillo, dejando atrás mi pueblo, dejando atrás mis tierras.
Ahora, fuera lo que fuese que me esperase adelante, ya no sería nunca más un demonio de sangre real.
Ya no sería un príncipe.
Ya no sería Piers Dahl, sino un don nadie.
- ¡Más rápido! - le insté a la yegua.
Ante el galope acelerado del animal, el aire se estampó violentamente contra mi figura, poniéndoseme la carne de gallina.
« Cuando encontréis a ese alguien, que os acepte con todos y cada uno de vuestros defectos y virtudes, nunca le abandonéis », recordé de pronto las palabras de Alberto.
- Tonterías - murmuré, obligando a la yegua a ir más rápido tras hundir, sin contemplaciones, mis botas en sus costados.
Antes de cumplir la orden, el animal relinchó con estrépito, hasta levantar su musculado cuerpo sobre las dos patas traseras.
Son solo eso, tonterías.
Seguimos en movimiento, ignorando los kilómetros que habíamos recorrido, ignorando el tiempo, sin ningún segundo para descansar y la luz de la luna iluminando de un modo fantasmagórico nuestro camino, hasta que la yegua frenó exhausta, respirando jadeante y con la lengua fuera. Nos encontrábamos en un desértico prado, cuya tierra parecía no haber sido rociada por la lluvia durante largos meses.
Decidí que lo mejor sería pararnos a descansar hasta darse el amanecer. Inmediatamente, dejé libre al animal para que así pudiese recuperar el aliento mientras yo hacía una pequeña fogata, pues no era aconsejable llamar la atención, pronto el fuego chisporroteó en los pequeños troncos que había recogido y me quedé quieto a su lado, estirando las manos al frente en un intento desesperado por calentarlas. Por muy extraño que sonase, desde que era un bebé, había tenido la piel exageradamente fría. Anteaño, mi madre ordenó llamar a los druidas de todos los reinos, pero nunca hallaron una solución. Por mucho que lo odiase, era y seguiría siendo por siempre un niño de hielo.
Centré la mirada en mis manos, las cuales no se inmutaron pese a tener tan cerca el fuego.
Hielo...
La yegua se tumbó a mi lado con la intención de dormir.
Hielo..., volví a pensar mientras dejaba caer ambas manos en la tierra, ante aquel insignificante tacto, algunas florecillas perecieron en el acto, haciéndose polvo de cristal.
Alcé la vista al cielo, en donde la madre de los demonios parecía sonreírme.
Ayúdame a matarle. Tan solo te pido eso.
En cuanto me recosté un poco, mis párpados fueron cerrándose hasta caer rendido ante el vertiginoso mundo de los sueños.
Y entonces, ese sueño volvió a devorarme como hacía cada noche desde que tenía uso de razón.
ZAAAAAAAAAAAASSSSSSSSSSSSSS.
« Me encontré a mí mismo en medio de un profundo bosque. Las ramas desnudas de los árboles parecían tocar el mismísimo cielo. Miré de izquierda a derecha, todo cuanto había a mí alrededor era follaje, salvaje y verde. De repente, empezó a nevar, cayendo infinitos copos blanquecinos cuan estrellas fugaces.
Me quedé quieto, concienciado de que ella no tardaría demasiado en aparecer.
— Mi bebé... — escuché la voz débil de una mujer que iba abriéndose paso entre unos arbustos.
Se trataba de una chica joven de unos veinticuatro años. Su melena era de un intenso color negro y ocultaba la mayor parte de su rostro, por lo que me era imposible poder ver sus ojos. Vestía un viejo y sucio vestido rosa. Por otro lado, sus pies desnudos mostraban una gran cantidad de magulladuras y heridas, pero lo más destacable era su enorme barriga de embarazo.
Entre algún tambaleo que otro, se acercó hasta mí, aunque en realidad no me veía, como si en realidad yo fuese un fantasma que presenciaba involuntariamente aquella escena.
— Mi bebé... — volvió a repetir dolorida, llevándose ambas manos a la tripa y apretando con fuerza los labios. Su voz reflejaba una gran agonía física —. Tengo que salvarlo... tengo que alejarlo de él... Antes de que sea demasiado tarde...
Súbitamente, la joven se desfalleció sobre el césped. Su frente estaba empapada en sudor y su cuerpo temblaba sin descanso.
En esta parte del sueño siempre me despertaba.
Sin embargo y ante mi asombro... continué atrapado en el bosque.
Perplejo, miré a los alrededores en busca de una respuesta lógica, cuando algo inesperado ocurrió.
Algo que nunca hasta ahora había pasado.
La joven me miró directamente a los ojos.
Lo hizo como si por primera vez después de tantos años contemplándola, al fin notase mi presencia.
Un nudo se hizo con mi garganta.
— Mi bebé... — dijo ante mi perplejidad mientras se acercaba a mí, arrastrando su debilitado cuerpo.
Retrocedí varios pasos.
— ¿Qué está pasando? — murmuré molesto.
Ella desplegó sus agrietados y secos labios, para así decir con un tono mortalmente frío:
— Tú. Hijo del pecado ».
— ¡BASTAAAA! — chillé.
Súbitamente, desperté con el cuerpo empapado de un sudor frío.
La impresión del sueño había sido tan fuerte y vívida, que mi corazón latía como loco.
Tanto que creí quedarme sordo.
Tranquilo, Piers, ya ha pasado...
Aunque me fue imposible poder tranquilizarme.
¿Por qué...? ¿Por qué esta vez...?
Acto seguido, me agarré el pecho.
— ¿Hijo del pecado?— dije para mí mismo, sin apenas voz —. ¿Quién es esa mujer?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro