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Capítulo 1: El pequeño príncipe maldito

~ Sea lo que sea lo que llevo dentro que me hace lo que soy, es

como una película. Las películas solo funcionan en la oscuridad, si

las abres del todo y dejas que entre la luz, las matas ~

James Dean


Aquella mañana, el calor en Abismais era infernal.

— ¡Eso no está bien, mi príncipe! — chilló Tomás, el hijo del herrero.

La pequeña Susana miraba aterrorizada la escena, ocultándose tanto como podía, tras la espalda de Tomás.

— Eres un gallina — me burlé de él, junto con una sonrisa soberbia —. ¡Deja de decir tantas estupideces, me enferma escucharte! — fui levantando la voz según hablaba —. ¡Será divertido! ¡Créeme, soy el mejor en esto!

Tomás se negó en redondo con la cabeza y Susana comenzó a sollozar.

— Si vuestros hermanos llegasen a enterarse... estaríais en serios problemas, mi príncipe — susurró él con sincera preocupación.

Reí, apretando las muelas.

¿Y quién les tiene miedo?

— No hay nada que me divierta más en este mundo, que molestar a ese atajo de perdedores, recuerda que yo soy el mayor de todos ellos. ¡Es a mí a quien deberían temer! — murmuré con los párpados entrecerrados.

Sin hacerles ningún caso, abrí en canal el cerdo que había robado de las cuadras reales. El animal agonizó en el acto. Ignorándolo, fui escarbando con gran concentración y expertos movimientos, al mismo tiempo que hundía el puñal, hasta al fin conseguir sacarle las entrañas, frescas y de un color rosáceo y brillante bajo la luz del sol.

— Ag... — Tomás palideció ante la escena y corrió torpemente hacia un lado para así poder vomitar.

Susana, por el contrario, lloró con fuerza, secándose las lágrimas que caían incansables por sus coloradas mejillas. Ignorando tal bochornoso espectáculo, me sequé el sudor de la frente, quedando en esta grabada la sangre del animal, que no fue mi primera ni última víctima y, sin más dilación, lancé con éxito los órganos en un saco. Pese a que mis manos estaban completamente manchadas de un vívido tono rojizo, no me molesté en limpiarlas. Es más, me gustaba. Sonreí para mis adentros.

— Príncipe Piers... — susurró Susana mientras caminaba con esfuerzo hasta mí y entonces, me ofreció un pañuelo limpio antes de echar a correr al lado de Tomás.

Chisté con desagrado, tirando inmediatamente su ofrenda al suelo y, sin decir ni una sola palabra más, me cargué el saco sobre los hombros, pero una vez empecé a caminar, ellos se quedaron rezagados e igual de quietos que dos estatuas de color carne.

— ¿No venís? — les pregunté, girando la cabeza hacia su dirección.

— Mi príncipe — dijo Tomás tras volver en sí —, ya no se trata de formar parte o no de otra de vuestras bromas pesadas... Recordad que tan solo soy el hijo de un humilde herrero y Susana la hija de una de las doncellas al servicio de vuestra madre, la reina, no se les permite la entrada al castillo a campesinos como nosotros... — añadió, clavando la mirada en mis extravagantes ropajes; un jubón esmeralda con bordados de hilo dorado, junto con unos pantalones oscuros y unas botas altas.

Puse los ojos en blanco, ya que me sentía enfermo al ser observado de esa manera.

— Pero yo puedo hacer que entre quien más me plazca, ¡algún día todo esto será mío! — refunfuñé molesto.

A Susana le temblaron los labios.

— Lo lamento, mi príncipe. Esta vez no participaremos en vuestro juego — se negó Tomás por los dos.

Sentí una enorme rabia dentro de mi pecho, cuan enormes manos de cristal queriendo salir a la luz, partiendo en dos mi cuerpo. No pude evitar fusilarles con la mirada, agarrando con mayor fuerza el saco y pisando a propósito el pañuelo que antes Susana me había ofrecido.

— ¡Me da igual! ¡No os necesito! ¡Ni a vosotros ni a nadie! — les dije con suma frialdad antes de echar a correr.

¿Cómo se atreven? ¡Grrrr, no se merecen estar a mi lado! ¡Son dos aburridos que no entienden el significado de diversión ni aunque lo tengan delante de sus narices!

Pronto, mis propios pies me condujeron hacia los establos, en donde algunos caballos relincharon nerviosos ante mi precipitada entrada. Rabioso, lancé violentamente el saco contra la pared de madera, estampándose junto con un repulsivo sonido. Solté un grito, pataleando una y otra vez. El aire pareció quejarse por ello.

¡Ellos se lo pierden! ¡Me divertiré yo solo!, pensé tras lanzar un escupitajo contra el suelo.

Sin lograr tranquilizarme, le di una patada a un montón de heno, el cual se derribó hasta caer desperdigado a mí alrededor, enredándose en mis rizos y ropajes.

— ¿Piers, eres tú? — me sorprendió una voz familiar.

Mierda, pensé aún más enfadado que en un principio.

Quise huir, pero antes de poder hacerlo, mis pies se despegaron del suelo cuan ventosas, quedando mi cuerpo suspendido completamente en el aire.

— Tu aspecto está peor que de costumbre. ¿Qué has estado haciendo, pequeño bastardo? — se hizo una breve pausa —. Hey, ¿y esa sangre? ¿En qué fango te has estado revolcando esta vez?

Alcé la vista hasta centrarla en mi hermano pequeño, Jack Dahl, quien me agarraba de la espalda al igual que si fuese el peor bicho infeccioso con quien pudieras toparte sobre la faz de la tierra.

— ¡Bájame! — le exigí junto con una serie de pataletas y sacudidas de brazos.

Tras chistar ruidosamente, Jack me soltó, examinándome a través de sus ojos de plata fundida.

— ¿Estás tan aburrido cómo para esto? — dijo al señalar el saco, con un movimiento de cabeza, ahora abierto y dejando al descubierto su interior. Ipso facto, me lanzó una mirada severa —. Eres solamente un crío estúpido, ¿cuándo vas a crecer? — caminó hasta detenerse a mi lado, aunque sin ninguna intención de ayudarme a levantarme —. ¿Cómo puede un bastardo como tú ser el sucesor de la corona? Es realmente despreciable.

Serás...

Me levanté de un bote al mismo tiempo que apretaba los puños.

— ¡No soy ningún bastardo! — le chillé furioso —. ¡Repítelo y te mataré! ¡Lo juro!

Jack esbozó una sonrisa inexpresiva.

— ¿Matarme, tú? ¿En serio? — musitó con evidente sarcasmo —, quizás cuando crezcas un poco más, puedas alcanzar a hundir un puñal en mi pecho. O — soltó una carcajada de mal gusto —, puede que no.

Los labios me temblaron de impotencia.

Capullo...

— Ya lo verás... cuando crezca te arrepentirás de haberme dicho eso — le amenacé con un tono mortalmente gélido.

Jack entrecerró los párpados.

— Recoge este estropicio, bastardo. Y báñate, apestas — dijo antes de montar un caballo de pelaje oscuro y dejarme solo.

Durante unos minutos, observé su fornida silueta hasta finalmente desaparecer tras el portón del castillo.

Con pose alicaída, descendí la vista hacia mi calzado.

Te odio. A ti. A padre. A todos.

Hice rechinar mis dientes.

¡AL MUNDO ENTERO!

Súbitamente, cabeceé contra la pared sin importarme el dolor.

A todos... Ag... maldita sea, gruñí mentalmente.

Continué con aquella tortura personal hasta creer romperme la nariz y, tras un suspiro profundo, permanecí quieto con la frente apoyada contra la pared.

— Algún día cerraré vuestras malditas bocas. ¡Lo haré aunque sea lo último que haga! — ladré.

Mi sangre me caía sin descanso por el mentón, hasta acabar en pequeñas gotas que amortiguaron mis botas. Si cualquiera me hubiese visto en aquellos momentos, hubiera creído que me habían dado una auténtica paliza, pero lo que nadie sabía es que yo mismo era mi peor enemigo. Me limpié la sangre con la manga del jubón, aunque tan solo conseguí extenderla aún más por mi rostro.

Ya veréis... ¡Nunca más nadie me llamará bastardo!, pensé al tomar con determinación el saco, con la intención de esconderlo bajo la cama de mis hermanos.



Cuando entré en el salón para cenar, tanto padre, como madre y el resto de mis hermanos, estaban ya sentados y disfrutando de los diferentes y suculentos platos que las sirvientas iban trayendo consigo. Nadie me prestó atención, ni siquiera cuando ocupé sitio entre mi hermano David y mi otro hermano Alberto, a excepción de este último, quien me dedicó un amistoso saludo con un movimiento de cabeza. Creí ver a madre dedicarme una sonrisa tierna en apenas una centésima de segundo.

— ¿Ha habido nuevas noticias sobre los últimos movimientos del Rebelde, padre? — preguntó Jack, tras arrearle un enorme mordisco a un muslo de pollo, resbalándosele la grasa por la comisura de los labios.

Peter Dahl entrecerró los párpados ante semejante pregunta.

— ¿Podríamos tener una velada normal para variar? — exclamó madre, repentina como un relámpago —. A decir verdad, me gustaría que los niños no se inmiscuyeran en un asunto como ese.

Niños..., pensé con los ojos en blanco.

Cuatro formábamos la nueva generación y legado de los Dahl: Jack era el segundo en la línea de sucesión, de carácter peligroso y violento, le encantaba rondar tabernas y apostar enormes sumas de dinero en cartas, vicio que le llevó a tener numerosas discusiones con padre. En tercer lugar estaba David, a quien le importaba poco o casi nada lo que ocurría a su alrededor. A menudo se escabullía y frecuentaba lugares que, hasta ahora, ninguno conocíamos. Su rostro siempre adoptaba una expresión escalofriantemente calmada. Y por último, el menor de nosotros era Alberto, el único de mis hermanos con quien no me sentía invisible frente a sus ojos. Sorprendentemente, su cuerpo parecía haber sido esculpido por manos divinas, irradiando un aura tan intensa como apaciblemente cálida. Hubo muchas veces atrás en que deseé cambiar mi cuerpo enclenque y canijo por el suyo.

Sería genial, pensé mientras inconscientemente le observaba maravillado.

Al darse cuenta de que lo estaba mirando, Alberto me dedicó una amistosa sonrisa.

Avergonzado, bajé la mirada hasta centrarla en mi madre.

Seré idiota...

Ella era en realidad una Grimson. De intensa cabellera azabache, tez clara y ojos oscuros, conquistó a padre nada más darse su primer encuentro. Peter Dahl, quien siempre fue un hombre frío y tosco, se ablandó ante los dulces encantos y aquella frescura primaveral que caracterizaban a madre. El enlace entre ambos no se hizo esperar pese a ser ambos muy jóvenes y pronto, ella se quedó en cinta de mí. Sin embargo, las malas lenguas decían que ya lo estaba cuando se festejó el enlace y que aquella barriga que empezaba a crecer, no había sido a causa de padre, sino de otro; el amante de madre. Un amante que hasta ahora sigue en las bocas de los pueblerinos. Un amante que si en verdad existiese, padre se encargaría de otorgarle la más cruel de las muertes. Eso explicaría el por qué yo era tan diferente a mis progenitores. Ninguno de mis rasgos físicos pertenecía a los Grimson o a los Dahl (estos últimos destacaban por sus ojos plateados, atlética figura y un cabello tan platino como lacio), pues a diferencia de mis hermanos, quienes eran todos pálidos, habían heredado los ojos de mi padre (excepto Jack) y el cabello de mi madre, yo en su lugar era moreno de piel, cabellera rizada y ojos azules verdosos. Unos ojos que algunos comparaban con un mar que avecinaba una inminente tormenta.

Eso me hacía preguntarme, ¿de dónde vengo?

¿Cuáles son mis verdaderas raíces?

¿Es cierto que mi padre es otro?, y de ser así, ¿le importaría algo mi mísera vida?

Nunca tuve el valor suficiente de preguntarle a madre, aunque de haberlo hecho, ella tampoco me hubiese escuchado. Aquella frescura que la caracterizó fue marchitándose con el paso de los años, cuan pétalos de rosa, hasta convertirse en una reina aburrida, recluida en su castillo y dejando pasar las horas muertas sin poner ningún remedio a ello.

— ¿Niños? — repitió Jack junto con una vil sonrisa —. Madre, espero que con eso solo os refiráis a Piers.

De inmediato, le fusilé con la mirada.

— Discrepo, hermano — salió Alberto en mi defensa, con una habitual sonrisa en sus labios, como si un chiste se repitiese sin descanso dentro de su cabeza—, yo creo que nuestro Piers es mucho más maduro de lo que realmente pensáis. Además — su sonrisa se ensanchó más que en un principio —, por mucho que os esforcéis en negarlo, recordad que es nuestro hermano mayor y por lo tanto, le debéis un respeto. O si no ateneros a las consecuencias, pues para cuando sea rey, acabará cortándoos el cuello y colgando vuestra cabeza en alguna pica, en cualquiera de los casos, los cuervos le estarían eternamente agradecidos — dijo esto último con humor negro.

Pero nadie rio y Jack chistó por lo bajo:

— ¿Cuervos? Eso dejádselo mejor al tío Cassius — murmuró con los ojos en blanco —. Bueno, al menos Piers no tiene reparos al ir desangrando por ahí tanto a demonios como animales. ¿Y qué hay de vos, Alberto? ¿Seguís con vuestra absurda teoría sobre que deberíamos bajar las armas e intentar dialogar con el Rebelde? — dijo Jack tan violento como una estampida de elefantes.

Los ojos de Peter Dahl se ensombrecieron con dureza mientras escuchaba atentamente a mis hermanos.

— No hay nada que hablar con ese ser — intervino de repente con voz cortante.

Pese a las palabras de padre, Alberto siguió hablando con una actitud calmada:

— Padre, siempre he respetado todas y cada una de vuestras decisiones, no obstante, en esta ocasión me temo que no podré apoyaros. El Rebelde es un humano que tan solo ha matado para salvar a los suyos. Lo que vosotros calificáis como asesinatos, yo lo entiendo como defensa propia — quiso razonar. Jack estalló en estruendosas carcajadas, resbalándosele por la barbilla el vino tinto que apenas había bebido de una exquisita copa de cristal.

— ¿Defensa propia? ¡Ese maldito hijo de puta ha arrasado hasta la fecha con incontables pueblos campesinos! ¿Defensa propia, decís? No, yo creo que no. Lo único que tiene en mente es acabar con nuestra especie hasta que no quede ni uno solo de nosotros poblando el planeta — gruñó.

Madre suspiró indignada ante el giro que había tomado la conversación, sin embargo, en sus ojos parecía haber una infinita tristeza.

— Yo podría con él — dije.

Súbitamente, todos centraron su mirada en mí.

Me da igual ese humano, me da igual cuántas muertes cargue a sus espaldas, si esa es la única manera con que padre no me vea como a un extraño, sino como a su hijo, sangre de su sangre, lo haré.

— ¡Ja! ¿Con qué ejército, renacuajo? Este asunto no te incumbe, ahora tan solo deberías centrarte en saber leer o cómo poder blandir correctamente una espada, no querría que nuestro apellido se borrase sobre la faz de la tierra cuando un incompetente como tú suba al poder. Esperemos que la corona no te quede demasiado grande — se burló Jack con crueldad.

Madre se llevó una mano temblorosa a la boca.

— No sabéis de lo que estáis hablando — dijo con voz débil para ella misma.

La miré perplejo antes de voltear el rostro hacia mi hermano.

— ¡Cállate, Jack! ¡Hablo completamente en serio! — le reproché, plasmando ruidosamente ambas manos sobre la mesa.

— Disculpadme, se me ha quitado el apetito... — dijo madre con tono cansado, limpiándose con suaves toques los labios antes de retirarse.

Tan solo Alberto y yo nos levantamos de nuestros asientos una vez lo hizo ella, pero antes de poder poner un pie fuera del salón, padre la retuvo a su lado tras tomarla del brazo.

— ¿Estáis bien, querida? — le preguntó, mirándola muy fijamente a los ojos.

Madre contuvo a duras penas la respiración.

— Lo estoy, no debéis preocuparos por mí — dijo con la cabeza algo alicaída.

Sus palabras no le convencieron en absoluto.

— Que no salga del castillo — ordenó enfáticamente a sus doncellas, quienes aguardaban inmóviles, cuan estatuas de perla, junto a la puerta del comedor.

Madre se desembarazó de la mano de padre y fue apurada junto a ellas, que hicieron una sobresaliente reverencia con la cabeza antes de ponerse en marcha tras los pasos de la reina.

Se hizo un silencio.

Al contrario que Alberto, yo no volví a sentarme.

— No puedes retenerla siempre aquí — estallé al creer ver llorar a madre —. ¡Enfermará hasta...!

Mi cuerpo se hizo hielo en el preciso instante en que padre lanzó un plato en mi dirección, me quedé mirando como este se acercaba peligrosamente hacia mí, cuando de pronto, Alberto lo tomó justo a tiempo, incluso su mano tembló por un segundo, ante la fuerza con que el objeto había sido lanzado.

Conmocionado, encogí los dedos de los pies.

— Lárgate de aquí — me ordenó padre con la vena de la sien tan hinchada, que parecía a punto de explotarle.

¿Qué le pasa?, pensé con las pupilas dilatadas.

— Pero... — quise continuar.

— Padre es demasiado bueno contigo, aún sabiendo lo que eres, si dependiese de mí, las cosas serían muy distintas — dijo Jack mientras se rascaba el mentón.

David apenas pestañeó.

— Marchaos, Piers — me instó Alberto con seriedad cuando padre se sirvió con violencia más vino, estallando casi la copa entre sus dedos. Ante mi mirada de asombro, añadió —: Por favor.

Jack y David ni siquiera me miraron.

¡Maldita sea...!

Me levanté atropelladamente del asiento y corrí hasta cerrar la puerta del salón tras de mí, entonces, dejé caer mi espalda a cámara lenta contra esta. La cabeza me daba vueltas y el corazón se estampaba una y otra vez contra mi pecho, el cual ascendía y descendía violentamente.

Otra vez tenía esa mirada... como si yo fuese un completo desconocido en su propia mesa...

Me mordisqueé el labio.

¿Por qué nadie me cree?¿Por qué nadie confía en mí? Yo podría contra ese humano.

¡Lo haría!, entonces todos me respetarían. Tampoco me evitarían.

Me enderecé poco a poco.

— Nunca más me volverían a llamar bastardo, sino que lo harían por mi verdadero nombre — dije con una sonrisa maliciosa, caminando en dirección a mis aposentos —, y él me reconocerá por fin como su hijo y verdadero sucesor.




— ¿Puedo pasar? — escuché la voz de Alberto desde el otro lado de la puerta.

Con movimientos acelerados, escondí bajo mi cama, la espada que en su momento me entregó mi abuelo materno, y que había estado contemplando desde hacía largo rato.

— Adelante — cedí.

Alberto entró en mis aposentos, cargando sobre sus manos una bandeja con suculenta carne, patatas asadas e incluso dulces. La dejó sobre el escritorio de ébano antes de mirarme con rostro preocupado.

— ¿No te cansas de recordarme que soy diferente a vosotros? — murmuré mientras centraba la mirada en las patatas y los dulces.

Los demonios únicamente pueden tomar e ingerir carne, ya sea animal o humana, pues, de comer otra cosa, se vomitaría en el acto e incluso dañaría su cuerpo, aunque yo era una excepción. Por muy extraño que sonase, mi organismo era capaz de tolerar todo tipo de alimentos. Un secreto que solo Alberto conocía y jamás reveló a nadie. Nunca me molesté en preguntar en donde conseguía aquella comida.

— Vamos, seguro que tenéis hambre, antes apenas probasteis bocado — dijo con tono afable.

Hundí en exceso los hombros.

— No tenías por qué haberlo traído, estoy perfectamente — murmuré enfurruñado, sentándome en el poyete pedregoso de la ventana.

El sol empezaba a esconderse entre las montañas.

— Veo que aún no os habéis bañado — comentó al fijarse en que llevaba puesto el mismo jubón de todo el día y que, pese a mis intentos por verme decente durante la cena, la sangre de cerdo aún se notaba tanto en mis manos y uñas.

— ¿Y qué? — exclamé con los ojos en blanco.

Alberto no volvió a dirigirme la palabra, en su lugar, tomó un paño que había en la bandeja, para luego verter agua en un cuenco de cerámica blanca, acto seguido, humedeció el paño y se posicionó a mi lado. No opuse resistencia cuando empezó a limpiarme las manos.

Le miré en silencio.

¿Por qué?, suspiré, sin duda, eres la oveja blanca de esta familia.

Al terminar tal minuciosa labor, dejó el paño hundido en el cuenco, cuya agua ahora se había teñido de carmín.

— ¿Necesitáis hablar? — me preguntó amablemente, sentándose en la cama.

Sacudí la cabeza con expresión altanera.

— ¿Hablar?, ¿sobre qué? — exclamé, derrumbándose mi cuerpo hasta acabar en el suelo.

Alberto enarcó una ceja.

— No tenéis que hacer ninguna locura, Piers, para ganaros su afecto. Y mucho menos cuando esta puede poner en peligro vuestra propia vida — dijo al fin.

Silencié durante unos instantes, pues mi lengua se había trabado hasta el punto de sentir un firme nudo en ella.

— No sé de qué me hablas —susurré.

Alberto pestañeó.

— No vayáis, Piers, si cumplís esa misión tan sólo encontrareis la muerte — susurró con detenimiento.

Me mordí el labio.

— Haga lo que haga en esta vida, mi destino siempre va a ser la muerte, pero solo yo puedo decidir cómo quiero que esta sea — murmuré.

Alberto se llevó una mano a la frente.

— ¡Pero mientras tanto podéis saborear cada instante, Piers, no arrojaros a sus brazos cuando aún sois un niño! — quiso hacerme entrar en razón.

Gruñí por lo bajo.

— ¿Un niño, dices? ¡Soy más mayor que tú y que esos dos idiotas! — me alboroté el cabello al restregar ambas manos con expresión rabiosa —. ¡Tú tampoco confías en qué pueda hacerlo!

Alberto adoptó una expresión muy seria.

— Cierto, sois el mayor. No quería ofenderos, es solo que dado a vuestro físico no puedo evitar preocuparme por vos...— se explicó con timidez.

Al...

Apreté los puños contra el suelo, los cuales me temblaron durante una centésima de segundo.

— Con físico te refieres a que soy una maldita malformación, ¿cierto? — dije arrogante al mismo tiempo que perdía la fuerza en las manos —. ¿Acaso crees que no sé lo que dicen de mí a mis espaldas? ¿Todos y cada uno de los que viven en este castillo? ¿En el reino entero?

Alberto se sentó a mi lado y dejó caer cariñosamente su mano en mi hombro.

— No sois ninguna malformación y debe daros igual lo que otros digan — dijo con tono dulce —, seguís siendo y seréis mi familia.

Un nudo se hizo con mi pecho.

— Sabes que no es cierto — murmuré.

— No es necesario que os diga que os quiero y confío plenamente en vos, pero el Rebelde no es como uno de esos gatos que capturáis y después usáis en vuestras bromas de mal gusto — comentó.

Le miré directamente a los ojos, aquellos cristalinos ojos de ébano.

— No le tengo miedo al Rebelde, en cuanto yo quiera, estará suplicando por su vida — dije malicioso.

Alberto miró al techo.

— Creéis que sois fuerte, hermano y no es así, aún tenéis mucho que aprender — dijo.

— ¡Pues enséñame! — le espeté gruñón.

Alberto me devolvió la mirada y sonrió pese a todo.

— No quiero que seáis como el resto de nuestra familia, Piers, me gustaría que al menos un solo Dahl aprendiese sobre la moral, el perdón y la empatía, en lugar de convertiros en otro rey carente de escrúpulos. También debéis estudiar y mucho.

Torcí el morro.

— ¿Estudiar? Eso no me va a servir para vencer al enemigo — protesté.

— Os equivocáis, la inteligencia puede ser el arma más poderosa, si sabéis dar buen uso de ella.

Puse los ojos en blanco.

— Lo que tú digas, Al, odio cuando te pones filosófico.

Él rio sin ninguna maldad.

— Pero ya sabéis que puede haber un arma incluso más poderosa que la inteligencia.

Alcancé a coger un dulce de la bandeja y lo mordí gustoso mientras me encogía de hombros.

— Nigg ideaggg — dije con la boca llena.

Alberto me removió los cabellos con infinita ternura.

— El amor — respondió al fin.

Me atraganté nada más escuchar aquellas dos palabras, escupiendo lo que había comido y cayendo desperdigados varios trocitos de chocolate a mí alrededor.

— ¿¡Amor!? — dije entre una mezcla de burla y odio —, ¡eso no sirve para nada!

Su mirada lució algo melancólica.

— Algún día encontrareis a alguien, Piers, ya sea de nuestra especie u otra, que hará despertar vuestro congelado corazón y acelerarlo al mismo tiempo. Cuando encontréis a ese alguien, que os acepte con todos vuestros defectos y virtudes — hizo una breve pausa antes de añadir —: nunca le abandonéis.
















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