Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

9. Un rebelde sin rumbo



— Buenos días, cariñín — saludó tía Mónica a su marido dejando a un lado la cafetera. Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar a darle un beso en los labios —. Ya tienes preparado tu desayuno de los domingos: café, tostadas y churros con chocolate bien caliente.

— Ah, sí. Gracias, querida — tío Manuel tomó asiento conforme se retorcía los cuatro pelos que apenas le crecían en la barbilla —. Eh, florecita mía... Tenemos que hablar de un asunto importante, ¿serías tan amable de acompañarme?

Tía Mónica obedeció sin rechistar y acto seguido se sentó a su lado sosteniendo entre sus gruesas manos una abundante taza de café.

— ¿Ha ocurrido algo?, ¿algún pedido de marisco de última hora? ¿Tu madre se encuentra bien, cierto? — se alarmó ella.

El hombre suspiró lastimero.

— Tranquila. No se trata de eso y mamá sigue tan fuerte como un roble — tío Manuel lanzó otro suspiro antes de proseguir, como si fuese consciente del desastre que desencadenarían sus próximas palabras —: se trata del muchacho — efectivamente, la respuesta de su mujer fue tal y como se esperó y durante unos segundos se notó cierto fulgor en los diminutos ojos de ella —. Ayer recibí una llamada de su tutora, la señorita López. Me comentó que seguía comportándose igual que siempre puesto que no interactúa con la clase ni muestra interés alguno por los estudios. Por no olvidar cuando hace novillos... ignoro en donde pasará ese tiempo — hizo una mueca —. Ha sacado un dos y medio en su último examen de geografía y un cero en inglés.

Tía Mónica estaba más que indignada.

— ¿Y qué espera que hagamos nosotros esa dichosa profesora de pacotilla?, ¿eh? ¡Que el chico haga cuanto quiera, como si suspende el recreo! ¡Bastante tengo con tenerle bajo mi mismo techo! — exclamó tensa tía Mónica, temblando incluso su taza de café —. ¿Sabes lo mal que lo pasé cuando estuvo aquellos meses en el correccional? ¡Alguien con una reputación tan impecable como la mía no debería ser castigada con semejante aberración! — apretó las muelas —. Ese mocoso ingrato, robando por ahí solo por su voraz apetito. Tiene más que suficiente con dos platos al día. ¡Ingrato! — volvió a repetir.

Tío Manuel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

— Lo sé, querida. Entiendo perfectamente cuan de mal lo has estado pasando desde... eso — posó su mano peluda sobre la de su mujer, quien ahora intentaba serenarse con un largo trago de café —. Pero... mi hermosa florecita, ¿es cierto... que dejaste ir al chico con el uniforme sucio durante varios días seguidos?

Súbitamente, a tía Mónica se le erizó el vello castaño del bigote, el cual siempre le crecía pese a quitárselo incansablemente día tras día con pinzas.

— ¿¡Cómo osa insinuar que yo no soy una buena ama de casa!? ¿¡Cómo se atreve!? ¡Dios bendito, hoy dejan entrar en la docencia a cualquiera! — apenas podía controlar su rabia.

Se hizo una incómoda pausa.

— Eso mismo pensé yo, le expliqué que el muchacho estaba perfectamente atendido y cuidado — corroboró tío Manuel, sacudiendo exasperado su cabeza con forma de pimiento y por consiguiente, hundió el extremo de uno de los churros en el chocolate caliente —. ¿Él se encuentra ahora en su cuarto?

— ¿Dónde quieres que esté si no tiene un solo amigo? — murmuró tía Mónica de mala gana.

— Debería hablar con él, esas notas tan malas pronto llegarán a los oídos de nuestros vecinos — dijo tío Manuel tras llevarse a la boca el churro medio humedecido por el chocolate.

La masa crujiente resonó mientras la aplastaba incansable entre sus muelas.

— No te preocupes, cariñín. Yo lo haré, tú disfruta de tu día libre como bien se merece — se ofreció tía Mónica con una amplia sonrisa, limpiándose el rastro de café negro que había quedado alrededor de sus labios.

El rostro de tío Manuel brilló de alivio y a modo de agradecimiento besó a su mujer en la mejilla. Luego alcanzó a coger el periódico del día para leer cada uno de los titulares que se mostraban en primera plana, no por ello dejó a un lado su calórico desayuno dominguero. Tía Mónica se recogió el bajo de su vestido de lunares conforme atravesaba el pasillo y por consiguiente, entró como un bólido en una de las habitaciones. Allí se encontró con un niño de apenas diez años, vestido con un viejo pijama que antes había pertenecido a su esposo (con algunos rotos y dos veces mayor a su cuerpo) que permanecía inmóvil junto a la ventana. Parecía contar en silencio las nubes flotantes con forma de caballos que galopaban en el eterno cielo azul que arropaba la ciudad de Madrid. El niño estaba demasiado delgado, aunque lo disimulaba en parte por su generosa estatura, pues siempre había sido más alto que los otros chicos de su edad. Entonces, el niño entrecerró los párpados al sentir manifestarse en su habitación la presencia de aquel diablo encarnado en forma de mujer.

— ¿No tienes nada que decirme? — preguntó tía Mónica henchida de repulsión. Con grandes zancadas atravesó la habitación y de ese modo corrió las cortinas como si su vida dependiera de ello —. ¿Estás loco?, ¿acaso pretendes que alguno de nuestros vecinos te vea con ese horrible pelo tuyo?

El niño alzó su rostro pálido, enfermizo y ojeroso, pero eso no bastó para suavizar el carácter avinagrado de tía Mónica.

— Esa tutora tuya de tres al cuarto nos llamó. ¿En qué estabas pensando?, ¿sabes cómo quedará mi imagen si se corre la voz? — le espetó tía Mónica con los ojos desorbitados —. ¡Estudiar, estudiar! ¡Para una simple cosa que tienes que hacer y ni eso sabes!

Tía Mónica buscó con desesperación cualquier gorro que ocultase la enorme masa capilar que presentaba el niño y cuando dio con uno de lana gris se lo puso con tanta fuerza que él se tambaleó hacia atrás.

— Por no hablar de tu uniforme, ¿durante todo este tiempo no te ha entrado en la sesera que debes ducharte en el garaje y lavar tú mismo tu propia ropa? ¿Hacer tus necesidades en el bar de enfrente? Y ante todo, ¿no tocar ninguna de mis pertenencias? ¡Sabes que tengo la cuenta de cada cosa metida en mi joyero! ¿¡Tanto te cuesta!? ¿¡Demasiado pedir!? — replicó tras alisarse el delantal con galletas sonrientes cuya expresión no compartía en absoluto con ellas.

El niño respiraba con cierta debilidad.

— Lo siento, tía Mónica... — consiguió articular al cabo de un rato, llevándose unas entumecidas manos al pecho —. Últimamente he estado algo enfermo, por eso suspendí los exámenes y fui sucio a la escuela... — añadió con voz desmayada.

— ¿Te parece excusa suficiente?, ¿estar enfermo? ¡Yo siempre le he tenido preparado a mi marido un plato sobre la mesa aún con cuarenta de fiebre! ¡A mí no me vengas con esas, niño del demonio! ¡Siempre suspendes todo estando enfermo o no! Ya que eres un parásito para nosotros estás en la obligación de sacar sobresalientes e incluso matrícula de honor — protestó tía Mónica.

El niño se mordisqueó su labio seco y con pellejos.

— Pero mis padres... — quiso decir.

Aquello fue todo un error por su parte. Nombrar a su padre o a su madre dentro de esa casa era como chillar en una iglesia la mayor blasfemia. Antes de que el niño pudiese terminar la frase, tía Mónica cogió un comic de la estantería y se lo lanzó con todas sus fuerzas. El niño consiguió eludirlo justo a tiempo y el susodicho objeto terminó estampándose contra la lamparita de noche que por casi se estrella también en el suelo.

— ¡No menciones a ese atajo de... impresentables... en mi casa! — le interrumpió tía Mónica casi gritando y con la respiración entrecortada.

Eso hizo olvidar al niño por completo su agotamiento físico.

— ¡Mamá y papá no eran ningunos impresentables! — exclamó con los puños apretados y el hueso blanquecino destacando en sus nudillos.

— Ni se te ocurra contrariarme, niño del demonio — le amenazó ella sin vacilar —. Has salido de la basura, eres una basura y seguirás siendo por siempre una basura.

Rápidamente, el niño dirigió la mirada hacia la única salida existente dentro de la habitación, la puerta en la cual se interponía tía Mónica. El niño se quedó quieto, mirando alternativamente a la puerta y a su tía, deseando que ella se encontrase del suficiente buen humor como para castigarle con un ayuno o encerrarle en el armario del pasillo durante horas como en otras ocasiones había hecho. Sin embargo, el niño advirtió por el semblante que tía Mónica adoptó que su castigo sería... el más severo que encabezaba la lista.

— Un mocoso como tú solo aprende a la vieja usanza — murmuró tía Mónica con tono gélido, sacando al unísono y con aire amenazador ambas manos del delantal.

Asustado, el niño cerró los párpados conforme aguardaba a su desgracia y...

— ¿Daniel? ¿Me oyes? ¿Daniel? ¡Despierta! Es solo una pesadilla, tesoro. Tranquilízate — escuché de pronto y en la distancia la voz de una mujer adulta, siendo la causa de que aquel flashback en donde se encontraba tía Mónica con quien fui yo de niño se esfumase igual a un dibujo colorido de arena arrastrado por el viento.

Entonces, me desperté con el mismo sobresalto a si un loco hubiese aparecido con cuchillo en mano a medianoche en mi habitación. Tenía la garganta completamente obstruida por varios nudos entrelazados en uno y una capa de sudor frío me resbalaba por las sienes. Me encontré a mí mismo acurrucado en una dura mesa de madera y con una jarra de cerveza descansando a unos pocos centímetros de mi cabeza. Conforme me enderezaba, caí en la cuenta de que me había quedado dormido en uno de los bares que solía frecuentar una vez salía del instituto. Éste se trataba del Bárbara. Con el pulso acelerado y el aire presionándome los pulmones, reaccioné atrapando la mano de quien se disponía a acercárseme.

— Cálmate, ¡soy yo! Dios mío, ¿qué habrás soñado para despertarte así? Ni que estuvieras en pleno campo de batalla — exclamó la misma voz femenina que me había hecho aterrizar de nuevo en la realidad.

Rápidamente alcé la vista, encontrándome en un primer plano a Sandy, una de las tantas camareras que servían en el lugar. Una vez fui consciente de ello, dejé libre su muñeca.

— ¿A quién se le ocurre aparecer así cuando alguien acaba de tener una pesadilla? — murmuré mientras me secaba el sudor con la manga de la cazadora.

Sandy me tendió un trapo limpio que cargaba en la cintura y al negarme a ello, se encargó personalmente de limpiar los rastros de sudor que yo fui incapaz de quitar.

— Oh, encima tendré que disculparme yo por casi dislocarme el hueso. No cambias de actitud, jovencito — dijo Sandy, su voz estaba más cargada de preocupación que rencor.

Eché un detenido vistazo al resto del bar, en donde algunos clientes habían levantado la cabeza de sus pedidos o bien periódicos ante mi repentino comportamiento.

— No se preocupen, caballeros, el jovencito tuvo una pesadilla — se disculpó Sandy en mi lugar junto con una sonrisa y fue por ello que nuestros espectadores volvieron a centrarse en ellos mismos o sus aburridas conversaciones.

Me restregué una y otra vez las manos por el pelo sin importarme en que aspecto quedaría tras esto.

— ¿Te duele? — le pregunté con voz baja y mirada perdida.

— No, ha sido un simple apretón, pero la próxima vez no interrumpiré tu sueño ni aunque chilles como un auténtico poseso — bromeó con dulzura, sentándose en el asiento que había frente al mío.

Sandy era una mujer que rondaba la edad de sesenta, canija y de pocas carnes. Tenía la horrible manía de resaltar sus labios a base de pintura azul y un lunar travieso se hospedaba bajo su ojo derecho.

— Apenas has tocado tu cerveza, no es propio de ti. A estas alturas ya irías por tu tercera ronda — observó.

Me paseé la lengua entre el pequeño espacio que tenía entre paleto y paleto. Solía hacerlo siempre que estaba nervioso o simplemente aburrido, esto último me ocurría a menudo en el instituto y más de uno se había pensado cosas que en realidad no eran.

Inspiré profundamente.

— ¿No tienes suficientes jaquecas con la menopausia, las patas de gallo y la piel de naranja que encima quieres husmear en los problemas de otros? — murmuré ceñudo.

Ella rió.

— Hablo en serio — insistió tras no pasar por alto mi movimiento de lengua —. Sabes que puedes contarle todo a tía Sam — añadió con gran amabilidad —. ¿Es por la casa?, ¿ha vuelto tu casera a meterte prisa con el pago del último mes? — las cejas de Sandy se enarcaron.

Tamborileé los dedos contra la mesa.

— Quizás estando borracho te olvides de la realidad, pero siempre hay un pequeño y jodido problema — por consiguiente, me recosté contra la silla de madera, balanceándola hacia adelante y hacia atrás —, sueles cantar cosas que nunca querrías.

Esta mujer me conoce demasiado y es porque siempre revolotea a mí alrededor cuando me dejo caer por aquí. Con la excusa de que me parezco al mayor de sus hijos que se marchó hace un tiempo a Inglaterra, no deja de servirme bebidas y comida gratis. Y claro está, yo tampoco me opongo a ello. Si eso le hace feliz a una anciana que está en sus últimas, ¿quién soy yo para negárselo?, pensé sarcástico.

— Oh, que desagradecido eres. Nunca te he reprochado nada por cada uno de los taxis que pagué de mi propio bolsillo. Ya sabes, en esas ocasiones que veías más de cinco dedos en una sola mano — rió Sandy sutilmente.

Ah, lo olvidaba. También los taxis.

— Algún día te lo devolveré todo con intereses, mujer — mentí —. Con casi sesenta tacos tienes más memoria de la que deberías — solté con una sonrisa de medio lado.

Sandy se cruzó de brazos.

— Daniel, Daniel, hoy tampoco has pagado la cerveza y encima tienes las agallas de echarte una siesta. ¿Sabes, guapetón?, una vieja impedida como yo no podrá hacerte la vista gorda por mucho más tiempo — comentó con una risa sedosa.

Cesé repentinamente en mi juego con la silla, echando ahora la cabeza hacia atrás para así lanzar un suspiro eterno.

Oh, vamos. Enróllate, no me apetece empezar de cero y tener que engatusar a otra camarera de cualquier otro bar a cambio de unos cuantos tragos gratis. Hoy... estoy molido.

— Ya les gustaría a muchas estar tan bien como tú a tus años — quise evadir el tema y Sandy rió satisfecha por mi comentario. Busqué entre los bolsillos de mi cazadora el paquete de tabaco y al dar con él, me llevé un cigarro a los labios. Sandy se ofreció ella misma a encenderlo —. No hace falta decir que te daría uno si no estuvieras en horario de trabajo.

— Sí, ya veo lo que te afecta eso, condenado granujilla — enarqué las cejas al unísono pues me pellizcó la mejilla como a un verdadero niño idiota —. Debo seguir atendiendo a los clientes antes de que me pillen escaqueándome. A propósito, ¿has cenado algo?, ¿querrías entonces que te sirviese tu plato favorito? ¿Arroz blanco con huevo y salchichas?

Me encogí de hombros, fingiendo que tal sugerencia me era indiferente cuando en realidad se trataba de todo lo contrario.

Sí, eso suena muy pero que muy bien. En el mundo solo hay una cosa que sea incluso mejor que el sexo y ésta es la comida.

— Te tienes el cielo ganado conmigo, mujer — dije en lugar a un gracias.

Sandy me sonrió antes de regresar a sus quehaceres y con gesto cansado, restregué la punta del cigarro contra el cenicero de cristal conforme intentaba hacer desaparecer en mi cabeza todo lo relacionado con la pesadilla en que me había visto hace unos pocos minutos. Eché acelerado el humo por la nariz al frotarme con la mano libre unos párpados que creí muy pesados y pasé a sostener el cigarro con los dientes en lugar de los labios.

— Ey, amigo, ¿puedo coger esta silla? — me preguntó de improvisto un hombre adulto con calvicie al disponerse a cogerla sin importarle siquiera cuál sería mi respuesta.

Le dediqué una furibunda mirada.

— ¿Tan difícil es de creer que alguien como yo pueda estar esperando a alguien? — gruñí con malas pulgas y fue por ello que él se detuvo en seco —. Por mí puedes metértela por donde te quepa — ante la expresión contrariada del hombre, añadí con una falsa sonrisa —: amigo.

El hombre hizo un feo gesto con la boca ante mis palabras y finalmente optó por tomar una jarra de pie junto a la barra en lugar de tomar mi silla. Reí en mi interior al tiempo que daba otra calada y mientras esperaba la cena, me entretuve jugueteando con unas migajas sobre la mesa. No pasaron demasiados minutos hasta que acabara aburrido de intentar hacer dibujos sin sentido, por lo que me puse a tirar algunas de esas migas contra los clientes, quienes voltearon furiosos el cuello al sentirlas estrellarse contra su cabellera. Fingí estar echando de nuevo otra cabezada.

— Que aproveche, cielo — se anunció Sandy enérgica al traer mi cena y dejándola en la mesa antes de marcharse.

El rico olor que la acompañaba me hizo levantar premuroso la cabeza al igual que un perro hambriento. Por consiguiente, las aletas de mi nariz se contrajeron continuamente. Clavé mis pupilas en el plato y lo observé con el humo del tabaco escapándoseme de entre los labios. Tenía un aspecto verdaderamente delicioso y el estómago pronto reaccionó a base de gruñidos para instarme a comer cuanto antes. Igual de sonriente que un niño con zapatos nuevos, tomé la cuchara y cuando fui a hundirla entre los humeantes granos de arroz me detuve en seco ante... la salsa de tomate que los cubría. La otra mano con que sostenía el cigarro quedó suspendida en el aire al irse visualizando involuntariamente dentro de mi cabeza la imagen de una chica pelirroja, de sonrisa tímida y ojos brillantes.

— ¡Ah, mierda! — resoplé junto con un placaje de cuchara contra la yema del huevo, la cual explotó en el acto y otro contra una de las tres salchichas, que voló cuan acróbata hasta caer danzarina junto a la pata de la mesa —, ¡desaparece, desaparece, desaparece! — deseé al tiempo que me concentraba seriamente en que ella se esfumase de mi cabeza.

Al no controlar mis impulsos, el cigarro que aún estaba sin terminar acabó dentro de la jarra de cerveza, observando disgustado como éste se apagaba y moría lentamente en aquel amargo líquido color ámbar.

— Mira lo que consigues ni aun estando aquí — suspiré con los ojos en blanco.

¿Por qué siempre eres así, Daniel? ¿Qué te ha hecho ella aparte de limpiarte la casa? O más bien, ¡esa pocilga! ¿Por qué siempre que alguien se muestra amable contigo te comportas como un verdadero energúmeno? El único masoca que hay eres tú. A este paso acabarás borracho y solo en algún callejón de mala muerte. Tú te lo buscaste.

Ignoré por completo aquel discurso por parte de mi fuero interno, centrándome únicamente en meter rápidamente la mano en la cerveza y recuperando de ese modo el cigarrillo. O más bien, lo que apenas quedaba de éste.

— Grrrr — me quejé.

Con los párpados entrecerrados, lo lancé al suelo y sacudí mi mano para deshacerme de las gotas de cerveza escurriéndoseme en ella.

— Pero era mi pocilga. Mía, ¿qué derecho tenía de hacer eso? ¡Ninguno! — gruñí.

Mira que eres idiota... Tienes comportamientos que ni tú mismo llegas a entender.

— Siempre he sido un bicho raro, ¿y qué? No me importa lo que la gente piense de mí y mucho menos caerles bien. ¡En el reino de los ciegos el tuerto es el rey! — susurré para mí mismo.

Acto seguido, empecé a balancearme en la silla con los brazos colgándome del respaldo, formando cierto escándalo. Sin importarme que algunos clientes volteasen malhumorados hacia mi dirección, bostecé con exagerado volumen. Sandy, que limpiaba cacharros tras la barra, me obligó callar con un suplique gesto de mano antes de que su jefe tomase medidas personalmente.

— Vaya, vaya. Nadie me avisó que hoy llegase el circo a la ciudad — me sacó de mi ensimismamiento un hombre de pelo canoso que bebía una copa de vino junto a la barra del bar.

Creyendo que lo decía por mí me dispuse a contestar cuando otro se me adelantó:

— ¿Quién será esta vez? ¿Una prostituta, un vagabundo o un jugador de cartas? — preguntó el otro hombre que se encontraba a su lado tras limpiarse con la manga la espuma de cerveza que le hubo manchado su poblado bigote.

Sellé mis labios. Era evidente que no se referían a mí.

¿Circo?

De repente, el bar se volvió un cúmulo de murmullos y cuchicheos en el que camareras y clientes hablaban acerca de una aglomeración de personas en la acera de enfrente. Incluso algunos curiosos fueron a comprobarlo con sus propios ojos a través del escaparate del bar. Yo fui uno de ellos. Y estaban en lo cierto, aquella reunión de personas en el exterior poco a poco se fue duplicando. Reaccioné rascándome la barbilla y con el entrecejo arrugado, di otra chupada a mi segundo cigarro entretanto regresaba a mi asiento. No me interesaba aquel corrillo de cotillas, pero sí el hecho de que la gente en el bar levantase sus voces hasta el punto de causarme dolor de cabeza. Una cosa es que yo diese el cante y otra muy distinta que lo hicieran los demás. Lancé una odiosa mirada al hombre que pasó por mi lado y empezó a aplaudir como si en su lugar estuviese contemplando una manada de elefantes con tutús haciendo malabarismos. Mientras retomaba mi cena y dejaba en pausa el tabaco, volví la vista a los cristales. Fue entonces cuando allá fuera una mujer regordeta se hizo a un lado durante un mísero segundo, el suficiente como para que mis ojos captasen lo que parecía ser un cuero cabelludo, corto y... naranja.

Ante mi asombro, abrí desmesuradamente la boca, cayéndoseme una masa de arroz triturado sobre la cazadora.

¡No me fastidies!

Pestañeé. Conocía tan bien mi barrio (Noire) como la propia palma de mi mano al igual que a cada uno de sus habitantes, aunque con algunos sinceramente desease no hacerlo y podía jurar que ninguno de estos tenía el pelo tan... tan...

Cabeza de cerilla.

Se me esfumó de golpe el poco alcohol que hasta ahora había circulado por mis venas y sin más preámbulos, me levanté con tal impulso que incluso el jefe del local, el señor Carter, quien ahora atendía tras la barra por casi se le resbala el vaso que concienzudamente estaba limpiando.

— ¿Te ocurre algo? — me preguntó Sandy al verme en movimiento e interrumpiendo a propósito su apunte de pedido a un matrimonio en la mesa del fondo.

— ¡No! — exclamé tras emprender una marcha acelerada y sin ninguna explicación o cobro por mi parte, me largué del bar Bárbara.

Imposible, ¿por qué estaría ella aún aquí y más a estas horas de la noche? Es una locura, se supone que las niñas buenas ya hace rato que deberían estar durmiendo.

Quizás mi mente me hubiese jugado una mala pasada y aquella cabellera en realidad no le perteneciera a ella, no obstante, hasta que no saliese de dudas no iba a parar quieto. Era así por naturaleza. Tuve la suerte de encontrarme con el semáforo en verde, aunque tampoco hubiese cesado el ritmo de darse el caso contrario. Me invadía la urgente necesidad de ir hasta allí. De descubrir el percal. Entre una serie de codazos y empujones me fui haciendo paso entre la chusma hasta finalmente encontrarme con un panorama que jamás habría sido capaz de imaginar. Ni aun estando borracho. Completamente pasmado y con el corazón latiéndome a una velocidad desbocada me detuve en seco, afectado por la situación. Una expresión de ira y tristeza se adueñó conjuntamente de mi rostro cuan mezcla letal.

Mierda...

Luna se encontraba agazapada contra el frío asfalto con la misma posición que un feto dentro del útero materno. Algunos la obligaban a moverse mediante toques con palos mientras que otros se reían o bien estaban atentos de cualquier cosa que ocurriese. Luna, por el contrario, parecía estar a punto de vomitar y deshacerse en lágrimas.

— ¿Qué hace una niña rica por aquí?, ¿acaso se ha perdido? — exclamó un chaval con gafas de sol, robusto y de barbilla cuadriculada al reparar en su uniforme de instituto.

— Quizás sea retrasada, lleva así un buen rato después de quedarse dormida en el suelo. No paraba de chillar algo sobre una muñeca — dijo una mujer de gorro gris.

— Entonces no le importará que le birlemos la cartera. De seguro que no la echará en falta, ¿no lo crees así, Raúl? — sugirió otro de etnia negra y ojos saltones.

El chaval con gafas de sol de nombre Raúl se acercó hasta ella entre pasos agigantados y, sin protocolo o delicadeza alguna, se dispuso a levantarla de la acera. Luna dejó escapar un grito ahogado al sentir tal contacto contra su piel.

— ¿Qué puede darme una chica como tú? Vamos, no seas tan tímida — se rió Raúl socarrón.

Luna se zafó con torpeza de él para luego caer de nuevo, desplomándose sobre sus propias y temblorosas rodillas. Aquello debió ser doloroso.

Genial, tuvieron que ser ellos..., pensé de malhumor.

— Joder, joder, joder — resoplé.

Sin poder evitarlo apreté los puños, asaltándome de pronto un sentimiento de enorme repulsión hacia aquellos tipos.

— Ey, Taco, suéltala — me hice notar rápidamente entre los espectadores a causa de mi acento madrileño e irremediablemente acaparé la atención por parte de todos, quienes se giraron en redondo —. Dime, ¿qué esperas que lleve encima? Tratándola así lo único que conseguirás es que se mee en sus bragas de Hello Kitty.

Nada más Luna reconoció mi voz, alzó de inmediato la cabeza. No supe interpretar a través de su mirada si en verdad se alegraba de verme o si por el contrario estaba ofendida por mi entrada.

— Jo, jo, ¡mirad quien se ha dignado a aparecer! — Raúl empujó para atrás a Luna, sosteniéndola ahora uno de sus amigos cachas. Entonces, se me encaró con aires de gallo de corral —. Solo mi gente tiene el derecho de llamarme así. Por cierto — esbozó una sonrisa petulante —, ¿no tendrías ahora que estar en algún otro lugar follándote a alguien, puto? ¿O las tías se han dado cuenta que una minga tan pequeña como la tuya no les sirve de nada?

— ¿Y tú no te has enterado aún que es de noche? — me burlé.

— Muy divertido — dijo él al recolocarse las gafas como si nada.

Resoplé pesadamente. Siempre había tenido la sensación de que este tipo se molestaba demasiado en saber hasta el más mínimo detalle sobre mi vida laboral. Y lo peor era...

— Taco — volví a referirme a él de ese modo pese a su advertencia —, ya no sabes que excusas soltar para poder vérmela. ¿Te acuerdas de Zoe?, ¿la chica con quien me enrollé el verano pasado y esa misma noche lo hiciste tú?

— Pregunta, sé que lo estás deseando — se pavoneó Raúl a regañadientes.

Mira que eres idiota.

— Y bien, ¿tanto te gustaron mis babas que no puedes dejar de perseguirme a todos lados? — le pregunté, encogiéndome tranquilamente de hombros.

Él se me quedó mirando algo turbado.

— ¿De qué h-hablas? Además... ella se lo pasó mejor conmigo que c-contigo... — se defendió Raúl reaccionando al rato.

— ¿Ah, sí? No es eso lo que yo recuerdo — comenté mientras estiraba los brazos al frente y daba una serie de palmadas al igual que lo hacen las focas en el zoo. Al volver a dirigirme a él me quedé quieto —. Me la encontré hace poco y entre alguna confesión que otra me dijo que eras todo un macho de armas tomar — Raúl ahora parecía confuso ante mi cumplido —. Ya sabes, no todos tenemos la herramienta al igual que una taladradora. Y encima — reí con maldad — defectuosa.

De entre los allí presentes, algunos estallaron en carcajadas, haciendo que aumentase el rubor en las enjutas mejillas de Raúl.

— Muy divertido, puto. Pero nadie te ha dado vela en este entierro, lárgate. He sido demasiado amable contigo — me amenazó, torciendo el gesto.

Reaccioné imitando el sonido de una bocina.

— No sé qué entiendes tú por amabilidad cuando te aprovechas de una chica que está tan asustada como para abrir siquiera la boca — le reproché de inmediato.

— Bueno, no te preocupes por eso. Ya le daré razones y... — la sonrisa de Raúl se esfumó en el preciso instante que escupí violentamente contra su cara —. ¿Qué...?

Apreté las muelas con furia.

Cierra la maldita boca. Ella no es una cualquiera. Ella es... ¡Luna Graham!

Había sido más que suficiente. Antes de que Raúl asimilase lo que estaba ocurriendo, arremetí contra él mediante un puñetazo, doblándole la nariz junto con un repulsivo crujido. La sangre voló por los aires entretanto me parecía que un silencio abrumador barría el ruido del tráfico y los transeúntes. Estaba tan metido en la pelea que la realidad se redujo tan solo en Raúl y sus compinches, incluso la sangre derramada tomó un papel secundario. Pues en aquellos instantes me era más importante el objetivo... que mis propios traumas. Raúl, herido de orgullo al verse su imagen aplastada de ese modo, crujió tantísimo los dientes que parecieron habérsele roto por ello unas cuantas muelas.

Ahí viene.

Raúl me sacaba concretamente medio metro, sin embargo, era más lento de reflejos, lo que me permitía cierta ventaja. La gente a nuestro alrededor clamaba violencia, algunos a mi favor otros a favor de Raúl.

No les hagas caso, está muy claro que yo soy el mejor. Solo puede haber un león reinando en la selva. Dos son multitud, me animé a mí mismo.

— ¡Que empiece la fiesta, señoritas! — exclamé socarrón junto con una sonrisa torcida.

— ¡A por él! — vociferó Raúl, adelantándose sus amigos ante dicha orden.

Miré a un lado y a otro. Era un total de ocho contra uno. Quizás más... en ese momento no estaba de humor para estúpidas sumas matemáticas. Sin embargo, tenía que reconocer que estaba de mierda hasta el cuello.

— Pito, pito, gorgorito — canturreé malicioso señalándolos uno a uno.

Algunos me hicieron un feo gesto con el dedo al írseme acercando.

Vale, me doy por enterado. Queréis la marca de mis botas grabada en vuestros traseros. Tranquilidad.

Antes de pasar a la acción, lancé una fugaz mirada en dirección a Luna, quien me observaba aterrorizada entre los brazos de su opresor. Hice todo lo posible para que sus ojos no me quitaran el sentido (son demasiado azules... claros... misteriosos como el propio cielo de la tierra en que nací) y volteé hacia Raúl y su grupo. Los gritos de los espectadores se hacían cada vez más impetuosos, como si aquel trozo de pavimento fuese en verdad un coliseo romano y no clamasen otra cosa que no fuera sangre. Arrastré las botas atropelladamente contra el suelo, lanzándome sin pensar contra mis oponentes. Conforme hacía círculos en torno a ellos, eludiendo cuanto podía sus ofensivas, propinaba un puñetazo por aquí, un rodillazo por allá, un codazo hacia atrás, una patada hacia el frente... Apenas me daban tregua y la situación empezaba a alargarse demasiado al llegar más refuerzos.

Maldición. Son peores que las cucarachas.

Malhumorado ante la realidad, tuve que darme un descanso entretanto me alejaba de ellos lo máximo que me permitía la propia barricada de espectadores que taponaban a propósito cualquier salida posible. Sabía que no era ningún tipo de superhéroe y como cualquier persona normal podía permitirme llegar hasta ciertos límites. Me doblé hacia un lado debido a un puñetazo volador que apareció feroz por mi izquierda y en el momento que iba a retomar de nuevo la marcha, alguien del público me sorprendió con un empujón que me lanzó de bruces contra el suelo. Retrocedí y rodé de espaldas antes de que otro se cebase conmigo, ya tenía suficiente con los animales de dentro del círculo. Acto seguido, intenté recuperar el aliento mientras lograba ponerme en pie, tensando los brazos y piernas hasta conseguir recuperar el equilibrio y cuando parecía que la suerte se había decantado por aliarse conmigo al irme quitando de en medio a Raúl y demás, la cosa se complicó al presentarse otros cinco de ellos. Aún así, la sonrisa de ego en mis labios no logró esfumarse tan fácilmente.

— ¿Sabéis una cosa? Siempre soy yo el último en abandonar las fiestas — exclamé con sorna.

— ¿Por qué no te das ya por vencido? Tarde o temprano veremos tus dientes estampados contra el bordillo. Mires donde lo mires sería una bonita decoración — carcajeó Raúl de lo más valiente ahora que estaba protegido por tantos "guardaespaldas".

Irremediablemente, padecí de un aguijonazo en el abdomen que me hizo fruncir los labios. Y eso no fue lo peor, a quienes hube derribado habían vuelto a ponerse en pie mientras que el resto crujían amenazadores los nudillos.

— Que os den, tíos. Tenéis algo que es mío, no compliquemos más las cosas. Los veterinarios ya están demasiado liados como para mandaros allí uno a uno — repliqué, escupiendo un esputo a base de saliva y flema —. No pienso marcharme de aquí hasta que me lo devolváis.

Raúl ignoró mis palabras y en su lugar respondió con un placaje que no logré eludir a tiempo e hizo que acabase estampando la espalda contra uno de sus amigos de al menos... ¿dos metros de estatura? Parpadeé consecutivamente.

Tío, ¿cómo irá el mundo desde allá arriba?

Él me miró como si fuese menos que un mosquito e inmediatamente me aprisionó los hombros entre sus enormes y gruesas manos de cíclope.

— Oh, ¿es que te has encariñado con ella? ¿Acaso eso no lo tiene prohibido alguien como tú, puto? — se burló Raúl que aprovechó que estaba inmovilizado para darme unas cuantas palmadas en las mejillas.

Quise devolverle las simpatías, pero su amigo el grandullón me retuvo empleando aún mayor presión que antes.

Cálmate. Joder, ¡un poco más y pareceré uno de esos muñecos de plástico a los que aprietas y se le inflan los ojos!

Luna se revolvió aún entre los brazos de su opresor, murmurando algo que entendí como una oración. Tenía los párpados cerrados y rojos de tanto llorar.

Muy amable por tu parte, sí señor. Me meto en este embolado por tu culpa y la manera con que me das gracias es rezando a alguno de tus amigos los unicornios rosas o vete tú a saber que... como si ya me creyeses pasto de los peces.

— ¿Prohibido? Hablo el rey de las leyes — le espeté a la par que reía.

Aunque fue por poco tiempo... pues de repente alguien me sorprendió por detrás y sin poder yo hacer nada por evitarlo... me agredió en la cabeza con algo sólido.

¡TASSSSSSS!

El dolor fue inmediato e insoportable y se propagó por todo mi cuerpo al igual que una descarga eléctrica de alto voltaje, temblándome tanto pies y manos como si ésta rebotase primero en mis pies para luego volver a las manos y así continuamente. Apenas tuve tiempo de maldecir, apenas tuve tiempo de una revancha, apenas tuve tiempo de hacer nada. Ipso facto me derrumbé a los pies de Raúl. El impacto que acababa de recibir en el cráneo fue tal que me dejó tan impedido como un vegetal. Mi propia boca me sabía a sangre. A oleadas de sangre.

Ag...

Como quien se encuentra atrapado entre el sueño y la vigilia, escuché en la distancia los gritos desesperados de Luna. Quise usar eso como trampolín y de esa manera intentar de nuevo hacer uso de mis piernas, sin embargo, ninguna parte de mi cuerpo respondía a tales suplicas. Lo sentía muy pero que muy lejano. Estaba exhausto, dolorido, mareado hasta el punto de no oponer ninguna resistencia cuando mis párpados se corrieron igual a un telón que da por finalizada una obra teatral. Y en esa centésima de segundo en que cerraba los ojos... creí ver una pequeña figura en lo alto de un edificio.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro