6. Roces inevitables
— Vengo con ella — se presentó Daniel tras hacer descansar su pesado brazo encima de mi cabeza, otra vez me estaba tratando de igual modo a un perro y en esa ocasión... con un público que pudiese presenciar tal bochornoso espectáculo —. ¿Cómo lo llevas, margarita de mi corazón?
¿¡Margarita qué...!?, pensé estupefacta.
— Oh, siempre eres tan encantador. No corres tú peligro ni nada — rió la señora tapándose la boca mientras lo hacía —. Ahora no puedo jugar contigo, Daniel. Esta jovencita parece no tener el dinero suficiente para pagar su pedido. ¿Acaso lo harás tú en su lugar?
Ahora fue el turno del madrileño de echarse a reír.
— ¿Y qué te hizo pensar algo así?
Su brazo se fue haciendo cada vez más y más pesado en mi cabeza, aunque quizás la única razón existente de ello podía ser que con cada segundo que pasaba me veía más y más diminuta a cuanto ocurría alrededor.
— Bueno, tras tu heroica aparición lo supuse — respondió la señora con expresión meditabunda.
¿A qué llamas tú aparición heroica? Yo la definiría en realidad como la aparición del bufón.
— ¿Ah, siiiiiií? ¿Y cuánto es? — se dignó Daniel a preguntar entretanto jugueteaba con la bolsa de patatas de mi pedido.
Al ver la palabra "light" en ésta reaccionó enarcando ambas cejas.
— Cincuenta euros, por favor — respondió la señora por tercera vez consecutiva, sin embargo, esbozó una sonrisa verdaderamente amable por tratarse de él.
Daniel procedió a vaciarse los bolsillos, los cuales no tenían otra cosa que algún roto o pelusilla y tras asumir esto con total tranquilidad en vez de perder los estribos como resultó ser mi caso, adoptó una sonrisa tan encantadora que hasta su imagen de delincuente logró... suavizarse. Sentí calores de repente y no pude evitar abanicarme disimuladamente con las manos.
— Déjaselo pasar. Anda, hazme ese favor y se lo compensaré por dos a tu hija — le ofreció con un guiño de ojo.
La señora replicó en tono autoritario:
— Oh, deberías comportarte mejor como novio, muchacho, últimamente mi hija no sabe cómo contactarte por teléfono. A saber en qué andarás metido.
— Si ella supiera — murmuró Daniel en voz baja sin disimular por ello su sarcasmo.
¿Novio..., acaso Daniel está saliendo con una chica...? ¿Estamos hablando del mismo Daniel...? ¿Aquel que odia a las mujeres? Y..., la voz en mi fuero interno se fue apagando lentamente.
En ese preciso instante sentí como si un puñal se me estuviera hundiendo en el pecho con el único objetivo de alcanzarme el corazón, eso y una mano invisible que lo retorcía sin piedad alguna. El dolor no remitía y un zumbido sibilante pitó en cada uno de mis oídos, encontrándome más mareada que nunca. Ante mi sorpresa e incredulidad, aquella repentina noticia me había avinagrado por completo el carácter.
Se supone que esto no debería importarme. Por mí puede salir con quien le plazca. ¡Hasta con un alíen!
— Se lo compensaré la próxima vez que quedemos, será la mejor cita que habrá tenido en su vida — le respondió Daniel tan embelesador que ahora cualquier mujer de cualquier edad se hubiese rendido a sus pies.
Eso y que el hecho de tener ese acento madrileño, chulo y ronco le hace sobresalir entre los habitantes de por aquí, pues nosotros acostumbramos a ser más suaves en cuanto al acento se refiere.
— Haré la vista gorda por hoy, pero no te acostumbres demasiado. Será la primera y última vez que ceda, ¿de acuerdo? — le dijo la señora entre susurros.
Nuevamente Daniel la guiñó un ojo y sin atender a los cuchicheos entre alumnos y alumnas que aguardaban en la fila, me llevó con él tras agarrarme del brazo (por supuesto fui yo quien cargó con el pedido) hasta por fin salir ambos al patio. Agradecí más que nunca el viento alborotándome el cabello.
— Gracias... — dije con una voz que trasmitió el mayor de los embarazos. Aún en nuestra posición los chillidos de Lucía y demás procedentes del campo de fútbol eran perfectamente audibles a varios metros a la redonda —. Me veía en un callejón sin salida, no sabía qué hacer...
Se produjo una larga pausa antes de que Daniel añadiera con expresión torcida:
— Bueno, si me disculpas tengo que volver a mis quehaceres de mono. Ya sabes, escalar árboles y rascarme las pelotas todo el santo día.
Agaché la cabeza.
¿Eso quiere decir que antes herí sus sentimientos? Imposible.
— Espera... — añadí a la par que me aferraba impulsivamente a su espalda. La bolsa de patatas y la botella de agua que hasta ese momento había cargado conmigo cayeron irremediablemente contra el césped junto con un débil ruido. Daniel giró el cuello de lo más intrigado y mi corazón latió mientras un cálido y enternecedor sentimiento se arremolinaba en mi pecho —. Me estaba preguntando si... Bueno... Yo...
Pestañeé.
¿Qué me está pasando?, ¿por qué quiero retenerle a mi lado?
Daniel no tuvo la suficiente paciencia como para esperar a que terminase la frase, pues mi voz se ahogó durante varios minutos que parecieron transcurrir al igual que largas horas y en su lugar fue a escalar al tronco del mismo árbol de antes hasta alcanzar sin problemas una de sus ramas. Su piel canela brilló al igual que la gota del rocío al ser acariciada por los primeros rayos del amanecer. Y allí, tumbado a la intemperie, contempló el cielo mientras silbaba otra de sus tantas melodías. Supuse que ese era el final de toda conversación y contacto por hoy. Eso me bajó mucho la autoestima.
— ¿Acaso te perdiste o qué? — soltó Lucía a unos pocos pasos de ella, tirándome del abrigo.
Habían salido del campo de fútbol a esperarme debido a tanta tardanza por mi parte.
— Lo siento...
— ¿Qué hace él aquí...? — se alteró Lucía al dirigir la vista hacia donde yo irremediablemente no podía apartarla. En Daniel. Sin titubeo alguno, Lucía disminuyó el timbre de su voz hasta así acercar sus labios a mi oído y entonces susurró con tono fatalista —: Si te portas mal puede que no vuelvas a verle. ¿Eso es lo que quieres? Volvamos a las gradas, por tu culpa me estoy perdiendo el entrenamiento de mi príncipe.
Tras una ardua y dura sesión, el entrenador dio por finalizado el entrenamiento y los chicos corrieron en dirección a los vestuarios con la intención de ducharse y así poder quitarse el pegajoso sudor que los cubría.
— ¡Carlos ha estado fantástico! — exclamó Lucía con grato entusiasmo —. Esperémosle a la salida, quiero invitarle a tomar algo — sus amigas aceptaron de inmediato y las gemelas en esta ocasión hicieron de retaguardia —. ¿Adónde crees que vas tú, zanahoria? Recoge toda esta basura, nuestras manos son muy especiales como para hacer semejante labor y tú, al contrario, estás acostumbrada a cosas peores en esa granja en la que vives — carcajeó al señalar los vasos y demás envoltorios que habían dejado esparcidos en torno a los asientos.
Entonces, chasqueó los dedos y junto a sus amigas desapareció sin más. Hubiera deseado tirarle todo aquello y con ello manchar su impoluto uniforme, sin embargo, reaccioné asintiendo con la cabeza igual que una marioneta. Sin necesidad de que me lo repitiesen por segunda vez, me agaché a realizar tal labor con el mismo movimiento y entusiasmo que una tortuga coja. En realidad, era una excusa para hacer tiempo y con ello no volver a ver sus caras. Por hoy estaba más que saturada de Lucía, sus guardaespaldas y su ruidoso rebaño.
Si Daniel generalizó a las mujeres debido a ella tampoco le culpo.
Me encontraba tan ensimismada en mis pensamientos que mi cuerpo actuaba por sí solo. Alargaba el brazo por aquí, luego por allá. Reuniendo toda la basura que pude. Me sentía como en una de esas ocasiones en que vas tatareando en la mente una melodía o piensas en que hiciste ayer o bien repasas algún examen y sin apenas darte cuenta saliste de casa y de pronto te encuentras a las puertas de la escuela. Fue por esa burbuja multicolor en la que estaba metida que no me cercioré de un cristal escondido bajo uno de los asientos. Rápidamente un pequeño corte hizo que se me abriese la piel en la yema de mi dedo índice. Finalmente, la burbuja estalló en mil pedazos y la realidad recayó de nuevo en mí.
— ¡Ay! — me quejé de inmediato.
Irremediablemente, la piel dolorida me ardió conforme la tibia sangre se me escurría por el dedo. Dios mío, a estas alturas ya no me sorprendía en absoluto pues era torpe por naturaleza. Tanto que al nacer tendrían que haberme coronado como la más torpe del universo entero... me habían ocurrido demasiadas cosas, desde caerme desde lo alto de unas escaleras, recibir una coz que me impulsó a caerme en un fango, estamparme los dientes contra una pared o meter el pie dentro de un cubo con leche recién ordeñada. Arrugué el rostro de tan solo recordarlo.
— ¿Qué andas haciendo ahora? — me preguntó una voz ya demasiado conocida para mí, obligándome a levantarme sí o sí.
—Yo... — balbuceé sin venirme a la cabeza una excusa que sonase lo suficientemente convincente.
Nada más Daniel reparó en la sangre de mi dedo, de inmediato su rostro se pintó de otro color, sustituyendo aquel chocolate con leche por un tono lívido y apagado. Por consiguiente, la nuez en su garganta fue subiendo y bajando entretanto tragaba saliva, intentando de ese modo no perder la compostura delante de mí.
— Mira que eres patosa, ¡mierda...! Cúbrete e-eso, ¿esperas una invitación o qué pasa contigo...?
Suspiré de mala gana.
— No tengo ninguna tirita o pañuelo, sino ya los habría usado. Cálmate, tan solo es un poco de sangre — repliqué ante sus imperiosas palabras.
Daniel me dirigió una mirada reprobadora al tiempo que se secaba con la manga alguna gotas de sudor que empezaban a patinar en la pista que formaba su despejada frente. Entonces, inspiró aire profundamente.
¿Por qué se pone así?, no quisiera ni imaginar que sería de él si se lo llevasen de visita a alguna fábrica que se dedicase a la producción de carne.
No obstante, la cosa no pareció terminar ahí... ya que Daniel sin ningún consentimiento por mi parte se apuró en tomar mi mano dañada como si la vida le fuera en ello y antes de continuar presenciando durante mucho más tiempo la susodicha sangre, se metió mi dedo a la boca como si se tratase de una simple chuchería.
Solté un grito.
¡Dios mío!, ¿¡qué crees que estás haciendo!?
Patidifusa y con las mejillas aún más coloradas que mi cabello, sentí como su lengua humedecía mi dedo a base de pequeños y comedidos rozamientos. Así por varias veces seguidas. En esos instantes debí quedarme sin gota de sangre tanto en la herida como en el resto de mi cuerpo pues toda ésta se me había subido a la cabeza. Quise forcejear, pero estaba demasiado conmocionada. Daniel se esforzó en evitarme la mirada en todo momento y tras dar por concluida tal escrupulosa labor, transcurrieron unos largos segundos hasta que el madrileño cayese en la cuenta de lo que había hecho. Su rostro, que en realidad parecía un cuadro debido a sus constantes cambios de imagen, fue eliminando aquel color lívido de antes hasta aparecer lo que ahora era un verdoso y corriendo de la misma manera que haría un pato borracho y mareado, Daniel... vomitó desde lo alto de las gradas. Afortunadamente, nadie tuvo la desgracia de verse sorprendido por una ducha tan poco apetecible.
— ¿Estás bien? — le pregunté con unas amables palmadas contra su espalda en ademán tranquilizador.
Daniel cruzó los brazos contra su estómago.
— ¡Joder!, ¿¡te crees que soy un vampiro o qué pasa contigo!? ¿¡Por qué no me paraste!? — su voz resonó por encima del rumor de las hojas que a nuestros pies se mecían a merced del viento.
— ¡No me diste apenas tiempo! Se te vio tan decidido... — exclamé con los carrillos llenos de aire.
— ¡Tú...! — me señaló con un dedo tembloroso —. ¡No soporto la s-s-sangre...! No puedo v-verla... ni h-hablar de ella... — el vómito de Daniel cesaba solo a ratos. En semejante estado, junto con los temblores que hacían estremecer su cuerpo, le hicieron verse a mis ojos como un niño grande que necesitaba urgentemente de unas palabras dulces y tranquilizadoras —. Qué puto asco... Ahí va mi bocadillo de chorizo... Y las torerillas... Y las cortezas... ¡Que desperdicio más grande...!
Súbitamente, mi rostro se iluminó.
Vaya, vaya. ¿Conque la sangre, eh?
— Oh, ¿así que tú también tienes puntos bajos? ¿Y quién se ríe ahora?, podría estar burlándome de lo que ha pasado al igual que tú lo haces conmigo de cualquier cosa por muy insignificante que sea. ¿Qué te ocurre?, ¿la tienes miedo? — le señalé a propósito el corte del dedo —. ¿O quizás de que un vampiro se cuele en tu habitación al darse la medianoche?
Una de las cosas que Daniel menos soportaba era no llevar la razón en cualquier asunto o como dice la expresión "quedar por encima como el aceite" y sabía de sobra que en ese preciso instante por mucho que me lo negase o encubriese con alguna de sus sornas, no existía fundamento alguno para justificar su exagerada actitud ante un poco de sangre. Sonreí. Hasta los chicarrones como Daniel podían padecer de hematofobia.
— Sí, tampoco soporto a los v-v-vampiros — admitió tras morderse la lengua —. ¿Por qué no pueden tomarse una tortilla de patatas como alguien en su sano juicio? ¿Acaso pido mucho? Pues no, el jodido por culo va a por... ¡s-s-sangre...! — Daniel mantuvo los labios torcidos como si así pudiese retener el vómito.
Y de poco le sirvió... a ese paso acabaría deshidratado.
Ósea, que también padece de... ¿vampirofobia?
— Quizás te hinque sus colmillos y... — reí, aunque sin maldad pues realmente se le veía demasiado vulnerable y es por ello que mi corazón se ablandó —: Esto es absurdo, le temes a algo que ni tan siquiera existe.
Daniel se derrumbó junto a la barandilla una vez se cerró el grifo en la boca de su estómago e ignoró por completo mis últimas palabras.
— ¿Contenta, no? — me reprochó con aire hosco —. Te debes sentir muy mayor y todo.
Oh, pobre...
En ese momento me inspiró verdadera lástima y una parte de mí quiso consolarle entre mis brazos. No olvidemos que para todo chico debe ser tremendamente vergonzoso que alguien esté al tanto de sus puntos débiles. Y más dos en el mismo día, no obstante, uno de estos era a mi parecer una simple tontería. ¿Cómo alguien que temía la sangre andaba por ahí buscando pelea o apuñalando tal y como insinuó Lucía? Resultaba imposible, aquellas habladurías no tenían ni pies ni cabeza. ¡Ningún sentido! La visión de Daniel enfrentándose a alguien y desmayándose tras asestarle un puñetazo a su oponente y volar la sangre por los aires me resultó incluso cómica.
— ¿De qué habláis? — nos preguntó Carlos que se presentó a nuestro lado con el pelo algo húmedo y llevando puesto el chándal rojo y blanco del instituto.
Despedía un aroma a jabón. Se arrebujó en su pluma con capucha antes de dedicarme una amistosa sonrisa. Y yo, como las princesas que recurren a su caballero de brillante armadura y corcel blanco, me apuré junto a él.
— Yo también te quiero — se mofó Daniel al dirigirme una sonrisa torcida y con cierto disimulo comprobó si su aliento había sido el causante de tal actuación por mi parte.
— ¿Ha pasado algo? ¿Te encuentras bien, Luna? Estás muy roja, ¿quizás tengas fiebre? — me preguntó Carlos amablemente con su mano posada en mi frente.
Tan, tan luminoso...
— ¿A qué huele aquí? — preguntó Carlos de repente cuando un soplo de aire trajo consigo el vómito de Daniel, llevándose por ello una mano a la nariz.
— A chorizo y cortezas entre otras cosas — le respondí con una risita.
El madrileño lanzó un exabrupto suspiro.
— Muy divertido. ¿Perdona si no me río, eh? Ya tengo suficiente con intentar no vomitar — la voz de Daniel se quebró.
Dejé escapar un resoplido.
— Tu amigo es un maleducado, Carlos — comenté con los hombros hundidos —. No puedo ni imaginar cómo su novia le aguanta. ¡Bendita paciencia!, ha de ser toda una santa.
Mi opinión ofendió en exceso a Daniel. Más de lo que hubiera imaginado.
— Para santa ya estás tú. Yo al menos salgo con chicas. Me apuesto la moto a que en tu vida has besado, tan solo hay que ver el cartel que te cuelga de la frente — soltó sin pelos en la lengua —. Pero es lógico, nadie querría morrearse con una chica tan fea como tú. Plana, pelirroja y con chicha para dar y tomar, sin duda el de ahí arriba se ha cebado contigo. Pobre del que sea tu pariente — por un momento miró a Carlos —, se las pasará meses a pan y agua.
Eso fue demasiado, abandonándome por completo la cordura. Lo extraño fue que en vez de sentirme enfadada, ofendida o violenta, el cúmulo de sentimientos que afloró en mi ser se asemejó más a la... tristeza. Una tristeza que provenía de lo más profundo de mi alma, la cual había sido lastimada tras haber sido derruidas por completo todas y cada una de sus corazas. Tuve la fatal sensación de que se fue cerniendo sobre mí un pesado velo oscuro que causó una momentánea parálisis en el latido de mi corazón. Acto seguido me cosquillearon los ojos.
— Cierra la boca, Daniel Sanz — intervino Carlos nada más advirtió la brillantez en mis ojos a causa de las lágrimas que aún no había tenido el valor de derramar —. ¿Tanto tiempo rodeado de mujeres no te ha enseñado a tenerlas un mínimo de cortesía? Puedes llegar a ser el mayor de los idiotas. Si realmente fueses el hombre del que presumes ser sabrías que a una mujer no se le dicen tales groserías.
— El papel de príncipe encantador ya lo tienes tú, espagueti — se defendió ásperamente Daniel y con los ojos fijos en los míos —. Olvida a esta chica, amigo, y volvamos a ser tú y yo. No necesitamos otra persona en el grupo, el puesto de marginado ya está cogido y además ella es tan irritante como cancerígena para la salud. No olvides que...
Las lágrimas cayeron a borbotones por mis mejillas.
— ¿¡QUIERES CALLARTE YA, POR FAVOR!? — chillé a quemarropa ante el asombro de ambos —. ¡Siento que hayas perdido tu tiempo con alguien tan insoportable como yo! ¡Y mucho más siento haber pensado que podríamos ser... — mis labios temblaron —, amigos!
Con una postura encorvada, me di a la fuga. Aquello había sido demasiado, es por ello que zigzagueé entre las gradas a una velocidad que no era normal, hasta alcanzar tierra firme. Y aún más sorprendente fue como en apenas unos segundos logré abandonar el instituto sin tan siquiera ser vista por el vigilante de la puerta. Si se hubiese dado el caso contrario y en su lugar el vigilante hubiera tenido intención alguna de detenerme, me lo habría llevado por delante. Era tanta la pena en mi cuerpo que crucé la carretera con el semáforo en rojo y un coche se precipitó a frenar justo a tiempo sin llegar a darse ningún accidente. Como si no hubiese pasado nada de nada, continué corriendo (por casi derribé a un niño que cargaba en su mano un enorme aro de colorines y una señora que caminaba a la vez que leía un periódico). Algunos transeúntes giraron la cabeza tras pasar por su lado. De poco me importó porque en ese momento solamente podía pensar en una cosa. O más bien en una persona.
Daniel es tan poco sensible... ¡Alguien tan odioso! No era necesario que me recordase lo poco agraciada que soy, me conciencio de ello cada mañana que me levanto y me pongo frente al espejo. No todos somos tan... fatalmente atractivos como él...
Una vez llegué a casa, a lo largo de la cena mantuve una fingida sonrisa conforme mi madre me preguntaba acerca del instituto. Lo mismo que al fregar los platos. Pese a poner todo mi esfuerzo por aparentar normalidad, sabía que mamá intuía que algo no iba precisamente bien. Y lo peor fue que esa misma noche apenas pude conciliar el sueño pues entre los deberes extras que tenía y el mar de nerviosismo que aumentaba dentro de mi pecho, a la mañana siguiente las ojeras no tuvieron ninguna piedad al mudarse bajo mis ojos.
— Ahora Daniel tendrá algo más para burlarse — susurré con debilidad.
No lograba entenderme a mí misma... pues pese a que él me causaba daño no podía sacármelo de la cabeza. ¿Quizás debía plantearme seriamente ir a un psicólogo? Me desprendí del camisón de noche hasta quedarme solamente en ropa interior. Una Luna con sujetador y braguitas de fresas me miró con apatía a través del espejo.
Buenos días a ti también.
Me palpé las caderas, eran anchas (mamá solía decirme para consolarme que cuando fuese madre no tendría ningún problema durante el parto), a cualquier chica le crecían durante la adolescencia... Quizás yo empecé mucho antes que el resto. Mi pecho, por el contrario, no era demasiado abundante por lo que me obligaba a usar sujetadores con relleno a causa de la incomodidad que me causaba compararlo con el resto del tamaño de mi cuerpo. Mis blancas y rellenitas piernas eran bonitas, aunque no acostumbraba a lucirlas debido a mi costumbre por llevar pantalones en la granja o bien se tratase de los leotardos o medias por la falda escolar. Me resultaba demasiado embarazoso que las miradas de otros bajasen de mi cara a unas piernas tan paliduchas. En cierta ocasión mi cuerpo influyó tanto en mi vida que llegué a hacer todo tipo de dietas, teniendo que dejarlo al verse estas dietas remplazadas por constantes ayunos. No podía destrozarme la salud cuyo único fin era verme bien frente a los demás hasta el punto de olvidarme de mí misma. Tras ser hospitalizada por un severo ataque de anemia, no me quedó más remedio que "aceptar" que aquella envoltura de carne y hueso era yo: Luna Graham. Y tenía que quererme como tal.
— Incluso los patos feos también pueden convertirse en cisnes — susurré con esperanza.
La luz de la mañana recayó mansamente sobre Linoa. Un nuevo día había llegado y en esa ocasión mamá se ofreció en acercarme al instituto ya que tenía que hacer unas compras por la ciudad y la pillaba de paso. Una vez nos presentamos allí, quise que se esfumase lo más pronto posible y con ello evitarme problemas innecesarios. ¿Qué ocurriría si Lucía se presentaba? Preferí no pensar en ello. Las cosas iban bien o eso pensaba... hasta que de pronto las circunstancias dejaron de ser tan amables conmigo. Nada más bajar de la camioneta mediante un salto, contemplé paralizada que Carlos se nos aproximaba acompañado de...
Daniel.
Ante la estupefacción de mi madre, volví a meterme en el coche cuan granada arrojadiza y acto seguido cerré la puerta de un soberano portazo. Entonces... fingí que buscaba algo que se me había caído.
— Cielo, ¿qué estás haciendo? — me preguntó mamá con sorpresa.
— Se me ha caído un pendiente... — respondí mientras aparentaba hacer tal cosa.
— Luna, tú nunca llevas pendientes, pulseras o anillos. ¿De verdad que estás bien? — mamá me palpó la frente en busca de una fiebre inexistente —. Cariño, ¿no intentarás esquivar a alguien? ¿Es eso lo que te preocupa? Te noté demasiado extraña anoche, sabes que te conozco mejor que nadie. Veamos, ¿hay algún niño o niña que te intimide? De ser así podríamos...
— No necesito una charla de moral precisamente ahora, mamá. Y no, todo está bien. Será mejor que me de prisa, no me gusta llegar tarde a ningún sitio. ¿Vendrás luego a recogerme o me vuelvo en autobús? — eludí sus insinuaciones.
— Sí, te esperaré por aquí — respondió mamá sin gustarme ni un pelo el súbito cambio de expresión que llegó a presentarse en su rostro —. Oh... tú eres aquel chico que vino a casa.
¿Por qué a mí?
Me giré con detenimiento cómo quien lo hace a cámara lenta. Carlos y Daniel se habían avispado de mi patético espectáculo y pese a ello no parecían dispuestos a marcharse. O al menos Carlos, pues el madrileño ni siquiera tuvo la decencia de mirar en mi dirección. Es más, se mantenía ausente a unos pasos más atrás de su amigo, dándome la sensación que hoy estaba más encorvado que nunca. Sin poder hacer nada por evitarlo, mamá bajó la ventanilla con una amplia sonrisa bailándole en los labios. Carlos aprovechó tal gesto para saludarme con una palmada amistosa en el hombro.
— Buenos días. Soy Carlos Galliano, un amigo de su hija. Estamos en la misma clase. Piacere, signora (un placer, señora) — dijo con una exquisita educación.
— ¿Amigos? — pese a que mi madre parecía tremendamente sorprendida y a punto de chillar de alegría, se contuvo duramente y en su lugar soltó una simple carcajada —. Cuanto me alegra, ¡pensé que nunca escucharía algo así! Ya sabes, mi hija es tan vergonzosa...
No montes un dramón, por favor, pensé angustiada.
— Mamá, te agradecería que te guardaras ciertas opiniones... — murmuré avergonzada.
— ¿Lo ves?, a esto mismo me refiero. Puedes venir a casa cualquier día que te plazca, Carlos. Estaré encantada de cocinar mi guiso especial al amigo especial de mi hija — Sara hablaba con más entusiasmo a si le hubiese tocado el gordo de la lotería.
— Eso sería estupendo, estoy deseándolo — dijo Carlos con una radiante sonrisa que hizo mostrar su perfecta y blanquecina dentadura de anuncio.
Los paletos de Daniel, por el contrario, están un poco separados el uno del otro.
— Mamá, vas a llegar tarde... Vamos, ¡apúrate de una vez! — mascullé sin apenas mover los labios.
No alargues esto más de lo necesario.
— Está bien, no hace falta que te pongas así. Luego vendré a recogerte, que tengas un buen día — ante mi horror Sara también reparó en Daniel, quien hasta ahora no había abierto la boca bajo ningún concepto. Al darse cuenta de la mirada de mi madre, carraspeó algo incómodo —. Adiós, sean buenos chicos — se despidió Sara definitivamente, arrancando la camioneta nada más bajarme y así hacerse paso en la carretera.
Daniel y yo nos dedicamos el uno al otro un mohín al mismo tiempo y luego fingimos no habernos visto.
— Chicos, dejad de actuar como críos — opinó Carlos con franqueza pues se encontraba en medio de ambos y la tensión que flotaba en el aire era de lo más evidente —. En serio, ¿cuándo dejarán de jugar al perro y el gato?
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro