16. La emboscada
Cálmate, no le pasará nada. Imposible. El tipo raro parecía apreciarla a su modo.
Intenté serenarme un poco y minutos más tarde, como un acto reflejo, dirigí la vista hacia el cubo donde se encontraban varios atizadores de chimenea. Entonces, mi mente se iluminó ipso facto.
Eso podría servirte. Es mejor que nada, ¿no crees?
Después de todo no iba a esperar escondido en cualquier lugar de la casa como un vulgar cobarde hasta que Piers regresase.
Si es que lo hace.
Fuera lo que fuese a presentárseme haría hasta lo imposible por defenderme yo mismo.
Sin necesidad de que nadie acabe agujereado por mi culpa.
Que ganase o no prefería no pensarlo. Acto seguido, estiré el brazo hasta conseguir tener en mi poder uno de ellos, era pesado, aunque no lo suficiente para que me temblase el pulso. Me quedé mirándolo largo y tendido hasta caer en la cuenta de que debido a los recientes acontecimientos me había ausentado demasiado en el instituto y eso habría alarmado a Carlos. No me costaba demasiado esfuerzo imaginármelo yendo a mi apartamento, esperando junto a la puerta con la intención de sorprenderme al regresar con una buena riña.
No cambia, reí en mi interior.
Aparte del instituto, los dos siempre acostumbrábamos a hablar todos los días largas horas por teléfono. Sonreí. Quien quiera que me hubiese birlado el teléfono móvil estaba seguro que acabaría tirándolo por la ventana debido a lo insistente que podía llegar a ser Carlos. Una vez llegué a tener cincuenta llamadas suyas simplemente por faltar las tres últimas horas de clase. Mi sonrisa se alargó y el hecho de pensar en él me hizo olvidarme un poco de mis actuales preocupaciones.
¿Qué estarás haciendo ahora, espagueti? Espero que no hayas llamado al ejército y que la ciudad entera ande tras mi búsqueda, pensé conforme mi pie derecho iba a descansar sobre lo alto del respaldo del sofá.
Me crucé de brazos. Dicen que en esta vida solo puedes contar a los verdaderos amigos con los dedos de una mano y aún así te siguen sobrando dedos... yo tengo la costumbre (o defecto según se mire) de ser por naturaleza un completo desconfiado. No obstante, si logro confiar completamente en la otra persona a cambio de ello le prometo mi eterna lealtad. A lo largo de mi vida no tuve ni un solo amigo en cada uno de los orfanatos que estuve y mucho menos en la escuela primaria. Era alguien bastante independiente que a propósito solía huir de conversaciones o contactos con otras personas pues no necesitaba relacionarme con los demás para poder vivir y eso (desgracia o fortuna) me había hecho más fuerte. Pero también más indiferente y egoísta con lo que ocurría a mi alrededor. Aunque aquel aislamiento tenía su lado positivo pues no estabas atado a nadie, ni tenías que rendirle cuentas, ni compartir tu tiempo, ni mostrar afectos...
Al lograr independizarme de mis tíos, viajé hasta Minota. A estas alturas no sabría explicar la razón de ello, fue como si algo allí me llamase. Como si estuviese destinado a ir esa ciudad. En un intento por ser alguien de provecho y pese a todo lo vivido con ellos, buscar la aprobación de mis tíos, me inscribí en el centro más prestigioso de toda Minota. El instituto Shakespeare.
Me recosté de lado y cerré los ojos al recordar lo sucedido aquellos años que los sentía ya demasiado lejanos. Las imágenes fueron viniendo una a una como piezas de puzle siendo disparadas.
« Una mañana del mes de enero me encontraba sentado al borde de la azotea del instituto contemplando atentamente el cielo gris que amenazaba con rociar en solo cuestión de segundos la viviente y ajetreada ciudad de Minota. Advertí en el horizonte ciertos relámpagos que salieron disparados cuan látigos hasta tocar tierra firme junto con un sonido estridente. Entrecerré los párpados, en aquel día mis ánimos habían terminado tocando fondo. Una mala racha tras de otra. Había suspendido tres exámenes seguidos pese a haberme esforzado en ello, un coche me había manchado de barro al poco de aparecer en el instituto y al dejarme caer en la azotea me había lastimado el pie con un cristal a causa de mi costumbre de ir descalzo. Sin embargo, eso era insignificante en comparación al vacío que de un modo incansable parecía perforarme el pecho, habiéndome hecho perder el poco juicio del que ya tenía. Pese al tiempo transcurrido, no me había acostumbrado aún a la ausencia de mis padres y dudaba que lo hiciera nunca. Ante tal pensamiento, eché un vistazo al asfalto que se encontraba a unos metros de mi posición. La lluvia se dignó a aparecer al fin, sintiéndola filtrarse gota a gota en mi ropa hasta alcanzar la carne igual que alfileres de hielo, aún así, me mantuve quieto en mi posición. Quizás permanecí en esa postura demasiado tiempo... pues lo que se dio a continuación resultó siniestramente confuso.
El estómago me dio un vuelco al creer ver allá abajo a mis padres, tan sonrientes como si en verdad nada hubiera pasado. Como si nunca se hubieran marchado. Me mordisqueé el labio en el momento en que éste comenzó a temblar al contemplar a ambos mover sus manos una y otra vez, como si quisiesen que me uniese a ellos. Entreabrí la boca. Ya no había ni rastro del asfalto de antes, éste se había visto sustituido por la que fue nuestra casa en Madrid. La miré con cierta melancolía, era tal y como la recordaba excepto que carecía de tejado. Pudiendo ver desde mi posición cada lugar de ésta, incluido el que fue mi cuarto de niño. Los juguetes y las películas de Disney descansado sobre la estantería me hicieron recordar que una vez en mi vida, aunque fuese por poco tiempo, fui alguien inocente.
— ¡Ven, Dani! — descifré en los labios de mi madre.
— ¡Salta! — leí en los de mi padre.
Me erguí con detenimiento ante aquella escena y lo que fue en su momento una traicionera alucinación yo la creía real. O más bien, la desesperación que se encontraba en mi ser cuan dientes incrustados. Mis pies se arrastraron poco a poco, llegando a sobresalir la mitad de ellos por el bordillo...
— Disculpa, ¿qué estás haciendo aquí? — me preguntó repentinamente una voz con cierto acento italiano seguida de una presión en mi espalda que me hizo retroceder una considerable distancia del bordillo.
Pestañeé violentamente, aún aturdido de cuanto había experimentado. Sin atender a la voz me asomé de nuevo, pero ante mi desilusión fui testigo de que mis padres habían desaparecido. Al igual que nuestra casa. Al igual que todo. Tan solo se encontraba un asfalto encharcado a causa de la incesante lluvia caída del cielo.
— Disculpa... — quiso insistir la voz.
Chisté, la reconocía demasiado bien cómo para siquiera tener que girarme. Y aunque no la hubiese reconocido tampoco me habría dignado a hacerlo. Rápidamente, me froté con fuerza los ojos en un intento de no ser descubierto un solo signo de debilidad en mi rostro.
— ¡Lárgate, maldita sea! — le exigí de espaldas tras hacer un feo gesto con el dedo corazón de mi mano.
Unos pasos chapoteando a causa de los charcos que empezaban a acumularse en el suelo de la azotea fueron tomando mayor notoriedad mientras ese alguien se me acercaba.
— No puedo hacer eso e irme fingiendo que no he visto nada. Deberías regresar conmigo adentro. Por favor — prosiguió un Carlos de once años con un tono tan amable como el de una anciana que te ofrece un trozo de pastel recién acaba de hornearlo. Cargaba en la mano un paraguas color naranja y pese a mis malas formas, se situó a mi lado hasta que éste también me cubrió a mí. Intentó disimular con esfuerzo el temblor de sus tobillos al ser consciente de aquella posición tan alta y arriesgada en la que nos encontrábamos —. Creo que no nos han presentado, me llamo...
— Sé de sobra quién eres, ¡todo el mundo en este jodido lugar lo sabe! — le corté, esbozando una mueca de desprecio —. Con más razón aún para te largues.
Carlos pestañeó pues no estaba acostumbrado a que nadie en todo el instituto le hablase de ese modo. Y los profesores tampoco eran una excepción, ya con apenas esa edad era todo un niño prodigio. En aquel entonces acostumbraba a vestir correctamente el uniforme. Su complexión era delgada, todo lo contrario a lo que sería con el paso del tiempo y lucía su cabello tazón sin un solo pelo rubio salido de su lugar.
— Me han enseñado a respetar a las personas que son más mayores que yo y tú lo eres, así que no haré ninguna excepción — dijo con una sonrisa vivaracha en sus labios sonrosados, los cuales serpentearon antes de escapársele un estornudo.
Me precipité por ocultarme los ojos con algunos mechones ensortijados, como si así me ahorrase ver los suyos, cuyo color parecía habérselo robado al cielo en una radiante mañana de primavera. Torcí el morro. Carlos Galliano nunca me había caído bien, demasiado brillante, demasiado educado, ¡demasiado irritante! Las niñas solían asaltarle por los pasillos con odiosas cartas de amor. Tampoco me molestaba del todo ya que podría usarlas de papel higiénico si en algún momento se daba el caso. Pero él, por el contrario, las guardaba dentro de su taquilla por no tirarlas a la basura y con ello romper los sentimientos de sus admiradoras. Puf, tan, tan, tan insoportable. ¿Cómo podían quererle tanto? ¿Y por qué pese a todo él se comportaba como si en verdad no lo mereciese? Ag... ¿a quién pretendía engañar? Desde un principio supe la razón de mi comportamiento hacia Carlos y es que en el fondo le tenía envidia, envidia porque a su edad me hubiese gustado ser así. Alguien al que mirasen con la cabeza en alto, no agachada y rehuyendo mi mirada. Desde mis comienzos en Shakespeare pronto se había corrido la voz de que vivía en Noire y con ello le siguieron un montón de rumores que avivaron la leyenda negra que persiguió a mi persona hasta años después. La única razón por la cual continuaba allí era debido a que la directora Scott era prima de mi tía Mónica y al darle la noticia de mi inscripción allí, ella le insistió en no dejarme marchar hasta que fuese alguien de provecho. O mejor dicho, alguien del que no avergonzarse. Y pensando en todas esas cosas conforme miraba a Carlos mis dientes rechinaron. Era evidente que de aquí a un futuro muy lejano aquel niño se convertiría en alguien sobresaliente en cualquier profesión que se le antojase.
Estornudé ante una gota de agua que se coló en mi nariz y Carlos reaccionó queriendo cederme por completo su paraguas pese a mis malos humos. Cuando se dio cuenta que no iba a conseguirlo, ante mi perplejidad tomó mi mano e hizo que mis dedos se cerrasen en torno al frío mango de éste. Él, pese a todo, se refugió la cabeza con la capucha de la sudadera que llevaba por encima del chaleco y polo del uniforme. Los mechones rubios pegados a sus sienes y frente le obligaron a hacerlos a un lado con un raudo movimiento de mano.
— Escúchame... Sé que no te caigo bien y puede que nunca más vayamos a volver a dirigirnos la palabra, pero conozco la razón por la que has subido hasta aquí...
Sin poder remediarlo, le miré directamente a los ojos, comprobando que pese a la lluvia él continuaba a mi lado.
— Yo... sé lo de tus padres y lo lamento mucho. La noticia en los medios de comunicación conmocionó a todo el mundo. Yo... — Carlos se mordisqueó el labio —, lo que pretendo decirte es que no puedes hacer esto... No es lo que ellos querrían para su hijo.
Un sentimiento de ira hizo achicharrar la sangre que fluía acelerada por todo mi cuerpo.
— No hables de lo que no sabes, maldito mocoso. Piérdete de mi vista, ¡no quiero tu ayuda! ¡No quiero tu compasión! — le chillé, tirándole al torso su paraguas y Carlos retrocedió un poco por ello —. Te odio. Eres demasiado perfecto. ¿Qué te puede importar lo que yo haga con mi vida? ¡Es mía, solo mía! Y ni se te ocurra... — apreté los puños —, volver a mencionar a mis padres. El solo oírlo salir de tus labios me dan ganas de meterte la cabeza en el retrete.
Carlos, pese a que por aquel entonces era más bajo de estatura y su cuerpo carecía de músculo alguno con que intimidarme, me hizo frente.
— ¡Quiero ayudarte!, ¡pero no te dejas! ¡Nunca te dejas! Cuando llegaste nuevo aquí todos te conocían. Sabían lo que te había pasado, sin embargo, no se te acercaron. Y yo quise darte mi apoyo desde un principio, quise que fuésemos...
— ¡No quiero la ayuda de alguien como tú! ¡No quiero dar lástima a alguien como tú! ¡No quiero tener nada que ver con alguien como tú! ¿Es que no te enteras, señorito Galliano? — le reproché esto con cierto retintín.
Carlos suspiró.
— ¿Eso es lo que quieres?, de acuerdo. Entonces no me moveré de aquí hasta que tú no lo hagas — me dijo con adultez pese a su aniñado rostro y ante mi desconcierto, permaneció sentado aún con su cuerpo tiritando incontroladamente —. Puedes e-estar seguro.
— No hablas en serio — murmuré.
— Nunca antes había hablado tan en serio — me aseguró, cruzando los brazos encima de sus rodillas dobladas contra el pecho.
Resoplé abruptamente.
— ¿Por qué haces esto? ¿Eres imbécil o algo así? Ahora deberías estar estudiando en la biblioteca junto con tus otros amigos empollones.
Carlos parpadeó y las gotas que colgaban de sus pestañas se asemejaron a pequeñas gemas.
— En realidad ellos no son mis amigos. Quiero decir... que aunque las niñas me sigan a todas partes — sus mejillas se sonrojaron y no fue a causa del frío —, y los niños me pidan ayuda en los deberes o en clase de gimnasia no intercambio más palabras con ellos después de eso.
— Voy a llorar — gruñí.
Carlos se frotó su nariz enrojecida.
— ¿No me recuerdas, cierto? — dijo al rato con la cabeza ligeramente agachada y la vista clavada en el pavimento bajo nuestras siluetas, incapaz de preguntármelo mirándome a la cara.
— ¿Acordarme de qué? — le pregunté rabioso.
Carlos se mordió el labio con evidente incomodidad.
— Debido a que mi madre es diseñadora de moda solemos movernos muy a menudo de una ciudad a otra. Mi permanencia en cualquier colegio apenas supera los cinco meses — comentó, arrebujando la capucha en torno a su cara —. Y una de esas ciudades fue Madrid.
— ¿Y qué?
El fantasma de una sonrisa se vislumbró en su cara.
— ¿Recuerdas ese niño que solían referirse a él como "gordinflón meón"?
Súbitamente, me giré a él con los ojos abiertos de par en par, incapaz de decir nada durante unos instantes.
— Hay que joderse, ¿no me digas que tú...? — exclamé al fin.
Carlos asintió con ímpetu.
— Sí, no me resulta extraño que no me reconocieses. La última vez que nos vimos tenía treinta kilos de más.
Pestañeé muy seguido.
— Tú... estás muy cambiado — mi tono se suavizó sin apenas darme cuenta de ello.
— Lo sé — se rió Carlos —. ¿Te acuerdas? En esos tiempos solías defenderme de los abusones, incluso te rompiste un diente en una pelea por mi culpa — dijo con sentimiento —.Y cuando te confesé que quería entrar en el equipo de fútbol... tú no te reíste. Simplemente me dijiste: ¿a qué leñes estás esperando?
La lluvia empezaba a escampar.
— Tan solo lo dije para poder librarme de ti, te pegaste a mí como una verdadera lapa — comenté.
Carlos rió de nuevo.
— Fuiste como el hermano mayor que nunca tuve y pese al tiempo sin vernos... lo sigo considerando — dijo con embarazo.
— Colega, ¿cómo no he podido reconocerte? Sigues soltando las mismas cursilerías de siempre — resoplé con los ojos en blanco.
Carlos apoyó la barbilla entre sus brazos enlazados.
— En esos tiempos nunca me preguntaste por mi nombre real. Solías referirte a mí como chico, chaval o mocoso.
— Cierto.
Carlos se llevó una mano a la nuca.
— Y dime, ¿por qué yo ahora no puedo protegerte? Te lo debo. No, miento — entonces Carlos alzó la cabeza al cielo —. No es ninguna obligación. Quiero ayudarte de verdad. Después de conocernos me confesaste que pese a las dificultades habías sabido seguir adelante porque sentías que debías hacerlo. Que de aquí a un tiempo tenías el presentimiento de ser alguien, importante o no, pero alguien al fin y al cabo. Es por ello que no voy a permitir que hagas esta locura. Debes vivir — su mirada retornó entonces a la mía —, no solo por ti, sino por mí. Quiero que seamos amigos. Siempre podrás confiar en mí, te lo prometo. Dime, ¿me aceptarías?
Poco a poco, la lluvia cesó en su cometido y de entre las nubes grises que se habían anclado en el firmamento fue haciendo su aparición el sol, el cual no logró superar el brillo vivaz que chispeaba en los ojos de Carlos Galliano. No obstante, en lugar de darle una respuesta inmediata me quedé observando largo y tendido el cielo.
— ¿Puedo preguntarte algo? — dijo Carlos, uniéndose a mí. Al asentir con detenimiento, añadió —: ¿Por qué te las pasas siempre que puedes mirando el cielo?
Una alegría que manó de lo más profundo de mi ser hizo que mis labios se curvasen hasta formar una sonrisa.
— No sabría muy bien cómo explicarlo, es algo así como un viejo amigo. Siempre que he necesitado compañía desde que era niño él estaba ahí. Le daba igual quién fuera, lo que hubiera hecho o lo que el resto de personas pensasen de mí. Simplemente estaba ahí ».
Desde ese preciso momento, Carlos y yo nos hicimos inseparables, ayudándonos mutuamente el uno al otro. El largo y el fuerte. Pese a no decirme nada muchas de las "casualidades" que se presentaron en mi vida fueron obra suya. Como al encontrarme dinero en mi mochila (especialmente en el tiempo que a la herencia de mis padres ya le quedaba poco para acabarse), o dejarme dulces junto a la puerta de mi apartamento, o convencer a algún que otro profesor para que me subieran la nota de un cuatro a un suficiente por mi "arduo" esfuerzo. Incluso cuando ya no me quedó ni un solo euro en los bolsillos y tuve que recurrir a mi trabajo de ahora Carlos se ofreció a dejarme vivir en su propia casa (aunque la palabra adecuada sería palacio) hasta que las cosas me fuesen mejor. Sí, siempre había estado muy pendiente de mí. Y pensar que el chico más atlético y atractivo del instituto fue antes un chico gordo y marginado resultaba demasiado surrealista.
Al tener que marcharse su madre a otros países debido a sus negocios, Carlos (rompiendo por primera vez la rutina de seguirla allá donde fuera) decidió quedarse por su propia cuenta en Minota. Cuando le pregunté el por qué simplemente me dijo que Shakespeare no sería lo mismo sin él. De repente reí al recodar algo, al poco de hacernos amigos continué llamándole a propósito "gordinflón meón" y él a modo de venganza metió sangre falsa en mi botella de agua, obligándome a bautizarle con el apodo de "espagueti". Me sentía eternamente en deuda con él pues de no ser por su "casual" aparición en aquella mañana ahora no hubiera llegado hasta tan lejos. Y esa deuda tenía el presentimiento de que jamás podría pagársela. Misteriosamente, después de lo sucedido en la azotea "alguien" insistió a la directora en construir sin demora en ella una verja de seguridad.
Ojalá estuvieras aquí, de seguro que cualquier demonio saldría por patas con una de tus explicaciones aburridas sobre la ciencia o la biología, reí.
Pero no solo él debía estar preocupado por mi persona, sino también Luna. O eso quise creer...
¿En serio? ¿Tú crees que a ella le puedes seguir importando después de juntarse con alguien que te quiere muerto?
Eché una bocanada de aire ya que sabía que tal pensamiento estaba en lo cierto y no pude evitar sentirme profundamente traicionado.
— Ala, pues quédate con él. Todo para ti, ¿y a mí qué? ¡Estoy acostumbrado a que todos quienes me importan me abandonen! — dije entre dientes al ir a atizar con brusquedad el fuego en la chimenea y durante unos segundos mi mano quedó suspendida en el aire, porque más que rencor la sensación que me invadía y carcomía por dentro era... —. Desilusión — dije junto con una sonrisa torcida —. Se suponía que ella era mi juguete y no el de nadie más. Se suponía que solo me debía dedicar sus atenciones a mí. Se suponía que debía apoyarme. Se suponía que alguien tan diferente a cuanto había conocido antes debía ser solo mío...
Rápidamente, me mordí la lengua al darme cuenta de lo que había soltado. ¿En serio ese había sido yo? ¿Yo, quien pasaba de todo y de todos? Y llegó esta chica, que no era precisamente un bombón ni una miss universo y en el momento que sus ojos se fijaron en los míos supe lo que era sentirse vivo en todos los sentidos. Entonces, mi realidad giró entorno a Luna, a querer descubrir más sobre su vida (Carlos era quien sufría tales interrogatorios) y pese a mostrarme cascarrabias a su lado, cuando ella no me veía me quedaba mirándola. Como cuando aparecía en el instituto con aquella timidez en su rostro y apretaba algunos libros contra su pecho. Cuando se acercaba cabizbaja a Carlos y a mí en el recreo en busca de compañía, cuando reía y se tapaba la boca, incluso sabía decir el número de pequeñas heridas que conservaba en las manos debido a la granja donde vivía. Luna Graham era delicada como una rosa, ardiente como sus pétalos de fuego y sin embargo... igual de dolorosa a las espinas de su tallo. Porque por su maldita culpa ya no me concentraba como era debido en mi trabajo. Y aún peor, me acostaba cada noche con el miedo de perderla mientras que cada día me levantaba con la ilusión de acaparar todo su tiempo.
Chisté.
Agggggggggggggggg, ¡un momento! ¿¡Pero qué leñes estoy diciendo!? ¡Odio las cursiladas y hoy he dicho tantas que podría morir no solo una vez, sino dos! ¡Hasta tres! ¡Y diez!
Me tapé ambas orejas.
— Cabeza de cerilla, ¡por mí como si desapareces! — exclamé malhumorado y el hecho de decir su mote hizo que los latidos de mi corazón se volvieran acelerados, tanto que incluso pensé que iba a darme un infarto.
Anonado, me llevé la mano al pecho junto con los ojos abiertos de par en par, creyendo que el tiempo se adormecía conforme lo hacía.
— ¿Qué me pasa?, ¿por qué me he puesto así?
Pom, pom, pom, se hizo notar mi corazón.
— Maldita sea, cállate — murmuré mientras chistaba de nuevo, encogiendo mis dedos para así agarrarme la camisa —. ¿Por qué haces eso? ¡Sshhhhh!
Pom, pom, pom, continuó pese a todo.
Solté un murmullo exasperado. Aquel golpe en la cabeza en verdad me había dejado serias secuelas. Sí. ¡Esa tenía que ser la única explicación posible a mi repentino comportamiento! Seguro. ¿De qué sino me iba a poner yo así de imbécil?
Bueno, puede que quizás sea que te has encaprichado de ella, sugirió mi conciencia de improvisto.
— Por favor, ¿yo encaprichado de cabeza de cerilla? — dije junto con un silbido que imitó el sonido de una caída en picado.
Presumes de ser un dios de ébano cuando ni siquiera sabes lo que es enamorarse de una chica. Qué es eso que bailotea en el estómago cuando la coges por primera vez de la mano, qué se experimenta al besar por un sentimiento y mucho menos sabes lo qué se siente cuando de los labios de la persona que te gusta sale un te quiero.
Encogí en exceso los dedos de pies y manos.
— Y me importa una mierda saberlo — murmuré por lo bajo pese a que sabía que no era verdad y mi propio orgullo me obligó a golpear incasable con los nudillos el suelo de mi alrededor. Una y otra vez —. No necesito nada de eso, ¡no hay nadie quien más me guste que yo! ¡Y por tanto, no hay nadie que se merezca compartir un solo segundo de mi tiempo, soy demasiado para ellas! — me pavoneé en alto pues desde pequeño fui consciente de mi atractivo.
Fatal, pero atractivo al fin y al cabo.
Ya, por eso desde la sombra aprovechabas el momento de toparte "intencionadamente" con Luna en el instituto. Al decirte Carlos que fueses su guardián a ti la idea no te gustó. Te en-can-tó.
Cesé de pronto en mi golpeteo y entonces el movimiento en el mundo pareció detenerse al vislumbrar dentro de mi cabeza el primer encuentro que Luna y yo tuvimos. Con cada detalle y palabra que intercambiamos. Y al recordar el instante en que ella se me cayó encima cierto quemazón apareció cuan horno abierto en cada una de mis mejillas. Al darme cuenta de ello, reaccioné tapándome premuroso el rostro con ambas manos igual a si me hubieran echado agua hirviendo.
— ¡Maldita chimenea! — me quejé a regañadientes, carcajeando sin poder evitarlo conforme daba una serie de vueltas en una postura de ovillo —. ¿Qué me pasa? Tío, ¿cómo podría estar encaprichado por alguien como ella? Es baja, pelirroja, fondona y...
Y todo eso te resulta encantador. Admítelo, pese a tu incansable odio hacia las mujeres siempre has tenido debilidad por las que son diferentes. Mujeres que otros no mirarían igual por no tener largas piernas o no ser tan atractivas como dictan las revistas de moda. Mujeres que no se someten ante las reglas que les marca la sociedad y hacen dietas estrictas y cirugías a más no poder. Luna es...
— ¿El roto para un descosido como yo? ― terminé en alto la frase de mi propia conciencia, cesando por ello en mis carcajadas y movimientos —. ¿Y qué si fuera así? Toda esta mierda de bichos raros nos ha obligado a romper contacto alguno el uno con el otro — puse los ojos en blanco —. Quizás sea lo mejor, quiero decir que ella no merece malgastar su tiempo en alguien como yo...
Súbitamente, mi voz se trabó al escuchar lo que parecían... una serie de pisadas en el piso de arriba. Me humedecí los labios con gesto torvo hasta estos retorcerse en una sonrisa.
Demasiado han tardado.
Con mucha precaución me puse en pie, apretando con tanta insistencia la vara entre mis dedos que llegué a sentir una punzada de dolor en cada uno de ellos.
No ha sido mi imaginación o el crujido de ninguna madera. Eran pasos. Estoy seguro. No soy el único que ahora está dentro de esta casa.
— Tenemos visita — susurré.
Las pisadas se fueron haciendo notar con mayor intensidad que en un principio y en un intento por esconderme hasta saber y evaluar desde una posición segura que era lo que había dado origen a tal ruido, escuché que alguien bajaba por las escaleras.
Me cago en la leche...
Paseé la mirada a toda velocidad, buscando algún escondite cuando reparé en unas cortinas lo suficientemente largas hasta incluso para ocultar mis pies. Acto seguido, me tiré como un bólido hacia su dirección, encajando sin dificultades mi cuerpo entre el espacio que había entre las susodichas cortinas y la ventana. Aguardé en silencio. Incluso me tapé con una mano la boca (ya que no solía respirar por la nariz, algo que hacía desde niño) para que el sonido de mi respiración no fuese audible mientras que con la otra seguía sosteniendo firmemente la vara.
Pam, pam, pam...
Ahí viene.
Los pasos cesaron abruptamente en el preciso instante en que ese alguien se presentó en la primera planta. Me sentí a mí mismo un completo matojo de nervios al irme acercando hasta la rendija entre una cortina y otra, temblándome por ello los dedos de los pies y creí inclusive las uñas.
¿Quién eres?
La imagen en sí resultó demasiado surrealista, llegando a resbalárseme la mano de la boca que cayó muerta en mi propio regazo. Pestañeé con estrépito.
Joder, ¿qué se supone que es esa cosa?
Desde bien pequeño había sentido un gran cariño por los perros, es por ello que ni en un trillón de años hubiese imaginado que llegaría el día en que pensase lo en que en ese momento me rondaba por la cabeza, ya que el perro que ahora estaba teniendo la desgracia de contemplar no lo hubiese tocado ni con un palo.
La hostia, es horroroso. Más que horroroso.
El animal, por llamarlo de alguna manera, tenía el mismo tamaño que un lobo, cuyas nervudas patas acababan en afiladas garras y los dientes eran tan amenazadores como amarillentos. Una baba negra y asquerosa le caía de entre ellos. Sin embargo, algo en ese perro no era correcto e iba contra natura. Agudicé la vista hasta poder reparar en que dicho animal carecía de pelo, incluso de piel. La única envoltura de la que disponía era la que formaban la gama de sus músculos y cuarteados huesos. No obstante, eso no era lo peor pues las cuencas en donde debían encontrarse los ojos estaban completamente vacías, aunque eso no parecía impedirle al animal de una perfecta visión. Además de que destellaban con fiereza en un tono ámbar. Entonces, éste sacudió violentamente las vértebras caudales que componían su rabo y por consiguiente, mostró las fauces. De pronto, más ruido. Escuché el eco de algo desplazándose entre la densa oscuridad del resto de la casa, corroborando que el perro no había venido solo. Era cuestión de tiempo conocer al resto de su manada.
Pam, pam, pam...
Tuve la fatal sensación de sentir frío en cada una de las partes de mi cuerpo cuando el perro empezó a moverse, olfateando con gran escándalo cada una de las tablas de madera. Al reparar en la luz de la chimenea gruñó rabioso. Me removí intranquilo desde mi escondite.
¿Cómo se supone que voy a salir de ésta? Ellos tienen cuatro patas y yo dos piernas. Si por un casual consiguiese salir de la casa ellos no tardarían en darme caza. Además... no sé si habrá más fuera.
— Grrrrrrrr — gruñó el perro al irse acercando a las cortinas.
Fue por ello que me di cuenta de las oleadas de hedor que desprendía su extraño cuerpo, tal perfume hubiese hecho desmayar hasta a un hombre de dos metros. Incluso una ciudad entera.
Joder, joder, joder.
Conforme el animal iba reduciendo la distancia presente entre él y yo, más se acrecentaba la fuerza en el latido de mi corazón. Llegó un momento en que pensé que este iba a perforarme el pecho hasta salir disparado de bruces contra el perro, delatando de una vez por todas mi posición.
— Grrrrrrrrr...
El perro arrastraba las patas entretanto la superficie chirriaba lastimera. Me aparté raudo de las cortinas hasta chocarse mi espalda contra el filo del pequeño sillón con cojines que se encontraba bajo la ventana. El olfateo del perro estaba ya tan cerca... Solo se me ocurrían dos opciones para salir sano y salvo de aquella locura. Una, enfrentarme a él. Dos, abrir la ventana y aventurarme por el bosque. Sinceramente, la segunda opción me pareció más arriesgada y la primera una completa locura. Pero tenía que decantarme por una, apenas había tiempo. ¡Debía actuar rápido, mi vida dependía de ello!
Me da igual lo que seas, ni tú ni nadie va a acabar conmigo. ¡Qué os den a todos!
Apoyé la espalda contra el bajo del sillón y luego estiré los talones en un intento por darme impulso. Por unos segundos me tambaleé a ambos lados.
Vale, allá voy.
Premuroso, me aupé sobre el sillón, intentando hacer el menor ruido posible. Ipso facto, sentí su aterciopelado tacto en mis pies al tiempo que sostenía la vara con ambas manos. Y justo cuando el huesudo morro del animal se asomó entre las cortinas... me dispuse a actuar.
Ahí viene.
Tras inspirar profundamente una bocanada de aire fui a golpearle, echando los brazos hacia atrás y apoyando por completo la espalda contra la ventana cuando el brusco ladrido de uno de ellos al otro lado me hizo dar un brinco de tal calibre que se me resbaló la vara de entre las manos.
¡Clannnggg!
La horrible cara del animal, la cual estampó contra el cristal, me hizo pensar que todas y cada una de las pesadillas que hube tenido en mis diecinueve años de vida habían sido insignificantes en comparación a eso. Comenzó a ladrar con tanta gravedad que el que tenía en frente no tardó en abalanzarse sobre mí, saliendo disparado como una serpiente enloquecida. Antes de que el perro se me echase encima me tiré al suelo sin importarme el brusco impacto de éste contra mi estómago y entonces, recuperé la vara tras dar una serie de vueltas sobre mi propio costado. Al colocarme de nuevo en posición de ataque, el cristal de la ventana acabó volando en mil pedazos al atravesarlo el perro de afuera. A diferencia de su compañero, quien a causa de su fallido intento por atraparme había tenido una mala caída e intentaba desesperadamente poder levantarse, fue tan rápido y a su vez tan calculador que pronto me tuvo a su completa merced. Acorralándome contra la pared.
Oí más gruñidos. En breve los otros se unirían a tal encantadora velada.
— ¡Grrrrrrrrrrrrrrrr! — ladró el perro con tanta furia que la madera pareció incluso estremecerse bajo sus zarpas.
Calma, perrito.
En un intento del animal por morderme la pierna como si se tratase en realidad de un enorme y suculento hueso, logré esquivar sus fauces al tiempo que contraatacaba con una sacudida de vara. El perro también la eludió sin complicaciones, pues tan solo llegué a dar al aire, pero eso había hecho que se enervase aún más. Fui a golpear de nuevo con todas mis fuerzas, sintiendo mis brazos y venas tensarse ante la presión, cuando más de aquellas cosas aparecieron en el salón. Con la vara aún suspendida en el aire miré a cada uno alternativamente.
— Mierda. ¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Acaso no veis que estoy escuchimizado? — protesté borde.
Ante mi desconcierto, empezaron a ladrarse los unos a los otros como si en su lenguaje canino se ordenasen el que hacer y sin más dilación, uno de ellos pareció centrar su atención en la vara.
Si me la quitan es mi fin, pensé alarmado.
Fui moviéndome a un lado con la espalda pegada completamente contra la pared mientras no desistía en mi intento de alejar a aquellas bestias entre golpetazos de vara hasta que... uno de ellos cayó desde el piso de arriba. Sentí un peso enorme en la espalda al ir derrumbándose mi cuerpo a toda velocidad, perdiendo finalmente la vara. Por unos instantes, mi campo de visión se vio limitado debido a una especie de negrura con manchas rojas conforme un líquido caliente me resbalaba desde lo alto de la sien.
¡DANIEL!
Con las extremidades vibrándome a causa de aquel inesperado placaje, giré el cuello para contemplar en primer plano y con los ojos ensanchados las fauces de uno de los perros. Éste, que había hecho un agujero en el techo a causa de su caída, le tenía encima y era solo cuestión de segundos que sus mandíbulas se cerraran en algún punto de mi cuerpo. Aprovechando que mis piernas estaban libres de peso, las doblé hasta el punto de que mis pies alcanzasen a golpear el costado del animal. Éste aulló de dolor al caer a un lado y el resto, alarmados de la situación, se decidieron en terminar con su cometido de una vez por todas. El tiempo pareció transcurrir de un modo irregular al echar un detenido vistazo a una de las estanterías del salón, la cual era de considerable estatura. Entonces, mi mente empezó a funcionar a una velocidad inverosímil pese a las circunstancias.
Podría escalarla y darme el impulso necesario y así alcanzar... la araña del techo. Es lo suficientemente grande y podrá aguantar mi peso. Y si todo sale bien la balancearé hasta llegar al agujero del techo. No están demasiado lejos la una del otro. Es mejor que dejarme comer por estas cosas.
Antes de que fuese demasiado tarde puse en práctica mis propios pensamientos. Ni yo mismo supe hasta ese momento cuan de rápido podían ser mis extremidades una vez me incorporé. Y pese a que los perros corrieron en mi dirección, conseguí librarme de sus mordidas a base de zigzagueos antes de saltar en plancha contra la estantería. Sin más preámbulos, me aferré a sus baldas, encaramándome sobre ellas como si estuviese tomando el mismo impulso de echar a volar. Al llegar a lo alto, vi por el rabillo del ojo como los perros, incapaces de seguir mis pasos, daban botes con el desesperado deseo de alcanzarme. Les ignoré y por el contrario me centré en calcular bien mi próximo movimiento. Tras efectuar el salto, moviendo en el aire tanto brazos como manos como si eso me sirviera de algo, conseguí saltar sobre la lámpara. Ipso facto, ésta se estremeció y sus cristales tintinearon al unísono al tener que cargar inesperadamente mi cuerpo de setenta kilos. A mis pies los perros parecían aún más ansiosos que en un principio y ladraban sin descanso. Entonces. miré el agujero en el techo, tan solo eran unos pocos centímetros y...
— ¡GROARRRRRRRRRR!
Un gruñido ensordecedor se hizo por encima de aquel conjunto de ladridos, siendo la razón de que perdiese por completo la concentración, quedándome estático en la lámpara a causa del susto presente en mi cuerpo latiendo cuan florecer de espinas de hierro. Los perros silenciaron de golpe e incluso dejaron de saltar al hacerse notar una sombra desde la cocina.
¿Y ahora qué?
Uno a uno, los perros fueron haciéndose a un lado conforme dicha sombra se iba moviendo y cuando ésta estuvo lo suficientemente cerca pude comprobar que se trataba de otra criatura igual de repugnante que el resto. Pero algo en ella era diferente. Pese a ser otro perro de músculos y huesos era tan enorme que se me pareció a uno de esos animales de laboratorio tras efectuar en él algún experimento fallido. Al contrario que sus compañeros sí tenía ojos, los cuales eran como dos refulgentes gemas de sangre y su cabeza era aún más voluminosa de lo que ya de por sí era su cuerpo. Si saltaba...
Me cogerá al primer intento.
No vacilé. Sintiendo la presión de la situación cayendo como sacos de hierro sobre mis hombros, me lancé a mi suerte contra el agujero. No pude evitar gemir al aferrarse mis manos desnudas al rugoso filo con astillas. Desesperado, di todo por subir. El perro enorme ya había saltado contra la lámpara al poco de haberlo hecho yo, con tanta agilidad y gracia que alcanzó ésta sin problemas. Sus prominentes mandíbulas se cerraron en torno al aire al alcanzar dicha altura y regresar luego al suelo, el cual abolló.
Vamos, ¡vamos! ¡Sube, Daniel!
El enorme animal volvió a tensar las patas, dispuesto a atraparme al segundo intento. El resto aulló con las cabezas alzadas hacia el techo como si le animasen a ello.
— ¡No, no, noooo! — chillé al saber que me era imposible subir y poco a poco las manos empezaron a despegárseme a causa del sudor y el peso de mi propio cuerpo colgante.
El perro fue a saltar sin desistir en su propósito...
Estoy perdido, ¿en serio? ¿Después de todo? Debes estar de coña...
Me sentí exhaustivamente frustrado y cualquier esperanza que hasta ahora hubo anidado en mi pecho fue perdiéndose conforme uno a uno se despegaron mis dedos. En un último intento por querer levantar mi cuerpo, sentí como si se me hundiesen en las palmas de las manos centenares de agujas hirviendo antes de culminar en finos hilos con mi propia sangre, los cuales me alcanzaron las mangas de la cazadora.
No puedo terminar así. Así no...
En apenas un parpadeo, dos pares de ojos azules se cruzaron en mi mente y sin poder remediarlo volví a sentirme el mismo chico que anteaño vivía atemorizado en casa de sus tíos.
Ag...
Mi mano derecha se desprendió por completo, ya falto de fuerzas. La otra no tardaría mucho en imitarle.
— ¡Daniel! — chilló súbitamente la voz distorsionada de alguien asomándose y antes de poder reaccionar, tomó mi otra mano ya bailoteando en el aire para así tirar de mí hacia arriba.
¿Quién...?
Al atravesar dicho agujero en el techo lo borroso se tornó oscuro y lo oscuro eterno. Los aullidos y gruñidos de las bestias se vieron aplastados por un pesado e inquietante silencio. Sentí la realidad como una de esas veces en que estás soñando alguna escena en la que supuestamente participas y, sin embargo, no ves tu propio cuerpo. Todo era irreal. Tenía frío, mucho frío. Notaba como la oscuridad me succionaba, me arrastraba consigo hacia un destino incierto. Y yo no podía hacer nada por impedírselo, tan solo dejarme arrastrar como un pobre pececillo moviéndose a merced de la corriente puesto que tampoco podía hablar ni mover extremidad alguna de mi cuerpo. Tan solo tenía la opción de aceptar que dicha oscuridad me iba absorbiendo cada vez con mayor avidez.
¡Otra vez no!, quise gritar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro