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|OCHO|

OPEN ME

Para cuando Cassy por fin despertó era un punto entre la tarde y la noche, desde su posición podía ver a través de la ventana como el azul del cielo era escondido tras aquellos nubarrones. Durante varios minutos se queda en silencio mirando el cielo sin verlo realmente. Sobre el mutismo aun podía oír un par de respiraciones tranquilas al igual que uno que otro ronquido. Se preguntó, por un momento, si de verdad se encontraba viva, si todo eso no era una especie de sueño extraño del que era incapaz de despertar. O si de alguna manera había muerto y había llegado al purgatorio, o al infierno en todo caso, nunca se sabe.

Bum. Bum. Bum. Su corazón latía como un suave murmullo en sus oídos.

Bum. Bum. Bum. Dos mil setecientos setenta latidos. Los contó, hasta que el sol termino por ocultarse, y ni una chispa ilumina la tétrica habitación. Anocheció ante sus ojos, sin embargo ella apenas y se dio cuenta.

No fue sino hasta que un gemido lastimero, seguido de unos agudos sollozos golpearon violentamente sus oídos, que la rubia volvió al mundo real. Parpadeó varias veces, sintiendo los ojos secos y la cabeza martillear como obra en construcción. A poco menos de un metro, Alice, la pequeña y escuálida niña de largas trenzas rubias, lloraba a lágrima viva rogando que la dejaran salir. Un coro de voces susurrantes trataba de callarla con palabras dulces y amenazas vacías, sin resultado alguno.

—No llores —Repitió malhumorado aquel niño por quinta vez. Cassy suspiró. La niña a su lado no cesaba de llorar, y temían que aquel hombre aterrador volviera. —¡Maldición, ya cállate!

—No estás ayudando —Dijo Cassy sintiendo una araña molesta caminar en su cuello.

—¡Oh, perdona! ¿Quieres callarla tú?

No importa cuánto lo intentaran, algunos nunca se callaban, como Alice que era incapaz de dejar de llorar mientras estuviera despierta. O Mickey que, de vez en cuando, gritaba a todo pulmón hasta que la voz le fallaba. O Lily que, cada tanto, trataba inútilmente de zafarse de las cadenas.

Pero, la verdad es que Lily lo hacía porque el silencio comenzaba a atormentarla. Mientras más ruido hubiera, más tranquila se sentía, como si con eso no sintiera como se ahogaba en la infinita oscuridad de la noche. El ruido, ya fuera un llanto desgarrador o un incesante golpeteo de cadenas, callaba la voz de su conciencia. Esa que no se cansaba de repetir el nombre del niño al que dejo solo, y atado, en ese cuartucho. Se arrepiente de dejarlo allí, de verdad que lo siente, ¿pero qué más podía hacer si era su amiga quien pedía ayuda?

En la oscuridad, y sin que ninguno se diera cuenta, una especie de humo blanco se colaba por las paredes mezclándose con el aire que respiraban.

¿Cuánto tiempo llevaran, solos y encerrados, en aquella fría habitación? ¿Horas? ¿Días? Sus cerebros se sentían tan pesados, que de sus bocas no podía salir ni la más mínima palabra coherente. Se sienten cansados, tan cansados como si no durmieran en días, sin embargo pasaban la mayor parte de su tiempo durmiendo. Alguien bosteza. Los ojos de Cassy se cierran sin permiso.

Tan, tan cansados.

Las voces, el ruido, todo se apaga al mismo tiempo.

Por unos segundos no se escucha nada más allá de la respiración superficial de los críos. Después, el pisar de unos pesados zapatos levanta el polvo, acercándose cada vez más. La puerta se abre bajo el chirrido de las bisagras, y el pequeño cuarto es iluminado por la luz artificial de cuatro o cinco linternas.

Ágatha, con su túnica negra que se asemeja a los hábitos de una monja y su rostro oculto tras la máscara de gas, entra seguida de cuatro personas que, con guantes y barbijos, cargan equipo médico.

Fuera de ahí, en el pasillo cubierto de escombros, basura y grafitis mal hechos, un hombre de unos treinta años, encorvado y bastante delgado, habla a través de un walkie talkie. Su gruesa voz titubea y masculla disculpas rápidas.

—No me interesa las razones de tu incompetencia, Kellog —Responde una voz femenina con molestia —Quiero que hagas tu trabajo, que para algo te contrate ¿no?

—S-sí señora no volverá a pasar —Dice Kellog, casi sin voz por el nerviosismo que esa mujer provocaba en él.

—Eso espero, Kellog. Por tu bien, eso espero. ¿Cómo resultaron las pruebas? ¿Encontraron lo que queríamos?

—El grupo A fue complicado, pocos lograron llegar a la etapa final, pero obtuvimos resultados positivos.

—¿Y el grupo B?

—Están tomando muestras de sangre en este momento —Cierra los ojos y aparta el walkie talkie unos centímetros.

Una risa suave, carente de humor se escucha —Son unos inútiles. INÚTILES.  ¡Esas muestras debieron estar ayer! ¿Es que tengo que hacerlo todo yo? 

—Encuentran al auror Zacharias Smith muerto en el ministerio —Leyó Alexandre en voz alta ignorando como los labios de su amiga se vuelven blancos de lo apretados que los tiene —La autopsia revela que fue envenenado por una peligrosa toxina que se agrego a su café, sospechan de una secretaria despechada.

—¡Bah! ¡Tonterías! —Exclama Astoria Malfoy golpeando el plato con su tacita de café. Sus uñas tenían pequeñas marcas de esmalte rosa que se había quitado con los dientes al morderlas, llevaba el cabello castaños alborotado y deslavado, haciendo juego con las enormes ojeras que resaltaban el cansancio en sus ojos marrones, ¿Cuándo fue la última vez que esa mujer durmió? — ¿Puedes creerlo? Esto es noticia hoy, ¿Qué pasa con mi hija? ¿Qué pasa con la tuya? ¡Nada! ¡Tal parece que todos se olvidaron de ellas!

—Cielo, entiendo que estés preocupada, yo también lo estoy. Pero no ganaras nada descargándote con mi marido —Expreso la rubia calmadamente desde el pasillo. Traía levitando una temblorosa bandeja con galletas dulces, dos tazas de café y la mitad de una botella de vodka. Ella se veía mucho más tranquila que su amiga, pero la sonrisilla tonta y el brillo en sus ojos aguados confesaban que, una pequeña dosis de una poción tranquilizadora y un poco del alcohol lograban milagros en ella. —Toma un poco de café, te hará tan bien como a mí.

Por un segundo la mujer se boquiabierta mirándola sin respuesta, luego desvió la vista hacia el hombre, que se ocultaba tras El Profeta —¿La has drogado? —Inquirió, con la voz cargada de una acusación venenosa que Alexandre decidió ignorar. Se estiró y le arrebato el diario de las manos —¡Contesta! ¿la has drogado?

—Lo lamento, ¿sí? —Suspiro pasando la mano por su flequillo peinándolo hacia atrás —¡Me volvía loco! ¡Se volvía loca! Estaba tan fuera de sí que no supe que más hacer, tú habrías hecho lo mismo de haberla visto. —Se defendió— Además, solo fueron una o dos gotitas en el té de menta.

—Que tenía vodka. —Gruño

—Que tenia vodka —repitió asintiendo con una media sonrisa.

Astoria respiro profundamente y lo golpeó rápidamente en la cabeza con El Profeta mientras oía la risa tonta de Gabrielle desde el sofá. El hombre se quejo y murmuró palabras malsonantes por lo bajo, que ella igual pudo escuchar. Tres campanadas silenciaron la discusión que empezaba entre los dos, era el timbre.

—No esperes que vaya yo —Dijo la mujer tomando la botella antes de tomar un trago del pico —Es tu casa, no la mía.

El francés dejo los ojos en blanco y salió del cuarto.

—Lo siento —Le dijo a su joven amiga— ¿Tan mal te encontrabas como para que tuviera que drogarte?

—Quizá —Respondió con una enorme sonrisa y una risa similar al gorgoteo de un bebé —Quizá.

—Ay, Gaby —murmuro.

Desde el marco de la puerta, viéndose con más nerviosismo que antes, Alexandre se aclaro la garganta llamando su atención. 

—Podrías acompañarme a mi despacho un momento —Pidió con voz normal, mas sus ojos se movían en dirección a Gabrielle, una y otra vez, de manera ansiosa.

La muchacha levanto una ceja, dejo la botella sobre la mesa y captando la indirecta se calzo con sus zapatos de charol, dio una última mirada a su amiga que dormitaba en el sillón, y lo siguió en silencio escaleras arriba.

Las piernas largas del hombre subían rápidamente. Cargaba entre sus manos una pequeña caja de zapatos pintada de blanco con un bonito lazo azul en la tapa. A un lado tenia escritas las palabras Open Me en una redonda letra cursiva.

Astoria se detuvo, congelada, a mitad de la escalera. Sus ojos agrandados permitían ver sus pupilas contraídas y su boca semiabierta 

—Esa letra... —Murmura, su voz rompiéndose a la mitad de la oración— Yo conozco esa letra...

Alexandre se detiene en el último escalón. Con la luz de la planta superior encendida y la escalera pobremente iluminada, su aspecto daba un aire tan inquietante como la expresión atormentada con la que la miraba.

  —Yo también —Dijo con amargura.  

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