Prólogo
La lluvia amenazaba con desatarse en cualquier momento, como si el cielo mismo estuviera conteniendo la respiración. En lo alto de una ladera, al borde de un barranco, dos hombres se enfrentaban.
El aire estaba cargado de tensión, casi tan pesado como el silencio que los rodeaba. Ambos sostenían espadas en sus manos, cada una reflejando el tenue brillo del cielo encapotado. Sus miradas se encontraban, una llena de odio, la otra de determinación, como si intentaran aniquilarse sin necesidad de cruzar siquiera un golpe.
—¿Por qué tan solo, faraón? —se burló el albino de piel canela, su tono impregnado de veneno—. ¿Dónde quedó aquel que decía amarte más que a su propia vida?
La respuesta llegó cargada de furia contenida:
—Eso a ti no te importa.
El albino sonrió, una sonrisa amarga y cruel que no alcanzaba sus ojos.
—No me digas que ese amor ya se agotó... Parece que al fin descubriste la mísera rata que tenías a tu lado, alteza.
La mandíbula de Atem se tensó. Su mano apretó con fuerza la empuñadura de su espada, sus nudillos se tornaron blancos.
—Me estás colmando la paciencia, Akefia.
—Tranquilo, su majestad. No permita que las palabras de un humilde servidor lo alteren —continuó con falsa cortesía, una chispa de malicia en su mirada—. Aunque supongo que duele descubrir que tu preciado compañero no es más que un traidor.
Fue demasiado. Atem cargó contra él con un grito de furia, su espada cortando el aire en un arco letal. Akefia esquivó el golpe con agilidad felina y contraatacó, iniciando un duelo feroz que llenó el lugar con el sonido metálico de las espadas al chocar.
La lucha era un espectáculo de habilidad y odio. Cada movimiento era preciso, cada golpe cargado de intención mortal. Por momentos parecían sombras danzando bajo un cielo sombrío, sus figuras apenas distinguiéndose entre la penumbra creciente.
Atem y Akefia se separaron momentáneamente, jadeando, cada uno midiendo al otro con una mirada cargada de desprecio. Akefia rompió el silencio:
—Veamos si la traición de tu amado te ha debilitado, faraón.
Antes de que Atem pudiera responder, una voz familiar cortó el aire.
—¡Eso es mentira! —gritó Heba, apareciendo de entre la penumbra mientras corría hacia ellos—. ¡Yo amo a Atem! Cada palabra, cada sentimiento que he tenido por él ha sido sincero.
Akefia soltó una carcajada fría.
—Jajaja, eso ni siquiera él se lo cree. Deja de fingir, Heba. ¿Por qué no aceptas de una vez que tú y yo trabajamos juntos?
Heba negó con vehemencia, sus ojos llenos de lágrimas.
—¡No aceptaré algo que es mentira!
—¡Heba! —rugió Atem, girando hacia él con una mirada cargada de ira—. ¡Largo de aquí!
La orden fue un golpe más doloroso que cualquier herida física, pero Heba no se movió. Su amor por Atem lo mantenía firme, incluso frente a su rechazo.
La pelea continuó con renovada intensidad. Atem y Akefia intercambiaron golpes que dejaban rastros de sangre en el aire y cortes en sus cuerpos. Finalmente, Atem logró herir gravemente a Akefia, hundiendo su espada en su costado con un golpe decisivo. El albino cayó de rodillas, tosiendo sangre, mientras su sonrisa burlona se desvanecía.
Heba corrió hacia Atem, su corazón desbocado.
—¡Atem! —su voz temblaba de angustia—. ¿Realmente crees que podría traicionarte? ¿A ti, mi esposo?
Atem lo miró, su expresión endurecida, los ojos ardiendo con una mezcla de dolor y furia.
—¿Fuiste tú quien entregó el cáliz con veneno, o no? Veneno que debió matarme para que Akefia tomara el trono.
—¡Yo no sabía que estaba envenenado! Te juro por Ra que te digo la verdad.
—¡Cállate! —Atem alzó la voz, cortando las palabras de Heba como un cuchillo—. No quiero escuchar más mentiras. Esta noche, tú y tu querido cómplice pagarán con su vida por traicionar a su faraón.
Las lágrimas corrieron por el rostro de Heba, pero su voz no vaciló.
—Yo no te traicioné. Akefia miente, y lo sabes.
—Las pruebas dicen lo contrario.
—Atem, por favor...
El faraón dio un paso hacia él, su rostro una máscara de frío desprecio.
—Heba... No quiero saber nada más de ti. No mereces ni siquiera ser un sacrificio digno para los dioses. Por ello, pasarás tus últimos días lejos de mí. Te irás lo antes posible para que nunca vuelva a verte.
Las palabras cayeron sobre Heba como un golpe mortal. Su voz se quebró mientras gritaba:
—¡No! Si realmente no me quieres cerca... ¡Prefiero morir aquí y ahora!
Atem lo miró con desdén, su rostro endurecido, ocultando el torbellino de emociones que lo carcomían por dentro.
—Mala suerte para ti. Yo no ensuciaré mis manos con sangre traidora.
Con un gesto seco, enfundó su espada y le dio la espalda a Akefia. Caminó hacia el borde del barranco, sus pasos resonando en la tierra húmeda. Allí se detuvo, mirando hacia el horizonte. Las nubes negras se acumulaban en el cielo, y aunque buscó refugio en la distancia, la paz que anhelaba le seguía siendo esquiva.
Heba, en cambio, lo observaba fijamente, su figura temblorosa bajo el peso de la lluvia que comenzaba a caer. Las primeras gotas se mezclaron con las lágrimas que surcaban sus mejillas.
De repente, las lágrimas cedieron a un llanto desgarrador. Cayó de rodillas, cubriendo su rostro con ambas manos mientras su grito quedaba sofocado por el rugido del trueno. La tormenta arremetía con fuerza, como si el cielo reflejara la desesperación de su corazón.
Pero entonces, entre la cortina de agua, algo llamó su atención: Akefia se movía.
Aprovechando el estruendo de la lluvia, el traidor había recuperado la consciencia. Con movimientos sigilosos, se acercaba a Atem, su espada lista para hundirse en la carne del faraón.
—¡Atem...! —susurró Heba, con el corazón encogido por el terror— ¡No...!
Atem giró al escuchar el grito, pero demasiado tarde. En un acto instintivo, Heba se lanzó contra Akefia, derribándolo antes de que la espada pudiera alcanzar su objetivo. Ambos cuerpos rodaron violentamente por la ladera, deslizándose entre el barro y las piedras hasta detenerse al pie del barranco.
—¡Heba! —el grito de Atem atravesó la tormenta mientras descendía apresuradamente, tropezando y resbalando en su desesperación.
Al llegar al fondo, la escena lo paralizó. Akefia yacía muerto, su cuerpo atravesado por una roca afilada que había sellado su destino. Pero fue Heba quien congeló el aliento del faraón.
El joven estaba tirado de costado, inmóvil, con la espalda hacia él. Atem se acercó de rodillas, temblando al girar su cuerpo. Entonces lo vio: una herida mortal atravesaba el estómago de Heba, la sangre teñía su túnica y el barro que lo rodeaba.
—Heba... —susurró Atem, su voz quebrada por el horror mientras tomaba al chico en sus brazos— ¡Heba, mírame! ¡Por favor, mírame!
Con un esfuerzo doloroso, Heba abrió los ojos. Una tenue sonrisa curvó sus labios pálidos mientras alzaba una mano temblorosa para tocar la mejilla de Atem.
—Shh... —susurró, su voz apenas un murmullo— Vas a lastimarte la garganta si gritas así.
—¿Por qué? —preguntó Atem, las lágrimas resbalando por su rostro— Después de todo lo que dije... Después de cómo te traté...
—Te lo dije... —respondió Heba, intentando contener el temblor en su voz— Te amo. Cuando nos casamos, prometí protegerte... hasta que la muerte nos separara.
—No debiste hacerlo... Yo... fui un idiota. Dudé de ti. Te herí...
—Ya no importa —lo interrumpió Heba, su voz cada vez más débil— Estoy... cansado, Atem. Déjame descansar.
—¡No! ¡No digas eso! —Atem negó con la cabeza, sosteniéndolo con fuerza— No te vayas... No puedo perderte.
—Siempre estuve dispuesto a morir por ti... —susurró Heba, sus ojos acuamarina perdiendo brillo mientras sus párpados comenzaban a cerrarse— Nos veremos otra vez... Atem. Nunca dejaré de amarte... Yami...
La última palabra se escapó de sus labios junto con su último aliento. Atem dejó caer la frente contra la de Heba, sus lágrimas cayendo sin control sobre el rostro inerte del joven que sostenía.
Lentamente, Atem se puso de pie, cargando a Heba en brazos. La lluvia azotaba con más fuerza, empapándolos mientras el faraón avanzaba por el sendero hacia el palacio. Cada paso que daba parecía robarle un poco más de energía, como si el peso de su culpa y su desesperación fueran mayores que el del cuerpo inerte que llevaba consigo.
Los guardias en las puertas del palacio lo miraron con una mezcla de horror y respeto. Nadie se atrevió a detenerlo, ni siquiera a ofrecer ayuda. Atem no habló, ni desvió la mirada; simplemente siguió adelante, dejando un rastro de agua y barro a su paso.
Cruzó los pasillos del palacio con el mismo silencio sepulcral. Los sirvientes, reunidos en los costados, lo observaban con expresiones de tristeza y temor. Sus murmullos quedaron sofocados bajo el eco de sus pasos pesados. Pero Atem no se detuvo. Sabía exactamente hacia dónde debía ir.
Las puertas del santuario se abrieron con un crujido pesado, y el eco resonó en el vasto espacio. Atem avanzó hasta la mesa de ofrendas, el lugar más sagrado del templo. Cuando llegó al altar principal, Atem se arrodilló lentamente, colocando a Heba sobre la mesa de ofrendas. Sus manos temblaban mientras acomodaba su cuerpo, tratando de darle una apariencia de paz que él mismo no podía encontrar. Luego, con las rodillas sobre el frío suelo de piedra, levantó la mirada hacia las figuras de los dioses. Las figuras de Ra, Osiris, Isis, Nut y Maat lo observaban desde las alturas, sus miradas de piedra cargadas de juicio eterno. Atem juntó las manos en señal de súplica.
—Dioses... —su voz era apenas un susurro, rota por el peso del arrepentimiento—. Les ruego que guíen a mi reina hacia el descanso eterno. Heba... —su voz se quebró por un instante—. Y a mí, por favor, otórguenme el perdón. Sé que he fallado de la manera más imperdonable. Sé que he traicionado la promesa que les hice y que le hice a él. Pero aún así, les ruego... denme la oportunidad de expiar mis errores.
El silencio se extendió por el templo, envolviendo a Atem en una quietud opresiva. Su cabeza estaba inclinada, esperando cualquier señal, cualquier respuesta. De repente, una vibración poderosa llenó el espacio, como si el templo entero hubiera cobrado vida. Atem alzó la mirada, sus ojos buscando el origen de aquella fuerza.
Las estatuas comenzaron a brillar, y de ellas emergieron auras radiantes, figuras etéreas que flotaron frente a él. Atem contuvo el aliento. Allí estaban los dioses, sus formas llenas de majestad y poder. Sus presencias eran tan abrumadoras que sintió que su pecho se comprimía.
—¿Perdón? —La voz resonó en el aire, como un trueno. —¿Después de lo que hiciste, pides nuestro perdón?
Atem alzó la mirada, sin poder evitar sorprenderse al ver las auras de los dioses flotando frente a él.
—El perdón se gana, no se regala —resonó la voz de la diosa Maat, grave y llena de autoridad.
—Diosa Maat... —murmuró Atem, sintiendo un nudo en su garganta.
—Has manchado mi creación con un suceso muy triste. —La voz de la diosa Nut fue solemne.
—Diosa Nut... Yo... —Atem trató de explicar, pero una nueva voz lo interrumpió.
—¡Silencio, faraón! —El reproche de la diosa Isis fue feroz. —Lo que has hecho esta noche es imperdonable. Juraste ante nosotros amar y respetar a la criatura que ahora reposa sobre esta mesa. Pero esa promesa ha sido la más vacía que he oído jamás, como diosa del amor y la fertilidad.
—Diosa Isis... —Atem apenas pudo articular. —Juro que cuando le dije eso a Heba, era verdad.
—¿Confiar en las palabras de un ladrón antes que en las de tu reina es amarlo y respetarlo? —La furia de Isis no era disimulada.
—Lo sé, y estoy arrepentido. Estuvo mal... Ahora me doy cuenta de lo que perdí. Sin embargo, sé que es demasiado tarde. Heba se fue, y no pude decirle cuánto lamento todo lo que hice. —La voz de Atem temblaba. —Realmente quisiera poder decírselo, pero ya no puedo.
—¿Lo que dices es cierto? —Osiris, el dios de los muertos, preguntó con su tono solemne.
—Totalmente... —respondió Atem sin dudar. —Quiero enmendar mi error, no importa el precio. Quisiera poder ver a Heba nuevamente y pedirle perdón.
El silencio volvió a caer por un momento, más pesado que antes. La atmósfera parecía densa, como si todo estuviera a la espera de la siguiente palabra, la decisión final. Atem miraba al suelo, esperando una respuesta que podría cambiar su destino.
Fue entonces cuando la voz de Ra, imponente y lleno de poder, cortó el aire como un rayo.
— Faraón Atem... — La voz del dios resonó, clara y profunda, retumbando en el corazón de cada uno de los presentes. — Si realmente quieres expiar tu error, deberás realizar una prueba... Una prueba de amor.
Ra, observando en silencio desde su posición, guardó un momento de reflexión antes de hacer un gesto sutil con su mano. El aire a su alrededor vibró con poder, y sus ojos brillaron con una luz cegadora. Fue entonces cuando Osiris, siguiendo la indicación no verbal del dios del sol, extendió su mano hacia el cuerpo de Heba.
Al tocarlo, este comenzó a desvanecerse en polvo dorado, que se elevó lentamente hacia el cielo, disipándose hasta desaparecer por completo.
—¿Qué le hizo? —Atem preguntó, con la voz cargada de desesperación.
—Le di la oportunidad de la reencarnación. —Osiris habló con una seriedad que le heló la sangre.
—Pero tú, faraón... —Ra continuó, lanzando un orbe de luz hacia el cuerpo de Atem, el cual se introdujo en su pecho. —Tendrás la maldición de la vida eterna.
—¿Vida eterna? —Atem se quedó sin palabras.
—No importa cuántas veces te lastimen, no podrás morir. —Isis habló sin piedad. —No podrás ir al más allá a menos que pagues tus culpas.
—¿Y cómo haré eso? Heba reencarnará, pero no sé dónde estará. —Atem miró con angustia a los dioses.
—Esa será tu misión. Heba reencarnará en una ciudad llamada Domino, deberás encontrarlo ahí, dentro de 5000 años. —Nut habló con calma.
—Las memorias de Heba estarán encapsuladas en su mente, pero él no podrá liberarlas sin antes enamorarse de ti. —Isis continuó, su mirada fija en Atem.
—Su vida será corta. —Nut agregó, grave. —Al ser una reencarnación, vivirá solo la misma cantidad de años que vivió en el pasado.
—Cuando Heba logre recordar, ambos deberán dirigirse a un punto donde Nut y Ra podamos tocarlos. —Ra explicó, su voz retumbando.
—La reencarnación de Heba solo sucederá una vez. —La voz de Maat era como un eco. —Si no logras conseguir su perdón antes de que termine su vida, estarás condenado a vivir eternamente, sin poder morir. Quedarás solo, y ese será tu castigo final.
Cada dios le había impuesto una condición. Un desafío que Atem debía cumplir.
—Nos veremos de nuevo, joven faraón... en 5000 años. —Las voces de los dioses se apagaron lentamente.
Atem permaneció allí, mirando las estatuas de los dioses aún incrédulo. Pero una certeza lo invadió. No iba a dudar.
—Por él... por lo que me tiene a Heba, vagaré por el mundo durante 5000 años si es necesario. Encontraré a Heba y me disculparé por todo lo sucedido esa noche. —Atem murmuró con determinación.
Seguro de su decisión, salió del templo. Al abrir la puerta, notó que Ra ya se había elevado en el cielo. La lluvia había cesado y su cuerpo ya no sentía el dolor. Estaba curado por completo.
—Heba... Te veré en 5000 años. —Atem susurró al viento, enviando su mensaje a los dioses, quienes desde lo alto, observarían la trayectoria de aquel tricolor.
—¿Creen que lo logrará? —Nut preguntó en voz baja.
—Si realmente está arrepentido, hará hasta lo imposible por conseguir el perdón de su amado. —Isis respondió con una mirada severa.
—De lo contrario... —Maat sentenció. —La justicia hablará, y su castigo será justo.
Y así comenzó la condena de Atem: cinco mil años de soledad, con una única esperanza brillando en el horizonte, como una promesa lejana.
Continuará...
Dato curioso.
La personalidad de cada dios se basa en su poder.
Nut: diosa de la noche
Isis: diosa de la fertilidad y el amor
Maat: diosa de la justicia
Ra: dios del sol
Osiris: dios de la reencarnación
Hay más poderes atribuidos a ellos, sin embargo para esta historia sólo tomaré los ya mencionados.
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Hola gente guapa, espero esta nueva historia les llame la atención :3
Si es así no olviden regalarme una estrellita u comentar qué les está pareciendo ❤️
Gracias por leer, los veo pronto uwu
💗💗💗
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