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4

El sonido de la puerta al cerrarse resonó en la entrada, seguido por un repentino y ensordecedor estallido.

—¡Bienvenidos a casa! —gritó Azucena con entusiasmo, sosteniendo el tubo de confeti que acababa de disparar. Pedazos brillantes de papel cayeron a mi alrededor, y aunque no me moví, no pude evitar dar un leve salto ante el estruendo inesperado.

Parpadeé, confundido, mientras intentaba procesar lo que acababa de suceder. Frente a mí, Azucena sonreía de oreja a oreja, con una energía desbordante.

—¿Qué...? —empecé a preguntar, aún recuperándome de la sorpresa.

—¡Es una fiesta de bienvenida! —exclamó, como si fuera lo más obvio del mundo.

Mi mirada se dirigió entonces al sofá, donde Emily estaba sentada, con un gorro de fiesta ligeramente torcido en la cabeza. Observaba la escena con una mezcla de resignación y diversión.

—Lo siento, Atem —dijo Emily, con una sonrisa suave mientras sus ojos brillaban con paciencia—. Traté de detenerla, pero... ya sabes cómo es.

Azucena se giró hacia su abuela, indignada.

—¡No es cierto! Dijiste que era una buena idea.

—Dije que era una idea. Nunca mencioné nada sobre ser buena —respondió Emily con calma, ajustándose el gorro.

Suspiré y dejé mi bolso junto a la puerta, mirando cómo los pequeños pedazos de confeti seguían cayendo lentamente al suelo.

—Gracias... creo —dije, sin saber exactamente cómo reaccionar.

Azucena asintió con satisfacción, como si acabara de lograr una gran hazaña.

—¿Te asusté? —preguntó con un brillo travieso en los ojos.

—Un poco —admití, intentando mantener la compostura mientras mi corazón aún se estabilizaba—. Pero fue... inesperado, eso seguro.

Azucena entrecerró los ojos, como si me estuviera estudiando. Luego, sin previo aviso, dio un paso rápido hacia adelante, prácticamente empujándome a un lado para abrir la puerta de par en par.

—¿Qué haces? —pregunté, desconcertado, mientras ella asomaba la cabeza hacia afuera, mirando en ambas direcciones con atención.

—¿Dónde está? —preguntó con tono serio, cerrando la puerta con un movimiento algo dramático antes de volver su mirada hacia mí.

—¿Dónde está quién? —repliqué, intentando seguirle el ritmo a sus pensamientos impredecibles.

—¡Heba! —exclamó, como si fuera lo más obvio del mundo. Sus ojos brillaban con una mezcla de curiosidad y entusiasmo.

Mis ojos se entrecerraron al comprender lo que sucedía. La fiesta, los confites y el alboroto, no eran solo para mí. La bienvenida era para ambos, para Heba. Un nudo se formó en mi pecho mientras miraba a Azucena con una ligera mezcla de sorpresa y comprensión.

No podía evitar reír por lo absurdo de la situación.

—¿De verdad pensaste que lo traería a casa? —le cuestioné, incapaz de ocultar la diversión en mi voz.

Azucena me miró, como si no comprendiera por qué la pregunta era tan extraña.

—¡Por supuesto que sí! —respondió, como si fuera lo más lógico del mundo.

Me quedé en silencio por un momento, pensando en cómo explicarle que no había sido tan sencillo, que las circunstancias no eran las que ella pensaba.

—Bueno, de hecho, quería traerlo... pero no pude —dije finalmente, mi tono algo apesadumbrado al recordar la despedida abrupta.

Azucena frunció el ceño, pero no dijo nada más. Fue Emily quien, con una sonrisa más comprensiva que desilusionada, se quitó el gorro de fiesta y lo tiró sobre la mesa cercana.

—Me debes mil yenes, Azucena —dijo, riendo suavemente.

La confusión me invadió mientras miraba a las dos, sin entender del todo. Azucena levantó las manos en un gesto de rendición, explicando rápidamente.

—Aposté con mi abuela que traerías a Heba. —Su tono era orgulloso, pero también un poco culpable, como si hubiera estado esperando que yo no cumpliera.

Emily soltó una pequeña risa, dejando escapar un suspiro.

—Dije que no lo harías, porque los refugios no dejan salir a los jóvenes así como así. Pero bueno, la niña tiene fe en ti —comentó con una sonrisa más suave, casi maternal.

Asentí lentamente, ahora comprendiendo el origen de la pequeña apuesta entre abuela y nieta. A pesar de la decepción que pudieran sentir, había algo reconfortante en la manera en que la familia se relacionaba entre sí. Sin embargo, me invadió una sensación de pesar, como si todas mis acciones parecieran desencadenar expectativas que no podía cumplir.

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Suspiré, y con la mirada fija en la taza de té que Emily había servido, les expliqué lo que había pasado en el refugio. Les hablé de cómo había encontrado a Heba, aunque allí lo conocían como Yugi. Les conté sobre su actitud reservada, las barreras que parecía haber construido a su alrededor, y cómo, después de una conversación breve, me dejó con más preguntas que respuestas.

Azucena, que parecía escuchar con una mezcla de interés y frustración, mordió otra de las galletas que había preparado.

—Bueno, al menos lo encontraste. O bueno... a Yugi —dijo finalmente, mientras hablaba con la boca llena, dejando caer las migajas sobre el plato que tenía en las manos.

Las palabras de Azucena me hicieron sonreír levemente. Su manera tan sencilla de afrontar todo siempre me sorprendía.

—Eso es un paso —añadió Emily, mientras me miraba con esa calma que solo ella parecía transmitir.

Bajé la mirada hacia las galletas. Era evidente que habían preparado todo para recibirlo, no solo a mí. Había algo dulce y un poco triste en eso.

Azucena, sin embargo, parecía decidida a no dejar que nada de lo que había pasado opacara su entusiasmo.

—Las galletas son para él —exclamó de repente, como si acabara de recordar el propósito de todo—. Pero ya qué. Supongo que podemos comérnoslas entre nosotros, ¿no? —dijo mientras tomaba otra sin la menor culpa.

Emily negó con la cabeza, esbozando una sonrisa.

—Demasiada azúcar para mí. Pero adelante, ustedes disfruten —dijo, echándose hacia atrás en su silla con una risa tranquila.

Entre Azucena y yo terminamos con buena parte de las galletas. Eran dulces, un poco más de lo que normalmente toleraría, pero en ese momento no me importó. Quizá, de algún modo, era un pequeño consuelo por la ausencia de Heba esa noche.

Emily me miró con una sonrisa comprensiva mientras cruzaba las piernas, acomodándose en el sofá.

—Bueno, al menos podrás ver a Heba... o Yugi... todos los días, si decides ser voluntario en el refugio. Me parece una idea linda —comentó con serenidad, como si estuviera imaginando el panorama.

Azucena asintió con entusiasmo, todavía masticando una galleta.

—Sí, definitivamente. ¡Podrías hacer una diferencia! Además, con lo que nos contaste de ese tal Joey y como te mostró el lugar, parece que te gusta el sitio.

Asentí, pensativo.

Emily me miró con una mezcla de ternura y determinación, mientras ajustaba un cojín detrás de su espalda.

—Es mejor que vayas a dormir, Atem. Mañana empezará el verdadero reto: despertar a Heba de su sueño —comentó con suavidad, pero con un peso implícito en sus palabras.

Azucena, que aún masticaba una galleta, dejó escapar una risa ligera.

—Más que despertar, yo diría que es como una búsqueda. Como encontrar a alguien que ni siquiera sabe que está perdido —añadió, con esa honestidad directa que siempre la caracterizaba.

Ambas tenían razón. Era una tarea delicada, un camino lleno de incógnitas, pero también de esperanza. Mientras recogíamos los restos de la improvisada fiesta y apagábamos las luces, no podía evitar pensar que todo lo vivido hoy había sido un paso más hacia ese objetivo.

Encontraría en Yugi a Heba.
Estaba seguro de ello. Aunque el camino fuera incierto, confiaba en que las piezas del pasado y el presente se unirían eventualmente.

Con ese pensamiento, subí las escaleras hacia mi habitación, mientras la cálida risa de Azucena y la tranquila voz de Emily quedaban atrás, desvaneciéndose con el eco de la noche.

Te voy a encontrar... —prometí entre la oscuridad de la noche.

El sol iluminaba con fuerza el frente del refugio, bañando la fachada desgastada con una luz cálida que contrastaba con el frío matutino que aún persistía en el aire. Allí estaba yo, parado en la acera, con las manos en los bolsillos de mi abrigo y la mirada fija en la puerta.

Parecía una tarea sencilla: entrar, saludar, y comenzar el día como voluntario. Sin embargo, un nudo invisible se había formado en mi estómago, y mis pies parecían más pesados de lo habitual.

¿Por qué estaba tan nervioso?

Tal vez era el peso de las expectativas. Había venido hasta aquí con un propósito claro, pero el miedo a no recuperar a Heba me atormentaba.

Respiré hondo, tratando de calmar los latidos acelerados de mi corazón. A mi alrededor, la ciudad seguía su curso: autos pasando, personas caminando, el bullicio de la vida cotidiana. Y yo, inmóvil frente a ese refugio, sintiéndome como si estuviera a punto de cruzar una línea invisible que podría cambiarlo todo.

"Es solo otro día." Me repetí esas palabras en mi mente, intentando que sonaran convincentes. Pero sabía que no era cierto. Este día podría ser el comienzo de algo mucho más grande.

Finalmente, con un suspiro y un último vistazo al edificio, avancé hacia la entrada, llevando conmigo una mezcla de nervios y determinación.

Por si los nervios previos no fueran suficientes, al cruzar la puerta de madera, me encontré cara a cara con el señor Miyamoto. Su presencia era imposible de ignorar, con esa actitud seria y fría que ya había mostrado el día anterior. Era como si me hubiera estado esperando, como si supiera que cualquier duda o inseguridad que trajera conmigo debía ser enfrentada en ese preciso momento.

—Bienvenido a tu primer día como voluntario —dijo, su voz grave y medida resonando en el aire entre nosotros.

Me enderecé casi por instinto, como si estuviera frente a un superior en un campo de entrenamiento. Sus ojos me estudiaron con detenimiento, como si intentara evaluar si estaba a la altura de lo que este lugar requería.

—Espero que des lo mejor de ti —continuó, sin titubear—. Este refugio no es solo un lugar para dormir o comer. Fue fundado con un propósito claro: ser un faro para quienes están perdidos, un lugar donde los que han perdido la esperanza puedan encontrar un nuevo comienzo.

Sus palabras eran firmes, casi implacables, pero había algo en su tono que revelaba una profunda pasión y orgullo por lo que hacía.

—Aquí, no se trata de mí o de ti. Se trata de ellos, de los niños y jóvenes que cruzan estas puertas buscando un techo para protegerse de la tormenta. No puedes decepcionarlos.

Asentí, sin atreverme a interrumpir. Había algo casi solemne en la forma en que hablaba, como si este lugar no fuera solo un refugio, sino un santuario sagrado donde cada acción tenía peso y significado.

—¿Está claro? —preguntó finalmente, sus ojos fijos en los míos.

—Sí, señor Miyamoto. Haré mi mejor esfuerzo —respondí con sinceridad.

Él asintió lentamente, aunque su expresión no suavizó del todo.

—Eso espero —fue todo lo que dijo antes de girarse y caminar hacia el pasillo principal.

Respiré hondo, sintiendo que acababa de pasar una especie de prueba invisible. El peso de sus palabras resonaba en mi mente, un recordatorio de la responsabilidad que había asumido al poner un pie en este lugar.

Con el señor Miyamoto desapareciendo por el pasillo, me quedé por un momento en silencio, tratando de absorber el peso de su discurso. El aire en el refugio parecía diferente ahora, más cargado de significado, como si cada rincón susurrara las historias de aquellos que habían pasado por aquí.

Sacudí ligeramente la cabeza, buscando centrarme. No podía permitirme dudar ahora; no después de todo lo que había atravesado para llegar a este punto. Di un paso adelante, adentrándome más en el refugio. El bullicio del lugar comenzaba a manifestarse: risas de niños provenientes de algún rincón, pasos apresurados en los pisos superiores, y el murmullo de conversaciones aquí y allá.

Antes de que pudiera pensar en qué hacer a continuación, una figura familiar apareció en el pasillo frente a mí. Era Joey, con su característico andar despreocupado y una sonrisa torcida que parecía tener el poder de aligerar cualquier atmósfera.

—¡Hey, novato! ¿Listo para el gran día? —bromeó, cruzándose de brazos mientras me observaba.

—Más o menos —respondí con una sonrisa ligera—. El señor Miyamoto ya me dejó claro lo que espera de mí.

Joey soltó una carcajada.

—Ah, sí. Tiene esa habilidad, ¿verdad? No te preocupes, solo quiere asegurarse de que entiendas lo importante que es este lugar. Aunque, entre tú y yo, siempre parece un poco intimidante al principio.

—¿Al principio? ¿Eso significa que mejora con el tiempo?

Joey se encogió de hombros, fingiendo pensar en la respuesta.

—Depende de cómo lo veas. Pero, eh, no te preocupes. Hoy no te dejaré solo. Vamos, te enseñaré las áreas principales y lo que harás.

Asentí, agradecido por su apoyo. Mientras lo seguía, no pude evitar pensar en lo irónico que era que estuviera aquí buscando a alguien del pasado, cuando este lugar parecía estar lleno de futuros inciertos esperando ser reconstruidos.

Llegamos a la cocina, donde el aroma de pan recién horneado y especias cálidas llenaba el aire. El espacio era pequeño pero bien organizado, con estantes llenos de utensilios y despensas con alimentos donados. Dos chicas estaban allí, ocupadas amasando masa en una de las mesas. Al verme entrar con Joey, levantaron la vista y una chispa de reconocimiento iluminó sus rostros.

—¡Ah! Tú eres el nuevo voluntario, ¿verdad? —preguntó una de ellas, una joven de cabello corto y oscuro que parecía tener una energía contagiosa.

—Sí, lo soy —respondí, tratando de proyectar confianza mientras les dirigía una leve inclinación de cabeza.

Joey se adelantó, adoptando un tono más relajado.

—Chicas, este es Atem. Ayer lo vieron rondando por aquí, pero no hubo tiempo para presentaciones formales. Atem, ellas son Aiko y Hana.

Aiko, la de cabello corto, me dedicó una amplia sonrisa mientras se quitaba un poco de harina de las manos en su delantal.

—Bienvenido, Atem. Espero que no te intimiden demasiado las mañanas ocupadas en este lugar.

—O las tardes caóticas —agregó Hana, la otra chica, que tenía una voz tranquila y un aire más reservado. Su cabello largo estaba recogido en una coleta alta, y parecía concentrada en lo que hacía, aunque me lanzó una mirada amable.

—Haré lo posible por adaptarme —respondí, tratando de devolverles la misma amabilidad.

—Eso espero —dijo Joey, apoyándose despreocupadamente en la encimera—. Estas dos manejan esta cocina como si fuera su reino personal, así que más te vale no tocar nada sin su permiso.

Aiko rodó los ojos, aunque con una sonrisa divertida.

—Solo estamos organizadas, cosa que tú claramente no estás. Pero sí, Atem, no dudes en pedir ayuda si te pierdes entre las ollas y sartenes.

—Lo tendré en cuenta, gracias —respondí, sintiéndome un poco más cómodo.

Joey me dio una palmada en el hombro antes de enderezarse y ajustarse la camisa.

—Bueno, mucha suerte con estas dos. Yo tengo que ir con mis pacientitos —dijo, refiriéndose a los niños más pequeños del refugio con un tono cariñoso—. Te dejo en manos capaces. Ellas te dirán qué hacer.

—Trataremos de no espantarlo... mucho —bromeó Aiko, haciendo que Hana soltara una risita discreta mientras seguía amasando.

Joey rodó los ojos, pero antes de salir, se inclinó ligeramente hacia mí y susurró lo suficiente para que solo yo lo escuchara:

—Deberías llevarle el desayuno a Yugi. Él no es de los que comen con los demás en el comedor. Ya sabes, a los refugiados como él, los que están en las "habitaciones especiales", se les permite este tipo de... consideraciones.

Lo miré con una mezcla de curiosidad y sorpresa, pero Joey solo me dio una sonrisa antes de darme un par de palmadas más en el hombro y desaparecer por la puerta.

Me quedé en la cocina, procesando lo que acababa de decirme. Parece que Joey me habia dado una excusa para ir a ver a Yugi hoy aunque ¿necesitaba una?

—Bueno, ¿listo para trabajar? —preguntó Aiko, sacándome de mis pensamientos mientras se acercaba con un delantal limpio.

—Sí, listo —respondí, aunque en el fondo, mi mente estaba ya fija en lo que Joey me había sugerido.

El trabajo en la cocina comenzó en silencio, salvo por el sonido de utensilios y la suave charla entre Aiko y Hana sobre cómo organizar las bandejas. Me uní a ellas, siguiendo sus indicaciones para preparar un desayuno simple pero cálido: fruta fresca en pequeñas porciones, pan, avena con leche, y una cajita de jugo para acompañar.

Mientras colocábamos las porciones en las bandejas, no pude evitar notar lo escaso que parecía todo. La fruta estaba cortada en pequeños trozos, el pan era de un tamaño más reducido de lo que imaginaba, y las cajas de jugo, aunque prácticas, eran una solución económica, no nutritiva. Miré la despensa y observé su limitado contenido. Había alimentos básicos, pero la variedad y cantidad dejaban mucho que desear.

No pude callar mi inquietud.

—¿Es siempre así? —pregunté, levantando una de las bandejas.

Aiko me miró y suspiró, deteniéndose un momento para secarse las manos en su delantal.

—Sí, siempre es así.

—Hacemos lo que podemos con lo que hay —añadió Hana, con un tono más resignado—. El refugio no recibe suficientes donaciones externas, y la ayuda del gobierno es casi inexistente.

Aiko asintió, apoyándose en el borde de la mesa.

—Todo lo que ves aquí sale, en su mayoría, de los bolsillos de los voluntarios o de las pocas personas y vecinos que nos donan comida, ropa, juguetes, libros... cualquier cosa que pueda ser útil.

—Es admirable, pero también... complicado, ¿no? —dije, observando las pequeñas bandejas.

—Demasiado. Los niños no pasan hambre, pero tampoco es que se satisfagan por completo. Podríamos decir que hacemos milagros con lo que tenemos —respondió Aiko, su tono mostrando tanto orgullo como frustración.

Guardé silencio un momento, mirando las bandejas listas para ser llevadas al comedor. Las chicas volvían a trabajar, pero sus palabras se quedaban conmigo. La realidad de este lugar era mucho más cruda de lo que había imaginado. Hacían milagros, sí, pero no dejaba de ser dolorosamente evidente que no era suficiente.

La voz de Hana rompió el breve silencio que se había formado.

—Es hora. Son las 9:30.

Los tres nos movimos al unísono, cargando con cuidado las bandejas ya preparadas. Salimos de la cocina y nos dirigimos al comedor, donde varios niños y jóvenes ya estaban sentados, esperando con ansias su desayuno. Sus miradas se iluminaban al vernos llegar, aunque también noté que algunos parecían agotados, como si la vida los hubiera obligado a crecer más rápido de lo que debían.

El comedor tenía un aire cálido a pesar de su simplicidad. Las mesas estaban alineadas de manera ordenada, con sillas algo desgastadas pero funcionales. Algunas risas suaves se escuchaban aquí y allá, mientras los más pequeños hablaban en voz baja entre ellos.

Una de las puertas al fondo se abrió, y vi a Joey entrando con un pequeño grupo de niños que marchaban detrás de él, imitando su andar exagerado como si estuvieran en una fila militar. Algunos de ellos llevaban vendajes en brazos, piernas o rostros, lo que me hizo suponer que eran de la sala de cuidados. Joey sonreía ampliamente, haciendo comentarios que arrancaban risas a los pequeños.

—¡Atención, tropa! ¡A sus mesas! —anunció, señalando hacia las sillas vacías mientras los niños se dispersaban obedientemente.

Me detuve un momento, observando la escena. Había algo especial en la manera en que Joey interactuaba con ellos, tan natural, tan lleno de vida. Parecía que tenía un don para hacer que los demás olvidaran sus preocupaciones, aunque fuera por un rato.

—¿Te vas a quedar ahí parado o vas a ayudar? —bromeó Hana, dándome un suave codazo mientras pasaba con su bandeja.

Sonreí y retomé el paso, siguiendo su ejemplo mientras repartíamos los desayunos.

Cuando terminamos de servir a los niños en el comedor, Hana revisó rápidamente la cocina.

—Quedan una —dijo, levantando una ceja mientras la señalaba.

—Es para el chico de la sección especial. El que llegó hace dos días —aclaró Aiko, tomando la bandeja y acomodándola con cuidado.

Aiko tomó la última bandeja, lista para llevársela. Sin embargo, antes de que pudiera dar el primer paso, me adelanté.

—Déjame llevarla yo —dije, quizá con demasiada firmeza, pero intentando sonar casual.

Aiko me miró con curiosidad, ladeando ligeramente la cabeza.

—¿Estás seguro? No es problema para mí.

Asentí con convicción, aunque internamente sentía un leve nudo en el estómago.

—Sí, quiero familiarizarme con todo... y Joey me dijo que sería bueno conocer a todos los que están aquí, incluido él —respondí con tranquilidad, intentando sonar convincente.

Aiko sonrió, pero no sin cierta picardía en la mirada.

—Ah, ya veo. Bueno, si insistes. Pero te advierto que Yugi no es fácil de tratar al principio. Tiene... sus barreras. Ayer no quiso comer nada. Quizá hoy lo convenzas.

—Haré lo mejor que pueda —respondí con una leve inclinación de cabeza, tomando la bandeja con cuidado.

Aiko me observó por un momento antes de apartarse para dejarme pasar, todavía con esa sonrisa que parecía saber más de lo que decía.

—Buena suerte. Si necesitas algo, estaremos aquí.

Con la bandeja en manos, salí de la cocina y me dirigí a las habitaciones especiales. El pasillo estaba en silencio, apenas interrumpido por el murmullo lejano del comedor y el crujir ocasional del piso bajo mis pasos. No había visto mucho de este sector el día anterior, pero ahora, mientras caminaba, podía notar lo diferente que era del resto del refugio: las puertas estaban más espaciadas y las habitaciones, aunque austeras, parecían más privadas.

Me detuve frente a una de las puertas, la que recordaba que pertenecía a Yugi. Respiré hondo, ajustando la bandeja en mis manos, y golpeé suavemente la puerta con los nudillos.

—¿Yugi? Soy Atem. Te traje el desayuno.

El silencio al otro lado era tan denso que por un momento pensé que no estaba. Estuve a punto de llamar de nuevo cuando escuché un ruido leve, como si algo o alguien se moviera dentro.

—No tengo hambre —respondió finalmente una voz apagada desde el otro lado de la puerta.

Su tono era más cortante de lo que esperaba, pero no dejé que eso me desanimara.

—Lo entiendo, pero deberías comer algo. Es importante empezar el día con energía. Solo quiero ayudarte.

Hubo una pausa prolongada. Luego, el sonido de un cerrojo deslizándose me indicó que había decidido al menos escucharme. La puerta se abrió apenas lo suficiente para que pudiera verlo, sus ojos amatista asomándose por la rendija.

—¿Por qué te importa? —preguntó, su mirada entrecerrada, como si intentara descifrar mis intenciones.

—Porque creo que todos aquí merecen ser cuidados —respondí con sinceridad, sosteniendo la bandeja a la altura de su mirada—. Y tú no eres la excepción.

Su mirada se mantuvo fija en mí durante lo que pareció una eternidad. Pude sentir cómo evaluaba cada palabra, buscando alguna razón oculta o algún indicio de que lo que decía no era genuino. Finalmente, suspiró y abrió un poco más la puerta, aunque no lo suficiente como para invitarme a entrar.

—Déjalo ahí —dijo, señalando un pequeño estante junto a la entrada.

—¿Seguro? Podría sentarme un momento, si no te importa.

—No hace falta —respondió rápidamente, casi como un reflejo, pero su tono no era tan cortante como antes. Había algo en su voz que me decía que, aunque desconfiado, no estaba del todo cerrado a la posibilidad de hablar.

Dejé la bandeja en el estante con cuidado, asegurándome de que estuviera al alcance de su mano.

—Está bien. Pero si necesitas algo, no dudes en decírmelo. Estoy aquí para eso.

Yugi me miró con sus ojos entrecerrados, la desconfianza claramente grabada en su rostro.

—Yo no te pedí que estés para mí. Ni que volvieras —respondió, su tono áspero, pero con un trasfondo que no lograba descifrar del todo.

Sonreí un poco, no con burla, sino con algo de calidez.

—Ayer, cuando te pregunté si podía volver a verte, me dijiste que hiciera lo que quisiera. Y bueno, lo que quiero hacer es estar aquí para ti.

Su expresión cambió apenas, como si intentara procesar mis palabras o encontrar una forma de responder sin dejarse afectar.

—Eso no significa nada —murmuró, desviando la mirada hacia la bandeja, aunque su voz ya no tenía el filo de antes.

—Para mí sí lo significa —repliqué con suavidad, dando un paso atrás para respetar su espacio. —Tómalo como quieras, Yugi, pero no pienso cambiar de idea.

Él no respondió, pero no cerró la puerta de inmediato. En cambio, dejó que su mirada vagara por un instante antes de finalmente empujarla lentamente hasta cerrarla.

Mientras me alejaba, podía sentir el peso de su confusión mezclada con su desconfianza. Quizás no lo admitiera, pero algo en mi presencia lo había hecho dudar. Y para mí, eso ya era un pequeño paso adelante.

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Pov Yugi...

El eco de sus pasos en el pasillo me llegó incluso después de haber cerrado la puerta. Apreté los labios, mirando la bandeja que había dejado sobre el estante, como si de alguna forma esa cosa tuviera las respuestas que mi mente no encontraba.

¿Por qué volvió?

No entendía a Atem, no entendía su insistencia ni esa manera tan tranquila de enfrentarse a mi rechazo. Dijo que quería estar aquí para mí. ¿Qué significaba eso realmente? Nadie lo hacía. Nadie se quedaba.

Me acerqué a la bandeja, sintiendo un peso extraño en el pecho. El aroma de la avena y el pan era sencillo, pero cálido, casi como un recuerdo que no sabía de dónde venía. Mi estómago rugió, pero el hambre no era lo que me preocupaba.

Atem... ¿Por qué no podía simplemente irse como todos los demás?

Me dejé caer en la cama, sin tocar la comida, y miré el techo. Su sonrisa, esas palabras que había dicho con tanta seguridad, no dejaban de dar vueltas en mi cabeza. "Lo que quiero hacer es estar aquí para ti".

—Mentira... —murmuré, aunque mi voz apenas era audible en el silencio de la habitación. Porque si lo decía suficiente veces, tal vez hasta yo podría creerlo.

Pero una parte de mí sabía que no era mentira. Y eso era lo que más me molestaba.

Cuando escuché los golpes en la puerta, no me molesté en mirar. Solo podía ser él otra vez. Atem. Suspiré, frustrado, y levanté un poco la voz.

—¡Te dije que te fueras!

Hubo un momento de silencio, como si quien estuviera afuera considerara si debía obedecer o no. Luego, la puerta se abrió de todas formas, dejando entrar a alguien que no esperaba.

—Wow, tranquilo, chico. Tampoco es para gritar así —dijo Joey mientras cruzaba el umbral, con una sonrisa despreocupada que contrastaba completamente con mi actitud.

Fruncí el ceño, aún sentado en mi cama, y lo miré fijamente.

—¿Qué haces aquí?

Joey se encogió de hombros, cerrando la puerta tras él como si estuviera en su casa.

—Pasaba por aquí y pensé en saludar. Además, parece que alguien dejó tu desayuno olvidado. —Señaló la bandeja en el estante, la misma que Atem había traído minutos antes.

Resoplé, cruzándome de brazos.

—No necesito que me traigan nada.

Joey me estudió un momento, su sonrisa menguando apenas un poco, aunque no perdió esa chispa de confianza que siempre parecía llevar consigo.

—¿De verdad? Porque esa bandeja parece decir lo contrario.

—Ya lo dije, estoy bien —repliqué, mi tono dejando claro que no estaba de humor para bromas.

Joey alzó las manos, como si intentara apaciguarme.

—Está bien, está bien. No vine a pelear. Solo quería asegurarme de que estuvieras bien. Ayer te vi un poco... desconectado.

Sus palabras me descolocaron. Lo había visto ayer, claro, pero no pensé que hubiera estado prestándome atención.

—No necesitas preocuparte por mí. Te lo dije hace años y te lo digo ahora —murmuré, desviando la mirada.

Joey se apoyó en el marco de la puerta, cruzando los brazos.

—Mira, Yugi, sé que no soy la persona más cercana a ti incluso si nos conocimos hace unos años, después de todo, cuando escapaste ya no supe de tí pero, ahora este refugio es más que solo un lugar para dormir. Es para que encuentres un poco de estabilidad, tal vez hasta algo de apoyo. Nadie espera que lo hagas todo solo.

Su tono era sincero, sin rastros de burla o condescendencia, y eso me desconcertó más de lo que quería admitir. Bajé la mirada, incapaz de encontrar una respuesta inmediata.

El aroma a alcohol llegó a mis sentidos antes de que pudiera ver lo que llevaba en las manos. Miré a Joey con intriga, notando su risa nerviosa al darme cuenta de lo que traía.

—¿Viniste a curarme? —le pregunté con una ceja alzada, sin poder evitar la ironía en mi voz.

Joey soltó una pequeña risa culpable mientras sacaba de sus bolsillos unas vendas limpias, un frasco de desinfectante y torundas envueltas en plástico.

—Me descubriste. Vine a curarte, sí. No tienes que agradecerme todavía —bromeó, acercándose a la cama con calma.

Me crucé de brazos, observándolo con una mezcla de fastidio e incredulidad.

—Siempre tan insistente, ¿eh?

Joey sonrió, pero su mirada permaneció fija en mí, más seria de lo que esperaba.

—Puedo quedarme en la puerta o hacer mi trabajo. Pero necesito que me dejes ayudarte. ¿Me das permiso para tocarte?

Suspiré, rodando los ojos. La terquedad de Joey no tenía comparación, y aunque quería decirle que se largara, algo dentro de mí no tenía la energía para resistir.

—Haz lo que quieras —murmuré, extendiéndole las muñecas vendadas con evidente desgano.

Joey se sentó en la orilla de la cama y comenzó a retirar los vendajes con cuidado. Apenas sentí el escozor del alcohol cuando limpió las heridas, pero lo que realmente dolió fue el peso de su silencio. Cuando terminó de quitar la venda de una de mis muñecas, noté cómo su mirada se endureció al toparse con las cicatrices visibles en mi piel.

Sabía lo que se venía. Desvié la mirada, clavándola en el suelo, pero eso no detuvo sus palabras.

—Esto no estaba aquí la última vez que nos vimos —dijo en un tono bajo, aunque con la suficiente firmeza como para que el reproche fuera claro.

—¿Y qué importa? —respondí rápidamente, como un mecanismo automático. —La última vez que me viste fue hace como seis o siete años.

Joey soltó un resoplido, alzando apenas la voz.

—¡Sí, Yugi, fue hace años! Pero estas heridas no son de hace tanto tiempo. Son recientes, ¿verdad?

El tono de su voz hizo que algo dentro de mí se rompiera, aunque me negaba a mostrarlo. Con un movimiento brusco, jalé mi mano de entre las suyas, como si eso pudiera poner fin a la conversación.

—Siempre haces esto. Todos lo hacen —dije, mi voz temblando entre rabia y algo más que no quería nombrar. —Quieren meterse en mi maldita vida, como si no pudiera decidir nada por mí mismo. Como si ni siquiera pudiera decidir cuándo dejar este maldito mundo.

La última frase salió más baja, casi un susurro, pero lo suficientemente clara como para que él la escuchara.
Joey no dijo nada al principio. Pude sentir su mirada fija en mí, intensa, como si buscara algo que yo no estaba dispuesto a darle.

El silencio entre nosotros se alargó, como un peso insoportable que me oprimía el pecho. No podía mirar a Joey, pero sentía su presencia, su mirada fija sobre mí, perforando mis defensas. Estaba esperando, como siempre. Esperando que me abriera, que dijera algo. Pero, por alguna razón, no podía.

Finalmente, fue él quien rompió el silencio, con una voz más suave de lo que esperaba:

—¿Cuándo y dónde? —preguntó, casi como si lo estuviera anticipando, como si ya conociera la respuesta, pero necesitara escucharla de mí.

Respiré profundamente, la ira y el dolor luchando por salir. Pero, en lugar de responder, solo me quedé allí, con la mirada perdida en el vacío. No sabía qué decir. No sabía si quería decirlo.

Joey, sin dejar de observarme, intentó tomar mi mano. La retiré al principio, más por impulso que por voluntad. No quería que se acercara más, pero él insistió. Su mano, firme pero delicada, encontró la mía otra vez. No protesté esta vez.

Con un suspiro, me acomodé en la cama, sin ganas de moverme o resistirme. Cerré los ojos, dejándome hacer, sintiendo cada movimiento de Joey mientras limpiaba los raspones y moretones de mis muñecas. La tela de la venda rasgando suavemente y el roce de las torundas mojadas me resultaban extrañamente reconfortantes, aunque no podía entender por qué.

Era todo tan... automático. Su toque no me causaba incomodidad, aunque yo no quería admitirlo. Era como si lo estuviera haciendo sin esperar nada a cambio, como si realmente le importara.

—¿Por qué te empeñas en hacer esto? —murmuré, finalmente, aunque mi voz sonó más débil de lo que pretendía. No quería sentirme vulnerable, pero no pude evitarlo.

Joey no respondió inmediatamente. Se tomó su tiempo, acomodando cuidadosamente el parche sobre mi mejilla, tan cercano, tan silencioso. Finalmente, dejó caer sus manos a los costados de la cama, alejándose ligeramente.

—Porque a veces, Yugi, no se trata de qué quieres o no. Se trata de estar ahí cuando alguien realmente lo necesita, aunque no lo reconozca.

No supe qué responder a eso. Solo lo miré por un instante, consciente de que algo en sus palabras resonaba en mí. Algo que no quería escuchar, algo que no quería aceptar.

Mientras ayudaba a Hanna y Aiko a limpiar la cocina, observaba por la ventana que daba a un pequeño patio trasero. La vista era algo curiosa, con la maleza cubriendo gran parte del terreno. No era el tipo de paisaje que esperaba ver alrededor de un refugio como ese.

—¿Qué parte del refugio es esa? —pregunté, señalando hacia afuera, donde se podía ver un espacio desordenado pero intrigante.

Hanna miró en la misma dirección, como si hubiera olvidado que la ventana daba a ese lugar.

—Es el patio trasero —respondió con una sonrisa algo triste. —Por ahí está la bodega donde guardamos los cacharros y algunas cosas viejas.

Aiko, que seguía limpiando las superficies con un trapo, se unió a la conversación.

—No es muy grande. Está lleno de plantas y no tiene mucho uso. Los chicos que nos ayudaban con la limpieza nunca más volvieron. Ahora, cuando los niños necesitan salir, los llevamos al parque de vez en cuando.

Miré el patio con más detalle, imaginando cómo, en otro tiempo, ese espacio pudo haber sido más cuidado. Ahora solo parecía un rincón olvidado, cubierto por el abandono y la naturaleza que tomaba control.

—¿Por qué dejaron de venir? —pregunté, curioso por saber más.

Aiko se encogió de hombros, con una ligera expresión de frustración en su rostro.

—No lo sé. Tal vez algo se los impidió o simplemente ya no tenían ganas de limpiar maleza gratis. Es raro... ese lugar podría haber sido algo más, pero entre las pocas manos que hay aquí, no se puede hacer mucho.

—Es una lástima —comenté, observando cómo la maleza se enredaba en el fondo, como si ese espacio estuviera pidiendo ser redescubierto. —¿Nunca han pensado en transformarlo en algo más? Algo que los niños puedan disfrutar.

Hanna frunció el ceño un poco, pensativa.

—La idea ha pasado por nuestras mentes, pero realmente no hay recursos para hacerlo. La bodega llena de cosas no ayuda, y si tratáramos de limpiar todo eso... bueno, la verdad es que preferimos priorizar otras cosas por el momento.

Aiko asintió, añadiendo con una sonrisa a medias:

—Y es que con todo lo que hay que hacer aquí, no tenemos mucho tiempo para dedicarle a eso. Pero, quién sabe, tal vez algún día. Si tuviéramos un poco más de ayuda...

Dejé escapar un suspiro, no por frustración, sino por la sensación de que había más potencial en ese lugar del que se daba cuenta. Pero no era momento de pensar en eso. Tenía otras cosas que atender.

—Lo entiendo —dije, regresando al trabajo con las chicas mientras la comida seguía cocinándose en la estufa.

La conversación sobre el patio se desvaneció lentamente mientras nos sumergíamos en la tarea de limpiar. Sin embargo, el pensamiento sobre ese pequeño rincón del refugio quedó en mi mente, como una semilla esperando ser cultivada en algún momento.

Joey entró a la cocina, con el cabello algo despeinado y una ligera sonrisa en su rostro. Se dirigió directamente a donde Aiko y Hanna estaban trabajando, y sin rodeos, comenzó a preguntar.

—¿Tienen algunas hierbas? Necesito hacer un té. Uno de los niños tiene dolor de estómago —dijo, con tono serio pero tranquilo.

Aiko levantó la vista, con una ceja arqueada, claramente algo sorprendida por la solicitud.

—¿Un té? —preguntó, recargando las manos en la mesa. —¿Y qué tipo de hierbas piensas usar?

Joey, sin dudar, comenzó a rebuscar entre los estantes, buscando algo específico mientras respondía.

—Algo suave, tal vez manzanilla o menta. Algo que calme el estómago. Sabes, lo básico —dijo, mirando las etiquetas de los frascos. —Y no quiero usar nada fuerte que pueda hacerle mal.

Aiko asintió, viendo cómo se movía por la cocina con cierta familiaridad.

—No te preocupes, tenemos manzanilla. ¿Te ayudo con algo más? —preguntó, mientras se acercaba a un estante bajo y sacaba una pequeña caja de té.

Joey se detuvo, mirándola con una leve sonrisa.

—No, no es necesario. Ya me sé el camino por aquí. ¿Y todo bien con la comida?

—Sí, todo en orden. Ya casi estamos terminando —respondió Hanna, mientras organizaba algunos ingredientes en la mesa.

Joey asintió con satisfacción y se volvió hacia Aiko para tomar las hierbas que le había ofrecido.

—Gracias, Aiko. —Miró hacia la ventana, aparentemente pensativo. —Con suerte, el té le ayudará a sentirse mejor. No me gusta ver a los niños mal.

Aiko observó su rostro durante un momento, casi como si intentara leer sus pensamientos, pero no dijo nada. Simplemente asintió mientras él comenzaba a preparar el té con las hierbas que había elegido.

Mientras Joey comenzaba a preparar el té, su voz rompió el silencio con una pregunta que me hizo desviar la mirada hacia él.

—¿Y cómo va el nuevo? —dijo, mientras removía las hojas de hierba en el agua caliente con una calma que parecía un poco de rutina.

Me tomó un momento darme cuenta de que se refería a mí. Aiko soltó una risita mientras terminaba de lavar los utensilios y Hanna, desde el otro lado de la cocina, respondió antes de que yo pudiera decir algo.

—Va muy bien, ¿verdad, Aiko?

—Definitivamente. Para ser su primer día, es bastante ágil. Ya hasta pregunta cosas como si llevara aquí semanas —añadió Aiko, lanzándome una mirada burlona pero amable.

Sentí un leve calor en las mejillas por los comentarios, aunque sabía que no estaban siendo sarcásticas. Limpié las manos en el delantal y me encogí de hombros con una sonrisa.

—Solo trato de ser útil, nada más —respondí, aunque internamente me alegraba escuchar que no estaban decepcionadas con mi ayuda.

Joey dejó de remover el té por un momento y levantó una ceja, con una sonrisa juguetona en el rostro.

—¿Útil? Bueno, eso está por verse. Todavía no he probado tu comida. Tal vez sea un desastre total.

—¡Ni siquiera cocinó nada hoy! —interrumpió Hanna entre risas.

—Exacto, así que estoy a salvo de críticas por ahora —respondí, siguiéndoles el juego, aunque el ambiente relajado me estaba ayudando a soltarme un poco más.

Joey terminó de preparar el té y lo vertió en una taza, listo para llevarlo al niño con dolor de estómago.

—Bueno, parece que te están cuidando bien. Sigue así, "nuevo". Quién sabe, tal vez hasta logres sobrevivir a esta jungla llamada cocina.

Los tres nos reímos y el ambiente en la cocina se sintió aún más cálido. Aunque era mi primer día, comenzaba a sentir que este lugar tenía algo especial, algo que, aunque caótico, estaba lleno de humanidad.

Recorría los pasillos con una bandeja de rebanadas de pan con queso, un bocadillo que, según Aiko y Hanna, era lo que los voluntarios tomaban para calmar el hambre hasta que tuvieran tiempo de comer algo más sustancioso. No era gran cosa, pero aquí parecía que cada pequeño esfuerzo contaba.

Mientras avanzaba por un pasillo estrecho, un murmullo llamó mi atención. Me detuve al escuchar una voz familiar; era Joey, hablando con alguien por teléfono. Su tono no dejaba lugar a dudas: estaba molesto.

—Yo sé que estás ocupado, pero una visita no te quita mucho tiempo —decía, con un deje de frustración evidente.

Me acerqué lo suficiente como para verlo apoyado contra una pared, con el ceño fruncido y el teléfono apretado contra su oído.

—Los niños te quieren ver —continuó, su voz algo más baja, como si tratara de contenerse. Hizo una pausa, aparentemente escuchando la respuesta del otro lado, y su expresión se tensó más.

—¿Y qué se supone que les diga? ¿Que el hombre de hielo se derritió? Habías prometido venir hoy.

La última frase salió cargada de un sarcasmo que no pudo esconder. Suspiró, cerrando los ojos un momento, y luego habló con un tono más resignado.

—Está bien, está bien. No, no estoy enojado —dijo, aunque el tono de su voz decía lo contrario. —Está bien, adiós.

Colgó la llamada con un gesto brusco, guardando el teléfono en el bolsillo de su chaqueta. No se dio cuenta de que yo estaba cerca, o si lo hizo, no lo mostró. Durante un segundo, pensé en seguir caminando y dejarlo con sus pensamientos, pero algo en su postura me detuvo. Parecía cansado, como si la conversación le hubiera dejado un peso extra encima.

—¿Todo bien? —pregunté finalmente, dando un paso hacia él con la bandeja aún en mis manos.

Joey levantó la vista, sorprendido al principio, pero luego dejó escapar una pequeña risa seca.

—Sí, todo bien. Cosas de siempre, ya sabes.

No le creí del todo, pero decidí no presionarlo. Este lugar parecía estar lleno de historias que nadie quería contar.

Joey notó la bandeja que llevaba en las manos y, con una sonrisa que parecía un poco forzada, señaló los bocadillos.

—¿Eso es pan con queso? —preguntó, desviando el tema con tanta naturalidad que casi parecía ensayado.

—Sí, según Aiko y Hanna, es lo que suelen repartir para aguantar el hambre hasta la hora de comer —respondí, dejando que cambiara la conversación sin problemas.

—Pues suena perfecto ahora mismo —dijo mientras tomaba una rebanada. Dio un mordisco y suspiró con exageración, como si hubiera probado un manjar. —Gracias. Estaba muerto de hambre.

Lo miré, algo escéptico. Aunque intentaba sonar relajado, había algo en su expresión que no terminaba de convencerme. Parecía más una excusa para no hablar de lo que había sucedido en la llamada.

—¿En serio tenías tanta hambre o estás desviando el tema? —pregunté en tono casual, probando su reacción.

Joey soltó una risa ligera, con un gesto despreocupado que no coincidía con la tensión que había percibido antes.

—¿Qué puedo decir? El hambre manda —respondió, evitando mi mirada mientras terminaba el pan con queso.

No insistí, pero no pude evitar pensar que esa conversación telefónica lo había afectado más de lo que quería admitir. Decidí dejarlo pasar, al menos por ahora. Este lugar parecía estar lleno de secretos, y Joey, como todos los demás, no era la excepción.

Decidí aceptar el cambio de tema. Si Joey no quería hablar de su llamada, no era mi lugar insistir.

—Hablando de otra cosa —comencé, acomodando mejor la bandeja en mis manos—, mientras estaba en la cocina con Aiko y Hanna, noté el patio trasero. El que está lleno de maleza. ¿Qué pasa con ese lugar?

Joey levantó una ceja, curioso por mi comentario.

—¿El patio trasero? Oh, sí, ese desastre. —Se cruzó de brazos, pensativo—. Era un área para que los niños jugaran, pero se descuidó hace años. Ahora está más cerca de ser una jungla que un patio.

—Aiko mencionó que solían limpiarlo, pero los chicos que ayudaban dejaron de venir. ¿Es tan complicado mantenerlo? —pregunté, recordando la conversación en la cocina.

—Más de lo que parece. El refugio tiene sus prioridades, y mantener limpio un patio que apenas se usa no está muy arriba en la lista. Además, con los pocos recursos que tenemos, preferimos llevar a los niños al parque. Es más fácil y seguro —explicó Joey, aunque su tono tenía una mezcla de resignación y frustración.

—Es una lástima —comenté, mirando por la ventana cercana, donde el patio apenas se veía entre las sombras—. Parece un buen lugar, si se trabajara un poco en él.

Joey me miró con curiosidad y una ceja levantada.

—¿Qué tienes en mente?

Me quedé en silencio por un momento, mirando la bandeja de pan que sostenía. La idea que tenía parecía buena en mi cabeza, pero siendo nuevo aquí, sentía que tal vez estaba cruzando una línea al sugerir algo relacionado con cómo se manejaba el refugio. Finalmente, respiré hondo y decidí hablar, aunque con algo de nerviosismo.

—Bueno... —comencé, evitando su mirada y enfocándome en la bandeja—, estaba pensando que, si ese patio se limpia, tal vez podría convertirse en algo más útil. Como... un pequeño huerto.

Joey inclinó ligeramente la cabeza, intrigado, pero no dijo nada, así que continué.

—Aiko y Hanna me mencionaron que las donaciones no siempre son generosas, y los productos frescos suelen ser caros. Si cultiváramos algunas verduras y frutas ahí, podríamos ayudar a alimentar a los niños. No digo que sea suficiente para llenar grandes cajas de comida, pero... algo es algo, ¿no?

Joey asintió lentamente, procesando mis palabras, así que seguí explicando.

—Además, podría ser una oportunidad para incluir a los niños y jóvenes. Enseñarles a cuidar la naturaleza, a entender de dónde vienen muchos de los alimentos que comen... Tal vez incluso les guste participar.

Terminé de hablar sintiendo que tal vez había dicho demasiado. Miré a Joey, esperando su reacción. ¿Pensaría que estaba fuera de lugar por sugerir algo así tan pronto?

Joey adoptó una expresión seria que me tomó por sorpresa.

—Hay dos cosas que le gustan al señor Miyamoto —dijo con un tono solemne, haciendo que me tensara ligeramente—. El pan con queso, y las ideas para mejorar el refugio.

Por un momento me quedé inmóvil, tratando de descifrar si estaba bromeando o no. Entonces, el aire serio se desvaneció de golpe y una amplia sonrisa iluminó su rostro.

—Deberías decirle tu idea al señor Miyamoto —continuó, esta vez con entusiasmo—. Es buena, y yo estaré dispuesto a ayudarte. Estoy seguro de que los niños también. No hay nada como una actividad al aire libre para mejorar su desarrollo motriz y, en este caso, también aprenderán sobre trabajo en equipo.

La facilidad con la que cambió de tono me relajó un poco, y aunque aún dudaba sobre si era el mejor momento para proponer algo, su apoyo me dio algo de confianza.

—¿De verdad crees que le parecerá bien? —pregunté, queriendo asegurarme.

Joey asintió sin dudar.

—Te lo garantizo. El señor Miyamoto siempre está abierto a ideas que ayuden a mejorar el refugio. Además, ¿qué tienes que perder?

—No —dijo el señor Miyamoto con firmeza, haciendo que mi estómago se encogiera ligeramente.

Sus palabras cortaron cualquier intento de insistencia de mi parte, pero él no tardó en continuar, su voz más calmada.

—Entiende que no puedo pedirle a los voluntarios que ayuden con esto. Hay muchas cosas más importantes que atender en el refugio.

Antes de que pudiera responder, Joey intervino sin titubear, como si no supiera lo que era contenerse.

—¡Ay, por favor, señor! Hace un momento le dije a Atem que su idea era buena y que a usted le encantaría.

El señor Miyamoto lo miró con una mezcla de exasperación y molestia, y por un momento pensé que Joey había cruzado la línea.

—¿Y para qué andas diciendo cosas en mi nombre? —respondió Miyamoto, frunciendo el ceño.

Joey solo se encogió de hombros con una sonrisa despreocupada, pero antes de que la situación se tensara más, Miyamoto se aclaró la garganta y dirigió su atención hacia mí.

—Aunque, para ser justos, el rubio tiene razón. Tu idea es buena, Atem —dijo, su tono más suave ahora, aunque su expresión aún reflejaba cansancio—. Pero por ahora no puedo delegar a nadie para encargarse de la limpieza inicial del patio. No tenemos suficientes manos para ayudar con eso, y las actividades prioritarias del refugio no pueden esperar.

Asentí lentamente, entendiendo su posición, aunque no podía evitar sentir una leve decepción.

Joey, sin perder el ritmo, se inclinó un poco hacia el señor Miyamoto con una sonrisa confiada en el rostro.

—¿Y si le consigo gente? ¿Lo aprobaría? —preguntó, cruzando los brazos como si estuviera seguro de que la respuesta sería afirmativa.

El señor Miyamoto lo miró, claramente evaluando la situación.

—¿Gente? —repitió con escepticismo—. ¿De dónde vas a sacar a esa gente, Joey? A duras penas tenemos voluntarios aqui.

Joey soltó una pequeña risa, casi como si la pregunta le pareciera innecesaria.

—Ah, no subestime mi talento para convencer, señor. Estoy seguro de que puedo reclutar a algunos de los jóvenes que vienen al refugio. Les hará bien salir de la rutina, y no me diga que no le gusta la idea de un espacio más limpio y útil para todos.

El señor Miyamoto frunció el ceño al escuchar a Joey. Su expresión reflejaba una mezcla de molestia y preocupación.

—¿Planeas poner a trabajar a los jóvenes refugiados? —preguntó con tono firme, cruzando los brazos.

Joey levantó las manos en un gesto de rendición, aunque su mirada permaneció desafiante.

—Oiga, señor, muchos de los jóvenes que llegan aquí quieren sentirse útiles. Esto no es ponerlos a trabajar; es darles una oportunidad para levantarles el ánimo y, de paso, ayudarles a aprender algo nuevo. No va a ser una obligación, pero estoy seguro de que varios se apuntarían encantados.

El señor Miyamoto lo miró fijamente, como si estuviera evaluando cada palabra. Luego, suspiró, llevándose una mano al puente de la nariz.

—No me gusta la idea de que sientan que deben "pagar" por el refugio —dijo finalmente, su tono más reflexivo.

—Y no lo harán —respondió Joey con rapidez—. Esto no se trata de una deuda, sino de darles algo en qué enfocarse. Algo que los haga sentir parte de algo más grande. Créame, señor, lo he visto antes. Nos hace bien.

¿"Nos"?...

El silencio que siguió estuvo cargado de tensión. Finalmente, el señor Miyamoto dirigió su mirada hacia mí.

—¿Qué opinas tú, Atem? Es tu propuesta al fin y al cabo.

Sentí que mi garganta se secaba por un momento, pero reuní el valor para responder.

—Estoy de acuerdo con Joey. Si se plantea como algo voluntario y educativo, no como una obligación, podría ser positivo. Incluso podría motivarlos a confiar más en el refugio y en las personas aquí.

El señor Miyamoto se quedó pensativo unos instantes antes de finalmente asentir con un suspiro resignado.

—Está bien, pero quiero que quede claro: esto debe hacerse con respeto y sin presionar a nadie. Si veo que alguno de los jóvenes se siente incómodo o forzado, detendremos todo de inmediato.

Joey sonrió triunfante y me dio un ligero golpe en el brazo.

—Sabía que lo lograríamos. ¡Hora de reclutar!

Joey abrió la puerta con entusiasmo, su energía casi contagiándome mientras yo salía más lento, todavía con la bandeja de pan y queso en las manos. La diferencia entre nosotros era casi cómica, pero su actitud me hacía sonreír internamente, aunque no lo mostrara del todo.

—¡Vamos, Atem! —dijo Joey desde el pasillo, animándome a apresurarme.

Antes de que pudiera dar más de un paso, el señor Miyamoto me llamó.

—Atem, espera un momento.

Me detuve y me giré hacia él, extrañado por el tono serio en su voz.

—¿Ya repartiste a todos los voluntarios los bocadillos?

Fruncí ligeramente el ceño, intentando recordar si me había saltado a alguien. Pero no, estaba seguro de que ya había cubierto a todos.

—Sí, señor, todos los voluntarios han recibido su ración.

El señor Miyamoto asintió con lentitud, sus ojos fijos en la bandeja que llevaba entre mis manos.

—Entonces, deja la charola aquí.

Internamente, no pude evitar reírme un poco, recordando lo que Joey me había dicho con una sonrisa traviesa: "Al señor Miyamoto le encanta el pan con queso". No había pensado que hablaría en serio, pero al ver su expresión ahora, parecía que en realidad quería asegurarse de que no se desperdiciara ni una rebanada.

Con una ligera sonrisa, dejé la bandeja sobre la mesa, y el señor Miyamoto, sin decir una palabra más, la tomó con calma, como si ya estuviera acostumbrado a estos pequeños rituales.

Pensé por un momento en lo que había mencionado antes, sobre los jóvenes y el patio trasero. Aparentemente, algo tan simple como pan con queso era lo que necesitaba para que tomara una decisión.

Salí de la oficina y me encontré con Joey en la recepción, conversando con Miho. No pude evitar notar cómo ambos parecían estar de buen ánimo, como si lo que estábamos a punto de hacer tuviera un peso importante, pero no lo suficientemente grande como para frenarlos.

—¡Quiero ayudar! —Miho me miró con decisión, y por un momento, me sentí ligeramente sorprendido por lo rápido que todo estaba tomando forma.

Joey sonrió al verme, y Miho, con una expresión de firmeza, asintió mientras hablaba.

—Joey me contó todo. Además, voy a traer más ayuda. Un par de chicas, amigas mías, también querrían colaborar.

Miré a Miho y, por un momento, me quedé en silencio. El entusiasmo de Joey, ese que siempre lo impulsaba a actuar sin pensarlo demasiado, parecía haberse extendido más rápido de lo que imaginaba. La idea de transformar ese patio no solo había despertado el interés de ellos, sino que, al parecer, se había contagiado a otros.

—Eso es... más de lo que esperaba —dije, una leve sonrisa curvando mis labios al ver cómo la situación tomaba vida propia.

Miho me devolvió la sonrisa y, al notar mi respuesta, continuó con mayor entusiasmo.

—Y no te preocupes, los chicos que vengan también van a estar motivados. Hay algo en poder poner las manos a la obra y ver el resultado que nos hace sentir bien, ¿verdad?

En ese momento, algo dentro de mí hizo clic. Sabía que no era solo el patio lo que estaba cambiando, sino el sentido de pertenencia que los jóvenes del refugio comenzaban a encontrar en ello. No se trataba únicamente de limpiar o cultivar, sino de ser parte de algo, de poder transformar su entorno.

Joey, como siempre, no tardó en intervenir, soltándose con su característico optimismo.

—¡Claro! Además, ya sabes lo que dicen: un pequeño cambio puede hacer una gran diferencia.

Asentí, considerando sus palabras. Tal vez tenía razón. A veces, era necesario un primer paso pequeño para generar una cadena de cambios que pudiera alcanzar a todos, aunque fuera en algo tan sencillo como un huerto o un espacio más limpio y organizado.

Era extraño, pero sentía que este proyecto podría significar mucho más para todos ellos de lo que imaginába. Un lugar no solo para las plantas, sino para cada persona que pasara por ahí, un espacio para crear algo nuevo juntos. Quizás, solo quizás, estaba comenzando a comprender lo que todos buscaban en ese refugio.

—Oye Atem —llamó Joey— Deberías preguntarle a él si quiere participar...

Continuará...

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