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8- En fin, la vida del estudiante


Nosotros en la Luna. –Eileen alzó las cejas, mirando la foto en la pantalla del celular que yo sostenía frente a su rostro–. Suena interesante –asintió lentamente con la cabeza, torciendo la boca hacia abajo.

–Sí. Esperemos que sea bueno –giré la pantalla hacia mí, observando la imagen por última vez antes de guardar el móvil–. Así será más fácil leerlo, y por tanto, ganar este reto.

Había pasado la clase de matemáticas intentando poner a Eileen al día con los últimos acontecimientos. Aunque había resultado bastante difícil, teniendo que bajar el volumen de nuestras voces según aumentaban los regaños del profesor. Pero entre murmullo y murmullo, había logrado captar lo esencial: el chico que me espiaba sin querer hace un año (lo que causó un escándalo grandísimo por su parte, al punto de casi ser expulsadas del aula), la visita al estadio, la lista de los retos, la nueva persona que comenzaba a colarse en mi vida.

Consideré varias veces no contarle nada, y que todo se mantuviera entre él y yo, que fueran cosas nuestras. Pero al mismo tiempo quería atraer la atención de mi amiga, para que viera que mi vida era interesante, o divertida, o que de vez en cuando también me sucedían cosas inesperadas. La verdad es que me sentí un poco patética. No entiendo por qué hago eso, se supone que es mi amiga y le puedo contar todo, pero intentar llamar su atención no creo que sea el motivo correcto para eso.

Cada vez que intento buscar alguna explicación para esta necesidad de no parecer aburrida ante ella, me pierdo entre las conclusiones a medio elaborar. En estos casos opto por tirar esos pensamientos al fondo de mi armario mental, aunque a veces siento que los cajones están que se revientan, de tener enrollado allí todo lo que nunca digo.

–Parecen niños –volteó los ojos, empujando hacia afuera la puerta del salón de clases–. ¿Estás consciente de lo que te pasa con ese chico es la exaltación de la amistad de los primeros días? Esa emoción de conocer a alguien nuevo, con quien puedes moldear tu personalidad para crear una zona donde te sientas importante al recibir la atención de otra persona sin haberla buscado directamente.

Me quedé mirándola por unos segundos con el ceño fruncido, ignorando los cientos de estudiantes que pasaban junto a nosotras.

–¿Estás hablando en serio?, yo no necesito su…

–No he terminado –interrumpió, mientras caminaba hacia el patio, sujetando los libros con una mano y agitando la otra en el aire, explicando–. Pero tienes que saber que esto no será para siempre. Cuando ya se hayan contado sus respectivas vidas, cuando no quede nada de qué hablar, terminará. Si yo fuera tú no me haría muchas ilusiones.

–Ey, ey, pon el freno un momento –bloqueé su paso, chocando con un par de hombros del tránsito estudiantil a la hora del descanso–. No pienso contarle mi vida, no es mi mejor amigo, es que… –me relamí los labios, reacomodando el asa de mi mochila–, tal vez se convierta en algo más, o tal vez no, quien sabe. Y puede que tengas razón…

–Siempre tengo razón –empujó sus lentes hacia arriba con un dedo, dejándolos caer por el puente de si nariz.

–Bueno, vale, siempre tienes razón. El punto es que no quiero que me lo digas –dejé caer las manos con brusquedad a ambos lados de mi cuerpo–. Sea lo que sea, quiero descubrirlo yo, ¿entiendes? Y si va a durar dos días, bien, y si dura un año pues también. Pero contigo hablando a mi lado como si fueras el manual de instrucciones de la vida no puedo. No tenía que haberte dicho nada en primer lugar. –Mi última oración fue casi un susurro.

Abrió la boca para objetar, supuse, pero decidió no decir nada ante mi mirada suplicante.

–Está bien –masculló a penas, resoplando.

–Gracias, de verdad –suprimí las  ganas de abrazarla, recordando su poco aprecio por el contacto físico–. Sé que te encanta la psicología, pero no tienes que analizar los problemas de todo el mundo, ya tendrás tiempo de eso cuando te gradúes. –Hice un gesto con la cabeza para que siguiera mis pasos hacia nuestro destino inicial.

–Tal vez –arrastró los dedos de su mano libre por su frente, intentando acomodar los cabellos rebeldes de su flequillo color cobrizo.

–Aunque tengo una duda. Nosotras ya nos hemos contado nuestras vidas, sabemos casi todo la una de la otra, y nuestra amistad no ha terminado.

–Eso… no es lo mismo.

–¿Por qué? –Apreté los labios, conteniendo una sonrisa–. Parece que tu teoría tiene lagunas.

–No tiene lagunas –alzó la voz, indignada–. Estamos en la misma clase, compartimos casi el mismo círculo social, nos relacionamos en ambientes semejantes y tenemos un peculiar número de cosas en común. Casi se podría decir que somos amigas por conveniencia.

Bajamos los escalones del patio de la preparatoria, recibiendo la caricia del sol mañanero y el olor a queso y tocino de los emparedados que nos rodeaban, mientras yo sopesaba en mi mente las palabras que ella acababa de decir.

–¿Cómo que amigas por conveniencia? –quise saber, sintiendo un nudo pequeñito en el pecho.

–Sí, ya sabes. Beneficios de compañía, por ejemplo, ya que no somos muy sociables que digamos. Beneficios de complicidad, al tener a alguien a quien contarle tus secretos… –continuó enumerando cosas cuando nos sentamos en el lugar de siempre: el quinto banco de la fila, de derecha a izquierda–. Y también…

–Ya es suficiente –saqué la comida de mi mochila, intentando disimular mi enfado–. Eileen, eso no funciona así.

Alternó los ojos desde mi rostro hacia ningún punto en específico un par de veces, antes de decir con seguridad–: Sí, sí funciona así. ¿Acaso he dicho algo que no sea verdad?

–No es eso –intenté explicarme–. Sí nos hacemos compañía, y sí nos contamos los secretos, pero cuando lo dices así suena fatal. Como sin sentimientos. Como algo mecánico. Como si la amistad fuera un instinto de supervivencia subconsciente que nos inventamos los humanos para relacionarnos con otros de nuestra misma especie sin que llegue a convertirse en una relación amorosa. 

–Eso sonó como algo que yo diría. Ves, estás aprendiendo.

Dejé que viera mis ojos en blanco antes de volver a concentrarnos en la comida. No le di más vueltas al asunto "amigas por conveniencia", no quería correr el riesgo de que se me cerrara el apetito.

Recorrí el patio con los ojos mientras masticaba, sin notar nada más allá de lo normal. Algunos estudiantes jugando al voleibol en la pequeña cancha, casi que discutiendo más de lo que le pegaban a la pelota por motivos desconocidos para mí. Chicos y chicas sentados uno a continuación del otro a todo lo largo de la acera frente a nosotras, algunos más concentrados en los celulares que en alimentarse, otros comiéndose a besos sin preocuparse por la falta de oxígeno, o porque quizás a los demás no le interesaba ver sus lenguas enredarse fuera de sus bocas. Y otros tantos sentados o acostados en el césped de los alrededores, quejándose en voz alta por el calor, los precios de todo, la contaminación ambiental o el próximo examen, pero nunca por las hormigas. Yo los consideraba humanos con alguna especie de inmunidad a insectos, artrópodos o arácnidos de los que yo había sido víctima las pocas veces que había intentado relajarme sobre la hierba verde. El resto de personas ocupábamos los siete bancos del patio, y un pequeño grupo de individuos intentaban fumar a escondidas detrás del árbol más alejado de la vista de los profesores. En fin, la vida del estudiante.

Dejé que el sumo de mango natural descendiera por mi garganta, sintiendo una pequeña dificultad para tragar, porque había acabado de caer en cuenta de que estaba buscando a alguien en particular entre la multitud cuando mi vista recorrió el lugar por segunda vez. Tercera. Cuarta.

–¿Cómo es posible que no nos hayamos topado ni una sola vez estando en la misma escuela? –solté de buenas a primeras, volteando hacia Eileen.

–Si hablas de Iam –terminó de tragar su bocado–, aunque se hubieran topado, ni siquiera te habrías fijado en él, Zoe. Te recuerdo que hasta hace poco solo tenías ojos para Daniel.

–También es verdad, pero es que te juro que no recuerdo haberlo visto nunca.

–Pues estás de suerte. –La escuché soltar una pequeña risa, mirando por encima de mi hombro–. Porque me da que estás a punto de hacerlo.

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