3- Un café con sabor a lluvia
En el transcurso de mi vida he encontrado cosas muy extrañas en mi puerta: periódicos caducados que fueron entregados más que tarde; un pastel de fresa que no llegó a su verdadero destino; y una gallina, sí, por increíble que parezca, la gallina del vecino pensó en mi alfombra como un buen lugar para poner sus huevos.
Hoy esperaba encontrarme cualquier cosa, a la vida le encanta sorprenderme, pero definitivamente, mi ex no entraba en la lista.
–¿Podemos entrar para hablar mejor? –Preguntó ante mi silencio atónito.
Parpadeé varias veces, arrastrando la vista de su rostro a la puerta y viceversa. Cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro.
–Olvidé las llaves –me excusé, encogiendo los hombros.
Hizo una mueca de lado, poco convencido con mi respuesta. Su pelo rojizo un poco mojado también, sus ojos cafés mirándome con desconfianza.
–¿Y cómo vas a entrar?, Zoe.
–Esperaré a que llegue mi madre –sonreí con inocencia.
Daniel no era el tipo de persona fácil de engañar, aunque con un leve asentimiento de cabeza, me hizo pensar que me había creído, hasta que…
–¿Zoe? –Ambos giramos la cabeza hacia esa voz.
–Mamá –respondí con nerviosismo–. ¿Hoy no llegabas tarde?
–No cariño, hoy no trabajo.
Me obligué a sonreír, dándome una cachetada mental. Saben de esas madres que le siguen la corriente a sus hijos cuando mienten, como el típico: "Mamá, me llamaron mis amigos para salir pero no tengo ganas, te voy a preguntar y tú respondes que no, ¿vale?" Algunas se merecen un Óscar, hasta te castigan y todo, pero mi madre definitivamente no era de esas.
–Hola, ¿cómo está, Maite? –saludó el chico frente a mí.
–Muy bien, Daniel, ¿y tú? –respondió ella con cortesía, mirándome de reojo.
–No muy bien, la verdad –respondió mirándome.
–Bueno, yo… necesito tomar algo caliente –me apresuré a decir–. Luego hablamos.
–Zoe, está lloviendo a torrenciales, ¿vas a dejar que se moje? –intervino mi madre, a la que le respondí con los labios apretados y los ojos muy abiertos.
–No pasa nada, gracias por preocuparte Maite. Me queda claro que su hija no quiere hablar conmigo. –La mirada que me lanzó podría haberme causado un poco de lástima, si acto seguido no hubiera tomado su paraguas de la reja.
Volteé los ojos cuando se marchó con el semblante triste, alejándose bajo la lluvia como si de verdad se estuviera mojando. Entonces fue que recordé el talento natural que tiene para hacerse siempre la víctima.
Mi madre me miró con desaprobación cuando me quité los zapatos y crucé el umbral, dando gracias a mi casa por el calor que me recibía. Una sopa caliente, medio episodio de una telenovela aburrida que mi Maite era incapaz de perderse, un "hasta mañana" sin mucho ánimo y ya estaba envuelta en las sábanas, mirando al techo.
A veces me pregunto si fue una buena decisión. Aunque si dos personas están de acuerdo en que una relación debe terminar debe ser lo correcto, ¿verdad? Pero él quiere revocar eso, y yo…, yo no tengo ganas de darle muchas vueltas al tema. Resoplé con frustración, y metiendo la cabeza bajo el edredón azul me rendí ante el sueño y lo que trae consigo: el alivio de olvidar tus problemas por unas horas.
…
–Un refresco gaseado, por favor –le pedí al dependiente detrás de la barra.
–Enseguida –respondió sin demasiado interés, sin apartar la vista de su celular.
Parece que alguien no tiene un buen día. Alcé las cejas cuando le di la espalda para sentarme. Me gustaba venir aquí de vez en cuando después de entrenar, a la pequeña cafetería de la parte trasera de la sala de juegos. Tiré mi mochila sin mucho cuidado en una silla y dejé caer mi cuerpo exhausto en otra. Como cada tarde de primavera el cielo no tardó en comenzar a rugir, y yo ya me había resignado a que tendría que correr a casa todos los días si no quería terminar como ayer.
La verdad es que este sitio era bastante acogedor, cuando los dependientes tenían un buen día, claro. Solo había cuatro mesas redondas, dispuestas de forma geométrica para formar un cuadrado a lo largo del local, acompañadas de cuatro sillas cada una de su mismo material. Eran de un plástico blanco y ancho, las veía y a mi mente acudía la palabra: desechable, así, como los vasos. Unos metros frente a mí se extendía el pequeño mostrador y las repisas casi vacías un poco más atrás.
Mientras el burbujeante sabor a limón bajaba por mi paladar, se escuchó la música proveniente del salón por un momento. Mi vista se dirigió hacia la puerta de cristal que constituía la salida del salón y la entrada a la cafetería. Volteé los ojos cuando el chico me sonrió. Le di un largo sorbo a mi bebida, acto seguido tuve que girar la cara para toser con sutileza, el gas me había subido hasta la nariz. Como odiaba cuando pasaba eso, y mucho más ahora.
Mientras intentaba respirar con normalidad, fingiendo que el incidente nunca había pasado, escuché a Iam ordenar un café expreso, para luego caminar en mi dirección con una sonrisa torcida.
–Pensaba que las deportistas debían hacer dieta –comentó, sentándose a mi lado–. ¿Sabes la cantidad de azúcar que tienen esas cosas?
–Gracias –dije–, por la opinión que no pedí.
–¿Puedo sentarme?
Lo miré de arriba a abajo con una ceja levantada, mientras estiraba los brazos plácidamente por detrás de su cabeza y cruzaba una pierna encima de la otra. Decidí que era mejor no tomarme la molestia de responder lo obvio. Hoy no era mi día de los sarcasmos.
Separé los labios para hablar, apoyando los codos en el reposabrazos de la silla, pero cambié las palabras por una expresión de confusión, a lo que el preguntó mirándome con extrañeza:
–¿Qué?
–Estoy pensando… –Me tomé un momento para chasquear la lengua, mirando hacia arriba–, hace medio año que somos del mismo curso, más o menos, y nunca me habías hablado hasta ese día en el que estuvimos aquí –moví la cabeza a la derecha, señalando el local–, ni siquiera sabía tu nombre. Y ahora te encuentro en todos lados.
–¿Estás insinuando que te acoso o algo por el estilo?
Estaba a punto de responder un "tal vez" cuando se acercó el dependiente, y con una sonrisa fingida dejó el café de Iam sobre la mesa. Miré de reojo la taza humeante, a la vez que chocaba con mi nariz el olor de la cafeína azucarada, como yo solía llamar a esas bebidas.
Se llevó la taza a los labios, y yo seguí el movimiento con los ojos. Dio un breve sorbo que apenas se escuchó, y bajó el recipiente a su antiguo lugar. En su labio superior se hizo visible un leve rastro del café, que él disolvió arrastrando la lengua por allí, y frunciendo el ceño con satisfacción. Estaba demasiado ocupado disfrutando su bebida que no notó cuando aparté la vista con rapidez, evitando su mirada.
Un relámpago cortó las nubes ensombrecidas, luego se escuchó el eco del trueno profundo que sobresaltó a todos los que nos rodeaban. Como esos sonidos tan fuertes que parecen que en lugar de entrar por los oídos, lo hacen por la garganta, y luego rebotan dentro de tu pecho.
–¿Quieres? –escuché preguntar a Iam, ofreciéndome su cafeína azucarada.
–No, no me gusta eso –respondí mirando hacia arriba, pero ningún cálculo me garantizaba llegar seca a mi casa–. A este paso voy a resfriarme. Tal vez si me voy corriendo…
– ¡¿No te gusta el café?! –exclamó, atrayendo la atención de las otras mesas.
–No… ni siquiera lo he probado –levanté los hombros con la espalda recta.
Abrió sus ojos grises tanto que pensé que se le iban a salir de la cara, como si le hubiera dicho que había muerto hacía 53 años y había venido a robarme su alma. Puede que esté exagerando.
–No sabes lo que te pierdes –afirmó, todavía un poco atónito.
Mientras le daba otro sorbo a mi refresco volteando los ojos, noté a través de los cristales como la gente se aglomeraba en el salón de juegos. Entendí cuál era el motivo cuando una gota fría cayó en mi rostro, y en mi brazo, y en mi nariz. Tomé mi mochila y seguí al pequeño grupo que entraba para refugiarme en el local. Iam me siguió con su taza en una de sus manos y la otra en su bolsillo.
Me recosté al vidrio, reacomodando mi mochila sobre mi hombro, observando como el agua se arrastraba por el cristal con más rapidez, con más fuerza. Entre los murmullos y el aguacero a penas se escuchaba la música del local. A mi lado, cierta persona que no quiero mencionar, suspiró con satisfacción mirando hacia afuera y luego de susurrarle a la lluvia que era hermosa, dejó su taza medio llena -o medio vacía- en el pequeño borde de la división de los cristales.
–Pruébalo –me incitó.
–No me apetece. –Maldije por lo bajo cuando las personas se amontonaron a mi alrededor, obligándome a acercarme a él–. Ahora que estamos aquí, de nuevo…
–¿Te refieres a la vez que perdiste de forma patética?
–Espera a la revancha –lo fulminé con la mirada.
–Claro, me encantará volver a ganar –Apretó los labios en un intento de contener la risa, sus ojos seguían fijos en el exterior y los míos, más bien querían asesinarlo.
–¿Por qué me llamaste chica número diez? –suavicé un poco el tono de las palabras.
–Porque tienes una camiseta del equipo de futbol de Brasil con ese número.
–Eso lo sé, Iam, pero solo la uso para entrenar sola –bajé el volumen de mi voz–, cuando no hay nadie en el campus, mucho menos público.
Se mantuvo callado unos segundos, sonriendo de lado, hasta que se frotó los brazos de su sudadera blanca y dijo:
–Si pruebas el café, te lo cuento. Te apuesto lo que sea a que te va a gustar.
Solté una risa irónica, a lo que él respondió con un encogimiento de hombros.
–Si no me gusta…
–No te volveré a hablar –me interrumpió–. Es lo que quieres, ¿no?
Di un largo y conciso asentimiento con la cabeza.
–Y si me gusta…
–Me das tu número de teléfono –volvió a interrumpirme–. Te daré el mío.
Extendió la mano, y yo le di mi celular de mala gana. Me lo devolvió segundos después de guardar su contacto, al que yo le edité el nombre, poniendo en lugar de Iam la palabra: ¡PESADO!, así en mayúsculas, para que resaltara. Negó con la cabeza en algo parecido a una risa, y me tendió la mano para cerrar el trato.
–Si gano, escríbeme, y guardaré tu número.
–Bien –tomé la taza blanca para llevarla a mis labios.
–Espera –detuvo mi mano con la suya–. No puedes probarlo así como así –levanté levemente una ceja–. Cierra los ojos.
–No voy a…
–Venga, hazme caso –volvió a meter las manos en los bolsillos de sus pantalones–. Si no, no hay trato.
Suspiré con un deje de molestia, y luego de voltear los ojos, los cerré. Con la taza en el borde de mis labios, dejé que el olor penetrara mi nariz, y un segundo después, un pequeño sorbo descendió por mi garganta, el líquido caliente haciéndome cosquillas en el paladar. El olor a la tierra mojada que dejaba la lluvia, se mezclaba en mí con el del café, y tengo que admitir que el sabor me sorprendió. No era lo mejor que había probado, pero sin dudas sabía bien, bastante bien, como una especie de chocolate muy muy fuerte, y con muy poca azúcar.
–No está mal… ¿Iam? –Parpadeé varias veces, mirando a mí alrededor.
Alcé la cabeza y recorrí el lugar con la vista. Ni rastro. No puedo creer que se haya ido. ¿A este chico no le importaba mojarse, ni coger un resfriado? Lo peor de todo es que ganó la apuesta, pero no cumplió con el primer trato, el que me resultaba de mucho más interés. De igual forma ahora tenía su número, en algún momento me tendrá que contar. Desbloqueé el celular para escribirle a mi nuevo contacto.
Para: ¡PESADO!
Te fuiste sin pagar la cuenta.
Pulsé enviar, y me quedé unos minutos sosteniendo en mis manos la taza de porcelana, probando de vez en cuando la no tan desagradable cafeína con azúcar. En mis pensamientos se coló por unos segundos la imagen de Iam, pasando sutilmente la lengua por su labio superior para limpiar el café, pero aparté con rapidez ese recuerdo, o al menos lo intenté, cuando sentí vibrar mi celular como señal de un mensaje:
Hola perdedora. No traía dinero, aunque en realidad todo era parte de mi plan. Ahora te debo un café con sabor a lluvia.
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