1- Chica número diez
El dolor es parte de la vida. He crecido escuchando esa frase. Cada vez que mis rodillas se raspaban contra el suelo, o mis pies dolían de tanto correr, o terminaba con una espina de rosa encajada en un dedo por esa terca manía de arrancar las flores.
Cuando creces ese tipo de cosas se transforman, mutan, y se vuelven peores. El corazón es quien se llena de rasguños, te duelen los ojos de tanto llorar, y tienes miles de espinas clavadas en el pecho, por esa terca manía de amar a quien no debes. Pero a pesar de todo tienes que seguir, y eso hago ahora mismo, estoy "siguiendo", o al menos lo intento. Aunque las mismas preguntas pasan por mi cabeza una y otra vez.
¿Por qué los humanos necesitamos estar tristes para entender el valor de la felicidad?, ¿Por qué las cosas son tan complicadas?, ¿Por qué si puedes enamorarte en un par de segundos, no puedes olvidar en tres?, ¿Por qué, por qué, por qué?
¿Y qué tipo de persona cuestiona su existencia en medio de una fiesta? Pues yo, Zoe Brown. Mi amiga pensó que me haría bien salir de casa, pero estar encerrada en una sala de juegos con aire acondicionado no es exactamente lo que esperaba. Tampoco me malinterpreten, amo este lugar.
Recostada a una mesa de villar, dando un sorbo a mi bebida, puedo observar a las personas a mí alrededor. Dos chicos mueven las manos a una velocidad increíble jugando al futbolín. Los grandes y extensos sofás están repletos de estudiantes con el uniforme desarreglado, como si hubieran venido directo de la preparatoria, que mueven los controles de los videojuegos que deslumbran en las pantallas. La música de las máquinas de baile pump it up se vuelve una con la melodía baja del ambiente, dos chicas hacen un intento de bailar, pero son todo risas y pasos torpes. Frente a dos canastas del juego electrónico de baloncesto, hay una pequeña fila para probar suerte. Muy cerca de mí, una chica de ojos rasgados con actitud consentida, diría yo, discute con su pareja porque no ha conseguido el oso panda que quería en la máquina de peluches. Y por supuesto, mi juego favorito, el hockey aéreo.
—¿Quieres algo? —Pegué un pequeño salto al escuchar a mi amiga—. Voy a la cafetería.
—No, gracias Eily, tengo con esto -sacudí el baso en mi mano con una media sonrisa.
Encogió los hombros y se quitó los lentes transparentes para limpiar los cristales con el borde de su camiseta. Ah, cierto, en la parte de atrás del salón de juegos había una cafetería, bastante tranquila, y a diferencia del interior, esta gozaba de aire natural.
Noto de reojo que una pequeña multitud se aglomera alrededor de la mesa de hockey, impidiendo que vea a las dos personas que compiten. El juego consiste en utilizar mazos para impulsar el disco con el objetivo de anotar goles en la portería contraria, que es una ranura al otro lado de la mesa.
—Eileen, ¿sabes quienes están jugando? —señalé con el mentón las personas reunidas.
No fue necesario que mi amiga respondiera. Como si hubieran escuchado mi pregunta, la pequeña multitud de adolescentes comenzó a vociferar un nombre.
"¡Iam, Iam, Iam!"
Todos aplaudían y aclamaban, y tanto mi ceño fruncido como yo queríamos saber quién rayos era Iam.
—Me veo en la penosa necesidad de quitarle el protagonismo a quien sea que esté jugando. —Me terminé mi bebida de un sorbo después de hablar.
—Eso eso, ¡acaba con ellos! —Eileen se entusiasmó, un poco más de lo necesario.
—Sabes que es zumo de naranja ¿verdad? —alcé una ceja, ligeramente divertida.
—Déjame ser dramática —replicó mientras caminábamos.
Nos abrimos paso entre la multitud, y con algo de dificultad, logramos llegar a la mesa. De un lado, un chico que calzaba los zapatos más caros del año, y la ropa más ostentosa con la que se puede ir al instituto. El sudor que se escurría de su pelo rubio y la mandíbula apretada, lo delataban como el que iba perdiendo. Mi mirada, junto con el disco que acababa de rebotar, se fue hacia el lado opuesto de la mesa. Otro chico, mucho más relajado, con una sonrisa de satisfacción que parecía imposible borrar, como si hubiera nacido con ella. Ni una sola gota de sudor en su frente, el pelo oscuro un poco revuelto, los ojos grises que perseguían al disco. "Iam", sin duda.
—¡No! —gritó el rubio, cuando la máquina alcanzó el máximo puntaje del lado de su adversario.
Crucé los brazos frente a mi pecho, la boca un poco torcida. No está mal, nada mal, pero aún no alcanza mi record.
—¿Qué esperas?, rétalo. —Mi amiga me dio un pequeño empujón con el codo.
—Estoy esperando que diga la frase -susurré.
—¿Qué frase?
—Bueno —habló Iam, haciendo que los demás guardaran silencio—. ¿Alguien más se atreve a jugar, o prefieren conservar su dignidad?
—Oh, esa frase.
Sonreí de lado, alzando el mentón, y dando un paso al frente.
—Yo, te reto —coloqué la mano sobre el mazo en mi lado de la mesa—. Y por favor, no digas que tendrás piedad porque soy una chica.
Adoptó la misma posición que yo, mirándome con arrogancia.
—Suerte. —Fue todo lo que dijo.
Le di una señal a mi amiga para que echara una moneda en la máquina, sin apartar la vista de Iam—. Lo mismo digo.
Eileen se apartó con los hombros encorvados, esquivando los ojos sobre ella, cuando la máquina encendió sus luces de nuevo.
—El primero que anote siete gana y...
—No tienes que decir las reglas -corté sus palabras.
El aire comenzó a salir de la mesa, cuando él sacó el disco de la ranura, a punto de ponerlo en juego. Golpeó el disco con demasiada fuerza para ser la primera ronda y no pude evitar que entrara en mi portería.
—Uno a cero —ladeó la cabeza.
—No deberías hablar mientras juegas. —El disco rebotó en cada esquina, cada vez más rápido—. Podrías perder la concentración.
Un golpe certero en el ángulo correcto, y la maquina marcó la nueva puntuación. Empate. Dejé ver mis dientes uno a uno en una sonrisa. Nuestras manos no dejaban de moverse, los golpes entre los mazos y el disco eran casi constantes, la gente ya no sabía en qué dirección mirar.
Cuando el marcador estaba cinco a seis a mi favor, comencé a cuestionarme porqué nadie había dicho nada. Tengo la mala manía de cuestionar las cosas. Ah, y de romper los silencios también.
—Estás a punto de perder, Iam.
—¿Segura, número diez?
Número diez. ¿Cómo? Por una milésima de segundo, mi mano no fue lo suficientemente rápida para bloquear su golpe.
—¡Gol! —gritó la sala entera.
Me tomé un segundo para respirar, sonriendo ahora, y mirando solo la mesa, volví a poner el disco en juego.
—¿Me has estado espiando? —No aparté la vista de mi objetivo.
—Te vi por casualidad. —Respondieron del otro lado, bajo, solo para que yo lo escuchara.
Me concentré en el juego, restándole la importancia que no tenía.
—Por la manera en que jugaste ese día, diría que te afecta mucho perder.
—¿De qué hablas? —El disco iba más y más rápido.
—Sabes de lo que hablo. —Lo escuché soltar un pequeño jadeo, protegiendo su portería.
—Si tu intención es desconcentrarme no va a...
—No es eso —dejó de atacar—. Cualquiera en mi lugar sentiría pena, pero no creo que sea sano lo que sea que tienes. Debes superarlo.
Mi cara debía de ser un cuadro perfecto de confusión. ¿Por qué solo está defendiendo?
—Así que lo siento, número diez, pero no te dejaré ganar.
Un último golpe. Un último esfuerzo. Traté, pero ya era tarde. Extendí mi brazo todo lo que pude, pero no funcionó. ¡Demonios!
—¡Gol! —vociferó la multitud.
Siete a seis, hacía mucho tiempo que no quedaba siete a seis. Dejé caer la frente en la mesa, soltando un bufido.
—Me has hecho perder dinero —escuché decir a Eileen, mientas levantaba la cabeza.
—No volverá a pasar —afirmé para ella, pero miré al chico que todos aplaudían.
Iam, nombre que comenzaba a despreciar, se acercó a nosotras con una sonrisa enmarcada. Pagaría lo que fuera por borrarla de su rostro. Lo que fuera. Frente a frente, se notaba más la diferencia de altura. Estaba a punto de hacerle un par de preguntas, cuando acercó su rostro al mío, haciendo que me recostara a la mesa.
—¿Qué rayos haces? —espeté.
—Tranquila —tomó el disco de mi portería, y volvió a erguirse frente a mí—. Venía a por esto.
—Ganaste de suerte.
—La suerte no existe. Aprende a perder.
Eso último lo dijo más alto de lo normal, haciendo que todos los presentes comenzaran a reírse, pero eso era lo que menos me importaba. Le dediqué una última mirada de odio, tomé a Eileen del brazo, y caminé con rapidez hacia la salida. A un paso de la puerta, su molesta voz resonó en el lugar.
—¡Nos veremos de nuevo por casualidad, chica número diez!
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