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EPÍLOGO

Dos meses después.



IRIA


Era una fría y gris mañana de invierno. Un domingo cualquiera. Con un brazo apoyado en un gesto displicente sobre la encimera de la cocina Sergio preparaba café, me había despertado de madrugada metiéndose en mi cama tras terminar su turno. Se había quedado a dormir otra noche más. Conmigo.

Bostezó ruidosamente y se refregó las manos por la barba como si quisiera rascarse. Se incorporó y entonces se rascó la barriga. Bueno, no es que tuviese barriga, pero con sus magníficos abdominales relajados tenía una leve curvita que me fascinaba. La primera vez que se lo dije se enfadó mucho. Presumido.

Me encantaba tenerlo en mi cocina, enterito para mí, preparando el desayuno o cualquier maravilloso plato de pasta que se le ocurriese elaborar. Listo para mirarlo a mi antojo. Esa mañana vestía unos pantalones cortos de algodón gris y una camiseta blanca. Mientras más desaliñado más atractivo me parecía.

Después de pasarme casi un mes sin verlo limitándome a hablar con él por teléfono y echándolo de menos a cada minuto, el mes pasado había solicitado el traslado y desde hacía tres semanas trabajaba a las órdenes de Juan Pousada. Cuando me lo dijo me sentí como un pez globo a punto de reventar. Se venía a vivir a Pontevedra. Para estar conmigo. Iba a darle una oportunidad a lo nuestro. Fuera lo que fuera, me dijo. Deus.

Terminó por alquilar un estudio en el centro, cerca de su trabajo, porque según él era pronto y no quería forzar las cosas. Se empeñó y no le quise insistir. Pero la verdad era que pasaba más tiempo conmigo en mi casa que allí. Lo cabezotas que pueden llegar a ser los hombres cuando no quieren admitir algo.

A mí me daba igual, sabía lo que teníamos y disponer de Sergio en exclusiva para mi sola era más de lo que en un principio hubiera podido esperar. Y más tras saberme una celosa patológica. Qué cosas. Lo que había hecho conmigo el hombre que tenía delante.

―¿Sabes? Estaba pensando en eso que dijo Oscar Wilde una vez ―apuntó tras otro enorme bostezo.

―¿El qué?

―Lo de que cualquier hombre puede llegar a ser feliz con una mujer, con tal de que no la ame.

Lo fulminé con la mirada y sonrió. Nunca había sido una romántica y no esperaba que se enamorara de mí como yo lo había hecho de él. Porque la verdad era que lo amaba más que a mi vida, aunque al principio me hubiera costado reconocerlo. Hacía tiempo que había decidido que me bastaba con ver todos los cambios que estaba dispuesto a hacer para tenerme en su vida.

―Venga ya, menuda tontería, Oscar Wilde era homosexual, seguro que sabía mucho más que tú y que yo sobre el amor, bastante tuvo que aguantar el pobre en la época en la que le tocó vivir, pero ¿qué carallo iba a saber acerca de lo que es amar a o no a una mujer?

―Mira que eres borde, joder, estoy tratando de decirte algo.

―Habla ―exigí poniendo los ojos en blanco.

Parecía nervioso de repente y estaba guapísimo. Tuve que sujetarme para no alargar el brazo, tirar de su camiseta y atraerlo y comérmelo a besos.

―Iba a decirte que... durante estos años he tratado de rodearme de mujeres que... solo para mi satisfacción, ya me entiendes ―dijo haciendo una pausa para servir el café.

Demasiado bien. Fruncí el ceño, si algo no soportaba era que me recordasen la cantidad de mujeres que habían pasado por su vida. Y por su cama.

―Y eso no me ha hecho feliz ―continuó―. No eran mujeres a las que pudiera querer. Tú me haces feliz, Iría, como nunca lo he sido... y creo que, pese a que pueda parecer una gilipollez lo que dijo Wilde, tenía razón en algo...

No lo dejé terminar de hablar, me lancé literalmente a sus brazos y me agarró por la cintura. Me encantaba que me sujetase de ese modo. Empecé a besarlo como si me fuera la vida en ello. En realidad sentí que me iba la vida en ello.

―Creo que me has convencido ―afirmé separado nuestros labios un segundo.

―¿De qué te he convencido? ―preguntó riéndose a carcajadas y empezando a meterme mano― no pretendía convencerte de nada.

―De que va a ser. ¡Hombres! Pues de que me quieres, carallo. Y que sepas que yo también te quiero ―musité clavando la mirada en sus preciosos ojos― te amo, enano mandón.

―A la mierda el desayuno ―gruñó y luego me levantó en volandas para llevarme a grandes zancadas hacia el dormitorio.

«Pues a la mierda», me dije sintiéndome la mujer más feliz de este mundo.


SERGIO


Era temprano para ser domingo. Terminé mi turno y el papeleo a las dos de la mañana y nada más llegar había despertado a Iria a besos hasta que me dejó hacerle el amor aún medio dormida. Luego fue ella la que se desveló y yo, manso como un corderito, me dejé hacer todo lo que se le iba ocurriendo. Me puse a preparar café, hoy tocaba no dormir, como sorpresa iba a llevarla al pazo a comer. Las locas de sus amigas estarían allí y por su puesto Hermelinda y Lucía. Todos la adoraban. Yo la adoraba.

Había salido de su cuarto despeinada y en pijama. Estaba de pie mirándome vestida con una camiseta de manga larga ajustada y un minúsculo pantalón de pijama con dibujos infantiles que me ponía muy nervioso. Descalza. Preciosa.

Después de casi un mes y medio separados solo habíamos estado conectados por teléfono y Skype ―al principio largas conversaciones y más tarde largas sesiones de sexo telefónico y online―, al fin me había dado cuenta del vacío y del miedo que me inundaba cuando no estaba junto a ella para protegerla. Hasta que aquel día lluvioso y oscuro lo entendí.

Cuando fui a hablar con Agustín para pedirle el traslado a Pontevedra y explicarle los motivos pensaba que no las tenía todas conmigo. Era una locura visto desde fuera, dejarlo todo por una cría de veinte años y liarme la manta a la cabeza. Ahora estaba seguro de que no podía haber tomado una decisión mejor en toda mi vida.

Se me estaba comiendo con los ojos y estaba empezando a excitarme ¿Es que nunca iba a tener suficiente? Dejé la taza en la encimera para volver a mirarla y supe que no, jamás dejaría de desearla. Empezaba a tenerlo meridianamente claro. Estaba hecha para mí. Y era muy presuntuoso por mi parte pensar que yo estaba hecho para ella. Cada día temía que se cansase de mí. Que conociera a un chico de su edad en la Universidad y que me plantase. Esa inseguridad... Nunca antes me había pasado.

Llevaba tres semanas en Pontevedra y casi no había pisado el pequeño estudio que había alquilado. No quería asustarla, por eso lo había alquilado, en realidad si no fuera tan joven y le quedaran tantas cosas por vivir la obligaría a casarse conmigo y la llenaría de hijos tan preciosos como ella. Era muy curioso, las cosas que despertaba en mí.

Me había enamorado de ella a primera vista. Ahora lo sabía. Cuando me atropelló en aquel recibidor me avasalló en todos los sentidos. Por más que intenté negarlo tuve que ceder ante la evidencia. Era la mujer de mi vida. Pero sentía la necesidad de ir con pies de plomo. ¿Y si la asustaba con la intensidad de mis sentimientos? ¿Y si decidía que aún le quedaban tantas cosas por hacer que atarse a mí era una locura? En mi vida me había comido tanto la cabeza.

Volví a echarle un vistazo y su expresión traviesa hizo que decidiera aventurarme.

―¿Sabes? Estaba pensando en eso que dijo Oscar Wilde una vez ―apunté después de bostezar.

―¿El qué?

―Lo de que cualquier hombre puede llegar a ser feliz con una mujer, con tal de que no la ame.

Me lanzó una de sus miradas asesinas. Sonreí. Ahora parecía pensar en algo y noté como disimulaba sus sentimientos. Me dio la sensación de que se había conformado, algo raro en ella.

―Venga ya, menuda tontería, Oscar Wilde era homosexual, seguro que sabía mucho más que tú y que yo sobre el amor, bastante tuvo que aguantar el pobre en la época en la que le tocó vivir, pero ¿qué carallo iba a saber acerca de lo que es amar a o no a una mujer?

―Mira que eres borde, joder, estoy tratando de decirte algo.

―Habla ―ordenó poniendo sus preciosos ojos en blanco.

Me puse nervioso de repente. Jesús, como la quería. Tenía que decírselo y había empezado con buen pie, sin embargo después de mirarme de la forma en la que me miraba solo quería besarla y demostrárselo con actos, no con palabras.

―Iba a decirte que... durante estos años he tratado de rodearme de mujeres que... Solo para mi satisfacción, ya me entiendes ―dije haciendo una pausa para coger fuerzas y me entretuve sirviendo el café para disimular mi nerviosismo.

Frunció el ceño, mi pequeña jirafa patosa era muy celosa. No podía remediarlo y como mi reciente pasado no era precisamente digno de un monje, a veces era un problema para ambos. Al final terminaría por confiar en mí, pero había que andar el camino.

La contemplé un segundo antes de atreverme a decirle lo que llevaba días queriendo decirle.

―Y eso no me ha hecho feliz. No eran mujeres a las que pudiera querer. Tú me haces feliz, Iría, como nunca lo he sido... y creo que, aunque pueda parecer una gilipollez lo que dijo Wilde, tenía razón en algo...

No me dejó terminar, se lanzó a mis brazos y la agarré por la cintura para pararla o terminaríamos en el suelo. Así era de impulsiva. Me besó y le devolví el beso que empezó a caldearme a una velocidad de vértigo.

―Creo que me has convencido ―afirmó separado nuestros labios en contra de mi voluntad.

―¿De qué te he convencido? ―pregunté riéndome a carcajadas y deslizando mi mano bajo su camiseta para acariciarle una de sus perfectas y preciosas tetas― no pretendía convencerte de nada.

―De que va a ser. ¡Hombres! Pues de que me quieres, carallo. Y que sepas que yo también te quiero ―murmuró mirándome con fijeza― te amo enano mandón ―terminó en apenas un susurro.

―¡A la mierda el desayuno! ―exclamé cogiéndola en volandas para llevármela a la cama y no tener que follármela sobre la mesa de la cocina.

Ella sonrió y noté como brilló su mirada. Era mía y yo era todo suyo. Y aunque aquello fuera el principio de una nueva vida para ambos, para mi tenía tintes de final. Porque al ser consciente por vez primera de lo que reflejaban sus ojos estuve seguro de que era para siempre.

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