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6. SERGIO

Vaya con la niñata. ¿Pues no que me había plantado cara? Aquel trabajo iba a resultar más coñazo de lo que había calculado. Podía ignorarla, como tenía pensado hacer en un principio, o divertirme chinchándola. Esa posibilidad me hizo sonreír, sobre todo viendo a la velocidad a la que explotaba. Había pasado del desconcierto al miedo y a la ira en menos de un minuto. Y luego se había metido con mi altura. Me había hecho hasta gracia, y eso que hacía tiempo que había perdido el humor y las ganas de reír.

Aquel no era mi destino soñado, no iba a negarlo. Odiaba trabajar con civiles. Quizás si la fastidiara lo suficiente ella pidiera que le asignaran a otro. Agustín, que era el responsable de mi rescate de Las Palmas y mi antiguo jefe de la unidad de antiterrorismo, seguía trabajando para la Comisaría General de Información y no tenía nada que ver con la Brigada Central de Escoltas. Según me había explicado, la niñata era una especie de protegida de un excompañero suyo de Vigo y se estaba ocupando del tema como un favor personal. Por ello no íbamos a aplicar el protocolo como correspondía. Que fuera la hija de Caaveiro y estuviera en serio peligro no supe si considerarlo un aliciente o un problema.

Lo gracioso es que Agustín estaba que se le caía el culo con la niña y seguro que le hacía caso si ella decidía echarme. Era una idea. Había dicho a todo aquello que sí no muy convencido. Pero si dejaba el puesto de escolta en ese momento lo más seguro era que terminara patrullando los barrios bajos de Madrid como había estado haciendo en Las Palmas.

En un principio supuse que me asignarían a algún político al que tendría que acompañar de casa al parlamento o al senado y a casa de nuevo. Luego a un coctel por aquí, a fiestas o a buenos restaurantes por allá, hacer de tapadera para su mujer cuando se tirara a una de sus amiguitas. Lo normal en el mundillo de los escoltas de los políticos. O incluso permitir que su mujer se desquitase conmigo. Mis compañeros contaban historias de lo más variadas y escabrosas.

Pero lo que había hecho en realidad era pasarme cerca de un mes acompañando a otros compañeros en sus tareas y redactando informes para ponerme al día acerca de los diferentes protocolos de actuación.

Un sueño hecho realidad.

Cuando me ofrecieron un verdadero caso fuera de los cauces habituales, rindiendo cuentas solo a Agustín, con peligro incluido en forma de cartel colombiano con posibles cuentas pendientes con el padre de la chica —y que probablemente iba tras ella— me había terminado pareciendo el paraíso. Pero ya no estaba para nada convencido. Y menos después de darme de bruces, literalmente, con una preciosa rubia de ojos verdes repletos de maquillaje, altísima y sobre todo peleona. Muy peleona. Y no nos olvidemos del piercing en el labio. Joder, como me había puesto el dichoso piercing en esos perfectos y carnosos labios.

Lo cierto es que había imaginado a una chica asustadiza y tímida que haría todo lo que se le dijese sin rechistar. Nada más lejos de la realidad.

Me puse a enredar en la cocina. Preparé café y abrí un paquete de magdalenas. Me planté en el sofá frente a la tele y me llevé un rato cambiando de canal sin ver nada.

Ella salió de su cuarto pasada una hora y dos cosas me llamaron la atención: las tetas que le hacían la camiseta ajustada de tirantes que llevaba y que tenía las puntas de los dedos todas manchadas de negro. Cuando fui capaz de reiniciar mi cerebro y dejar de mirarle las tetas —que por cierto eran perfectas— me acordé que estudiaba bellas artes y por lo tanto debía de estar dibujando.

Cuando terminó de servirse el café salió disparada hacia su cuarto y volvió a cerrar de un portazo sin ni siquiera mirarme.

Genial, me dije. Eso de estar encerrado con ella en ese piso desde las cuatro hasta las doce de la noche no iba a resultar tan sencillo como había pensado en un principio.

Me cansé de mirar el reloj cada cinco minutos como a las seis de la tarde. Menos mal que esa noche era noche de Champions y jugaba el Madrid. Había traído el portátil y esperé que pudiera conectarse a la tele para verlo mejor, porque dudaba que alguien hubiera contratado el canal de pago en el que lo retransmitían. Al menos ver un par de partidos haría que el tiempo pasase más deprisa.

Pensé entonces en Olga. Era la poli malagueña de la que me había hablado Javi y el ligue que más tiempo le había durado en su vida. Para que me hablara de ella de aquella manera en nuestra reciente noche de confidencias, algo tenía que haberle calado al sinvergüenza de mi amigo. Estuvieron juntos un par de meses y por lo que me había contado no se había limitado solo a follar como hacía con las otras; durante el tiempo que estuvo con ella había sido monógamo y por si fuera poco habían ido juntos al cine, al gimnasio, a cenar y esas cosas que hacen las parejas normales. Supongo que cuando la dejó fue por acojone, más que por otra cosa.

Olga estaba cabreada como una mona, me lo había demostrado esa misma tarde; así que ella tampoco lo había superado. Eso me pareció interesante. El enfado imaginé que era por haberla dejado sin mediar explicación y porque lo había pillado en su piso con un par de sus amiguitas tan solo tres de días después de la ruptura. Si es que Javi es un crack cuando quería cagarla con una tía.

Si supiera que a Javi le era indiferente iría a saco con ella, tenía pinta de tener un polvazo de impresión, pero no sé por qué me daba la sensación de que a mi amigo no le iba a sentar nada bien que lo hiciera. De hecho no le hizo ninguna gracia cuando se enteró de que ella era otra de los escoltas del objetivo al que me habían asignado. Quizás lo hiciera rabiar un poco, a lo mejor con eso se decidía a intentarlo en serio con ella. A veces los tíos necesitamos un empujón y empecé a cavilar como dárselo a mi amigo.

Como a las ocho volví a la cocina. El partido empezaba a las nueve menos cuarto y no quería tener que perderme ni un minuto. Comería durante el descanso, pero antes dejaría la cena hecha. Encontré varios paquetes de pasta gourmet y elegí unos casarecce. No se me daba nada mal la cocina a fuerza de tantos años viviendo solo. Con beicon, huevos y un poco de parmesano improvisé una carbonara de las de verdad, no la sopa de nata que suelen servir en los restaurantes españoles. Cualquier parecido con la auténtica carbonara es anecdótico.

Me senté a ver el partido y cuando comenzó el descanso puse a hervir el agua de cocción que había reservado en la misma olla y cuando estuvo a punto eché la pasta durante unos segundos, la escurrí de nuevo y la mezclé con la salsa.

Luego llamé a la puerta del dormitorio de Iria y pasados dos minutos asomó solo la cabeza. Llevaba el pelo recogido en un moño desecho casi en la coronilla y la cara manchada de carboncillo. Me hizo sonreír. Al menos parecía que se le había pasado el enfado. Entonces me fijé mejor en su pelo, tenía una cabellera espesa y recogido de aquella manera parecía tener todavía más cantidad. Sin pensarlo mucho la hubiera definido como rubia, pero su pelo tenía ese color entre el rubio y el castaño claro tirando casi a gris.

―He hecho la cena, supongo que te gusta la pasta porque tienes la despensa llena.

Me miró con desdén y me cerró la puerta en las narices. Me dio igual, me di la vuelta y fui hacia la cocina, me serví un buen plato y me preparé una bandeja para comer en la mesa que había delante de la tele.

Pasados unos minutos salió de su cuarto, seguía llevando la camiseta que hacía que se le marcasen las tetas más increíbles que había visto en mucho tiempo. En lugar de los vaqueros llevaba unos pantalones cortos con corazoncitos lila que imaginé que eran parte de un pijama y para rematarlo unas zapatillas grises horrorosas que pretendían ser un animal con orejas y todo. Las miré intentando descifrarlas como si fueran un misterio ¿eran gatos? Tenían bigote además de orejas puntiagudas. Terminé por determinar que sí que se trataba de dos gatos.

Luego tuve que felicitarme por haberme pasado un rato liado con las dichosas zapatillas, eso me había distraído de mirarle las piernas, que eran otro espectáculo. ¿Qué coño me pasaba? Tuve hasta que apretar los dientes. Era una niña y además intocable, era la persona a la que debía proteger.

Tenía que empezar a mirarla como a una hermana pequeña. Y tan pequeña, casi le doblaba la edad. En el expediente ponía que tenía veinte años, pero no parecía tener más de diecisiete. Yo cumpliría treintaisiete en noviembre, como quien dice a la vuelta de la esquina. Que podía ser casi su padre, vaya. Pensar en ello me hizo tranquilizarme. Una mocosa así no podía encender mi libido, era una especie de depravación. Ni de coña, no iba a dejar que ocurriera.

Se había quitado el absurdo maquillaje de los ojos di por hecho que se había duchado. En ese momento llevaba suelta su larga melena rubia y era lo que le daba ese aspecto más aniñado, junto a un rostro ovalado y de piel clara y muy fina. Pero lo que más llamaba la atención —además del cuerpazo— eran unos enormes ojos verdes de expresión triste y llenos de pestañas claras que casi no le cabían en la cara.

Una niña, Sergio, es una maldita mocosa, deja de pensar con la polla.

Mierda, acababa de ponerse de puntillas para coger algo de unos de los muebles altos de la cocina y al darse la vuelta con la camiseta subida había dejado a la vista un estomago plano y tonificado además de otro piercing en el ombligo.

Aquello no me gustaba un pelo. Tendría que llamar a Javi y que me pasara el contacto de alguna de sus amigas para desahogarme un poco. Llevaba dos semanas sin echar un polvo, desde que me había propuesto centrarme en el trabajo, y estaba claro que lo necesitaba. Decidí ignorarla y centrarme en el partido y en la pasta que no era por fardar, pero me había salido deliciosa.

La chica se sentó en el sillón que había a mi derecha y lo hizo en una postura muy de adolescente: sentada sobre una sola pierna cruzada.

―La pasta está muy buena ―afirmó sin ser capaz de ocultar el tono de extrañeza.

No dije nada y solo me limité a increpar al árbitro por una falta que no había pitado.

―Gracias ―insistió.

―De nada. Mi madre era medio italiana ―anuncié y noté como captaba de repente su interés― ¿se te da bien cocinar?

―Me defiendo bastante bien, me crie entre fogones ―aseveró, y me dio la impresión de que no lo decía para presumir.

―Si quieres podemos turnarnos y cada día hace uno la cena ―le planteé.

―Me parece bien.

Y no volvimos a intercambiar una palabra hasta que terminamos de comer.

Como no iba a poder ignorarla, muy a mi pesar decidí que llevarnos mal era la solución más fácil.

―Yo cocino, tú recoges ―propuse mirándola fijamente.

―Vale. Y mañana al revés ―respondió con voz cantarina.

―Mañana cocinas tú, lo de recoger ya lo veremos.

―Pero, ¿de qué vas?

―De poner las cosas en su sitio.

―¿Y el sitio es la Edad Media o qué?

―Mira, niña, ya te lo dije antes. No tenemos que llevarnos bien, pero aquí el que decide lo que se hace y cuándo se hace soy yo. Es lo que hay.

―Que te den, enano mandón. ―Y tiró la bandeja de malas maneras sobre la mesa haciendo tintinear el tenedor sobre el plato.

Me levanté y me interpuse en su camino. Ahora que iba con esas estúpidas zapatillas era casi de mi estatura, puede que solo dos o tres centímetros más alta.

―Quita-de-en-medio ―gruñó.

No me moví ni un milímetro.

―Que te quites de en medio.

―¿O si no qué?

―Me encantaría darte un puñetazo, pero lo que haré será hacer una llamada.

―Adelante ―la reté.

―Quita de en medio, no lo volveré a repetir. ―Y noté por su tono de voz que comenzaba a flaquear.

―Retira lo de enano mandón ―dije sin saber muy bien por qué, era una estupidez que algo así me molestara.

Ella rio, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.

―¿Acaso he mentido?

―Puede que no, pero has sido muy maleducada y a las crías maleducadas hay que meterlas en cintura. Discúlpate.

―¿O si no qué? ―me retó imitando mi tono anterior. Parecía haber vuelto a reunir fuerzas.

―Tranquila, no te daré unos azotes, ya te gustaría ―expuse con una sonrisa torcida.

―Eres un cerdo ―afirmó colorada como un tomate.

―Puede.

―Apártate, por favor ―pidió con los ojos brillantes.

Parecía a punto de llorar. Me arrepentí de inmediato y me eché a un lado, lo más pegado al borde de la mesa que pude.

Ella pasó por junto a mi casi contorsionándose para no rozarme y dio el tercer portazo que me habían dado en el día. ¿O era el cuarto? Oí como echaba el pestillo con rapidez y como se apoyaba en la puerta.

No me sentí orgulloso de cómo la había tratado, pero si me tenía por un capullo se mantendría alejada de mí y eso nos convenía a ambos. Esperé que hubiera tenido suficiente de mí, yo desde luego había tenido de sobra para unas horas. Las cosas muy buenas y las muy malas a pequeñas dosis, decía mi padre.

Vi el final del partido y recogí la cocina. Cuando quise darme cuenta eran las doce menos diez, oí unas llaves en la cerradura y por un momento me descoloqué. No tuve más remedio que recriminarme por estar haciendo un trabajo de escolta desastroso. Me había quedado paralizado. Para empezar no recordaba donde había dejado la chaqueta y la funda de la pistola y para terminar ni me había molestado en estudiar la distribución de la vivienda. Raúl entró y me relajé.

Raúl y yo coincidimos durante seis meses en la comisaría de San Blás - Vicálvaro. Yo acababa de entrar en el cuerpo con diecinueve añitos recién cumplidos y él llevaba unos pocos más, era un buen tipo, siempre me cayó bien.

―Me alegro de verte, compañero ―lo saludé con una sonrisa.

―Y yo ―contestó justo antes de darme un abrazo y un par de palmadas en la espalda de modo afectuoso a los que correspondí sin dudarlo― estás igual.

―No creas.

―Que sí, mírame a mí, casi calvo. Me afeito porque ya no me queda otra.

―Que va, hombre, estás como siempre ―repuse con genuina sinceridad.

―Me alegro mucho de verte tan bien.

―Y yo.

―¿Qué tal tu primer día?

―Supongo que regular. Te dejo con la fiera ―suspiré terminando de ajustarme la funda de pistola y sujetando la chaqueta bajo el brazo.

―¿Fiera? ¿Te refieres a Iria? Si es un encanto de niña.

―Lo será contigo, a mí me ha echado la cruz.

―Y tú no has tenido nada que ver. Mira que te conozco, Betancourt.

―Bueno, puede que se me fuera un poco el baifo y la haya hecho rabiar.

―Es una buena chica y lo está pasando mal. No la putees, hombre.

―Sí, bueno, supongo que hemos empezado con mal pie. Me ha llamado enano mandón ¿sabes?

Raúl se descojonó.

―Te está bien empleado, que no te engañe su aspecto frágil, es dura.

―Sí, que los tiene bien puestos me ha quedado claro. A ver mañana, intentaré entrarle en plan hermano mayor o puede que termine patrullando de nuevo. Me ha amenazado con hacer una llamada.

Raúl se carcajeó de nuevo y me dio un par de palmadas en el brazo.

―Ándate con cuidado o se te comerá vivo ―me advirtió en tono jocoso.

En eso estaba yo pensando precisamente.

―Sí. En fin, hasta mañana.

―Hasta mañana.

―Que pases buena noche ―añadí justo antes de cerrar la puerta.

Al salir a la calle respiré el aire fresco. Un par de imágenes de mi reciente protegida cruzaron mi cabeza y las desterré de inmediato. Encendí el móvil y le envié algunos mensajes a Javi para vernos. Me contestó en menos de un minuto:

Javi Pringado
Estoy en mi casa con una pelirroja que conocí
la otra noche. En sentido bíblico, claro está.
Tengo algunos planes para ella. Puedo decirle
que se traiga a una amiga. ¿Alguna preferencia?

«Alta, rubia de pelo largo y con unas tetas increíbles».

Ninguna.

Javi Pringado
Pues sí que estás desesperado.

Algo así.

Javi Pringado
¿A qué hora sales?

Acabo de hacerlo.

Javi Pringado
Perfecto, nos vemos en mi casa. No tardes
o me lo montaré con las dos.

Descuida, que voy directamente.

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