5. IRIA
Llevaba casi un mes instalada en un piso en Chamberí, una zona de Madrid antigua y castiza con lugares preciosos que además estaba a un paso de la Facultad de Bellas Artes. El barrio se llamaba Gaztambide, en un honor a un compositor navarro de zarzuelas e impulsor del género en el Madrid del siglo diecinueve. Sí, lo tuve que buscar en Wikipedia.
No era mi ideal de vida, y tenía mis días de bajón; no quería estar allí y esos días se me notaba mucho más, pero podría decirse que me había conformado.
El piso era pequeño. Tenía una entrada grande separada del salón por un falso tabique de ladrillos de vidrio ―que tenían un nombre extraño que nunca conseguía recordar― lo que le daba un toque de modernidad. El salón era cuadrado y de buen tamaño, a la izquierda estaba la cocina que se abría al salón en un intento de parecer un espacio único, pero conservaba una columna y parte de un tabique que le daba un aspecto extraño. Una península a modo de barra con tres taburetes altos de diseño constituía la única separación con el salón.
En la pared de la izquierda a continuación de la cocina se encontraban la puerta del primer dormitorio y la del baño. A la derecha se ubicaba mi habitación que no estaba del todo mal, era bastante espaciosa y disponía de su propio baño, lo que había terminado siendo importante para mí teniendo en cuenta que tenía a dos tíos dando vueltas a mí alrededor durante dieciséis horas. El tercer turno de ocho horas lo cubría una policía llamada Olga que era como una especie de sombra invisible, pero que en las ocasiones en las que necesitaba intimidad, no me hacía sentir a tan incómoda, al fin y al cabo era una chica.
Respecto a la decoración, mi nuevo hogar era como la gran mayoría de pisos compartidos por estudiantes. Los muebles constituían retales de varios estilos y colores, aunque lo cierto es que en conjunto resultaba acogedor. De mi habitación no podía quejarme, decorada en tonos neutros, en el centro había una de esas camas de matrimonio pequeñas. Me empeñé —y conseguí— pintar una de las paredes en un tono lila suave y luego llené la cama de cojines de colores y el resto de paredes de mis dibujos a carboncillo. Me había hecho con un caballete para poder pintar y dibujar cuando no iba a clases, y así se convirtió en una mezcla de dormitorio y estudio. Más bien mi refugio, en el que me encerraba la mayor parte de las horas que pasaba en esa casa.
La verdad es que me acostumbré a seguir una rutina y no solía romperla, eso me hacía la vida más fácil, y no solo a mí, también a mis acompañantes forzosos que entraban y salían de mi vida con una precisión digna de los obreros de una fábrica.
En un principio, Carlos y Raúl habían comenzado con las tareas de protección compartiendo veinticuatro horas conmigo en días alternos. Por lo visto algo nada habitual en los servicios de escolta, que no solía sobrepasar las ocho horas, doce como mucho. Mi caso era especial, qué suerte la mía. El problema es que, además de una paliza para ellos y un inconveniente para mí, que tenía que aguantarlos todo un día, resultaba extraño aparecer con ellos en clase como si un hermano mayor —en el caso de Raúl— o un novio celoso con permanente cara de cuerno quemado —en el de Carlos— tuvieran que tenerme vigilada un día sí y otro también. Como dábamos tanto el cante, incorporaron a Olga al equipo; tenía veintisiete años, pero parecía de mi edad. En ese momento ella llegaba todos los días a las ocho de la mañana, desayunábamos juntas y me acompañaba a la Facultad. Luego se camuflaba con el resto de estudiantes y estaba pendiente de mí desde la distancia, como una sombra. Ninguno de mis compañeros de clase se había dado cuenta. Y si lo hacían, teníamos una historia perfecta preparada para contarles.
Olga por otra parte me caía bien, no es que fuera muy habladora y no teníamos mucho en común —por no decir nada—, pero nos entendíamos, y no se metía en mi vida más de lo necesario. Yo soy alta, mido uno setenta y cinco, pero ella debe de rondar el metro ochenta, sin embargo, mientras mi aspecto es más bien de chica flaca y desgarbada con algunas curvas, ella tiene un cuerpazo que nunca entendí por qué pretendía esconder. No se arreglaba nada, siempre iba en vaqueros y camisetas anchos y jerséis sueltos. Llevaba el cabello corto por detrás, con mechones más largos en la parte del flequillo. Lo que resaltaba su belleza natural. Siempre pensé que tenía un rostro muy armonioso así que no me pude resistir y la había retratado varias veces, al principio de memoria y luego con su beneplácito. La verdad es que andaba tras ella para que hiciera de modelo para las clases de dibujo o pintura en la facultad —desnuda, claro está—, pero cuando se lo propuse, se negó con una cara de susto tal, que me provocó una risa de estas tontas al pensar en que toda una policía y de las mujeres más seguras de sí mismas que había conocido, tuviera esa mezcla de pudor y recato.
En realidad no podría decirse que nos lleváramos ni bien ni mal, supongo que habíamos terminado por acostumbrarnos la una a la otra. Al acabar las clases solíamos comernos un sándwich en cualquier cafetería del campus y Raúl le hacia el relevo a las cuatro de la tarde, que normalmente era la hora en la que llegábamos a casa. Decidí no asistir a las asignaturas que se impartían por la tarde, total no me iba a examinar y las materias que más me interesaban, que eran dibujo, pintura y audiovisuales, las tenía por la mañana. El año siguiente me centraría en las clases no recibidas y sanseacabó. No me costó mucho tomar esa decisión.
Con quien me llevaba de lujo era con Raúl. La verdad es que nos habíamos convertido en una especie de amigos, a pesar de la diferencia de edad. Raúl estaba casado y tenía dos hijos de ocho y diez años y me encantaba que me hablara de ellos, sobre todo del pequeño, que era un buen elemento; cada vez que me contaba sus últimas travesuras me hacía morirme de la risa. Se notaba de lejos que era un padre atento y considerado. A veces me hacía lamentar el no haber tenido un padre como él; un padre que hubiese estado pendiente de mí, tanto para lo bueno como para lo malo: que me leyera cuentos por las noches y me riñera cuando las camisetas que llevaba me hacían enseñar el piercing del ombligo o se quejara cuando me pasase con el lápiz de ojos. Algo que por cierto me estaba empezando a ocurrir mucho. Había días que terminaba con los ojos llenos de churretes negros a medio día, pero como me daba un aspecto algo siniestro y eso provocaba que no se me acercara mucha gente... decidí que estaba mejor así.
La mujer de Raúl era enfermera y hacía turno de tarde en el Carlos III desde hacía bastante tiempo, por lo que por primera vez en años coincidían todos cada día en casa durante la mañana y luego por la noche, y ambos estaban encantados. Raúl y yo teníamos mucha confianza y bromeábamos a menudo acerca del ritmo que debían llevar en la cama desde que estaban tantas horas juntos. Él bromeaba diciendo que iban a terminar los dos agotados, se iban a tener que dar de baja y no iban a recuperar de nuevo un horario compatible, por lo que quizás deberían plantearse empezar a tomárselo con moderación. Yo por mi parte solía insistirle en que si su mujer se quedaba embarazada y tenían una niña estaban obligados a ponerle mi nombre, ya que gracias a mí habían vuelto a la época de recién casados, y él se mondaba de la risa en respuesta.
Por lo menos alguien se lo pasaba bien porque lo que era yo, estaba a dos velas desde hacía semanas.
Carlos, el tercero en discordia, llegaba a las doce de la noche para irse a las ocho de la mañana, cuando lo relevaba Olga. Apenas lo veía y aunque sé que tenía órdenes de no dormir, o al menos de no hacerlo a pierna suelta, se acostaba como si no fuera con él. Yo no me inmiscuía y él me evitaba, con lo que apenas nos veíamos.
La verdad es que la rutina en la que se había convertido mi vida era como el puñetero día de la marmota.
Solo me salvaba gracias a los ratos de las tardes que compartía con Raúl y a que, desde hacía dos semanas, el comisario Páez ―bueno, había vuelto a llamarlo de nuevo Agustín, desde que volvía a no estar enfadada con él― me había permitido comunicarme vía WhatsApp con Toño, Hermelinda y las chicas. A ver, me habían confiscado mi teléfono antes de salir de Pontevedra, pero me había dado a cambio uno nuevo sin uso de datos, sin llamadas y al que solo podía conectarme a internet mediante wifi, con una única aplicación instalada, el Whatsapp, y con todo capado y más que capado para que no pudiera añadir contactos ni nadie pudiera localizarme. Ni una mala foto podía hacer. Respecto a las nuevas tecnologías estaba como antes de cumplir los doce años.
«¿Cómo voy a conocer gente de esta manera?», le pregunté enfadadísima a Agustín un día que vino a verme.
«No te quejes tanto ―me respondió―. Mi generación nunca tuvo acceso a teléfono móvil ni redes sociales y aquí estamos, siempre nos encontrábamos cuando quedábamos y mucho menos dejamos de perder el contacto. Si te ibas a otra ciudad para eso estaba el correo, sin electrónico, escribías cartas y punto. Y si te quieres echar amigos nuevos te apuntas sus teléfonos y los llamas desde el fijo, como toda la vida».
«Sí, genial, la nueva, la galleguiña y ahora la rara. Mi vida mejora por momentos», le espeté de malas formas.
Durante mis primeros días en Madrid me había dejado escribirle unas cartas a Toño y a Hermelinda que enviaba a través de la valija que usaban entre las comisarías para que no existiera matasellos ni registro en correos, y estaba a punto de rendirme y empezar a escribir cartas a mis amigas también cuando apareció por el piso sonriente, con un móvil viejísimo y usadísimo y con esas absurdas condiciones. Sobra decir que casi me lo como a besos.
Precisamente esa tarde estaba deseando regresar a casa para encender el móvil y wasapear un rato con Toño y las chicas. Iba hablando tan tranquila con Olga cuando abrí la puerta del piso y entré sin mirar. Más bien iba mirando hacia atrás, en dirección a Olga. Se nos había hecho tarde porque había cola en la cafetería y habíamos terminado en el bar de la esquina del bloque y debían ser las cuatro y cuarto.
Todo ocurrió en segundos, sin embargo yo lo viví como a cámara lenta.
Di un par de pasos mientras le decía a Olga que no se preocupara, que podía irse que seguro que Raúl ya estaba allí, cuando me choqué contra lo que al principio me pareció una pared y luego deduje que se trata de un torso masculino con músculos de acero. En ese momento pensé que debía de ser altísimo porque mi cara se había golpeado contra su esternón y ese día yo llevaba unas botas negras con aire militar, pero con sus buenos ocho centímetros de tacón. El tío debía medir más de dos metros.
Parecía estar con los brazos en alto y al mirar arriba de reojo me di cuenta que estaba cambiando la bombilla del recibidor y pensé que era Raúl, que siempre llegaba antes de hora y era normal que nos lo encontráramos haciendo cosas en casa como si fuera la suya. Sin embargo, lo de la altura me descuadró. Justo entonces bajó los brazos en un acto reflejo, soltando la bombilla que se hizo añicos contra el suelo. Luego se agarró con fuerza a mis brazos, como si necesitara guardar el equilibrio porque literalmente lo había atropellado. Terminamos chocando contra la pared de ladrillos de cristal, después de trastabillar unos pasos. Salvo que durante aquellos pasos vacilantes y accidentados, mi perspectiva cambio del todo, y esta vez me dio la sensación de que se había caído de rodillas, porque de repente me vi entre sus fuertes brazos y con su frente a la altura de mi boca. Es más, tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no estampar mis labios en esa frente durante el choque contra la pared.
Tardé un momento en reaccionar, él me había abrazado para evitar que me hiciera daño llevándose todo el impacto contra la pared, lo supe porque un gruñido reverberó en su caja torácica como un trueno, y sobre todo porque yo no me hice nada de daño.
Respecto a la altura estaba claro que me había confundido. No estaba de rodillas ¡estaba de pie! Debía de haber estado subido encima de algo porque lo tenía frente a mí y era bastante más bajo que yo.
Me separé un poco y lo miré a los ojos, tenía un color de ojos que jamás había visto, marrón muy claro con motas que parecían doradas y por si fuera poco rodeados de unas espesas pestañas negras. Su tez era tan morena que los ojos parecían más claros de lo que eran, haciendo que destacaran aún más. Vamos unos ojazos. Llevaba el pelo muy corto por los lados y arriba un poco más largo y despeinado al estilo «me da igual porque sé que me queda bien». Y olía a una mezcla de loción de afeitar y una fragancia que me parecieron flores silvestres. Volví un segundo a sus ojos y tuve que contener un suspiro. Dejé de desvariar y por primera vez fui plenamente consciente de que no era Raúl y ahí me asusté de verdad. Él aún me tenía agarrada y me estrechaba contra él, pero de un modo protector, nada que ver con cómo Toño me abrazaba.
No sé porque carallo los comparé, pero lo cierto es que lo hice.
De repente mi mente empezó a funcionar a toda velocidad, ¿dónde estaba Raúl? Era absurdo que hubieran llamado a un electricista para cambiar una bombilla, pero por otro lado si era un sicario enviado para matarme, ¿qué diablos iba a hacer cambiando una bombilla?
Tras mi razonamiento comencé a tranquilizarme, sin embargo, el recuerdo de una furgoneta blanca me hizo activar todas las alarmas de nuevo. Si casi me habían cambiado una rueda en la autopista antes de dejar claras sus intenciones ¿por qué no iba a hacer ese tío lo mismo? Quizás pretendía aflojar la bombilla para atacarnos a Olga y a mí en la oscuridad. Él debió intuir el miedo en mí porque frunció el ceño un segundo y luego me descolocó ver en sus ojos una chispa de diversión. ¿Yo estaba acojonada y a él le divertía la situación? Entonces me apartó casi de un empujón y me soltó:
―¿Es que nunca miras por dónde vas?
La pregunta y su actitud chulesca me cabrearon sobremanera, lo que acabó de un plumazo con el miedo que me recorría. Con los brazos en jarras lo desafié con la mirada.
―¿Y tú quién coño eres y que haces en mi casa?
―¿Es siempre tan ágil y tan simpática? ―preguntó dirigiéndose a Olga que nos miraba con su semblante serio de siempre.
¿Me acababa de llamar torpe y antipática? Miña nai [1], tenía la mandíbula y una nariz perfectas y sentí la necesidad de dibujarlo en ese mismo momento.
―Iria, este es el subinspector Betancourt, viene a sustituir a Carlos, que lo han trasladado para escoltar a otra persona.
―¿Y-y Raúl? ―Acerté a preguntar presa del desconcierto.
―El subinspector hará las tardes a partir de ahora, lo ha solicitado así Raúl. A su mujer por lo visto le han cambiado el turno de improviso durante un par de meses y Agustín ha dado su visto bueno ―explicó Olga.
Me quedé muda mirándolos a uno y a otro alternativamente durante unos segundos. No tuve tiempo de preguntarle a Olga por qué leñes no me lo había contado. Mientras tanto tuve que presenciar como el subinspector chulito con perfil griego se la comía literalmente con los ojos, y por supuesto sin importarle lo más mínimo mi presencia. Incluso tuve que aguantar que me apartara casi de un empujón para acercarse a ella a darle dos besos y decirle en tono meloso:
―Llámame Sergio, es un placer conocerte por fin, agente Rodríguez, me han hablado muy bien de ti. ¿Te apetece quedarte un rato?, podríamos tomarnos un café y charlar.
¡Pero bueno!, el tío era un idiota redomado, ¿pues no que estaba intentando ligarse a Olga delante de mis narices? Menudo cretino, ¿en manos de qué clase de poli me iban a dejar? ¿Y ese acento...? Parecía canario, aunque no estaba segura. Nunca antes había conocido a un canario. Las palabras salían de su boca de forma pausada, les imprimía un cierto tonillo casi como si cantara y pronunciaba las eses de modo muy dulce. No tenía idea de por qué, pero mi enfado estaba comenzando a diluirse mientras lo oía y lo contemplaba.
―No ―dijo tajante Olga sin ni siquiera mirarlo― mi turno ha terminado, hasta mañana, Iria ―se despidió guiñándome un ojo, entonces se volvió hacia mi nuevo escolta y le espetó―: ah, y dile a tu amigo Javi, el pichacorta, que se abstenga de hablar de mí y de paso que se vaya al carajo ―y salió dando un portazo dejándome con la boca abierta y a mi nuevo escolta con una sonrisa de suficiencia que me entraron ganas de borrar de un puñetazo.
―No tienes nada que hacer con ella ―le solté y me arrepentí de hablarle de inmediato ¿qué coño me pasaba?
―No creas, terminará por caer. Todas lo hacen ―aseguró volviéndose hacia mí.
¿En serio acababa de decirme eso?
―¿Qué número de pie calzas?
La pregunta lo pilló desprevenido porque de repente pareció mirarme con verdadera atención.
―¿Por qué quieres saberlo?
―Porque tengo un pie grande y quizás puedas ponerte unos de mis tacones, tengo unos con plataforma que serían perfectos, en realidad son mis preferidos ―susurré como la que revela un secreto importantísimo―. Lo digo para que puedas mirar a Olga algo más cerca de sus ojos, ya sabes ―como si necesitara una explicación, ja, triple para Iria―, ahora mismo no es que estéis muy igualados ―lo reté estirando mi cuello al máximo sin dejar de mirarlo desde arriba.
Pensé que me estrangularía o me soltaría una fresca y por eso me sorprendió un poco cuando comenzó a reír a carcajadas. Sin embargo, lo que de verdad me sorprendió fue que no parecía un hombre muy dado a reírse, de hecho me dio la sensación de que la risa se empeñaba en atascarse en su garganta como si llevara tanto tiempo sin hacerlo que ya no supiera cómo. Cuando terminó de reír estaba tan sorprendido como yo, y tal vez fuera por eso o tal vez no, pero me observó con un poco más de interés y tras apretar ligeramente la mandíbula pude ver como su miraba se cargaba poco a poco de cinismo.
―Mira... ¿Irina?
―Iria ―le corregí― si bien estaba segura de que sabía mi nombre y todo lo que había que saber sobre mí de sobra.
―Limítate a hacer lo que te diga y todo irá bien ¿de acuerdo?
No tenía pensado contestarle porque sabía que me estaba pinchando deliberadamente, pero no lo pude evitar. Solo con echarme esa miradita de superioridad había conseguido sacarme de quicio.
―¿De verdad? ¿No llevas conmigo ni tres segundos y te atreves a darme órdenes? Pues por mi puedes irte... al carallo con tu amigo el pichacorta ―solté como una olla exprés a punto de explotar de ira contenida.
Me encaminé a mi cuarto donde entré y cerré dando un portazo. Luego eché el pestillo, y todavía furiosa, me puse a dibujar para quitarme de la cabeza a aquel enano gilipollas que al parecer era mi nuevo escolta.
Bueno, muchas gracias por leerme. Espero que te haya gustado. Muy pronto más capítulos. Ya sabes, ayúdame con tu opinión sobre el argumento, redacción, ortografía. ¡Tus comentarios son importantísimos para mi! Y no te olvides de seguirme y votar, pero solo si quieres 😉 ¡gracias!
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