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4. SERGIO

Mi vuelta a Madrid después de tres años no resultó como esperaba. Iluso de mí pensé que tras ese tiempo vería las cosas de otra manera, con cierta distancia. No fue así, nada más bajar del avión en Barajas todo el pasado se me vino encima de golpe y me di cuenta de que había querido enterrar las cosas sin enfrentarme a ellas. Me aterraba no solo pensar en lo que me ocurrió, me aterraba la posibilidad de tener que volver a pasar de nuevo por una traición así.

Cuando me sancionaron con el traslado forzoso fue una liberación, una buena excusa. Las Palmas estaba lo suficientemente lejos y me resultó mucho más sencillo alejar mis demonios, empezar a olvidar. Además me lo planteé como una vuelta a casa, un comienzo nuevo, alcanzar algo de normalidad en la tierra que me vio nacer y en la que pasé mi época más feliz. Al llegar a las Palmas me di cuenta de que ya no me quedaba nadie; había salido de allí con dieciocho años y sin familia no había razón para volver, por lo que terminé por perder también el contacto con mis amigos. Lejos de sentir el lógico desarraigo, me fue más fácil poner distancia con todo lo que me importaba. Así que me convertí en alguien que vivía la vida con total despreocupación. Sin pensar en nada. Solo. Era cuestión de comodidad: no tenía amigos que me dieran la lata ni criticaran mis malos hábitos, salía cuando quería y respecto a las mujeres... No iba a ser tan estúpido como para volver a enamorarme y sufrir de nuevo. Decidí pasarme el tiempo follándome a todo bicho viviente que se me cruzara por delante en un claro intento de demostrarme a mí mismo que ya no me importaba el amor. Y por supuesto regando con litros de whisky los momentos en los que me asfixiaba mi vida vacía.

Esa realidad me golpeó sin piedad. Fue casi como si me hubieran dado una bofetada. Llevaba huyendo desde los dieciocho años. Me había convertido en alguien que se mantenía a distancia de todo y de todos intentado olvidar algo que ni siquiera había logrado asimilar. Fui consciente de ello nada más pisar el aeropuerto y un segundo más tarde al percibir el ruido, la polución y ver el color de los taxis de Madrid se me cayó el mundo encima, con todo su peso.

Con los sentimientos a flor de piel pensé en Javi y en que no podría verlo hasta el día siguiente porque tenía turno de noche, así que, siguiendo un impulso y sacando fuerzas de donde no las tenía, me subí a un taxi y fui directamente al cementerio de la Almudena. A verla. Mi amigo era un auténtico coñazo, pero si en algo tenía razón era en que debía pasar página. Ir a despedirme y a aclararme ciertas ideas era algo que necesitaba hacer, sobre todo si quería dejar de sentirme tan culpable. Al menos me debía el intentarlo.

A la vuelta del cementerio me instalé en el piso que había encontrado Javi para mí. Era de un compañero al que habían destinado a otra ciudad y lo tenía a la venta. A él le venía bien porque de esa manera si la inmobiliaria necesitaba enseñarlo estaría vivido y no cerrado y con los muebles cubiertos por sabanas, como hasta ese momento. Yo mismo tenía un piso en propiedad en Madrid, pero entre que lo tenía alquilado y que era el piso que compartí con Elena, no me veía con fuerzas para volver a instalarme allí. Tenía pensado alquilar un estudio barato en cualquier barrio cerca de mi nuevo destino. Mientras tanto, el arreglo provisional que me había conseguido mi amigo me iba al pelo.

El día siguiente a mi llegada era sábado y Javi me obligó a que saliéramos de juerga, a pesar de que no me apetecía nada. La pesadumbre me frenaba tras la visita al cementerio. Pero no me dejó negarme. Así es Javi. Fue más una noche de confidencias, de esas que tienen las tías una vez por semana y nosotros una vez cada cinco años, por supuesto regada convenientemente con litros de alcohol para suavizar el tema.

Javi me habló largo y tendido de sus últimos ligues, alguno más serio que otro, hizo mención especial a una chica de Málaga que era también policía y que había conocido en un curso de reciclaje operativo en el que habían coincidido. Por lo que me contó, me dio la sensación de que le había dejado cierta huella, pero la cosa no había salido bien. Luego comenzó a quejarse de que iba cumpliendo edad y de que desde lo de Juanmi le había dado por plantearse cosas que nunca antes se habría planteado. Le dije que o bien tenía la crisis de los treinta ―Javi solo tenía treinta y dos―o bien era que por fin había madurado. Pero nada más pronunciar la palabra madurado los dos estallamos en carcajadas; la madurez no iba con ninguno de los dos. Luego me tocó sincerarme a mí y terminamos borrachos como cubas llorando y gritándonos a viva voz lo mucho que nos habíamos echado de menos y —con la boca bastante más pequeña— lo mucho que nos queríamos, eso sí, sin parar de abrazarnos hasta casi asfixiarnos.

Cuando llegó la hora de irnos ninguno de los dos estábamos lo bastante despejados para conducir, por lo que, cuando cerraron el bar echándonos a la calle, mi amigo decidió llevarme andando a un antro de esos de música alternativa con gente tatuada y llena de piercings. No es que tenga nada en contra de ese rollo, simplemente no es el mío. Y bueno, los pendientes en según qué lugares del cuerpo de una mujer me ponen bastante y yo mismo llevo un tatuaje en el antebrazo. Una frase corta pero que en su momento me marcó y decidí perpetuarla en mi piel: «soy feliz con poco, pero no con nada». Hubo algunos momentos en mi vida en los que me quedé sin nada, no estaba mal recordarlo.

Javi me habló de una chica que había conocido justamente en ese mismo bar hacía no mucho. Me estaba contando la historia con mucha vehemencia y lo escuché con atención mientras nos bebíamos dos enormes coca colas para conseguir que se nos quitara la cogorza. Como parecía que no íbamos a conseguirlo en un corto plazo de tiempo y Javi tenía turno a primera hora del domingo, terminó por impacientarse, me dejó las llaves de su coche y cuando concluyó su historia se fue en taxi a dormir.

Yo, por el contrario, no tenía nada que hacer al día siguiente y me propuse serenarme durante un rato más para conducir sin riegos; a Javi no le hacía mucha gracia dejar el coche tirado en aquel barrio. Entonces una chica morena se acercó a la barra, justo a mi lado y captó un segundo mi atención. Vi el tatuaje que llevaba tras la oreja, una entrada USB que parecía real. Me fije mejor en ella y allí estaban: el piercing en la ceja y la nariz, y el flequillo teñido de rojo. No pude recordar su nombre, pero supe enseguida que era la chica de la que me había hablado Javi hacía unos minutos, antes de irse: «es normalita, no es gran cosa ―me dijo después de describirla― pero tiene buen cuerpo y ―para contarme esto último bajó un poco la voz como si se avergonzara, porque en realidad con la música a todo volumen nadie podía oírnos― es de las que se corren sólo con meterle caña a los pezones, ya me entiendes. Me la he tirado un par de veces o tres. Necesita palabrería previa, pero sólo un rato, una vez le metes mano a las tetas, tío... Te deja hacerle lo que quieras, la última vez hasta me abrió la puerta de atrás.»

Volví a repasarla con la mirada y me dije: ¿por qué no?

La seguí, me hice un poco el encontradizo, la empujé con suavidad, lo justo para que tropezara tirándole la cerveza y así tener excusa para invitarla a otra. La acompañé a la barra, saqué todos mis encantos y me propuse comportarme como todo un caballero: le di conversación agradable e inteligente durante un buen rato. Cuando llegó la hora de tontear le acaricié el tatuaje con el pulgar y le dije que era el más original que había visto en mucho tiempo, después le confesé que tenía los ojos preciosos. Le debí parecer sincero, porque me sonrió e incluso se puso colorada. No había mucho más que valiera la pena reseñar, salvo sus tetas, la estrecha cintura, el culo y quizás las piernas; y no son partes del cuerpo que debas piropear, por lo menos hasta haber entrado en faena. De hecho tenía una nariz aguileña tan grande y unas cejas tan pobladas y extrañas que dudaba que pudiera tirármela mirándola a la cara.

Qué coño, estaba buena y esa noche me serviría para olvidarme de todo.

No tardó mucho rato en dejarme que le metiera la lengua hasta la campanilla y cuando la llevé casi en volandas hacia el baño de hombres no opuso mucha resistencia. Nos encerramos en uno de los cubículos y en cuanto le metí mano bajo la camiseta y aparté el sujetador empezó a derretirse entre mis brazos ―bien por Javi, eso sí que fue un buen consejo de amigo―. Tenía esas tetas que no son ni pequeñas ni grandes, de las que te caben en la mano, pero a las que la gravedad no parece afectar. De las que en cuento le rozas los pezones con las yemas de los dedos se endurecen hasta alcanzar el tamaño de garbanzos. Comencé a acariciarlos, a pellizcarlos y yo también me endurecí sólo al comprobar el efecto que mis dedos tenían sobre ella.

Cuando comencé a usar la lengua y los labios para lamérselos y chupárselos con devoción, gimió como si estuviera a punto de correrse y yo entré en modo depredador, le di la vuelta y le bajé los pantalones y el tanga desoyendo sus quejas, que cesaron en cuanto volví a pellizcarle los pezones.

Una vez me hube puesto un condón la incliné hacia delante, pero no sin antes comprobar que estaba a punto, no soy tan cabrón, y vaya si lo estaba. Jamás había visto a una tía mojarse de esa manera. La penetré de un solo empellón y volví a centrarme en sus pezones mientras la embestía sin descanso.

Cada vez que parecía a punto de correrse le soltaba las tetas y la sujetaba de las caderas, ella se quejaba del abandono de mis dedos casi sollozando, pero me estaba dejando hacer sin rechistar, así que parando y volviendo a empezar de aquella manera me la follé durante un rato.

Ella no iba a aguantar mucho más y yo no estaba para nada cerca, lo cierto es que la chica no me ponía lo suficiente, la cantidad de alcohol en mi cuerpo tampoco es que ayudara, aunque lo del baño y la postura tenían cierto morbo. Decidí arriesgarme acordándome de las palabras de Javi. La vida está hecha para los valientes. Salí de su interior, le unté la entrada del orificio hasta entonces vedado para mí con sus propios jugos, y le introduje un dedo para dilatarlo poco a poco. No es que fuera un experto, pero al menos había hecho los deberes. Se retorció un poco, no parecía muy conforme, pero la sostuve con firmeza y le prometí el mejor orgasmo de su vida.

Durante años había intentado hacerlo con mis parejas y también durante los tres años de desenfreno sexual en Las Palmas, pero por una cosa u otra nunca había culminado —a mi edad y virgen en esas lides— y por fin me iba a estrenar. Se me debió formar una sonrisa de bobo de estas que no consigues borrarte de ninguna manera, fue una sensación parecida a cuando de adolescente te dejan tocar la primera teta.

Ella protestó un poco por la invasión, por lo menos al principio, pero me tome mi tiempo y seguí untándome la polla con sus fluidos cada vez que la sacaba, hasta que pude penetrarla hasta el fondo. Fue una sensación increíble.

Entonces volví a sus pezones y ella volvió a deshacerse en gemidos mientras la penetraba ya sin descanso. Ahí me excite de verdad, estaba tan apretada y podía sentir tan amplificados sus pequeños espasmos de placer que creo que no aguanté ni dos minutos. Ella se corrió entre gemidos chillones y comenzó a apretarme la polla desde dentro y a exprimirme como si fuera el día del Juicio Final. Yo la acompañé con un gruñido digno de un cavernícola. Fue el orgasmo más largo y más fuerte que había experimentado hasta el momento. O por lo menos en ese momento me lo pareció.

―Joder, ha sido alucinante ―le dije a la chica.

―Sí ―me respondió ella aún entre jadeos y sonriendo como yo―, la hostia.

Y entonces, al mirar cómo se limpiaba y se recolocaba la ropa, el pensamiento más absurdo del mundo se me pasó por la cabeza. Si había sentido todo ese placer con una desconocida que ni siquiera me gustaba —por no decir que más bien me parecía hasta fea— hacer eso con alguien a quien quisieras debía de ser la leche.

La sonrisa se me borró de golpe y tras subirme los pantalones y tirar el condón al váter, salí de allí a toda mecha sin despedirme, dejando a la chica con cara de pasmo.

Abandoné el maldito antro y tras caminar un buen rato hacia el coche me pase dos horas dando vueltas por la M-40 intentando vaciar mi mente y no pensar en Elena ―a la que echaba cada vez más de menos y a la que cada día que pasaba perdonaba un poco más― y en las cosas que ya no podría vivir con ella. Ni con ninguna otra.

Eso me hizo sentir el hombre más despreciable del mundo. Me había convertido en uno de esos capullos superficiales y hedonistas a los que siempre había criticado y tomé una decisión: centrarme en mi nuevo trabajo de escolta y hacerlo lo mejor posible, apartar a las mujeres fáciles y al whisky durante una temporadita. Aunque en seguida fui consciente de que era más fácil hacer la promesa que cumplirla.

Y un nuevo pensamiento absurdo se me pasó por la cabeza ¿Y si acababa protegiendo a mujer importante? Alguien sexi e inteligente que terminase suplicando de rodillas por mi amor. Resoplé y casi me reí, el trabajo de escolta es lo más alejado a algo emocionante y lo más seguro es que acabara con el político de turno de puticlub en puticlub. Decidí poner música para intentar poner en blanco la maldita mente enfermiza que Dios me había dado.

De repente recordé lo que me había soltado el capullo de Javi esa misma noche, y lo cierto es que venía al hilo. Mi problema, según él, era que podía follarme a todas las mujeres del planeta y nunca quedar satisfecho porque yo era el típico tío que necesitaba estar enamorado. Menuda tontería.

Pero a pesar de descartar las estúpidas teorías de mi amigo, una sensación de vacío que hacía tiempo que se había instalado en mi interior creció esa noche un poco más.

Toqueteé un rato los botones del salpicadero hasta que conseguí elegir un CD al azar de los que estaban cargados en el pedazo de equipo de sonido que Javi tenía montado en el coche y Loser de Beck comenzó a sonar. ¡Música!, al fin. Pero la expresión de triunfo me duró más bien poco porque según avanzaba la canción no pude evitar sentir que me había engañado de nuevo a mí mismo con mis falsos propósitos de enmienda y seguía siendo un patético perdedor.

Gracias, gracias, gracias por leerme.

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