38. SERGIO
El día que me incorporé de nuevo a mi antigua unidad sentí que las cosas por fin comenzaban a encajar en su sitio. Era como si un ciclo se cerrase y empezase otro nuevo.
La mañana se me pasó volando, mis compañeros me acogieron con sincera alegría y mi regreso fue la excusa perfecta para tomarnos unas cañas en el bar de siempre al terminar el turno. Javi me puso la segunda cerveza delante y se sentó a mi lado tras palmearme la espalda.
―¡Un brindis! ―gritó Juanmi― por el hijo pródigo.
―¡Por el hijo pródigo! ―respondieron los demás al unísono.
Entrechocamos los vasos, reímos y nos bebimos casi media cerveza de un trago en torno a la barra del bar. «Como en los viejos tiempos», me susurró Javi muy ufano. El muy capullo estaba casi más contento que yo.
Parecía que no había trascurrido el tiempo, el día había amanecido muy frío, un viento gélido soplaba en fuertes rachas haciendo que la gente en la calle se arrebujara en sus abrigos, pero ni eso ni el cielo gris encapotado desmerecieron la celebración y mucho menos las ganas de juerga de mis ahora de nuevo compañeros.
Juanmi no dejaba de hablar, mi querido Zape destilaba felicidad por los poros y me resultó inquietante y muy pero que muy raro verlo así. Javi no dejaba de meterse con él, pero lo cierto es que el pobre diablo estaba enamorado hasta la médula.
―Está insoportable, no hay cosa peor que un tío encoñado. Es como si un extraterrestre lo hubiera colonizado en plan alien robándole la voluntad ―murmuró sin apenas mover los labios en un vano intento de que Juanmi no se enterara.
―¿Hablas por ti, gilipollas? ―dijo Juanmi― Olga esto, Olga lo otro ―agregó con un deje gangoso―. Desde que de vez en cuando contesta a tus llamadas estás que te sales, figura.
Casi no pude contener la risa.
―En realidad hablaba de este patético individuo ―aclaró Javi señalándome―, Iria esto, Iria lo otro... ―zanjó imitando el tonillo de Juanmi.
―¿Qué tienes que decir a eso, eh, Betancourt? ―preguntó Miguel Carrillo uno de los miembros más antiguos de la unidad.
―Llamadlo mejor asaltacunas, solo le van las jovencitas ―añadió Arturo guiñándome un ojo y el resto chocó sus vasos con él entre rechiflas y mofas de diversa naturaleza.
Por lo visto se habían enterado gracias a Javi de que existía una supuesta novia, para más inri el dato de que tenía veinte años había sido debidamente resaltado y había corrido de boca en boca como la pólvora, y esa mañana todo habían sido palmaditas y bromitas sin descanso. Para que luego digan que a los tíos no les gusta un cotilleo y además el gilipollas de mi amigo había abonado convenientemente el campo antes de mi llegada. Por más que había insistido en negarlo nadie me había dado crédito.
―Que os den, capullos. ―Sonreí intentando hacerles ver que no me importaba lo más mínimo.
Bromas aparte me había estado engañando a mí mismo todo este tiempo y puede que con el resto también lo terminara consiguiendo, pero si había algo que tenía claro, por no decir cristalino, era que no podía engañar a Javi, me conocía demasiado bien, como yo a él.
―No les hagas caso, los casados son los peores. ¿Te he contado nuestro viaje a Paris? ―me preguntó Juanmi en un aparte.
Negué con la cabeza mientras los demás disimulaban risitas y comentarios jocosos.
Contemplé a Javi durante un par de segundos con el ceño fruncido mirando a Juanmi. Allí estábamos los dos escuchando como nos hablaba de su novia Sara sin descanso y lo que habían disfrutado hacia dos fines de semana con su escapada romántica a Paris mientras que Javi y yo estábamos jodidos como dos idiotas.
En realidad me resultaba incómodo que tanto Javi como mis compañeros me dieran caña con lo de Iria porque sabía que en el fondo tenían razón. Habíamos hablado casi a diario desde que se fue a Pontevedra y la muy puñetera estaba consiguiendo doblegarme. Había intentado olvidarme de ella por todos los medios, pedir el traslado de hospital y venirme a Madrid sin saber si estaba bien o no había sido lo más duro que había hecho en mi vida, pero lo cierto era que no me había servido de nada.
Luego me siguió y cuando se presentó en el hospital no pude hacer nada más. Fue verla, oírla, sentirla, y me desmoroné. Cuando me dejó en aquella cama volví a levantar un muro lo más alto que pude. Al principio le cogí el teléfono por su insistencia. Me había propuesto firmemente como mucho que fuera una más. Sin embargo había sido incapaz de fijarme en otra mujer y mira que lo había intentado. Javi seguía con sus escarceos y su lista interminable de ligues de una sola noche, y eso que no cejaba en su empeño de perseguir a Olga día y noche, pero yo no había sido capaz de seguirle el juego. Llevaba a dos velas desde ya ni me acordaba. Bueno sí que me acordaba. Demasiado bien. Fue la noche que pasé con Iria en Castellón antes de que me dispararan y la secuestraran.
Me froté la cicatriz, aún me dolía y con la humedad me molestaba aún más. La chica que servía las mesas se acercó con una ronda de cervezas más y nos señaló una de las mesas del fondo.
―Ya tenéis vuestra mesa preparada.
No me quitaba ojo desde que había entrado en el bar, aún tenía despierto el instinto depredador solo que no era capaz de darle uso. No me acordaba de su nombre, trabajaba aquí desde antes de que me fuera. Javi me pegó un codazo y casi me derramó la cerveza.
―¿No tuviste un lío con Mari Carmen antes de que te mandaran a las Palmas?
Negué con la cabeza.
―Fue a Sonia a quien invité a salir un par de veces antes de irme, pero no llegamos a nada. Fue en mi época pre cabrón descerebrado. Por cierto ¿Qué fue de ella? Estaba bastante buena.
―No lo sabes bien. Me la tiré. Ahora trabaja en un Corte Inglés creo que en Leganés. Nos hemos visto un par de veces más. Puede que la llame este fin de semana.
―No sé por qué no me sorprende...
―Y Juanmi también se la tiró, de hecho lo consiguió él primero, ahora que fue antes de encontrar el amor ―dijo haciendo una mueca burlona―. ¿Por qué no te animas con Mari Carmen? Está potable y no te quita ojo.
―Porque no.
―Todo es empezar.
Ignoré su comentario y lo vi esbozar una sonrisa maliciosa. Me iba a dar una tregua de momento, pero no iba a durar mucho, no desde que hacía dos noches Iria me llamó y oí una voz masculina pronunciando su nombre y la furia me invadió haciendo que le colgara de malas maneras. Si la cosa hubiera terminado ahí tendría un pase, pero es que luego la llamé con las orejas gachas casi suplicando y la conversación terminó en una tórrida sesión de sexo telefónico.
Lo peor de todo es que cuando me sinceré con Javi y se lo conté no dijo una sola palabra. Bueno, en realidad me llamó gilipollas, se rió en mi cara y estuvo sonriendo y negando con la cabeza como diez minutos seguidos.
Ay, Iria. Pensaba en ella a todas horas, sabía que era un error no cortar del todo como terminé haciendo con Irene. «¿Por qué no he podido ceñirme a lo que tenía planeado?» Yo solito me contesté: porque era solo oír su voz, recordar el olor a vainilla de su pelo e imaginarme tocándola y la respiración y las pulsaciones se me aceleraban. Y me había vuelto adicto a vivir esa sensación con ella.
Amigos, le dije la última vez que nos vimos en el hospital. Ni siquiera esa vez pude mantenerme alejado de ella y de sus labios. No sabía a quién pretendía engañar. Me froté la frente con energía como si al hacerlo pudiera desprenderme de esos molestos pensamientos. Cuando levanté la vista Javi me observaba con un semblante más grave de lo normal.
―Ahora en serio ―dijo acercándose para que pudiéramos hablar tranquilos― ¿por qué lo haces?
―No sé de qué coño me hablas.
―Y una mierda. Lo sabes perfectamente. ¿Por qué te resistes de esta manera? Ve a verla.
―Sí, claro, voy, le echo un par de polvos el fin de semana y el lunes de vuelta a Madrid. No voy a hacerle eso.
―¿Y ya está? ¿Vas a seguir así?
―¿Y como se supone que estoy?
―Hablando con ella a diario. Subiéndote por las paredes cuando cuelgas el teléfono. Comportándote como un crío celoso como el otro día. Viviendo amargado sin comer ni dejar comer. ¿Sigo?
Me removí incomodo en la silla.
―No, gracias.
―En algún momento tendrás que decidirte. Has intentado alejarte y no lo has conseguido. Muy bien, es el momento de...
―Tiene veinte años. ¿Te acuerdas de lo que es tener esa edad?
―Ese no es el problema y lo sabes.
―En diez años tendrá treinta y yo casi cincuenta. Claro que es el puto problema.
―Así que todo se reduce a pensar en que en algún momento te terminará dejando por alguien más joven ―me soltó dando en el clavo como siempre―. Nadie sabe lo que va a pasar en el futuro y esa no es razón suficiente para dejar de vivir el presente.
Jodido Javi y su filosofía barata de mercadillo. Más le valdría aplicarse el cuento y dejar de joder a los demás. Iba a replicarle cuando vi que me miraba con una expresión que había visto solo unas pocas veces cuando me hablaba de su infancia y las cosas por las que habían tenido que pasar su hermana y él, y no fui capaz de soltarle las pullas que tenía preparadas en la punta de la lengua.
―En realidad todo se reduce a una cosa: ¿la quieres?
La pregunta me pilló desprevenido y no supe que contestar ¿la quería? ¿Cómo iba a quererla si había olvidado lo que era el amor? No había sitio para el amor en mí, no estando tan cargado de resentimiento.
―Estoy hecho un puto lío, necesito aclararme.
―¿Y cómo piensas aclararte? ―preguntó con retintín como si no me creyera.
―Déjame, joder ―repuse agobiado y empezando a enfadarme.
―Dejado estás ―dijo levantándose para acercarse a la barra y tratar a engatusar a la pobre Mari Carmen que no tenía idea de lo que le había caído encima.
Después de no pocas cervezas salí del bar un poco mareado, Javi, Juanmi y algunos más siguieron la juerga y yo me retiré discretamente. Una fina y fría llovizna había empezado a caer y me giré en todas direcciones buscando un taxi, no pensaba volver en coche como estaba, pero el maldito calabobos que caía sin cesar terminaría por empaparme y por si fuera poco hacía imposible encontrar un maldito taxi. Lluvia, en Madrid, un viernes a las cuatro de la tarde... iba a ser un milagro volver taxi. Anduve un rato hacia la Gran Vía de Hortaleza, luego la recorrí en dirección a la M-30. No había ni un alma hasta que una luz verde parpadeó entre las gotas que cada vez se hacían más densas y salí a su encuentro con el brazo levantado.
―Menuda tardecita que se ha quedado ―dijo el taxista a modo de saludo― está usted empapado.
―Sí, una tarde de perros.
De repente me quedé bloqueado. Era el mismo taxi que cogí en el aeropuerto cuando llegué a Madrid. El mismo que me había llevado al cementerio. El mismo taxi cuya sola vista me hizo reflexionar y darme cuenta de que había estado echando mi vida por la borda.
―¿A dónde?
―Al cementerio de la Almudena ―me salió sin pensar.
―¡Me acuerdo de usted! ―exclamó de repente― lo lleve a ese mismo sitio hará dos o tres meses desde el aeropuerto ¿me equivoco?
―Es cierto.
―Casualidades.
«Casualidades», repetí en mi cabeza todavía en shock.
―¿Alguien muy cercano? ―preguntó sin un ápice de morbo.
―Algo así.
―Siempre es difícil, yo enterré a mi esposa hace diez años. Un accidente de circulación. Un motorista la atropelló. Un galopín de apenas dieciocho años ―al oírlo me estremecí sin poder controlarlo―. La juventud te hace no tener cuidado, yo mismo me creía invencible a esa edad. Allá en mi tierra se dice: xente nova e leña verde todo é fume. De la juventud y la leña verde solo se puede esperar humo. La vida...
Tragué saliva afanosamente una y otra vez. No creía en las casualidades ni en el destino. Si las cosas estaban ya escritas ¿qué necesidad habría de esforzarse entonces?
―¿De qué parte de Galicia es usted? ―pregunté.
―De San Cibrán, cerca de Vigo.
―Conozco a alguien de Pontevedra ―murmuré.
―¡Ah! Otra casualidad. Debe de ser una señal.
Condujo un rato en silencio y de forma pausada.
―¿Puedo preguntarle a quién perdió? ―preguntó alzando la vista hacia el retrovisor para mirarme.
Por primera vez en mucho tiempo no pensé en Elena como en alguien a quien odiar porque me había engañado de la manera más ruin.
―A mi novia.
―Lo siento. Debe ser duro perder a alguien joven.
―Lo es.
―¿Hace mucho?
―Cinco años.
―Nunca choveu que non escampara o como dicen por aquí no hay mal que cien años dure. Pasará, aunque crea que no, usted es joven, tiene toda la vida por delante.
―No estábamos bien cuando ocurrió, también fue un accidente.
―Hum, la culpa ―dijo clavando sus ojos en los míos a través del espejo retrovisor― eso son palabras mayores.
Asentí en silencio y no volvimos a hablar hasta que detuvo el coche junto a la entrada al cementerio.
―¿Quiere que lo espere como la última vez?
―Sí, por favor ―dije antes de reunir fuerzas suficientes para hacer lo que iba a hacer.
Caminé despacio bajo la lluvia hasta que rodeé la capilla del cementerio y me detuve un momento. Aquel día no me sentí capaz de ir al funeral ni al entierro. Estaba impactado, confundido, dolido, furioso... albergué tantas emociones aquellos días que me bloqueé del todo. Reanudé la marcha tras sentir un resquicio de aquellos sentimientos que aún me atormentaban.
Cuando vine al cementerio al llegar a Madrid fue una especie de visita de cortesía. Como cuando llevas mucho tiempo sin ver a alguien y decides que tienes que llamarlo para ver como está, no porque te apetezca hablar con él, solo porque sientes que tienes que hacerlo. Algo que haces por compromiso, solo porque es lo correcto. No fui sincero conmigo mismo. En esa primera visita en realidad no me permití sentir nada.
Paseé por las avenidas observando las lápidas y los mausoleos algunos tan antiguos que el moho y la verdina se asentaban sobre la piedra cubriendo letras y fechas, como si el tiempo borrara los caracteres al igual que seguramente había borrado el paso por la vida de aquellos cuyos cuerpos descansaban allí.
Encontré enseguida la agrupación de nichos donde estaba enterrada Elena. Repasé la inscripción una y otra vez. Al igual que me ocurrió la primera vez que vine me impresionó leer su nombre y ver la fecha de su cumpleaños junto a la del día de su muerte. Por primera vez sentí que aquello era real, ella ya no estaba. Pasé mis dedos despacio por la inscripción.
Elena Martínez Buiza
·12-12-1984 +07-04-2013
Amada hija
D.E.P.
Vacié mi alma y lloré de pie frente al nicho como debí haber hecho hace cinco años. Se había ido y no iba a volver, la quise, mucho, y no podía sentirme culpable por ello. Olvidé rencores, reproches y aunque nunca olvidaría el dolor, sentí que ya no me atenazaba como antes. Más que perdonarla a ella por su traición me perdoné a mí mismo. Y solo en ese momento estuve seguro de que alguien en algún lugar me había perdonado los actos que había llevado a cabo ―y de los que no me enorgullecía en absoluto― en nombre de aquella traición.
Salí del cementerio completamente empapado y temblando de frio y de expectación. Me sentía bien por primera vez en mucho tiempo. La losa que me aplastaba desde hacía cinco años y que Iria había comenzado a mover había dejado de aprisionarme. Puede que no creyera en las casualidades y tampoco en las señales, pero ese día sentí que algo, ya fuera lo que la gente llamaba destino o tal vez algo superior a mí me había guiado para recorrer el final de un camino del que hacía tiempo me había desviado. Y aunque iba a ir paso a paso, tuve claro por primera vez en mucho tiempo lo que quería hacer con mi vida.
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