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34. SERGIO

       

Tenía muchísima sed. Pero por más que bebía no conseguía calmar la imperiosa necesidad de agua. Era algo de lo más extraño. Parecido a como cuando sueñas que bebes y bebes hasta hartarte, pero nunca se te quita la sed. Así me sentía en ese preciso instante. Me arrastré despacio hacia donde me llevaba mi instinto y terminé metiendo la cabeza en una fuente de agua fresca y brillante bajo la luz de un sol cegador, e incluso sentí la frialdad del agua mojar mi cara y deslizarse por mi garganta como maná caído del cielo. Pero nada. No parecía que hubiera nada que lograse saciar mi sed. Una sensación muy rara me recorrió por dentro, era como si algo se arrastrara por mi interior hasta salir por mi boca. Oí voces que me llamaban y me dio igual, solo me importaba la maldita sed. Seguí intentando beber con más ahínco hasta que una voz firme y un ligero zarandeo me sacaron de lo que parecía ser una ensoñación.

―Respira, tranquilo. Acabamos de quitarte la intubación. ¿Puedes abrir los ojos?

Lo intenté con todas mis fuerzas y lo que vi me dejó descolocado del todo. Estaba en una sala de paredes blancas tumbado bocarriba lleno de cables y tubos. La chica que me había hablado ahora me miraba sonriente. Iba vestida con un pijama verde y llevaba una mascarilla cubriendo gran parte de su rostro. Supe que sonreía porque sus preciosos ojos me lo dijeron. Una especie de desinfectante de olor penetrante se coló por mi nariz y cuando miré alrededor vi varios monitores y oí los pitidos rítmicos e inconfundibles. Estaba en un hospital.

―¿Mejor?

Asentí.

―No te esfuerces. Sigue así.

Varias personas pululaban a mi alrededor y hablaban como si no estuviera «la saturación se mantiene, sí, no parece que vaya a cerrarse de nuevo» y eso me confundió aún más «oye, te veo luego en lo de Lina, ¡claro! A la una ¿verdad?».

La chica siguió haciendo comprobaciones y apuntando datos en la historia. Cuando terminó la dejó a los pies de la cama.

Intenté carraspear para poder hablar pero me fue imposible y la miré con desesperación.

―Tranquilo es normal, acabamos de retirarte la sedación y el tubo que tenías en la tráquea. Todo está bien. Dentro de un rato cuando estés un poco más despabilado vendrá el médico a explicarte, de momento descansa ―explicó dándome un apretón afectuoso en el brazo.

―T-te... ten-go...

Me desesperé al no poder articular palabra, la garganta no me respondía.

―No intentes hablar, pronto se pasará la irritación y podrás hacerlo.

La agarré del brazo para que no se fuera y le indiqué por señas lo mejor que pude que necesitaba beber.

―Voy a ver si puedes, pero creo que sí ―susurró como si fuera el secreto mejor guardado del mundo.

La chica desapareció de mi vista y me sentí enfadado e impotente. Pasado un rato, supongo que no más de media hora, si bien a mi me parecieron horas, me trajo un vaso de plástico con solo un poco de agua y gruñí de frustración.

―Así que un enfermo difícil ¿eh, guapo? ―dijo levantando el cabecero de la cama con un mando para que pudiera incorporarme― bebe despacio.

Me bebí el medio vaso de agua de una vez sin hacerle caso, de hecho casi le arranqué el vaso de la mano, nunca había estado tan desesperado por beber.

―¡Pero bueno! ―protestó riendo.

―Cu-cuanto... llevo...

―Tranquilo, te ingresaron hace tres días, pasaste directamente a quirófano y luego te trajeron aquí. ¿Recuerdas algo de lo que te pasó?

Asentí y luego terminé negando.

«Iria...»

―Te dispararon. Llegaste con un cuadro de hipoxemia importante por la pérdida de sangre, la herida en sí no es muy grave, pero te rozó una artería. Has tenido mucha suerte. Ahora te explica el médico.

Volví a hacer un aspaviento, necesitaba hablar con Agustín, quería saber que estaban haciendo. ¡Tres días! Iria podría estar muerta o sufriendo lo indecible y yo allí tumbado lejos de ella.

Los pitidos del monitor comenzaron a sonar acelerados.

―H-hay al-algún... c-comp... ne-necesito...

―Ya, cálmate y descansa. Ponto vendrá tu médico.

Me dejé caer exhausto y la enfermera volvió a bajar la cama. Luego me inyectó algo en la vía que hizo que me atontara y me olvidase de todo sumergiéndome en un sueño tranquilo.

Desperté porque alguien quiso que despertara. Lo tuve claro en cuanto vi que me rodeaban tres o cuatro personas mirándome con fijeza.

―¿Cómo se encuentra, Sergio?

―A-algo... aturdido.

«Por lo menos puedo hablar», pensé haciendo una mueca.

―Está en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Clínico Universitario de Valencia. No le pregunto si recuerda algo porque entró inconsciente y bastante grave a causa de la pérdida de sangre. ¿Entiende lo que le digo?

Asentí con el ceño fruncido y empecé a preocuparme.

―¿Cuál... es mi estado?

―Su estado es bueno, dadas las circunstancias, y no ha sufrido secuelas lo cual es un milagro ya que entró en pleno choque hipovolémico y con una hipoxemia severa, pero aún hay que esperar.

―¿Y en... cristiano?

―La bala rozó una artería haciendo que sufriera una hemorragia masiva. Eso hizo que sus cifras bajaran y su vida se viera seriamente comprometida. Entró con un oxígeno en sangre muy por debajo de lo aconsejable y a punto de sufrir una parada cardiaca. Por suerte pudimos estabilizarle y detener la hemorragia antes de entrar en quirófano, pero decidimos mantenerle sedado y que permaneciera en la UCI al menos cuarenta y ocho horas para mantener sus funciones monitorizadas y aquí estamos.

―¿Cuándo... podré salir... de la UCI?

―Esa era la buena noticia, aunque en su caso podría decirse que todo han sido buenas noticias. En cuanto tolere los líquidos que le vamos a administrar por vía oral durante las siguientes horas se le subirá a planta para que continúe con su recuperación.

―Gracias..., doctor. ¿Puedo recibir visitas o contactar con alguien del exterior? Necesito...

La enfermera que me había atendido desde que desperté se adelantó.

―Hay unos compañeros tuyos esperando fuera para tomarte declaración, si te encuentras con fuerzas les diré que pasen.

―Sí, por favor.

La chica los hizo pasar enseguida. Mis compañeros valencianos no tenían muy buena cara, imaginé que llevaban aquí todo este tiempo, turnándose para protegerme y esperando a que despertara.

Escucharon con paciencia lo que les relaté acerca del tiroteo y del ataque. Fui bastante preciso en las descripciones de los atacantes y les di marca, modelo y matrícula del todoterreno, y estuvieron de acuerdo conmigo en que lo más probable era que fuera falsa.

No habían encontrado a Iria y eso que habían montado un dispositivo especial. Pero si no lo habían hecho en las primeras horas ya no la encontrarían. Además no tuve duda de que la habían sacado de Valencia esa misma mañana. Intenté tener paciencia, aunque la bilis me quemaba por dentro y las pulsaciones habían aumentado, necesitaba controlarme o me sedarían de nuevo y no podría hacer nada.

―Necesito hacer una llamada urgente. Tengo que hablar con el comisario Agustín Páez, en Madrid, es quien lleva el caso de Iria.

El más joven me dio su teléfono desbloqueado sin hacerme esperar y se lo agradecí con la mirada.

―En privado ―pedí.

Ambos asintieron y salieron del cubículo.

―Agustín ―pronuncié en un tono neutro en cuanto descolgó.

―¡Sergio! Estás despierto, ¿cómo te encuentras, muchacho?

Parecía contento, pero yo no estaba en un momento como para ser diplomático.

―Dime que no tienes nada que ver.

Agustín suspiró pesadamente al otro lado de la línea.

―¡Joder! ―exclamé.

―No es lo que piensas, Sergio, no tenemos nada que ver con la desaparición de Iria, de hecho estamos desesperados buscándola.

―¿Entonces?

―Es largo de explicar ―afirmó en medio de un sonoro suspiro.

―Supongo que ahora mismo tengo ese tiempo, Agustín, de momento sigo en la UCI.

Oí como emitió varios sonidos, parecía reticente.

―Me lo debes y lo sabes.

Tras otra pausa y un breve carraspeo volvió a respirar hondo.

―Hace más o menos un año Juan tuvo noticias de la existencia de una trama de corrupción policial parecida a la que Caaveiro montó hace veinte años. Estaban comprometidas comisarías de Pontevedra y La Coruña, Pousada estaba de nuevo en una posición difícil y volvió a pedir mi ayuda. Como la primera vez se acordó que un reducido grupo de investigación bajo mis órdenes retomara el trabajo de Juan y me dieron carta blanca.

»Durante nuestras pesquisas averiguamos por nuestros informadores que alguien iba tras Iria. Supusimos que al estar fuera del clan quien hubiera descubierto su existencia quería utilizarla contra Caaveiro y quisimos aprovechar la ocasión para sonsacarle. Él era nuestro principal sospechoso, todo aquello era demasiado parecido a lo que había ocurrido veinte años atrás.

―¿Habéis estado utilizando la situación de Iria para atrapar a Caaveiro que ya está en la cárcel?

―Al principio sí, es cierto que la actividad de los Caaveiro había disminuido desde sus problemas con la justicia, pero Maceiras se está haciendo de nuevo un hueco en el transporte y la distribución. Casi el cuarenta y cinco por ciento de la cocaína que entra por la ría de Arosa procedente de Colombia pasa por sus manos.

»Luego supimos que Caaveiro no iba a hablar, le importa su hija, pero no es tonto y sabe que si abre el grifo no le dejaremos cerrarlo. Y cuando los descartamos a él y a Maceiras volvimos al principio, así que cuando descubrimos que alguien recababa información de nuestros movimientos para encontrarla...

Lo entendí de repente.

―La habéis usado de cebo... todo este tiempo ―lo interrumpí perplejo.

―No pensamos que corriera verdadero peligro en ningún momento, por eso la trajimos a Madrid, para tenerla controlada, era necesario jugar a dos bandas sin riesgos.

―Entonces, ¿qué coño ha pasado, eh?

―Dímelo tú, eres el que estaba con ella.

Ignoré su ataque porque sabía que solo intentaba desviar la cuestión.

―Habéis estado alimentado la filtración para que os llevara a quien estuviera detrás y no intentes culparme a mí, joder.

―Necesitábamos averiguar quién estaba detrás de los sobornos y eran filtraciones controladas, siempre íbamos un paso por delante. La operación ha sido un éxito, los hemos cogido.

―A costa de la vida de Iria y de la mía propia.

―No creímos que...

―¿Quién está detrás? Quiero su nombre.

El nombre de la persona que había secuestrado a Iria.

―Fernando Marquina, el capitán, está detenido junto con todos los corruptos, hay hasta un fiscal implicado y la trama hubiera ido a más.

―¿Y por qué coño no le habéis sacado ya donde tiene a Iria?

―Porque no la tiene el capitán.

―¿Cómo...? Entonces ¿quién...?

―La tiene Ricardo Marquina, su hijo. Con ayuda de Rosalía Luján. Al final resultó que trabajaban juntos. Debí fiarme de tu olfato. Se ha servido de la red de su padre, por eso ha dado con ella y por eso los hemos descubierto.

―Así que el verdadero caso era averiguar quién estaba detrás de la trama de corrupción, no quien andaba detrás de Iria, hemos sido simples peones.

«Otra vez...»

―Suponíamos que era la misma persona y que cuando todo acabara dejaría de correr peligro, no imaginábamos que...,

―Me has utilizado y no he sabido verlo.

No puedo evitar sentirme como un estúpido, debo llevar en la frente escrito algo así como «acércate y engáñame».

―Sergio, tuvimos que hacerlo y no pasa un solo minuto en el que no me culpe de lo ocurrido. Estuve a punto de contártelo varias veces, pero...

Resoplé molesto.

―¿De verdad que la estáis buscando o ahora que ya tenéis a vuestros culpables ha dejado de ser una prioridad?

―Es nuestra mayor prioridad. Tengo a cuarenta hombres entre Madrid y Pontevedra trabajando en el caso y no dejaremos de buscarla. Ricardo Marquina ha sido muy descuidado. Es cuestión de tiempo.

―Tiempo que Iria no tiene. Es una venganza, joder, puede que ni siquiera esté viva.

Un nudo se me formó en la garganta, el monitor registró la aceleración de mis pulsaciones y noté como me faltaba el aliento.

―Esperemos que no, pero hay algo más que debes saber.

―¿Más? ¿Qué más puede haber?

―Ricardo Marquina no está bien de la cabeza. Lleva en tratamiento psiquiátrico desde hace años, el clan Marquina ha tolerado sus desmanes porque su padre lo ha protegido. Suponemos que Rosalía Luján lo ha utilizado para su causa contra Iria y ahora ambos están descontrolados. Por lo que sabemos Ricardo está obsesionado con su hermana Rosalía y Maceiras. Él anduvo hace años tras ella y salieron un tiempo, pero ella lo dejó porque había empezado con sus problemas y delirios y al poco tiempo se casó con Maceiras. Fernando Marquina ha insistido en colaborar en su búsqueda y en que no le hagamos daño.

―Mierda, tengo que salir de aquí.

No podía pensar en nada más. Iria en manos de ese tipejo y nadie hacía nada por detenerlo.

―Sergio, escúchame, está todo controlado, hemos seguido los pasos de Marquina, es cuestión de días, puede que de horas.

―Iria no tiene esas horas ¡Han pasado tres días, joder! ¿Tienes idea de las cosas que pueden haberle hecho esos dos locos en tres días? Tienes que acudir a Maceiras.

―No vamos a acudir a Maceiras, además damos por hecho que ya lo sabe y suponemos que la busca. Ellos tienen su manera de hacer las cosas y nosotros la nuestra.

―No me lo puedo creer...

―Tienes que confiar en mí, estamos haciendo todo lo posible, la vamos a encontrar.

No estaba nada convencido, pero tuve que colgar. La sargento-enfermera me miraba con cara de pocos amigos con la mano extendida para que le entregara el móvil.

«Es un asusto oficial de máxima prioridad», le dije con cara de pocos amigos, pero se limito a mover sus dedos enguantados en mi dirección y no me sentí con ganas de objetar nada más. Estaba solo e incomunicado.

Un par de horas más tarde me subieron a la planta de traumatología. Mi compañero de habitación era un chico de veintipocos años que había sufrido un accidente de moto y llevaba casi dos meses allí. Su madre me adoptó de inmediato al saber que estaba solo. Lo que me faltaba.

Intenté levantarme varias veces sin mucho éxito hasta que al final conseguí hacerlo sin marearme. Ya de madrugada, sin pensar en nada más comencé a planear mi fuga. No iba a ser fácil, iba a tener que tener paciencia y hacer las cosas bien. Lo primero que necesitaba era ropa, no iba a llegar más allá de la puerta del Hospital con el estúpido pijama azul. Rober, que así se llamaba mi compañero, tenía más o menos mi complexión y tenía un par de sudaderas que utilizaba para cuando salía a la puerta del Hospital a fumar. Pero necesitaba unos pantalones y lo más complicado de todo: calzado.

La siguiente madrugada ―había tomado nota de que el momento más tranquilo era un poco antes de la mitad del turno, sobre las tres― me escabullí de mi habitación con la sudadera y las zapatillas de Rober. Hasta ahí nadie me detendría, no era un más que un paciente del hospital en pijama y zapatillas con un aparatoso vendaje enfundado en una sudadera azul marino y haciendo rodar el palo del suero con lentitud por los pasillos. Nada que no fuera normal, aunque no fueran horas.

Bajé hasta la planta de urgencias, la única abierta a esas horas y donde el trasiego era enorme, y me escondí en unos de los cuartos de baño. Me quite el suero y permanecí apretando el orificio unos minutos hasta que dejó de sangrar. Luego me quité el vendaje que me inmovilizaba el hombro y desenrollé los pantalones verdes chillones que había cogido de una de las salas de descanso de urgencias esa mañana junto con los zuecos que había en su interior. La herida me dolía como mil demonios de tanto mover el brazo al vestirme. Cuando salí del bañó avancé con seguridad entre la gente escondiendo el gesto de dolor. Parecía un simple trabajador del hospital que se dirigía hacia la salida a tomar un café o a hacer un descanso. Nadie me detuvo y el guarda de seguridad hasta me saludó con un gesto.

Anduve durante casi dos horas para llegar a la estación del AVE [1] en un trayecto que en condiciones normales no me hubiera llevado más de cuarenta minutos. Allí busqué un taxi ilegal que quisiera llevarme a Madrid y tras mucho regatear acordamos un precio justo para ambos.

Cuatro horas y pico después subía a mi casa con el taxista pegado a mis talones y con cara de pocos amigos porque no llevaba el dinero encima. Cuando le pagué se largó sin decir palabra y tras hacer un par de llamadas me tumbé agotado en el sofá a esperar que Javi terminase su turno a las ocho de la mañana.

En cuanto di con él no tardó ni diez minutos en aparecer a pesar del tráfico. Me gritó de todo, me llamó loco, insensato y unas cuantas lindezas más, sin embargo entendió la situación en la que me encontraba. No me gustó tanto cuando con una sonrisa de suficiencia me dejó caer que había encontrado por fin la horma de mi zapato y que si me ayudaba era solo por eso. Mierda de descerebrado de amigo que tenía.

Después de ayudarme a vestirme y parar en una farmacia para hincharme a tres clases diferentes de calmantes sin receta, pusimos rumbo a Pontevedra pertrechados con todas las armas que teníamos en busca de Maceiras. Esta vez iba a hacer las cosas a mi manera y nadie, absolutamente nadie se interpondría en mi camino.

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