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33. IRIA




Me desperté dolorida y entumecida. Tenía un tremendo nudo en la garganta como consecuencia de aguantar las ganas de llorar y de gritar, y un maldito dolor en el pecho que me recordaba que Sergio ya no quería saber nada de mí. Su inconfundible olor a flores silvestres me envolvía y enseguida supe por qué. Me había echado su chaqueta por encima aprovechando que dormía. Y eso me hizo odiarlo un poco más. Me deshice de ella como si quemara.

La ambigüedad de sus razones era lo que me había hecho daño de verdad. Si me hubiera soltado un: «nena, lo hemos pasado bien, pero ya me he cansado de ti» hasta lo hubiera entendido, llevaba tanto tiempo preparándome para algo así que casi lo tenía asumido pero, ¡que yo lo distrajera y que por ello no podía hacer bien su trabajo...! Menuda excusa de mierda. Algo había cambiado y no había tenido la decencia de explicarse. Sí, a pesar de su edad ese era el gilipollas inmaduro del que me había enamorado.

De repente el aire se me hizo irrespirable. Necesitaba salir de ese habitáculo y alejarme de él, y deseé gritar de pura frustración porque no podía. Solo logré contenerme al ver que seguía dormido. Me incorporé sin hacer ruido y fijé la vista en un parque que se adivinaba detrás de los contenedores. Estaba amaneciendo y no había movimiento en la calle, ni peatones ni coches ni personas preparándose para ir al trabajo. Entonces me acordé que aquel era un barrio humilde, casi deprimido y no mucha gente trabajaría. Tenía el aspecto de una ciudad dentro de otra ciudad. Un triste vecindario que amanecía más tarde que el resto y en el que el ajetreo de las primeras horas de la mañana era inexistente. Casi me alegré, pero no por lo que suponía para la gente que vivía allí, si no porque nadie nos descubriría. Lo último que deseaba eran espectadores silenciosos de mi desgracia.

Sergio se despertó y se desperezó. No fui capaz de mirarle. Estaba enfadada y frustrada y lo que menos necesitaba era que se me notara. Siempre se despertaba con buen aspecto al contrario que yo, quizás con los ojos un poco hinchados, pero siempre guapísimo e intenté que me diera igual. Me recogí el pelo en un moño deshecho y me crucé de brazos a esperar que decidiera qué hacer. Al pensar en que así había sido desde el principio y en que yo casi no había tenido elección me enfade aún más. «Maldito enano mandón». Él decidía por mí y a mí me tocaba aguantarme, y si no hubiera estado tan enfadada puede que me hubiera plantado y le hubiera dejado las cosas claras. Tal vez cuando todo terminara, aunque sospechaba que si trascurría el tiempo suficiente mi ahora inexistente orgullo terminaría por salir para impedir darle otra oportunidad.

―¿Tienes hambre?

Negué con la cabeza. La verdad era que a pesar de no haber almorzado y tras la frugal cena debería estar hambrienta, pero no era así.

―¿Y un café? ¿Tampoco?

Me encogí de hombros.

―Sí, eso pensaba ―afirmó con arrogancia y empezando a bostezar.

El capullo irritante había vuelto, sabía que casi todo lo que me dijera me iba a molestar, sin embargo si seguía empeñado en hablarme en ese tono de prepotencia y chulería iba a terminar estampándole algo en la cabeza. Del amor al odio en un paso. Bien, eso era mejor que las ganas de lanzarme a sus brazos y suplicarle como la patética quinceañera enamorada en la que me había convertido.

Accionó la palanca, levantó despacio el respaldo del asiento y salió del coche. Suspiré y me arrebujé en mi chaqueta. Hacía frío fuera, pero a él no pareció importarle. Yo también tenía que hacer mis necesidades, salvo que esperaría hasta el desayuno. La sola idea de agacharme en aquel horrible callejón y mostrar mi culo al universo, por mucho que no hubiera gente para mirar, me provocaba escalofríos. Con que él me viese ya me bastaba y me sobraba.

Un todoterreno negro igualito al que nos había perseguido el día anterior aparcó al final del callejón impidiendo nuestra salida. Todo ocurrió muy deprisa. No sé quien disparó primero, solo vi como Sergio se parapetó detrás de los contenedores y me hizo señas para que me agachara. No le hice caso, me bajé del coche por la puerta del conductor y me arrastré hacia el contenedor.

Sergio salió de su escondite y se interpuso para protegerme sin dejar de disparar. Unos segundos después solo tuve que oír su grito seco para saber con certeza que una bala lo había alcanzado. Cayó de rodillas delante de mí y lo arrastré sin pensar en nada para refugiarnos tras el contenedor.

Se tumbó bocarriba y me miró con el rostro crispado por el dolor.

―¿Por qué lo has hecho, carallo? ―pregunté quitándome la chaqueta para taponarle la herida que tenía en el hombro y que no dejaba de sangrar― ¡sabemos que me quieren viva, no iban a disparame!

―¿Sabes? tiene gracia..., resulta que acabo de averiguar... que hagas lo que hagas... yo siempre te protegeré con mi vida...

Agarré su mano con fuerza y entrelazó sus dedos con los míos. Le costaba hablar, en realidad le costaba respirar, estaba perdiendo demasiada sangre y presioné con más fuerza haciéndolo emitir un gruñido de dolor. Un charco de sangre comenzó a formarse bajo su hombro y comencé a temblar. La bala lo había atravesado y no iba a poder contener la hemorragia. Cerró los ojos un momento y el color abandonó su piel.

Deus, Deus, Deus. Sergio, por favor, háblame ―sollocé.

―Mantente viva... como sea... y te encontraré..., te lo prometo... ―afirmó acariciando mi rostro justo antes de perder el conocimiento.

―Sergio, no me dejes, quédate conmigo. Te quiero, no puedo perderte. No así.

Una mano enorme y callosa me agarró por la parte posterior del cuello obligándome a levantarme y conduciéndome de forma brusca hacia el todoterreno.

―¡No podéis dejarlo ahí o morirá! ―grité sintiéndome impotente.

Nadie me contestó, mi captor apretó el agarre y me empujó al interior del vehículo.

Estaba en shock, mis manos manchadas de sangre se movían presas de un temblor incontrolable y sentía como si hielo en vez de sangre recorriera mis venas. Desconecté de todo por un momento hasta que una punzada de dolor se cebó con mi pecho y me hizo reaccionar. Necesitaba serenarme y mantenerme alerta, debía saber quiénes eran y que estaba pasando. Lo que no pude hacer fue detener mis lágrimas.

―¿Como me habéis encontrado?

―Muy fácil. Llevas un GPS en tu chaqueta, el problema es que no comenzó a funcionar hasta ayer, lo que en principio fue un inconveniente ha terminado por convertirse en una ventaja. Os hemos pillado desprevenidos ―contestó el copiloto.

―¿Y cuando me...?

―En la comisaría de Lagoa ―afirmó con un deje de orgullo, seguro que había sido idea suya.

El conductor le hizo una seña para que se callara y el tipo dejó de sonreír y carraspeó. Me estremecí y pensé en lo estúpida que había sido dejándome llevar de un lado a otro y confiando en aquellos policías. En ese momento supe que Sergio tenía razón, no debía fiarme de nadie, aunque algo me decía que quizás fuera tarde para eso.

«Sergio..., Deus», las lágrimas arreciaron y me acurruqué en mi lado del coche. No podía estar muerto, sentí miedo e impotencia, si lo estaba me moriría yo también, todo dejaría de tener importancia. Sus palabras pronunciadas antes de que me arrancaran de su lado a la fuerza me golpearon con fuerza: «hagas lo que hagas yo siempre te protegeré con mi vida», como lo quería, como lo necesitaba, «mantente viva como sea y te encontraré». Pensé en esas últimas palabras y me pregunté que querría él que hiciera en ese momento y lo tuve claro; lo haría, haría cualquier cosa para mantenerme con vida. Y me agarré a ello con desesperación.

Lo primero que hice fue auto convencerme de que estaba vivo. No podía haber muerto. Tenía que vivir o yo estaría perdida. Lo recordé riendo cuando me metía con él, acariciándome con la ternura con la que lo hacía. Incluso varias imágenes de cuando se enfadaba acudieron a mi mente. La última junto al coche que abandonamos bajo el puente, pese a que más que enfadado parecía derrotado y eso me hizo llorar otra vez. Entonces recordé el papel que llevaba en el pantalón. Cuando me lo dio noté como me invadía un déjà vu, y pensé en como la última vez que me habían dado un papelito con un teléfono que memorizar mi vida se había desmoronado. Pero no me dejé llevar por el fatalismo o el desánimo, pensé en Maceiras y de qué manera podría pedirle ayuda.

El todoterreno dejó Valencia con rapidez y entramos en carretera. Fue el viaje más largo de mi vida, y por momentos perdí la noción del tiempo. Mis tres secuestradores se cuidaron de no parar nada más que en una gasolinera con autoservicio, un par de veces para turnarse al volante y en dos solitarias vías de servicio para que hiciera mis necesidades cuando lo pedí. Fue humillante tener que hacerlo delante de dos de ellos y más al ver cómo me miraban y como se excitaban, pero más humillante hubiera sido hacérmelo encima en el coche, y eso que estuve tentada.

Sabía que me llevaban de vuelta a Galicia, y no trataron de ocultármelo, solo que en la última parada más o menos a la altura de Benavente, en Zamora, antes de subirme al coche de nuevo me ataron las manos a la espalda y los tobillos y me colocaron una capucha negra como en las películas. Solo que en las películas no te explican cómo te duelen los brazos cuando te obligan a sentarte sobre ellos durante horas ni tampoco te explican cómo te sientes de indefensa en esa postura y más sin poder ver nada. Ni por supuesto se te ocurre pensar en lo agobiante que resulta respirar dentro de una tela a través de la cual no llega suficiente oxigeno y además cuando exhalas te ahogas con tu propio aliento.

Todo eso sin contar con que mi compañero de asiento me sobaba cada vez que le apetecía y sentía su asquerosa respiración en mi cuello cuando me susurraba la suerte que tenía de que sus jefes me quisieran entera. A pesar de las ganas de dejarme llevar y ponerme histérica no lo hice. Me controlé y dejé que la ira fuera creciendo en mi interior. La ira es buena en esas situaciones. La ira me mantendría con vida y no me iba a permitir pensar en nada más que en lo que Sergio o Maceiras les haría cuando me encontraran.

El coche se detuvo por fin en una zona cercana a un puerto. Puede que tal vez estuviéramos cerca de un espigón o quizás fueran naves industriales cerca del mar o de una ría. Podía oír las gaviotas y sentir el olor a salitre y a hormigón húmedo en el aire.

Habían transcurrido unas siete horas y media desde Valencia a Benavente, había tenido cuidado de observar el reloj del salpicadero cada vez que perdía la noción del tiempo y luego calculé entre tres y cuatro horas más hasta donde fuera que estuviéramos. Así que calculé que serían más o menos las seis de la tarde. Necesitaba con desesperación saber en qué hora vivía, era la única manera de sentir que aún poseía el control sobre algo, además eso me ayudaba a concentrarme.

Uno de mis captores me sacó del coche y tras quitarme la brida con la que me habían atado los tobillos y agarrándome del brazo me obligo a andar hasta introducirme en un edificio. Me hicieron bajar unas escaleras, me metieron en un cuarto y cerraron la puerta. Los muy mamones podían haberme quitado la capucha al menos.

―Jodidos gilipollas ―murmuré.

Alguien carraspeó intentando ocultar una risita y casi me derrumbé, había alguien más en esa habitación y me dirigí arrastrando los pies para no tropezar hacia el lado opuesto de donde venía esa voz.

―Tranquila, ¿te han tratado bien? Si no es así puedes decírmelo.

Era un hombre con la voz un poco enronquecida, seguramente fumador, había cierto olor a nicotina en el ambiente. Noté como se aproximaba hacia mí, me agaché pegada a la pared y terminé sentada en el suelo.

Cuando la capucha desapareció de un tirón de mi cabeza el cuerpo me pidió dar varias bocanadas de aire ¡que alivio!

―Si sigues respirando así hiperventilarás. No ha sido idea mía, pero entiendo que no debías saber dónde te encuentras. Lo siento mucho, ven ―dijo abriendo las manos frente a mí.

Mi vista empezó a acostumbrarse a la luz que entraba por un estrecho ventanuco pegado al techo.

―No voy a hacerte daño, deja que corte eso que te han puesto.

―No-no puedo levantarme ―me quejé.

El tipo sacó una navaja, me levantó sin esfuerzo, me dio la vuelta y cortó de un tajo la brida que apresaba mis muñecas.

―¿Mejor? ―Asentí―. Puedes llamarme Ricardo, Iria, voy a cuidar de ti.

No sé por qué pero sus palabras a pesar de que pretendían resultar tranquilizadoras no lo fueron en absoluto. Ese hombre me dio grima. No es que fuera desagradable, tenía el aspecto de alguien pulcro, que se preocupa por su imagen, era más o menos de mi estatura, de pelo castaño y facciones suaves, incluso diría que poco masculinas. De edad indeterminada entre treinta y cinco y cuarenta y cinco. Aún así había algo en él que me desagradó desde el primer momento.

La puerta se abrió y una mujer mayor, canosa, pero con estupenda figura y muy elegante entró y cerró de un portazo.

―Vaya, vaya, por fin te tenemos aquí, pequeña zorra. Has sido un hueso duro de roer, como tu madre ―me espetó desde muy cerca.

Sus ojos relampaguearon de odio. Acto seguido me dio un tremendo bofetón que hizo que mis dientes castañetearan y tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no caer de espaldas al suelo.

Ella agitó la mano como si se hubiera hecho daño.

Noté como Ricardo se tensaba y se interponía entre nosotros.

―Rosalía...

―Tranquilo, no voy a volver a tocarla, es toda tuya. Espero que la preñes pronto, o bien mirado tarde, así puede que aprenda lo que debió aprender la puta de su madre.

Salió de la habitación dejándome confusa y asustada ¿preñarme? ¿Por qué iba a querer ese tipo preñarme? ¿Y aquella era Rosalía Luján? ¿La exmujer de mi padre?

―Siento que te hayas tenido que enterar así.

―¿Enterarme de qué? ―pregunté deteniendo mis ojos en la enorme cama que presidía la habitación.

―Vamos a formar una familia. Tú y yo, preciosa Iria.

Ese tipo estaba loco de remate ¿me había secuestrado para dejarme embarazada?

―Estás loco ―afirmé con una risa nerviosa― ¡no se te ocurra tocarme un pelo, desgraciado! ¿Quién te has creído que eres? ―La templanza que me había acompañado durante el viaje acaba de irse al garete.

―No me hables así ―enfatizó apretando los dientes y mi brazo― no quiero tener que hacerte daño, estoy dispuesto a esperar a que estés lista y vengas a mí por tu propia voluntad, pero si te empeñas en ser obstinada e irrespetuosa tomaré lo que me pertenece por derecho con o sin tu consentimiento ¿me has entendido?

Noté como algo se había encendido en su interior, sus ojos habían enrojecido y sus advertencia había sonado estridente incluso descontrolada. Mis palabras habían accionado una especie de interruptor, el interruptor de la locura, así que me limité a asentir cuando me apretó el brazo de nuevo instándome a contestar.

―Serás mi esposa, cuando estés esperando a nuestro hijo tu padre tendrá que obligarnos.

Desde luego estaba desvariando ¿qué clase de plan macabro era aquel?

―¿Mi padre? ¿Obligarnos a qué?

―A casarnos, naturalmente. Lo hizo con tu hermana Rosalía. Ella era mi amor, pero la muy puta se quedó embarazada de Rafael y tu padre los obligó a casarse.

Se acercó y me acarició la mejilla que me había golpeado la ex de mi padre y me encogí intentado que me soltara.

―Tranquila, te dejaré que te acostumbres a mí y me conozcas, aprenderás enseguida a quererme. Yo casi siento algo por ti. Eres muy bonita. ―La sonrisa con la que acompañó sus palabras me hizo poner los pelos de punta.

El tipo desvariaba, era alguna clase de loco que creía que podía conquistarme para... Oh, Deus, prefería no pensarlo. ¿Qué podía hacer?

―Ven, necesitas descansar, yo me ocuparé de ti. Tengo ropa nueva para ti.

Decidí seguirle la corriente de momento y no hacerlo enfadar. A saber lo que podía hacerme ese maldito loco. Tenía que ganar tiempo hasta que me encontraran.

―¿Cuidarás de mi? ―pregunté en un arranque de osadía.

―Eso es lo que pretendo, princesa ―manifestó abriendo un armario de madera y repasando la ropa con los dedos como si fuera un muestrario que quisiera enseñarme.

―No dejes que vuelvan a pegarme ni a tocarme ―le exigí casi de malos modos― ni Rosalía ni ninguno de esos matones.

―Tranquila, te prometo que conmigo estás a salvo.

Sus dedos se detuvieron en un pijama de satén rosa pálido y lo descolgó con emoción.

―Póntelo ―exigió acercármelo.

Como me quedé bloqueada agitó la percha varias veces ante mis ojos hasta que lo cogí.

―Vamos no seas tímida, lo he comprado para ti.

Estaba esperando que me desnudase ante él y me estremecí, no quería hacerlo, pero tampoco contrariarlo.

―Antes necesito ir al baño.

Una mueca de desilusión cruzó su rostro.

―Allí ―señaló una puerta del color de la pared que no había visto antes.

Tiré despacio del pijama hasta que lo soltó y me dirigí aprisa al baño no fuera que cambiara de opinión.

La puerta no tenía pestillo. El baño era completamente blanco y estaba nuevo. Diría que iba a estrenarlo, tenía ese olor a cemento de obra recién terminada que solo se disipa con el uso. Había un calentador de toallas que mantenía caldeada la estancia y cuando me apoyé sobre la encimera de mármol del lavabo casi me derrumbé. Solo una cosa ocupaba mi mente. Sergio. Necesitaba saber, me desnudé despacio y me puse el pijama que cayó sobre mi piel con suavidad. Era precioso y yo jamás había tenido una prenda así. Me lavé la cara y las manos teniendo cuidado de no mojar el pijama. No sabía muy bien por qué, pero me daba la sensación de que Ricardo se enfadaría si estropeaba algo de lo que me había comprado. Tenía que hacer lo que fuera, lo que fuera para mantenerme viva y saber que había ocurrido con Sergio.

Unos golpes en la puerta me sobresaltaron hasta que esta se abrió sin esperar respuesta y Ricardo entró. Parecía impaciente.

―Solo llevo dentro unos minutos, necesitaba...

―¿Está todo a tu gusto?

Asentí.

―Puedo cambiar algo, si quieres.

―Un poco de color estaría bien.

Sonrió y los ojos le brillaron. Parecía feliz por hacer cosas por mí y me dije que debía explotar esa debilidad.

―¿Sabes? Estoy un poco preocupada... ―dejé caer con un suspiro― aprecio mucho a la gente que me trata bien ―añadí acercándome despacio― mi escolta ha resultado herido durante mi secuestro, no tiene culpa de nada y me gustaría saber que ha ocurrido con él. Pareces un hombre importante, alguien que tiene contactos en muchos sitios, has conseguido encontrarme ¿no? Dime qué harás eso por mí.

Deshizo la distancia que nos separaba y me acarició la mejilla y luego los labios, cerré los ojos para evitar que las lágrimas aparecieran.

―No puedo prometértelo ―susurró muy cerca de mí― pero haré todo lo que esté en mi mano.

Luego bajó sus dedos por mi cuello, por el hombro, el brazo hasta que dejó caer su mano sobre la mía para entrelazar sus dedos.

―¿Tienes hambre? ―preguntó.

―No mucha ―admití haciendo una mueca.

―Tienes que comer ―señaló en un tono rayando lo paternal.

Tiró de mí hasta llevarme de vuelta a la habitación y se sentó en la cama dejándome caer junto a él.

―Eres tan bonita, princesa ―afirmó acunado mi rostro― luego me besó y me sentí morir.

Aparté la cabeza asustada y noté como se tensaba.

―Lo siento, yo... no... no puedo, necesito ir más despacio. ―Esta vez las lágrimas surcaron mis mejillas.

―¿Eres virgen?

No supe que contestar.

―Tranquila, no me tengas miedo esperaré a que estés preparada ―musitó y me besó en la frente antes de levantarse.

Luego salió por la puerta y me levanté deprisa para recorrer la habitación. Cuanto tiempo tendría. ¿Horas? ¿Días? Me estremecí. Si nadie venía en mi ayuda ¿que terminaría haciéndome ese desequilibrado?

La habitación era espaciosa, casi como el salón del piso de Gaztambide, las paredes eran de bloques de hormigón que alguien había pintado de un color crema, imagino que para hacerla acogedora. El suelo era de hormigón pulido y todo estaba muy limpio. Había un armario de madera de color caoba a juego con la mesilla de noche y el cabecero de la cama, que estaba vestida con edredón con flores de tonos beige. En la pared de la derecha se apoyaba un sofá color café con leche con una pequeña mesa auxiliar a juego con el resto del mobiliario. Todo el mobiliario parecía nuevo. Varios grabados de flores naturales muy coloristas adornaban las paredes. Ricardo se había tomado muchas molestias. Quería seducirme para dejarme embarazada y que mi padre nos obligara a casarnos, menudo delirio. ¿Y cuál era el papel de Rosalía Luján? Estaba claro que me odiaba ¿era esa su forma de castigarme?

La puerta se abrió de repente y un Ricardo sonriente entró con una bandeja de comida. La puso sobre la mesilla de noche, abrió la cama y me obligó a acostarme. Alguien al que no me dio tiempo a ver cerró la puerta desde fuera, pude oír el cerrojo claramente.

―Incorpórate, voy a darte de comer.

―Puedo hacerlo yo sola ―protesté, aquello me hacía sentir muy incómoda.

―Quiero hacerlo yo ―exigió como un niño empeñado en jugar con su juguete. Y yo era su juguete―, es pote, llevas sin comer desde ayer y te hará bien, te daré solo el caldo y algunas verduras.

Me dio las cucharadas con cuidado, con cada una me limpiaba después los labios con una servilleta de tela a pequeños golpecitos.

―Serás una niña buena y harás todo lo que yo te diga. Vas a dejar que cuide de ti.

Me estremecí por su tono entre infantil y de loco.

―Mira lo que has hecho ―me riñó al derramarse unas gotas de caldo sobre mi barbilla por accidente.

Yo era su muñeca y él un niño grande desquiciado que iba a terminar matándome si no me plegaba a sus deseos.

―Voy a hacer las averiguaciones que me has pedido, y ahora descansa ―dijo obligándome a tumbarme.

Dejó el vaso de agua en la mesilla y llamó a la puerta para que se llevaran la bandeja.

De repente sentí como mis sentidos se embotaban. Me costaba mantenerme lúcida. Algo nubló mi vista y sentí la lengua pastosa y pesada.

―¿Q-qué me... has hecho?

Intenté incorporarme, pero puso sus manos sobre mis hombros impidiéndomelo.

―Tranquila, necesitas descansar.

―¿Me-me has drogado? ―pregunté con desesperación.

―Confía en mí, es por tu bien ―contestó y la cara de maldito loco se distorsionó sobre mi.

―¡No! N-no se t-te ocu... tocarm..., est... no es l-lo que...

Apenas podía hablar. Lágrimas de impotencia se derramaron por mi rostro.

―N-no... m-me hagas... daño ―supliqué.

―Nunca te haría daño, mi amor, voy a cuidar de ti, te lo prometo.

Lo último que sentí antes de que la oscuridad me engullera por completo fueron el dorso de sus dedos en mi rostro en forma de macabra caricia.

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