32. SERGIO
Desde que me había sincerado con Iria las cosas parecían haber dado un giro de ciento ochenta grados. Justo lo contrario de lo que pretendía. Estaba empezando a tener claro que estábamos en la primera fase de una relación en toda regla. Yo no podía apartar mis manos de ella y ella era más que cariñosa conmigo todo el rato, en resumen y encontrando mil excusas para no dejar de tocarnos: reíamos, follábamos y sobre todo hablábamos. Ella en realidad no paraba de hacerlo y me había contagiado. Sabía ya tanto de mí como yo de ella. Y por si fuera poco me gustaba. Me había vuelto un adicto. Un adicto a Iria; a sus besos, a sus risas, a sus caricias, a nuestras conversaciones... Despertaba en mí una ternura que jamás había sentido por nadie. Pero lo peor de todo es que no tenía idea cómo pararlo sin hacerle daño. Porque tarde o temprano aquello iba a acabarse. Confiaba en que llegado el momento fuéramos capaces de hacerlo lo más fácil posible para ambos.
Había perdido la cuenta de las vueltas que llevábamos dadas por el país. Esta mañana al levantarme ni siquiera me acordaba de donde nos habíamos detenido anoche. No podía bajar la guardia. Aún seguía extremando las precauciones, por si teníamos que largarnos deprisa. Iria no paraba de decir que era un exagerado sobre todo cuando le explicaba con detalle que debía hacer si nos encontraban o nos separábamos huyendo. La primera vez que tuvimos esa conversación tuve que hacer un esfuerzo enorme, incluso llegué a enfadarme para que me tomara en serio. Esa era la parte negativa, la positiva era que al terminar de darle la charla había podido desahogar toda mi frustración y el miedo que me invadía ante la posibilidad de que le pasara algo con un estupendo revolcón.
Habíamos llegado de madrugada y como cada noche no habíamos dormido mucho, eran casi las doce de la mañana y debíamos dejar la habitación. Mi teléfono comenzó a sonar encima de la mesa de la tele mientras yo estaba ocupado cerrando la maleta. Iria se me adelantó y me lo acercó.
―Es un número oculto ―me aclaró.
Eso me hizo fruncir el ceño.
Por la puñetera Ley de Murphy en cuanto tuve el teléfono en la mano este dejo de sonar. Iba a guardármelo en el bolsillo trasero del pantalón cuando volvió a sonar. Número oculto.
―¿Dígame?
―Tenéis que largaros. Os han encontrado. Doce minutos ―afirmó una voz grave al otro lado.
―¿Quién...?
―Esta vez no estoy cerca para procurar que no la cagues así que ya puedes espabilarte.
―¿Y se supone que tengo qué creerte porque sí? ―pregunté en un tono cargado de cinismo.
―Vas tarde, madero. Once minutos.
Y colgó.
―Mierda. Iria recoge tus cosas. Rápido. No vamos cagando leches.
―¿Qué ocurre?
―Nos han encontrado.
―¿Cómo?
―Era tu amigo, el hombre de Maceiras.
―¿Estás seguro?
―Casi al cien por cien.
Abrió los ojos como platos y se mordió el pulgar como siempre hacía cuando algo la preocupaba.
―Mírame ―demandé agarrándola del brazo― ¿recuerdas todo lo que hablamos?
―Vagamente.
―Joder, Iria. ¡Mierda! Concéntrate. Haz todo lo que te diga ―ordené tirando de mi maleta e instando a que ella hiciera lo mismo―. Si nos separamos debemos encontrarnos por este orden en: uno, aeropuerto, dos, estación de tren y tres, bar más cercano al ayuntamiento. Si hay más de una estación de tren la más antigua. Y rodéate de gente siempre. ¿Has entendido?
―Sí, carallo, que sí, que lo recuerdo ―reconoció en tono de fastidio.
―Si no aparezco llamas a Agustín ―recalqué yendo hacia la puerta.
―Sergio...
―Vamos ―la apremié tirando de las maletas hacia las escaleras― tranquila no voy a dejarte sola, es solo por si acaso.
En menos de dos minutos desde la llamada estábamos subiendo al coche. «Nueve minutos», me dije accionando el contacto y arrancando. Pero antes de lo que tenía calculado un todoterreno negro con todos los cristales tintados apareció de la nada e intentó embestirme impidiendo mi maniobra de salida. Aceleré y gire el volante hacia el otro lado haciendo que nuestro coche arrastrara al que estaba aparcado a la izquierda arrancando ambos retrovisores. Embragué, pisé el acelerador a fondo y las ruedas chirriaron sobre el asfalto del parking dejado al todoterreno clavado y en dirección contraria a nuestra marcha.
Eso lejos de disuadirlos hizo que sacaran un arma automática que me dio la sensación de que era una Skorpion y que desparramó balas en todas direcciones, conduje haciendo eses y obligando a Iria a agacharse.
El coche en el que viajábamos era un viejo Citroën C4 que había conocido tiempos mejores, aún así el motor estaba mejorado y parecía responder a juzgar por cómo reaccionaba al pisarle. Pero descarté dirigirme hacia la autopista. No iba a poder despistarlos a no ser que circuláramos por ciudad donde la ventaja sería para el conductor con más pericia y la potencia del coche no sería un factor determinante.
Habíamos dormido en un motel en un polígono industrial entre Villareal y Castellón. No era una zona que conociera, me limité a seguir mis instintos que era algo que siempre me había funcionado en las pocas ocasiones en las que me había visto envuelto en situaciones peligrosas como aquella.
Mire a Iria de refilón y me maldije por haber dejado que las cosas llegaran tan lejos con ella. Ahora era vulnerable. El miedo que sentía en ese momento al pensar en que pudiera pasarle algo me taladraba el pecho y eso me haría más lento a la hora de tomar decisiones drásticas, y ese era precisamente uno de los momentos en los que tendría que tomar decisiones drásticas.
―¿Llamo a alguien?
Me maravillaba como mantenía la calma en las peores situaciones, recordé cuando nos dispararon en el parque y como había conseguido huir dos veces, primero en Pontevedra y más tarde en Portugal. Mi niña era valiente. Y nada más pensar esas palabras me estremecí de angustia. Ella no podía ser nada mío. Por el bien de ambos.
―De momento no ―repuse mirando por el retrovisor.
Les saqué cierta ventaja y salí del polígono en dirección a la Nacional 340 que me llevaría al siguiente polígono ya en Castellón y podría perderme por sus calles.
El todoterreno aceleró y justo antes de que impactara por detrás, como seguro tenían planeado nuestros perseguidores, hice un giro imposible que casi me hizo trompear y nos escapamos por los pelos. La ventaja era de nuevo mía. Dejé la carretera en una rotonda, cerca del siguiente polígono y conduje entre sus calles con el todoterreno de nuevo pegando a nosotros.
Volvieron a disparar, esta vez no con un arma automática y las balas alcanzaron los bajos del coche. Pretendían reventar una rueda sin llamar tanto la atención como con la Skorpion. Eso me hizo comprender que no querían matarnos, habían venido a llevarse a Iria y no iba a dejar que ocurriera.
Torcí de nuevo en un cruce en el último momento haciendo que el todoterreno tuviera que detenerse y dar marcha atrás consiguiendo sacarle una pequeña ventaja que iba a necesitar. Me urgía encontrar una zona con más tráfico para poder despistarles entre los conductores.
Aquel maldito polígono parecía desierto a pesar de ser las doce del mediodía.
―Mierda ―mascullé.
―¿Qué ocurre?
―Tenemos que llegar a la ciudad o no nos los quitaremos...
―¡Allí! ―exclamó señalando un carril auxiliar que desembocaba en una rotonda que conducía a zona poblada.
Di un volantazo y giré haciendo que las ruedas volvieran a chirriar. El todoterreno siguió pisándonos los talones, pero al llegar a la rotonda un camión pesado que la recorría se interpuso, lo esquivé por poco. Diría que incluso le arañé el faro con la aleta delantera y volví a derrapar saliendo de la rotonda por los pelos. El todoterreno no tuvo tanta suerte, para evitar al camión tuvo que frenar y desviarse patinando y perdiendo el control. Terminó estampado contra uno de los bloques de hormigón que delimitaban la rotonda.
Conduje sin parar y sin decir palabra. La ciudad grande más cercana era Valencia. Era lo mejor para pasar desapercibidos. Tras casi una hora de viaje por la nacional dimos con una zona industrial en las afueras y detuve el coche bajo uno de los puentes sobre los que cruzaba la autopista de manera que nadie nos viera desde ningún ángulo. Para encontrarnos tendrían que meterse bajo el puente y para entonces estaríamos en marcha de nuevo.
Las horas trascurrieron deprisa. Debíamos esperar a que anocheciera para movernos de nuevo. Yo solo le daba vueltas y vueltas a lo mismo desde todas las perspectivas posibles y cada vez terminaba llegando a la misma conclusión.
Iria estaba asustada y algo descolocada. Supuse que mi actitud introvertida y taciturna no ayudaba mucho. Me estaba dando espacio como hacía siempre que yo lo necesitaba y además de sentirme agradecido me hizo pensar en que me conocía mejor casi que yo mismo.
Puso su mano en mi muslo con intención de decirme algo, pero no la dejé hacerlo. Estaba atardeciendo y era casi el momento de ponerse en marcha. Y el momento de hacer algo que no quería hacer, pero que debía hacer.
―Antes te dije que si nos separáramos llamases a Agustín ―empecé.
―Lo sé.
―Si me pasase algo no lo hagas.
―¿Por qué?
―Es solo una sensación, pero...
―¿Y que se supone que tengo que...?
―Salgamos del coche ―propuse haciendo un ademán.
Hacía tiempo que había comprendido que si Iria no estaba a salvo conmigo solo había otra persona que podría ocuparse de su seguridad con ciertas garantías.
Ella rodeó el coche acercándose con lentitud al lado del conductor donde yo no acababa de cerrar la puerta haciendo que se interpusiera entre ambos.
―Si me sucede algo llama a Maceiras. Toma, memoriza su teléfono ―dije dándole un papel doblado.
Cogió el papel. Retiré mis dedos deprisa como si fuera a quemarme. Se quedó descolocada y cuando reaccionó quiso acercarse a mí y la detuve.
―Iria...
―¿A qué viene esto?
Sabía que se refería más a mi gesto de que no se acercara, pero decidí ignorarla. Di unos pasos atrás, cerré la puerta y me alejé unos metros de ella.
―Nos han vuelto a encontrar y solo pueden haberlo hecho de una manera. Accediendo a nuestros datos del registro obligatorio de viajeros. Conocen nuestras identidades falsas. Eso significa que no es una simple filtración. Alguien de dentro de la brigada está pasándole información a quien sea que te persigue.
―Nai de Deus, eso significa...
―Eso significa que la he cagado. Me he despistado, descuidado, he dejado pasar las señales, he desatendido mis obligaciones.
Negó con la cabeza y comenzó a morderse el pulgar. Ella lo sabía tan bien como yo.
―Hace tiempo que tuve una corazonada y no le hice caso porque he estado demasiado distraído como para darme cuenta. Y eso es algo que no me puedo permitir ―afirmé apoyándome en la pared de hormigón del túnel.
―No-no te entiendo...
―Iria... ―susurré mirándola a los ojos con expresión de derrota.
―¿Qué coño está pasando?
―Iria... tenemos que hablar. Lo siento.
―¡No! No voy a escucharte. Nos vamos a tranquilizar y cuando lo estemos verás las cosas de otra manera. Veremos las cosas de otra manera.
―No puedo pensar con claridad, Iria, y ahora mismo necesito hacerlo. Puede que nos vaya la vida en ello.
―¡No!
―De las decisiones que tomemos esta noche puede que dependan nuestras vidas.
―No hay decisiones que tomar. Me niego a creer lo que insinúas de Agustín y... y... ―se acercó y me deslicé por la pared alejándome―. Iremos a un hotel bonito de playa, como el de Carboeiro, nos daremos una ducha caliente y lo hablaremos ―afirmó resuelta―. Dime que todo se va a arreglar. Necesito oírlo ―añadió en tono de súplica.
Negué con la cabeza.
―¡Sergio!
―Ahora mismo debo preocuparme por mantenerte con vida y no puedo hacerlo si continuamos haciendo lo que hemos estado haciendo.
―No hables así. No, no lo entiendo.
―Iria...
―Pero dijiste que podías separar...
―¡Pues no puedo! No puedo hacer mi trabajo porque hemos cruzado una línea que jamás debimos cruzar.
―Vete a la mierda ―me soltó alejándose de espaldas.
―Iria... ―susurré aguantando las ganas de ir tras ella.
―No, carallo, déjame.
―Iria tienes que escucharme. Es importante. Si algo me pasa no te fíes de nadie. Ni de Agustín ni de Juan, solo de Maceiras.
―No... no puedo pensar... ahora no...
Lloraba y se sujetaba los brazos temblando. Me quemaban las manos, ardía entero de ganas de abrazarla, pero no podía hacerlo porque si lo hacía..., oh, joder, si la tocaba no podría mantenerme firme en mi decisión de acabar con aquello fuera lo que fuese. Ella estaba en peligro más de lo que había estado hasta ese momento y yo necesitaba mantenerme centrado. Y mientras estuviera absorto en ella y en nosotros o en lo que fuera que teníamos no iba a conseguirlo.
Tenía que pensar deprisa. Iba a tener que deshacerme del móvil, del coche y de todo lo que hiciera que nos localizaran. Estábamos solos. Y en la puta calle, no íbamos a poder escondernos ni en un hotel ni en ningún sitio decente. De momento y hasta que pasasen unos días íbamos a tener que mantenernos aislados y escondidos del mundo. Porque no quería que le ocurriese nada, porque era la única manera. Porque había jugado con fuego y me había quemado y eso tenía que acabar.
La miré fijamente, había dejado de llorar.
―Tienes que entenderlo, Iria esto es grave y no puedo hacerlo solo. Necesito que te olvides de todo hasta que esto termine. No sé lo que va a pasar, no sé el tiempo que nos va a llevar. No podemos confiar en nadie y no puedo protegerte si te derrumbas, ¿lo entiendes?
Asintió sin mirarme.
―Vamos ―sugerí haciendo un gesto― recoge un par de mudas y lo estrictamente necesario ―agregué dándole una bolsa de plástico del maletero.
―¿Tenemos que dejar nuestras cosas aquí?
―Lo que no quepa en esa bolsa ―expliqué.
Resopló, pero me hizo caso.
Hice lo mismo y cuando terminamos comenzamos a andar.
―¿Hacia dónde? ―preguntó sin mirarme.
―Al desguace ―contesté levantando el brazo en la dirección correcta.
Arrugó la frente y seguimos en dirección al cementerio de coches que habíamos cruzado antes de terminar bajo aquel puente.
―Voy a robar un coche y necesito otras placas de matrícula, nos servirán durante un par de días.
Me miró y no dio muestra alguna de su estado de ánimo. No supe ver si eso era bueno o no. Me limité a concentrarme en lo que tenía que hacer a continuación sin más.
Lo irónico de la situación era que íbamos a tener que escondernos de la policía. Suerte que sabía cómo hacerlo.
Ya no andábamos juntos, Iria iba unos pasos por delante y de vez en cuando se giraba para comprobar si la seguía. Al llegar a una rotonda se detuvo y adelanté la mano con intención de hacer que se moviera y se encogió.
―No se te ocurra tocarme ―me espetó furiosa.
Bien, aunque me doliera y fuera algo egoísta la prefería cabreada a triste. Suspiré y me metí las manos en los bolsillos. Hacía lo correcto y no iba a echarme atrás.
Cuando llegamos a la valla que rodeaba el desguace la obligué a quedarse escondida tras una caseta de alta tensión a unos metros de la entrada y trepé por encima de esta para saltar al interior. Antes había comprobado que no hubiera cámaras ni sistema de seguridad. Solo contaban con un par de perros y un guarda que dormitaba en las oficinas delante de una pantalla de ordenador. Los perros no serían problema porque ya tenía visto el coche del que iba a tomar prestadas las placas. Era el que estaba más cerca de la valla y estaba sobre otros dos coches, por lo que no tendría ni que pisar el suelo, solo encaramarme encima de las pilas de coches hasta llegar a él. Me había parecido ver que las placas no estaban remachadas si no atornilladas y ese era el motivo de mi elección.
Tardé casi veinte minutos en conseguirlo, los perros me descubrieron y ladraron y me rodearon durante todo el rato. El guarda salió un par de veces alertado por el estruendo que organizaban los dos animalitos que parecían querer devorarme desde la distancia. Pero lejos de acercarse se limitó a llamarlos y a gritarles que dejaran de perseguir pobres gatos. Lo que se dice un buen cumplimiento de sus deberes.
De vuelta al techo de la caseta de alta tensión dejé caer las placas al suelo y al hacerlo yo me encontré con una Iria todavía furiosa que no iba a pasarme una.
―Los he visto menos torpes, casi media hora para quitar cuatro tornillos. Y yo mientras aquí oliendo a meado todo el rato.
No le contesté. Había trazado una senda mental e iba seguirla sin salirme ni un milímetro. Me escondí las placas dentro de la chaqueta y anduvimos en silencio en dirección a otro polígono en medio de la oscuridad.
Por el camino encontré una hoja de sierra rota de ancho perfecto y esperé que tuviera el largo suficiente para lo que necesitaba. Debía encontrar un coche ni muy nuevo ni muy viejo, decidí buscar un taller pequeño. En los talleres más económicos siempre tenían coches aparcados que usaban solo para ir a por piezas o de sustitución para los clientes más pesados y a veces guardaban coches a familiares y a amigos. Ese era la clase de coche que necesitaba. Uno que nadie se diera cuenta de que no estaba hasta pasados unos días.
Tardamos más de dos horas en encontrar un taller que estuviera lo suficientemente alejado para que pudiera actuar sin ser visto. No era algo que hubiera hecho muchas veces así que iba a necesitar mi tiempo. Una vez me hube decidido por un Seat Altea lleno de abolladuras y me acerqué con mi improvisada herramienta roba coches, la introduje en la ventanilla y maniobré con ella hasta que un «clac» me avisó de que el seguro estaba abierto. Comprobé el cuadro y me deshice de los paneles de debajo del volante, hasta ahí bien, ahora tocaba probar porque no tenía una idea exacta de que cable era cada cual. Sabía que los rojos solían ser los de las luces, radio, etc., y los del arranque marrones o negros pero allí había cables de todo los colores así que me dedique a cortar y pelarlos todos y me dispuse a probar uno por uno. Con encontrar los del arranque y los del cuadro eléctrico me bastaría. Probé hasta conseguirlo y me felicité por la hazaña. Ahora venía la parte mas difícil, tenía que cargarme el bloqueo del volante y eso me llevó más rato del que hubiera deseado pero al final trasteando un rato con un destornillador lo logré.
Invité a Iria a subir y conduje en silencio en dirección a los barrios del extrarradio en el que dos personas durmiendo en un coche no llamaran la atención. Compré unos sándwiches y refrescos en una gasolinera. Tras dar mil vueltas y después de asegurarme una y otra vez, encontré un callejón tranquilo y aparqué el coche detrás de unos contendores con el morro hacia la salida, le di mi chaqueta a Iria y la rechazó con un gesto.
Intenté que no me importara, no sé si lo conseguí, salí del coche para cambiar las placas y la dejé comiendo sola. Al terminar tuve que insistirle.
―Cógela Iria, va a hacer frío.
―No, gracias, tengo mi chaqueta.
―¿Va a ser así a partir de ahora? ―pregunté con cierta molestia terminándome sin hambre uno de los sándwiches.
―No soy yo la que quiere hacer cambios ―concluyó.
―Bien, como quieras. Ha sido un día largo, intenta descansar.
Naturalmente no me contestó.
Me bebí en silencio el resto de refresco y tras reclinar el asiento del conductor me tumbé de espaldas a ella intentando fingir que todo me importaba una mierda. Pero si fingir se me dio bien, que ella dejara de importarme más allá de ser la persona a la que debía mantener con vida me iba a resultar verdaderamente difícil.
Queda poquito para el final. Gracias por leerme y ya sabes, vota y comenta, pero solo si te ha gustado. 😉
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