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29. IRIA

       

Dos días más tarde aún no sabía nada nuevo de Sergio. Carlos había cambiado las dos habitaciones por una suite que ocupaba la esquina del edificio en la primera planta. Así podíamos compartirla los tres y era más seguro. Lo bueno era que tenía una terraza enorme con vistas al mar y si permanecía sentada nadie podía verme desde la calle. Me aislé en mi mundo y me pasaba las horas en esa terraza enganchada al Ipod de Olga y dibujando el mar, la playa, los acantilados y las gaviotas sobrevolando la plaza de Carvoeiro.  Me propuse no volver a pensar en el tema. Si Sergio volvía bien, y si no lo hacía también. Ya tenía bastante con que me hubieran puesto los cuernos, atentado contra mi vida y para colmo haber terminado perdiendo mi libertad. No, no y no. Sergio era una complicación del todo innecesaria. Habíamos echado un polvo, nos habíamos sacado la espinita que teníamos clavada y ya estaba. No pensaba permitirme más.

«¿A quién quieres engañar?»

Vi a Olga asomarse y decirme algo, pero no la oí hasta que no me quité los auriculares.

―¿Quieres salir a dar una vuelta? ―preguntó abriendo la puerta de la terraza de par en par― hace un día espléndido.

Miré de reojo a Carlos que tomaba el sol sentado a mi lado con los ojos cerrados como si no fuera con él.

―No, gracias, estoy dibujando.

―Iria... llevas aquí metida dos días.

―Estoy bien ―aseveré suspirando― llevaba tiempo sin dibujar y me estoy poniendo al día, lo necesito.

―No te vas a morir por dar una vuelta ―observó.

―En eso estás equivocada. Podrían matarme ―dije alzando las cejas.

Olga sonrió.

―Sal tú. Charlie Brown cuidará de mí ―afirmé mirando a Carlos.

«¿Acababa de alzar un milímetro las comisuras de sus labios?»

―Hay un tío haciendo retratos en la plaza. ¿Y si lo dibujas a él? Podría ser divertido ―propuso Olga.

―No creo que le haga mucha gracia.

―¿No te animas? ―insistió.

Entonces una lucecita se encendió en mi cabeza.

―Solo con una condición ―afirmé con una sonrisa torcida.

―¿Cuál? ―preguntó la pobre incauta.

―Posarás desnuda para mí ―contesté.

Carlos se atragantó con su propia saliva, descruzó las piernas y casi se cayó de la silla.

Olga se partió de la risa hasta que descubrió que hablaba en serio.

―¿Podré mirar? ―preguntó Carlos con una sonrisa de colegial pervertido.

―Ni de coña ―le contestó Olga.

―¿Eso significa que vas a hacerlo? ―inquirí emocionada.

―Solo si puedo quedarme el dibujo ―manifestó.

―Claro, ¿trato hecho? ―pregunté extendiendo la mano.

―Trato hecho ―declaró dándome un buen apretón.

―¿Y tú no te animas? ―interrogué a Carlos.

Si decía que sí iba a triunfar, necesitaba ejercitarme y empezaba a estar harta de tanto paisaje.

―No, gracias, paso.

―La tiene pequeña, seguro ―sostuvo Olga en un susurro.

―Minúscula, tiene toda la pinta ―aseguré haciendo un gesto con los dedos.

―Muy graciosas ―repuso él levantándose y volviendo a la habitación― pero me voy con vosotras a la plaza ―añadió tras detenerse y darse la vuelta para mirarnos.

Me quedé boquiabierta.

―¿Has visto? ―murmuré con disimulo señalándolo.

Síp.

―¿Ha sido amable con nosotras o me lo he imaginado?

Olga se encogió de hombros siguiéndolo con la mirada. Luego salió tras él dejándome sola, pero enseguida asomó la cabeza de nuevo.

―¿Vienes o qué?

―Sí ―claudiqué entrando tras ella― ¡primer para ducharme! ―exclamé como una niña pequeña.

―Tarde. Carlos acaba de entrar.

Puse morritos y fui al armario a pensar en que ponerme. El servicio de lavandería del hotel acababa de traerme toda mi ropa limpia, asi que después de dos días con los mismos vaqueros por fin tenía ropa para elegir.


Después de pasear un rato por la playa y disfrutar de los entretenimientos típicos de los turistas en los alrededores de la plaza, propuse que nos dirigiéramos a uno de los muchos bares a tomarnos un refresco y Carlos desapareció con un manido: «voy a por tabaco».

Cerré los ojos dejando que la brisa marina me acariciara la cara. El tiempo parecía haberse detenido.

El teléfono de Olga sonó por lo menos cuatro veces antes de que lo cogiera.

―Dime ―pausa―. Ajá ―pausa―. Mañana por la noche ―pausa―. No te repito como un loro, joder ―me guiñó el ojo como hacía tiempo que no hacía y la vi mover la cabeza como si la persona con la que hablaba pudiera verla― sí, pesado, se lo digo ―pausa―. ¿Y nosotros cuando...? ―pausa―. Genial ―pausa―. Hasta mañana entonces.

―¿Quién era? ―pregunté sintiendo un leve estremecimiento en la boca del estomago.

―Sergio ―contestó despreocupadamente mientras seguíamos andando despacio de vuelta a la plaza.

―Ah... ―articulé tratando de fingir que no me importaba.

Olga me torturó durante un par de minutos con su silencio.

―Llegará mañana por la noche, bueno, dice que es lo que va a intentar, sino pasado por la mañana.

―Bien... ―murmuré emperrada en parecer indiferente.

―¿No quieres saber que me ha dicho? ―inquirió.

―¿Por qué iba a querer saberlo? ―repuse metiendo mis cada vez más temblorosas manos en los bolsillos

―Iria...

―Está bien, carallo, suéltalo ya y deja de torturarme.

―Me ha pedido que te diga una cosa ―admitió con cierto misterio.

Su tono hizo crecer mi ansiedad por saberlo.

―Muy fuerte. Dice que te ha echado de menos ―y rompió a reír a carcajadas.

Olga riéndose a carcajadas. Maravilloso. Enrojecí hasta el nacimiento del pelo.

―Lo siento, lo siento ―se disculpó antes de calmarse un poco―. Tendría gracia que fuera él el que saliera escaldado ―añadió riendo de nuevo― pero mucha, muchísima gracia―. Aquí ―ordenó eligiendo una mesa en una heladería.

Me distraje mirando a Carlos que volvía de comprar tabaco de una de las tiendas y de repente algo me llamó la atención, estaba paralizado mirando hacia una de las dos calles que desembocaban en la plaza y como en un flash lo vi llevarse la mano al interior de la chaqueta con gesto calculador. Por el rabillo del ojo vi que Olga se había levantado y con la pistola en la mano miraba en la misma dirección.

Entonces tiró de mí y juntas corrimos hacia el borde de la plaza en dirección a la playa. De repente una furgoneta gris irrumpió en la zona de veladores llevándose por delante sillas y mesas y haciendo que la gente chillara y se apartara asustada.

«Nai de Deus, otra vez no».

Esta vez nadie disparó.

Cuatro hombres con pasamontañas negros salieron de una de las puertas laterales y se dirigieron hacia nosotros.

Para entonces Carlos había llamado pidiendo refuerzos y Olga se mantenía erguida delante de mí apuntándoles con su arma.

Uno de los encapuchados llevaba una cadena y otro un palo de béisbol, y se dirigían a nosotros mirando hacia los lados. Parecían no importarles las pistolas de mis escoltas y eso me hizo estremecer.

Olga se giró y, señalándome una empinada cuesta en el lateral de la plaza a la que se accedía por unas escaleras y que llevaba hasta la parte alta del pueblo al borde de los acantilados, me susurró:

―Corre, Iria. Puedes hacerlo. Y no mires atrás.

Y eso hice. Subí las escaleras de tres en tres justo cuando uno de los encapuchados sacaba un arma automática en dirección a Carlos. La ráfaga de disparos resonó en toda la plaza. En realidad no miré atrás porque no me sentí capaz.

La cuesta era del carallo. La subí lo más rápido que pude. Continué sin mirar atrás, siguiendo el consejo de Olga y mi propio sentido común. Sabía que al menos uno me seguía así que me propuse sacarle ventaja y esconderme. Corrí y corrí, sin parar, y en cuando llegué arriba vi de reojo que mi perseguidor estaba parado en la mitad, ya no corría, subía andando y resoplando y no me iba a atrapar. Me volví para seguir subiendo mientras él gritaba algo a los demás. Oí otro buen montón de disparos y muchos gritos.

«Carlos, Olga...»

Me estremecí presa del pánico y seguí subiendo.

La furgoneta arrancó y enfiló la cuesta, que era contramano y muy estrecha, un pequeño camión de reparto se interpuso y ambos vehículos empezaron a pitar hasta que  mis perseguidores lo obligaron a apartarse entre gritos y amenazas a punta de pistola.

Seguí hasta doblar la esquina y vi una iglesia, la gente se agolpaba en la parte alta de la cuesta comentando u observando atónitos lo que ocurría.

Subí las escaleras de la iglesia y entré. Una mujer mayor llevaba una caja de velas y las dejó en un banco al verme.

A missa acabou, você pode ficar para rezar, mas só por um tempo, vou fechar. [1]

Axuda ―dije sin resuello en gallego que era más parecido al portugués que el castellano― eles perséguenme. Queren matarme. Chame á policía.

Delante de la iglesia se oyeron dos disparos, pitidos de coches y los gritos de la gente.

La mujer me entendió y reaccionó rápido. Me metió en la sacristía a empujones, abrió el armario donde estaban las casullas y las túnicas, y me empujó dentro cubriéndome con ellas. Me hizo la señal de silencio y cerró la puerta del enorme armario.

«Esta é a casa de Deus», la oí gritar varias veces.

«Aqui não há ninguém», insistía. [2]

Luego oí ruidos y como varias personas entraban atropelladamente en la sacrsitía.

¡¿Onde está a luz?! ―gritó una voz masculina en gallego.

La luz se encendió y me sobresalté. Intenté controlar mi respiración, si me oían estaba muerta y ya podía olvidarme de respirar.

Non esta aquí ―dijo uno de ellos.

¡Merda! ―exclamó otro.

¡Canalhas!, você está na casa de Deus ―les dijo con fiereza mi salvadora. [3]

―¡Volve!, non queremos ferirche ―ordenó el que parecía el cabecilla. [4]

Oh, infeliz, você não pode me ferir ―contestó la señora con más agallas de las que podía esperar. [5]

Los oi marcharse entre los gritos de la mujer que no sabía si me defendía a mí o a su iglesia. Pero me dio igual, lloré en silencio agradecida. Pasado un buen rato entró de nuevo, encendió las luces y me sacó del armario.

Un policía portugués iba con ella y tuve que sujetarme para no abrazarme a él cuando lo vi.

Luego todo ocurrió muy rápido, Me metieron en un coche patrulla y me llevaron a lo que parecía una comisaría. Lo peor: no me dieron ni una explicación y tampoco supe dónde estaba en ningún momento. Supuse que después del tiroteo yo no era más que un estorbo y un problema para ellos.

Tras más de cinco horas de tensa espera, Sergio apareció por la puerta con la cara desencajada y con un enorme gesto de alivio me agarró de la mano, y tras identificarse y enseñar su placa firmó un buen montón de papeles aún sin soltarme, y me sacó de allí sin decir una palabra.

Me obligó a subirme a un viejo citroën burdeos y condujo sin detenerse hasta que ya de madrugada el cansancio lo obligó a parar en un motel de carretera cerca de Cáceres. Aparcó el coche cerca de la entrada y con el morro hacia la salida, como en las películas. Se acercó a mí por primera vez para comprobar si dormía. Yo lo había hecho a ratos dando cabezadas involuntarias desde que subimos al coche.

―Estoy despierta.

―No te olvides de dar tus datos falsos. Si te han encontrado ha sido a través de la policía. Estoy seguro. Alguien ha averiguado tu paradero a través de la policía de Huelva o incluso puede que a través de los portugueses.

Asentí.

―¿Estás bien?

―La verdad es que no. Necesito saber qué ha pasado con Olga y Carlos ―pregunté temerosa de saber la respuesta.

―Están bien... se han llevado una buena tunda y Carlos tiene una herida de bala en el hombro, pero tranquila, lo último que sé es que están bien.

Me desmoroné y lloré a moco tendido. Pensar en ellos tan felices en aquella playa diciendo chorradas y metiendose el uno con el otro a cuenta del posado de Olga, y saberlos luego en el hospital y heridos y doloridos fue demasiado para mi.

―Iria, es su trabajo. No es culpa tuya. Y están perfectamente. Olga solo tiene algunos rasguños, un par de golpes y una costilla fisurada, y Carlos se recuperará, como tu dijiste son jóvenes y aún tienen celulas madre reparando musculos y tendones.

Me habló como lo haría un padre a su hija pequeña con una mezcla de cariño y humor que me desarmó y me entraron ganas de echarme en sus brazos. Pero algo así quedaba completamente descartado. Me limpié las lágrimas y salí del coche.

―Estoy bien, tranquilo ―pero la verdad era que no lo estaba.

Nos registramos y Sergio dejó una noche pagada, supuse que lo hizo por si debíamos salir corriendo. Luego subimos a la habitación rodeados por un incomodo silencio.

―Te fuiste sin decirme nada. No supe...

―Iria...

―No, está bien. No tenías por qué.

―Sí que tenía..., pero no pude. No he dejado de pensar en ti en estos días. Cuando Agustín me llamó... y me contó lo que había pasado... no pensé, Iria. Obligué a mi compañero a bajarse y conduje como un loco hasta... Joder.

Se acercó y en tres zancadas me abrazó. En cuanto lo hizo me sentí tan bien... y a la vez tan mal... era como si un simple abrazo borrara de golpe todo lo que había pasado y eso me hacía estar mal porque en realidad me sentía como si no lo mereciera.

―¿Qué ocurre? ―preguntó clavándome lo ojos de una manera que me hizo temblar.

―Es solo que... yo estoy bien mientras que ellos...

―Shhh, no lo pienses.

Me besó el nacimiento del pelo, la frente, la nariz, yo lo abracé más fuerte, y antes de que consiguiéramos pensar en nada más nos estábamos besando como dos salvajes.

Nos arrancamos la ropa el uno al otro y la arrojamos al suelo, furiosos, necesitados. Me cogió en volandas, me arrojó sobre la cama y en menos de un minuto lo tuve dentro de mí. Comenzó a embestirme de una forma desesperada, y yo le correspondía arqueándome para recibir cada una de sus feroces arremetidas, sin hablarnos, solo mirándonos y devorándonos el uno al otro. Era como si quisiéramos expresar sin palabras todo lo que sentíamos; nuestra frustración, su preocupación por mí, mi culpabilidad... Oh, Nai de Deus. Fue la cosa más intensa que había experimentado en mi corta vida.

Esa fue la segunda vez que hicimos el amor o quizás debería decir la segunda vez que follamos. Porque acabábamos de follarnos el uno al otro sin ninguna clase de miramientos, y ser consciente de ello, lejos de extrañarme o asustarme, me hizo dormirme entre sus brazos sintiéndome en paz por primera vez en mucho tiempo.


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[1] En portugués: La misa ha terminado, puedes rezar, pero solo un rato. Voy a cerrar.
[2] En portugués: Aquí no hay nadie.
[3]En portugués: ¡Canallas! Estáis en la casa de Dios.
[4] En gallego: Vete, no queremos hacerte daño.
[5] En portugués: Oh, infelices, vosotros no podéis hacerme daño.

Gracias por leerme, si os ha gustado comentad o votad. ❤️😘

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